viernes, 29 de agosto de 2025

El Rollo de Los Navalmorales

En el año 2003 Ramón Lafuente y yo decidimos conocer mejor la historia del Rollo de Los Navalmorales. Así que fuimos al Archivo Histórico Municipal y, con el permiso de la alcaldesa, Mónica Cortijo, que nos atendió con eficacia y amabilidad, consultamos el legajo correspondiente a dicho asunto. Siempre auxiliados por el trabajo del historiador Antonio Palomeque publicado en 1946 y titulado El Señorío de Valdepusa y la concesión de un privilegio de villazgo al lugar de Navalmoral de Pusa en 1635, sobre todo cuando en él se expone con precisión la erección del Rollo, entresacamos literalmente del mismo algunos párrafos y tratamos de contrastarlos con el legajo municipal:

El uno de octubre de 1653... en las eras del Espartal “se levantó e fixó en el suelo una Horca de tres palos en alto”, y cerca de ésta… “se fixó en el suelo un Rollo de madera alto con sus garfios e cuchillo”[...] Pocos años después de la erección de este primer rollo de madera, se construyó otro de granito[...] en la plaza del Rollo…Hemos podido ver un recibo del maestro de cantería acusando la entrega de varias cantidades para su confección del tres de septiembre de 1656[…] y un “Memorial de las personas que ban haziendo mandas para hacer la picota” de siete de marzo de 1659.

                                
     



                                             

Hay quien suele tomar como sinónimos picota y rollo, pero no siempre fue así. Las picotas eran lugares públicos de ajusticiamiento, con sus garfios y sus cuchillos. Los rollos manifestaban la libertad jurisdiccional de las villas, en este caso de Navalmoral de Pusa, una libertad otorgada por cédula real que emancipaba a la villa de determinadas obligaciones respecto del señorío de Valdepusa.

El Rollo estuvo en la plaza que lleva su nombre desde 1665, año en el que se irguió, hasta 1917 por lo menos. Antonio Palomeque, en el trabajo citado, manifiesta que:

Estos símbolos de autonomía municipal comienzan a decaer, más que con la aparición de reformas humanitarias en la justicia, por la anulación política de las villas y por la decadencia de la vida municipal. Con el absolutismo borbónico los rollos comienzan a caer y muchos son demolidos o trasladados, como el nuestro, que pasó[...] de la plaza del Rollo[...] a la explanada que en las afueras de la villa se extiende ante el convento de Capuchinos, hoy en ruinas.

Nacido en 1908, Palomeque afirma que “este rollo de piedra lo hemos conocido todos los de mi generación y por sus gradas más de una vez hemos jugado de niños”. Telesforo Navas (n. 1912) en una conversación conmigo, recordaba haber jugado también de niño en el citado rollo, ubicado en la plaza del Ayuntamiento.


Hacia 1917, el Conde de Cedillo hizo una fotografía de dicha plaza que es todo un documento de referencia. En ella se nos muestra que el Rollo tenía garbo y galanura. En 2003, basándose en la citada foto, Ramón Lafuente hizo una proyección de las posibles dimensiones del Rollo, y  concluyó que el conjunto debió de tener 6,5 metros de alto: las gradas medirían 1,40 m. y la columna (base, fuste y capitel) 5,10 m. En cuanto al diámetro del fuste, Ramón dedujo que estaría entre 0,40 m. y 0,60 m. ya que no era uniforme su grosor. Dichos datos casi concuerdan con los anotados por Telesforo Navas, quien aseguraba que tendría unos 7 metros de alto y que el diámetro de la columna sería de 0,70 m.   

En el nº 17 de la revista Forja, de Los Navalmorales, publicado en otoño de 2008, Francisco del Puerto escribió un artículo sobre el Rollo antiguo y el nuevo. Comenzaba así:

Acaba el Ayuntamiento de colocar una réplica de lo que fue el rollo municipal que, como símbolo de autonomía jurisdiccional de su antigua dependencia del Señorío de Valdepusa y su conversión en villa, se exponía como atributo jurídico en sitio público del término municipal.

En dicho artículo se nos da cuenta de que el 22 de marzo de 1917, el Conde de Cedillo pronunció una extensa y bien documentada conferencia en el Ateneo de Madrid con el título “Rollos y picotas en la provincia de Toledo”, del que entresacamos lo referido a Los Navalmorales:

[...]Navalmoral de Pusa parece haber sido fundado en el siglo XIV por dependientes de los Gómez de Toledo, que poseían el señorío, y dependió, desde su fundación, de San Martín de Pusa. Deseando recabar su libertad jurisdiccional, sirvió al rey Felipe IV con 17000 reales […] y, para premiar el lugar, el monarca le hizo villa por cédula de 21 de septiembre de 1653, según consta en el privilegio de villazgo, que se conserva y he examinado en aquel Archivo Municipal. En cumplimiento de la Real Disposición, el Juez de Comisión, Francisco Navarrete, pasó a Navalmoral en 1º de octubre del mismo año, hizo los nombramientos de justicias, revisó los pesos y medidas, amojonó el término y mandó levantar “un rollo y picota con sus garfios y cuchillos”, ordenando que se pusiera en sitio público. El rollo se conserva íntegro y está en el centro de la plaza que llevaba su nombre, hoy de la Constitución. Es todo él de piedra y de buena labor. Sobre una gradería de cinco escalones se alza la toscana columna, en cuyo capitel descansan un cuerpo curvilíneo y estriado y un laboreado apéndice, terminando el conjunto en una cruz de hierro. En la columna se lee esta inscripción, indicadora de la fecha en que se erigió el rollo: EN DOS DE JVLIO DE 1665 AÑOS.

En algún momento indeterminado, siempre posterior a 1917, el Rollo fue trasladado al Ejido, una explanada en las afueras del pueblo frente al convento de los capuchinos. Allí estuvo el Rollo unos quince años, quizá desde 1917 hasta 1931. Con la proclamación de la II República, y aprovechando la confusión inicial, el Rollo fue arramblado. A varios abuelos, casi centenarios, les oí decir en su día que los bancos de piedra del parque tal vez provengan de las gradas del Rollo, y que algunas piezas pudieran haberse incorporado a casas de particulares.

Hay pueblos, como Espinoso del Rey, que tienen la fortuna de conservar aún sus rollos, atestiguando así, en esa verticalidad de piedra, su antigua autonomía jurisdiccional. Las circunstancias hicieron que otros pueblos, entre ellos Los Navalmorales, los perdieran en algún momento de su historia. La suerte es que en nuestro caso queda el testimonio documental del Archivo Histórico Municipal. Y el testimonio artístico que constituye la fotografía que el Conde de Cedillo hizo del Rollo navalmoraleño hacia 1917.

Esos testimonios permitieron en 2008 la colocación de una réplica de lo que fue el rollo municipal en el sitio que este dejó cuando fue trasladado al Ejido. Un rollo que fue símbolo de la conversión de Navalmoral de Pusa en villa, y que se exponía como atributo jurídico en el sitio preferente de la plaza principal del pueblo desde 1665.

Verano de 2025   

 

 




martes, 26 de agosto de 2025

Puertas y ventanas de Los Navalmorales

Hay días del otoño en los que, de buena mañana, paseas sin prisas por el pueblo y te fijas en las viejas y en las nuevas construcciones. Vas así dándote cuenta del grado de conservación de la vivienda tradicional. Contemplas casas de uno o dos pisos, con muros de piedra y tapiales anchos, densos y maternales, y puertas y ventanas distribuidas con armonía y gran belleza rítmica, sólo afeada por cables de todo tipo que las asedian sin pudor. 

Casas que son señales de una forma de concebir la existencia, con portales, alcobas y cocinas en la planta baja, cerca del patio, alrededor del cual gira la vida doméstica. Miras con parsimonia las puertas de madera, ese don de la naturaleza que, de forma implacable, va siendo sustituido por el hierro o el aluminio. Las ves en casas humildes y nobles, en herrenes y corrales. Y te emocionas ante algunas que, de puro viejas, pareciera que fueran a venirse abajo, pero resisten gracias a la nobleza de su factura y a las manos de sus dueños.

Sin prisas, te paras ante esas ventanas, unas sencillas, otras primorosamente enrejadas, que agilizan las paredes y abren huecos sabiamente orientados. Te encaramas a los lugares más insospechados y contemplas esos tejados que perfilan perspectivas desconocidas y conservan las tejas viejas, esas tejas que preservan del calor y cobijan del frío mejor que muchos materiales nuevos. 

Subes a la Sierra del Santo y observas el verde de los patios y el rojo de los tejados. Y la torre, fina y majestuosa, destacando por su lozanía y por ser referencia obligada para señalar todo.

Al terminar tu paseo, entras en la taberna y bebes una cerveza a la salud de los que mantienen las casas tradicionales, las remozan y las renuevan. Saben que así están disfrutando de la sabiduría de sus antepasados. 

Jesús Bermejo 

Otoño de 2001


          


       

        

lunes, 25 de agosto de 2025

Gregoria

En el verano de 2000 escribí un cuento inspirado en Gregoria, una señora de 87 años a la que conocí cuando la Mesa de Trabajo por Los Navalmorales publicó un libro de poesía suyo titulado Desde mi casita vieja. Este cuento lo subí al blog en 2011. Hoy, al acordarme de Gregoria, lo traigo de nuevo aquí, veinticinco años después, en su memoria.  



Al tocar el timbre, leo un papel pillado con el marco de la puerta: “Estoy en casa, llámame por la huerta”. Me acerco y, por una rendija de la puerta falsa, veo a Gregoria entre flores y árboles, repartiendo el agua con su surtidor como una diosa griega.

—¡Gregoriaaa!— No contesta. Insisto. Al poco rato, sale a mi encuentro, mañanera y sonriente.

—Te estaba esperando, aquí, entre los tomates y las calabazas. Todavía no me he puesto el aparato, hasta mediodía voy sin él, por eso no te oía.

Viste un blusón de color negro, ancho y fresco, que luce un pavo real destacando en la negrura. Lleva el pelo recogido bajo una gorra de béisbol de visera amarilla, y los pies calzados con unas zapatillas de deporte blancas.

Ya ves, en pleno verano y con calcetines de lana, así me duele menos la pierna.

Gregoria tiene 87 años, varios hijos y nietos, dos perros, un gato y una casa de pueblo, con un patio alegre y fresco y una huerta verde al lado. En cuanto apunta la primavera, deja la ciudad y se viene a vivir a su aire hasta que llegan las primeras heladas. Aquí cuida de sus plantas y de sus animales, come lo que le gusta, habla con quienes la visitan y escribe cuando le llega la inspiración.

La casa es su vivo retrato. La hicieron entre ella y su marido, y aún se ve la ilusión sembrada en los rincones. Entras en el portal y te transportas a su edad joven, los baldosines de los cincuenta, las paredes jalbegadas, las puertas de gris, los cuartones sujetando el techo de ladrillos rojos... Es una casa de jornaleros.

—Al salir de la cárcel, a mi marido, pobrecito mío, estaba ensangrentado como el Señor en la pasión cuando fui a verlo donde la Catalana, solo le daba jornales el abuelo de tu mujer. Pero aquello no bastaba, así que tuvimos que irnos a Madrid. Allí pasé veinte años, los mejores de mi vida, cuidando a una señora inválida. Hasta que murió y decidimos volvernos al pueblo.

Avanzas por el portal y surge, a la derecha, la alcoba: una cama grande, una mesilla de noche y una cortina blanca que protege la intimidad del descanso. Al lado de la ventana, una mesa redonda, un sillón mullido y unos cuantos cuadernos recogen su imaginación y la convierten en poesía.

En el cuarto de enfrente, ves una chimenea y dos sofás, en los que Gregoria pasa buenos ratos descansando, atizando la lumbre, viendo la televisión o leyendo. Unas anillas, que penden del techo, le permiten hacer frente a los chasquidos de las articulaciones y mantener su pierna en buen estado.

La cocina es un remanso de libertad. La única regla consiste en comer cuando hay hambre, cosas sanas, un poco de todo, que todo es bueno.

—Estuve diez años tomando sólo verde, nada de carne ni pescado, pero ahora como lo que quiero.

Al lado de la cocina, el jardín, una fuerza de misterio que ella cuida con primor: rosas, jazmines, petunias, claveles, geranios, lirios, gladiolos... El pozo, que trae agua de lo profundo mediante un sistema ingenioso, le permite regar durante toda la mañana. Recluidos en la leñera, mientras dure mi visita, los perros quedan atrás.

Gregoria me hace pasar a la huerta y me enseña su peral, su manzano, —se cae la fruta porque este año no he fumigado— el albaricoquero, las calabazas de cabello de ángel, los tomates, los pimientos, las cebollas...

—Antes cogía todos los albaricoques, ninguno se pudría. Al levantarme, iba al árbol y comía hasta que no podía más, me gustaban mucho. Ahora, sólo dos o tres. Ya nadie los quiere, ayer los varearon para los cerdos, aún no han venido por ellos. Al final, ya verás, abriré un hoyo y los enterraré, yo ya no estoy para llevarlos al contenedor.

Se agacha y arranca una planta para que la siembre en mi jardín, dice que da unas flores azules muy bonitas y que apenas hay que cuidarla.

—Hasta hace poco, todo esto lo tenía sembrado y limpio, no había ningún hierbajo. Ahora, aquí me ves, sufrida en el azadón, que es ya más bastón que herramienta. Me tendrán que enterrar con él.

Ya en el frescor del portal, Gregoria me cuenta cosas de su vida, penalidades y alegrías, que de todo ha habido.

—Una vez me dijo un médico: “Señora, lo que tiene que hacer usted es olvidarse de las cosas malas y acordarse sólo de las buenas. Es como mejor se vive”. Yo creo que tenía razón aquel doctor, pero es imposible llevarlo a cabo. 

Gregoria disfruta con la casa y con la huerta, con el jardín y con su imaginación. El año pasado le publicaron Desde mi casita vieja, un libro que recoge sus mejores poesías y que, claro está, se sabe de memoria.

—Yo disfruté mucho aquellos días, mucho. Me decía la gente: “Vamos, mujer, a tu edad, vas y escribes un libro”.

Gregoria me dice que este invierno ha estado escribiendo cuentos.

—De niña, mi madre me entretenía con algunos, por ejemplo, el de la cigarra y la hormiga. Yo los arreglo a mi manera, doy nombre a los personajes y me invento cosas— dice con picardía ladeando la visera de su gorra.

Sentada en su silla, mientras habla relajada y contenta, me fijo en su mirada y en sus manos, en su voz y en su apariencia, una sinfonía de atrevimientos tan libre y personal como cuando sale a la calle, con su moño alto, su blusa de encaje y su pantalón negro.

—Ya no puedo andar mucho, me falla la pierna. Al ir a algún recado, a veces me tengo que volver desde la plaza, porque no puedo más. Estoy torpe, me canso mucho cuando salgo.

—Ya quisiera mucha gente agacharse como tú lo hacías hace un rato— le digo.

—A mí eso no me cuesta trabajo, lo he hecho toda la vida, y además me viene bien para las piernas.

Me habla de la Residencia, y de cómo una monja que en ella trabaja le comentó que tenía que ingresar pronto, que allí estaría mejor atendida.

—Sí, le dije, pero si yo me levanto hoy con gana de comer pimientos fritos, voy a la huerta, los corto, los frío y me los como. En la Residencia me aviarían con un vaso de leche y unas galletas, velahí la diferencia.

Después de un buen rato conversando, me despido de Gregoria y la invito a ir a mi casa. Ella se sumerge en la soledad de la suya, como hacemos todos cuando, cerradas las puertas y calladas las voces, seguimos conviviendo con nosotros mismos”.