Hay días del otoño en los que, de buena mañana, paseas sin prisas por el pueblo y te fijas en las viejas y en las nuevas construcciones. Vas así dándote cuenta del grado de conservación de la vivienda tradicional. Contemplas casas de uno o dos pisos, con muros de piedra y tapiales anchos, densos y maternales, y puertas y ventanas distribuidas con armonía y gran belleza rítmica, sólo afeada por cables de todo tipo que las asedian sin pudor.
Casas que son señales de una forma de concebir la
existencia, con portales, alcobas y cocinas en la planta baja, cerca del patio,
alrededor del cual gira la vida doméstica. Miras con parsimonia las puertas de
madera, ese don de la naturaleza que, de forma implacable, va siendo sustituido
por el hierro o el aluminio. Las ves en casas humildes y nobles, en
herrenes y corrales. Y te emocionas ante algunas que, de puro viejas, pareciera
que fueran a venirse abajo, pero resisten gracias a la nobleza de su factura y
a las manos de sus dueños.
Sin prisas, te paras ante esas
ventanas, unas sencillas, otras primorosamente enrejadas, que agilizan las
paredes y abren huecos sabiamente orientados. Te encaramas a los lugares más
insospechados y contemplas esos tejados que perfilan perspectivas desconocidas
y conservan las tejas viejas, esas tejas que preservan del calor y cobijan del
frío mejor que muchos materiales nuevos.
Subes a la Sierra del Santo y
observas el verde de los patios y el rojo de los tejados. Y la torre, fina y
majestuosa, destacando por su lozanía y por ser referencia obligada para
señalar todo.
Al terminar tu paseo, entras en la taberna y bebes una cerveza a la salud de los que mantienen las casas tradicionales, las remozan y las renuevan. Saben que así están disfrutando de la sabiduría de sus antepasados.
Jesús Bermejo
Otoño de 2001
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