Aquellos
pinchos de bacalao
Siempre le oí a mi padre hablar con
devoción de los pinchos de bacalao de tía Inés, la dueña de la taberna de Puerto
Castilla. Sí, una taberna llamada con elegancia Bar Bermejo, abierta por
tío Gabriel y tía Inés hacia 1950 y lugar de referencia de la comarca hasta su
cierre, acaecido a finales de los ochenta, cuando el pueblo ya estaba de capa
caída debido a la emigración que, desde los años sesenta, buena parte de la
gente había emprendido hacia lugares donde pudiera encontrar trabajo y futuro,
sitios como Madrid, Barcelona, Bilbao o Llodio. Aunque no hay que dejar a un
lado que tío Gabriel y tía Inés se estaban acercando ya por entonces a la edad
de jubilación y, claro, llevar la taberna a ciertas edades y para tan poca
gente parecería poco negocio, así que mejor echar el candado. Y así lo
hicieron, pero esa es otra historia.
-Como aquellos pinchos nunca los he vuelto a
comer -decía mi padre- parecidos, sí, pero como aquellos, nunca.
Todos los domingos y fiestas de guardar
hacía tía Inés unos pinchos de bacalao tan inigualables que mi
padre nunca los volvió a probar, ni siquiera cuando al pasar por la Puerta del
Sol, se acercó alguna vez a Casa Labra para dar cuenta de unos soldaditos de
pavía.
Quiso la casualidad que un día de finales
de verano, hará ya casi veinte años, me encontrase yo a tío Gabriel y a tía
Inés en el pueblo, sentados en un poyo a la sombra fresca en Los Postigos un
día de verano. Allí nos pusimos a hablar y hablar y, de sopetón, les pregunté
por los pinchos.
- Tía Inés, ahora que ya no corre peligro
el negocio, ¿podría decirme cuál era el secreto de la receta de los pinchos de
bacalao, de esos que tanto ponderan mi padre y sus amigos?
- Sí, hijo, mira, yo ya tengo mucha edad,
así que, como has puesto interés, te voy a decir cómo hacía los pinchos-
contestó tía Inés.
-Bueno -resopló tío Gabriel- el que trajo
la receta de Madrid fui yo. Y contó cómo aprendió a hacer los afamados pinchos
cuando estuvo trabajando en un bar de la capital allá en su juventud.
- Sí, hijo -añadió tía Inés -pero luego
esa receta la mejoré yo aquí, con secretos de mi cosecha, bien que lo sabes tú,
Gabriel.
Mientras intentaba retener cada detalle
de todo lo que me decían, tío Gabriel y tía Inés se interrumpían el uno a la
otra y la otra al uno entrelazando su relato al alimón, y me fueron dando
cuenta cabal de la deseada receta. Según iban hablando, me recordaban a ciertos
personajes curiosos de algunas películas de Woody Allen -como Toma el dinero y
corre o Días de radio- aquellos padres de los protagonistas que hablaban de sus
hijos con el mismo entusiasmo que tía Inés y tío Gabriel de sus pinchos de
bacalao, cortándose la palabra, pero completando con curiosos matices la
información de su consorte. Disfruté de una tarde amena con mis informantes y,
luego, poniendo en limpio la receta, seguía sonriendo acerca de lo divertida y
provechosa que había sido aquella sesión en el poyo de Los Postigos.
Pasado el tiempo, y a pesar de haber
tomado buena nota de cada detalle, me resistí a poner en práctica la receta,
tal y como me indicaron tío Gabriel y tía Inés, y mostrarle los resultados de
la misma a mi padre porque, aparte de que sería difícil dar con el punto justo,
siempre me temí que lo que él añoraba no era solo el sabor de los pinchos de tía
Inés sino también aquel tiempo pasado con sus amigos, que quizá pensarían, como
piensan todos los jóvenes, que siempre seguirían siéndolo, así, sin más.
Publiqué la receta en este blog en 2010
y, salvo que algún lector la haya puesto
en práctica, creo que ha vivido el sueño de los justos. Pero, lo que son las
cosas, llegó el peligroso coronavirus, atacando a toda la humanidad y, como
muchas personas que se entretuvieron en la cocina en aquellas largas semanas de
confinamiento, yo me acordé de la afamada receta de bacalao, y me atreví a
prepararla. Después de algún ensayo, por fin pudimos comer los deseados
pinchos. Y al saborearlos, brindamos por tía Inés y por tío Gabriel, que en
aquellos años de dura posguerra supieron dar gusto y deleite a las gentes del pueblo,
quienes cuando salían de misa los domingos y fiestas de guardar, aligeraban el
paso para no perderse su pincho de bacalao llegando de los primeros al
mostrador de la taberna. Y también brindamos entonces por todos los hombres y
mujeres de su generación, que, siendo jóvenes en plena posguerra, nos trajeron
a este mundo llenos de vida y de futuro.
Y ese futuro éramos nosotros, sus hijos,
a quienes, en lugar de ofrecernos pinchos de bacalao, cuando llegó el momento
preciso, nos liaron el petate y nos encamparon lejos del pueblo en busca de
futuro. Y lo encontramos, claro que sí, atrapando la vida en ciudades y pueblos
desconocidos que, a la misma vez, nos atenazaban y nos atraían.
Aunque eso sí, los que echamos raíces en
Madrid, aún tardaríamos mucho tiempo en descubrir que aquellos pinchos eran una
versión secreta de los Soldaditos de pavía de Casa Labra, una receta
andaluza recalada en Madrid y llevada por tío Gabriel a Aravalle en los años
cincuenta para servir de delicia dominical a unos jóvenes llenos de vida en
aquel tiempo largo de posguerra.
La receta de tía Inés y de tío Gabriel
Ingredientes
· Un kilo de lomos de bacalao.
· Unas hebras de azafrán.
· Dos huevos.
· 200 gramos de harina.
· Una cucharadita de bicarbonato.
· 100 mililitros de leche entera.
· Dos dientes de ajo machacado.
Procedimiento
· Cortar el bacalao en tiras y, luego, en
trozos.
· Echar en agua para desalar y cambiar el
agua varias veces.
· Disolver las hebras de azafrán en agua.
· Preparar un rebozo con el azafrán
disuelto, la leche, los huevos, el ajo y el bicarbonato. Batir bien.
· Envolver en harina los trozos desalados y
luego echarles encima el rebozo batido.
· Freír los trozos en aceite no muy
caliente.
Servir recién fritos con un palillo.