En
contra de lo que pudiera parecer por el título, en este cuento no vas a hablar
de gazpachos, aunque, bien mirado, es uno de los pocos platos que te salen
bien, así que podrías explicar tu pequeño secreto. Claro que vaya usted a
saber, en verano los comensales suelen ser muy agradecidos ante cualquier
caldillo si es refrescante…
No,
ahora no vas a hablar de gazpachos, y menos de aquellos gazpachos que hacía tu
abuela María, echando un diente de ajo en su mortero, un pellizco de sal, dos
dedillos de aceite, un chorrín de vinagre y el secreto de sus manos, que diría
Carlos Cano. No, la cosa va por otro lado.
En
tu recuerdo está aquel día en el que tu compañera Mercedes, entonces directora
del Instituto, trajo al centro a su nieto Jesusín, mientras sus padres atendían
un asunto improrrogable. Era uno de esos días en los que estabais en plena
vorágine de elaboración de los horarios de los grupos, una ebullición de casi
mil alumnos y setenta y un profesores que dependía de aquel bombo-programa al
que llamaban Peñalara.
Jesusín,
un niño de cuatro años, al que colmasteis de atenciones y que enseguida cogió
confianza con todos vosotros, se entretenía pintando en unos folios usados
muñecos de colores y letras como espaguetis y tallarines. Al cabo de un rato,
cansado de juegos y de lápices, se fue de la mano de su abuela por los pasillos
del instituto -vacíos en esos días y melancólicos- camino de Jefatura de Estudios,
donde Ascensión, Silvia y María confeccionaban listas de alumnos en las que
estudiaban con lupa la diversidad repartida y el equilibrio de fuerzas
perpendiculares y paralelas, que en combinación con los horarios se entregarían
a los profesores el lunes siguiente, el día señalado para ver cómo es cada
quién y tal y tal.
Largo
tiempo estuvieron todas ellas hablando de los pormenores de las listas,
trufando su cháchara de anécdotas y echando unas risas. Y allí también estabas
tú, colocando el calendario oficial en el tablón de anuncios del despacho, en
tu mano una caja de chinchetas a rebosar, de cuyo borde una, puntiaguda y
amarilla, se deslizó con alevosía hacia la impresora que debajo estaba y de la
que nada más se supo, pues te fue imposible sacarla de aquellas profundidades.
Jesusín, que fue el único que vio volar la chincheta hacia su imprevisto
destino, quiso coger otra para que tú le colgases su nuevo dibujo en el tablón,
pero ¡ay! se pinchó, y su ¡ay! terminó la animosa conversación de la abuela y
sus colegas. Tú, cogiste el dibujo de Jesusín y lo colocaste en el tablón junto
al calendario, y él, ya satisfecho, tomó de la mano a su abuela y le dijo:
-Abuela,
vamos a tu gazpacho.
Unos
brevísimos instantes de silencio, y después unas sonoras carcajadas acompañaron
a nieto y abuela de regreso al despacho, donde seguro que Jesusín volvería a
jugar con sus letras y sus garabatos, ya lejos de aquellas carcajadas que lo
dejaron un tanto contrariado.
Mientras
Jesusín pintaba sus monitos, todos los del equipo pensabais en los horarios y
las listas que allí estabais elaborando, a sabiendas de que con los recortes de
la consejera de Educación, de cuyo nombre no quieres acordarte, iba a salir un
gazpacho bastante paniaguado, un gazpacho de obligada aceptación que por sus
recortados condimentos era imposible que saliera medianamente aceptable. Aunque,
en fin, en tiempos de escasez lo importante es que los cocineros pongan en
marcha el comedor y preparen los guisos con honradez y discreción.
Bendita
lengua la que permite la feliz permutación de gazpacho por despacho. Y bendito
Jesusín, que primero os hizo reír, después sonreír y más tarde pensar. Una
secuencia –reír, sonreír, pensar- que guió vuestros pasos en aquellos años en
los que los recortes en la educación fustigaron los Centros Públicos de Enseñanza.
Aunque siempre sobrevoló por encima de todos aquellos miserables recortes la
sonrisa que fijó en vuestros semblantes aquella frase feliz de Jesusín cuando
quería retornar al despacho de su abuela.
Jesús Bermejo
Los Navalmorales, agosto de 2014

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