En el verano de 2000 escribí un cuento inspirado en Gregoria, una señora de 87 años a la que conocí cuando la Mesa de Trabajo por Los Navalmorales publicó un libro de poesía suyo titulado Desde mi casita vieja. Este cuento lo subí al blog en 2011. Hoy, al acordarme de Gregoria, lo traigo de nuevo aquí, veinticinco años después, en su memoria.
—¡Gregoriaaa!— No contesta. Insisto. Al poco rato,
sale a mi encuentro, mañanera y sonriente.
—Te estaba esperando, aquí, entre los tomates y las calabazas. Todavía no
me he puesto el aparato, hasta mediodía voy sin él, por eso no te oía.
Viste un blusón de color negro, ancho y fresco, que luce un pavo real
destacando en la negrura. Lleva el pelo recogido bajo una gorra de béisbol de
visera amarilla, y los pies calzados con unas zapatillas de deporte blancas.
—Ya ves,
en pleno verano y con calcetines de lana, así me duele menos la pierna.
Gregoria tiene 87 años, varios hijos y nietos, dos
perros, un gato y una casa de pueblo, con un patio alegre y fresco y una huerta
verde al lado. En cuanto apunta la primavera, deja la ciudad y se viene a vivir
a su aire hasta que llegan las primeras heladas. Aquí cuida de sus plantas y de
sus animales, come lo que le gusta, habla con quienes la visitan y escribe
cuando le llega la inspiración.
La casa es su vivo retrato. La hicieron entre ella y
su marido, y aún se ve la ilusión sembrada en los rincones. Entras en el portal
y te transportas a su edad joven, los baldosines de los cincuenta, las paredes
jalbegadas, las puertas de gris, los cuartones sujetando el techo de ladrillos
rojos... Es una casa de jornaleros.
—Al salir de la cárcel, a mi marido, pobrecito mío,
estaba ensangrentado como el Señor en la pasión cuando fui a verlo
donde la Catalana, solo le daba jornales el abuelo de tu mujer. Pero
aquello no bastaba, así que tuvimos que irnos a Madrid. Allí pasé veinte
años, los mejores de mi vida, cuidando a una señora inválida. Hasta que murió y
decidimos volvernos al pueblo.
Avanzas por el portal y surge, a la derecha, la
alcoba: una cama grande, una mesilla de noche y una cortina blanca que protege
la intimidad del descanso. Al lado de la ventana, una mesa redonda, un sillón
mullido y unos cuantos cuadernos recogen su imaginación y la convierten en
poesía.
En el cuarto de enfrente, ves una chimenea y dos
sofás, en los que Gregoria pasa buenos ratos descansando, atizando la lumbre,
viendo la televisión o leyendo. Unas anillas, que penden del techo, le
permiten hacer frente a los chasquidos de las articulaciones y mantener su
pierna en buen estado.
La cocina es un remanso de libertad. La única regla consiste en comer
cuando hay hambre, cosas sanas, un poco de todo, que todo es bueno.
—Estuve diez años tomando sólo verde, nada de carne ni pescado, pero ahora
como lo que quiero.
Al lado de la cocina, el jardín, una fuerza de misterio que ella cuida con
primor: rosas, jazmines, petunias, claveles, geranios, lirios, gladiolos... El
pozo, que trae agua de lo profundo mediante un sistema ingenioso, le permite
regar durante toda la mañana. Recluidos en la leñera, mientras dure mi visita,
los perros quedan atrás.
Gregoria me hace pasar a la huerta y me enseña su peral, su manzano, —se cae la fruta porque este año no he fumigado— el albaricoquero, las calabazas de cabello de ángel, los tomates, los pimientos, las cebollas...
—Antes cogía todos los albaricoques, ninguno se pudría. Al levantarme, iba
al árbol y comía hasta que no podía más, me gustaban mucho. Ahora, sólo dos o
tres. Ya nadie los quiere, ayer los varearon para los cerdos, aún no han
venido por ellos. Al final, ya verás, abriré un hoyo y los enterraré, yo ya no
estoy para llevarlos al contenedor.
Se agacha y arranca una planta para que la siembre en mi jardín, dice que
da unas flores azules muy bonitas y que apenas hay que cuidarla.
—Hasta hace poco, todo esto lo tenía sembrado y limpio, no había ningún
hierbajo. Ahora, aquí me ves, sufrida en el azadón, que es ya más bastón que
herramienta. Me tendrán que enterrar con él.
Ya en el frescor del portal, Gregoria me cuenta cosas de su vida,
penalidades y alegrías, que de todo ha habido.
—Una vez me dijo un médico: “Señora, lo que tiene que hacer usted es
olvidarse de las cosas malas y acordarse sólo de las buenas. Es como mejor se
vive”. Yo creo que tenía razón aquel doctor, pero es imposible llevarlo a
cabo.
Gregoria disfruta con la casa y con la huerta, con el jardín y con su
imaginación. El año pasado le publicaron Desde mi casita vieja, un
libro que recoge sus mejores poesías y que, claro está, se sabe de memoria.
—Yo disfruté mucho aquellos días, mucho. Me decía la gente: “Vamos, mujer,
a tu edad, vas y escribes un libro”.
Gregoria me dice que este invierno ha estado escribiendo cuentos.
—De niña, mi madre me entretenía con algunos, por ejemplo, el de la cigarra
y la hormiga. Yo los arreglo a mi manera, doy nombre a los personajes y me
invento cosas— dice con picardía ladeando la visera de su gorra.
Sentada en su silla, mientras habla relajada y contenta, me fijo en su
mirada y en sus manos, en su voz y en su apariencia, una sinfonía de
atrevimientos tan libre y personal como cuando sale a la calle, con su moño
alto, su blusa de encaje y su pantalón negro.
—Ya no puedo andar mucho, me falla la pierna. Al ir a algún recado, a veces
me tengo que volver desde la plaza, porque no puedo más. Estoy torpe, me canso
mucho cuando salgo.
—Ya quisiera mucha gente agacharse como tú lo hacías hace un rato— le digo.
—A mí eso no me cuesta trabajo, lo he hecho toda la vida, y además me viene
bien para las piernas.
Me habla de la Residencia, y de cómo una monja que en ella trabaja le
comentó que tenía que ingresar pronto, que allí estaría mejor atendida.
—Sí, le dije, pero si yo me levanto hoy con gana de comer pimientos
fritos, voy a la huerta, los corto, los frío y me los como. En la Residencia me
aviarían con un vaso de leche y unas galletas, velahí la diferencia.
Después de un buen rato conversando, me despido de Gregoria y la invito a
ir a mi casa. Ella se sumerge en la soledad de la suya, como hacemos todos
cuando, cerradas las puertas y calladas las voces, seguimos conviviendo con
nosotros mismos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario