lunes, 30 de noviembre de 2015

Auschwitz-Birkenau y la Shoah




1. Setenta aniversario de la liberación
El sistema de exterminio nazi implicó a todos los estamentos del Estado, toda la administración alemana colaboró de una forma u otra con la Shoah. Y todo se puede resumir en un solo lugar: Auschwitz-Birkenau, de cuya liberación se cumple este martes el 70 aniversario

Auschwitz, que estuvo operativo entre mayo de 1940 y el 27 de enero de 1945 cuando fue liberado por las tropas soviéticas, encarna todo ese sistema, que tenía como objetivo la aniquilación física, pero también moral de las víctimas. En eso todos los campos eran iguales. Como escribió Primo Levi, “en la práctica cotidiana de los campos nazis se realizaban el odio y el desprecio difundido por la propaganda nazi. Aquí no estaba presente sólo la muerte sino una multitud de detalles maníacos y simbólicos, tendentes todos a demostrar que los judíos, y los gitanos, y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia”.



2. Una experiencia personal
El día 21 de enero de 2010 no lo olvidaré en mucho tiempo. Fue una experiencia de esas que te marcan y te dejan una huella profunda. Había asistido a algo singular.
Eran las cinco de la tarde. El lugar, el cine del Círculo de Bellas Artes de Madrid. La razón de la estancia allí de unas cien personas era la posibilidad de ver por primera vez en España la proyección seguida y completa de la película Shoah, con el privilegio de contar con la presencia de su director, Claude Lanzmann, quien, en tono de broma nos dijo ¿pero están ustedes seguros de lo que van a hacer, estar aquí, en este cine, hasta las tres de la madrugada viendo mi película? ¡Váyanse, ahora que todavía es posible poner remedio a su pretensión!
Ni que decir tiene que no le hicimos ningún caso. Y comenzó la película, un primer tramo, hasta las nueve. Cuesta entrar en ella, en su ritmo, en lo que te van contando. Pero sigues allí, viendo y oyendo, contemplando lo que te parece imposible, frotándote los ojos al conocer de primera mano el espanto, la experiencia de quien pudo retornar de aquellos campos de exterminio. Y poco a poco el ritmo de la película va congeniando con la capacidad de asimilación de lo que vas viendo y oyendo, te emocionas con determinados testimonios, conoces la frialdad programada de los verdugos filmados clandestinamente, te inquietan los polacos y ucranios que tuvieron cerca el horror, lloras cuando el peluquero superviviente detiene su narración, contiene sus lágrimas y le implora al director que acabe ya, que no puede más, y el director le anima diciendo que es muy importante su testimonio…
Un descanso de quince minutos para comer algo e ir al baño. Al volver quedamos unos ochenta espectadores. Y sigue la película, tres horas más, hasta cerca de la una. Ya conocemos el ritmo y entramos inmediatamente en materia. Nos impresiona conocer detenidamente los campos de exterminio, donde nada nos podría delatar lo que allí sucedió hace casi setenta años, pues eran lugares en los que se exterminaba a los detenidos según llegaban, donde no había un universo concentracionario, como sucedía en otros campos. Gracias a los testimonios del horror podemos intentar conocer lo que pasó allí, la barbarie y la aplicación del principio fabril en el objetivo de la aniquilación de un pueblo, el abismo del mal.
De nuevo un cuarto de hora para reponer fuerzas e ir al baño. Y entramos en la fase final de Shoah. Ya nada nos extraña, seguimos con testimonios, seguimos con la emoción y a veces con el puro raciocinio, entendemos el ritmo de la película y estamos con el director en su tesis de que es imposible la representación del mal, del exterminio, de que no llegamos a conocer lo que sucedió mediante películas tipo La lista de Schlinder o La vida es bella, que son sólo representaciones de la realidad. El mal, el exterminio analizado por Shoah no admite representación, pero sí admite hablar de ello, sobre ello, contra ello.
Va terminado la película. Son más de las tres de la madrugada. No hemos visto una sola imagen de alguien que muriera en aquellos campos, no hemos visto las cámaras de gas, no hemos visto ningún cuerpo gaseado, ningún cadáver. Y sin embargo hemos visto una película que se ha acercado al mal y nos lo ha descrito, con palabras y con imágenes. No hay música en ningún momento, sólo una cancioncilla cantada por alguno de los que aportan su testimonio.
Hemos visto una película sobre la muerte programada fríamente. Y ,sin embargo, es un canto a la vida, al aborrecimiento más absoluto contra los que programaron el exterminio de un pueblo. Salimos del cine los cuarenta que hemos resistido las diez horas. Tomo un taxi y un cuarto de hora después estoy en mi cama, y me duermo sosegado.
Cuatro horas después me levanto para ir a trabajar. Cuando llegue la tarde dormiré más. Y en el fin de semana inmediato descansaré.



3. Si esto es un hombre
Traigo a este blog un poema extraordinario de Primo Levi, que se encuentra en su libro Si esto es un hombre
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.






El cementerio civil de Madrid

Hoy he visitado el cementerio civil de Madrid. Está junto al barrio de san Blas, en la avenida de Daroca. Fue creado en 1884 con el fin de que en él fuesen enterradas las personas que por su religión o por su ideología tenían prohibido yacer en el cementerio de la Almudena, que está enfrente y era solo para católicos. La iglesia y la sociedad eran aún así de intolerantes. Afortunadamente desde la aprobación de la constitución, en 1978, cualquier difunto puede ser enterrado en un cementerio público, independientemente de su ideología o religión.

Vemos desfilar ante nuestros ojos la historia de nuestro país: En el cementerio civil están enterrados ortodoxos, protestantes, judíos, agnósticos, ateos, masones. Están allí las tumbas de los presidentes de la I República, Figueras, Salmerón, Pi i Margall; las de Pablo Iglesias, Jaime Vera, Besteiro, Fernando de los Ríos y esposa, Francisco García Lorca y esposa, Julián Grimau, Dolores Ibarruri, Marcelino Camacho, Modesto, José Laín Entralgo, Pío Baroja, Blas de Otero, Largo Caballero, Giner de los Ríos, Jiménez Frau, Manuel b. Cossío, Zubiri...

Ya en plena democracia, en el cementerio de la Almudena fue enterrado Tierno Galván, cerca de otro alcalde, Alberto Aguilera. También hay varias placas dedicadas a las 13 rosas y un friso de una tapia junto a la cual fueron fusilados por el franquismo más de tres mil madrileños. En este cementerio ocupan lugar destacado los caídos de la división azul, militares del cuartel de la Montaña y fallecidos de la legión Cóndor. 

Sé que en el cementerio de Fuencarral hay monumentos de homenaje a fallecidos de las brigadas internacionales, soldados soviéticos muertos durante la guerra y españoles que murieron en la segunda guerra mundial. 

Y no olvido los panteones de escritores y artistas del XIX que hay en el cementerio de san Isidro. Y el pequeño cementerio judío que hay junto al civil. Sé también que cerca del de san Isidro está el cementerio inglés.

En fin, la historia de España también está en nuestras necrópolis. Y esta mañana visitando el cementerio civil, he sentido tristeza, compasión y también una sensación de armonía: Muchos de los que allí yacen hoy ocupan un lugar destacado en nuestra historia, y algunos, como Giner de los Ríos, son el referente de una forma de concebir la educación y la vida.
































Caminando por Madrid un lunes de octubre



Ha amanecido un día gris de otoño. La calle está animada después de la tranquilidad del domingo. Dispongo de toda la mañana para andar así que inicio mi travesía bajando por Serrano desde Diego de León hasta la Puerta de Alcalá. Veo gente caminando deprisa hacia sus trabajos, algunos corredores que madrugan en su ejercicio, jóvenes que van en bicicleta y obreros que maniobran en un edificio que será, otra más, una tienda de lujo. A estas horas solo están abiertas las cafeterías y los kioscos de periódicos, aunque muchas tiendas tienen las puertas abiertas pues están terminando de descargar la mercancía de la que se abastecen.
En la Puerta de Alcalá el ruido de los coches es ensordecedor pero en cuanto entro en El Retiro el fragor se va amortiguando y, poco a poco, la tranquilidad del oído corre pareja del gozo de la vista. Subo por el paseo central y llego al del estanque, que aparece a mi derecha espléndido y sosegado, tan distinto de los días de fiesta, cuando bulle de gente y de títeres, de voces y de músicas. Hoy, apenas las nueve, los caminantes y los ciclistas, los corredores y los paseantes gozamos de una agradecida tranquilidad que hace que todos aminoremos nuestra marcha y disfrutemos del momento.
Por un sendero rodeado de todos los marrones y amarillos accedo al entorno del Palacio de Cristal, en cuyas balaustradas una pareja se hace fotos mientras un pequeño grupo de turistas ojea el interior del palacio. Yo prefiero sentarme un ratillo en las escalinatas mirando el estanque, con su chorro vertical en el centro, que reúne en su torno una docena escasa de patos que, inmóviles, parecieran agradecer la ducha. Otros, los exploradores, inspeccionan las orillas mientras uno más levanta un torpe vuelo que, sin embargo, acaba en un elegante aterrizaje.
Prosigo mi camino por la pradera cercana, dejo a mi izquierda la estatua de Galdós y me dirijo hacia esa glorieta cuya fuente contiene una de las estatuas más célebres de Madrid, la del Ángel Caído, que nos lo presenta justo en el momento en el que el bello ángel, aunque ya caído en desgracia, aún no tiene conciencia de ser el demonio. Según dicen, Madrid es la única ciudad del mundo que tiene un monumento dedicado a Lucifer, y las malas lenguas afirman que allá por los últimos noventa, en cuanto lo supo el alcalde Álvarez del Manzano mando erigir como desagravio una imagen, no sé si la de la Virgen del Pilar junto a Juan Bravo o la del papa Juan Pablo II en la Castellana, ambas de un valor estético acorde con la memoria que el pueblo de Madrid guarda de ese primer edil.
Con una sonrisa burlona dejo atrás al bello ángel y camino hacia la glorieta de Atocha. Atrás van quedando una zona de estiramientos y ejercicios, una parcela de almendros jóvenes y un huerto urbano que dicen que es escuela de hortelanos. Y más adelante, a mi izquierda, el instituto de secundaria Isabel la Católica y el Observatorio astronómico, en esa pequeña colina desde la que se puede divisar el sur de Madrid, y en los días claros incluso los Montes de Toledo. Ya fuera de El Retiro, me paro junto a la estatua de Pío Baroja, asiduo paseante del parque, a donde llegaba, ya pesaroso en los años cuarenta, desde su cercana casa de Ruiz de Alarcón. Es una hermosa estatua de proporciones adecuadas, que nos presenta a don Pío como si ya volviera de su paseo y se adentrara por la cuesta de Moyano, para perderse entre los  libros de viejo de las casetas apoyadas junto a la verja del Jardín Botánico. A estas horas, apenas las nueve y media, la cuesta está casi vacía y las casetas, salvo dos, apenas si están desperezándose antes de ofrecer a los paseantes un mundo de libros descatalogados, e incluso nuevos, que llene colmadamente sus ratos de ocio.
De repente, el silencio de la botánica mañana  se rasga con una inmediata algarabía de voces infantiles a cuyos dueños no distingo en toda la cuesta. Pero es solo un  momento de incertidumbre, ya que al cabo de la última caseta una larga fila de niños, cogidos de la mano de dos en dos, elevan en el aire de la mañana una dimensión de agudas voces que contrasta
 con la pequeñez de sus estaturas. Irán con sus profes al Retiro, donde pasarán, a buen seguro, una mañana memorable lejos de sus aulas y de sus lapiceros.
Al llegar a la glorieta de Atocha vuelve el tronar de coches y el bullicio del tráfico. Cruzo entre cientos de personas hacia la plaza del museo Reina Sofía, donde otro grupo de escolares, este más calmado, oye las instrucciones de sus maestros antes de entrar en el sagrado recinto. Enfilo hacia las Delicias, hermoso paseo, merecedor de su nombre, que nos llevará hasta el río. Después de un descanso para tomar un tentempié y ojear el periódico, prosigo mi camino hacia Legazpi observando el fluir de los peatones arriba y abajo: amas de casa haciendo su compra, obreros de servicios diversos en plena faena, dependientas fumando un pitillo en las puertas de su tienda, mujeres de origen ecuatoriano que se reconocen y se saludan, un grupo de hombres jóvenes, de aspecto caribeño, que hablan muy alto y bromean entre ellos…
La glorieta de Legazpi aparece ante el caminante como si fuera el puerto de mar de Madrid, con un muelle abandonado y taciturno, el antiguo mercado de frutas y verduras, y otro en plena ebullición cultural después de muchos años de silencio, el Matadero de Madrid, quizá el lugar más innovador de la villa en las artes visuales y escénicas. Los elegantes ladrillos de sus edificios y los magníficos paseos y explanadas nos llevan al Invernadero y al río Manzanares, ese río al que los madrileños siempre dieron la espalda y que hoy nos ofrece un gran parque lineal que demuestra lo que puede hacerse cuando confluyen la voluntad política y el deseo de cambio. Ahí sí estuvo bien el alcalde Gallardón, al que llamaron El Faraón porque mandó enterrar la M-30, urbanizar y embellecer las riberas del río y adecentar y represar su cauce. Endeudó la ciudad pero dejó para el futuro este espacio de vida que une barrios antes separados y que da a Madrid empaque de ciudad europea.
Caminando por la margen sur del Manzanares imagino lo que puede ser un día festivo en este espacio tan atractivo; más lo es hoy, pienso, apenas las once de la mañana, mientras contemplo a mi paso el semblante de los corredores, la alegría de los puentes que cruzo, el cambio paulatino de las fachadas que al río dan, un nuevo aire estético que da empaque y alegría donde antes no había sino traseras poco cuidadas de las calles limítrofes: En verdad Madrid vivía de espaldas al río. Hoy es un placer ver a gentes de todas las edades caminar por las sendas y los paseos, trotar o deambular mientras se habla, patinar o montar en bicicleta. Personas que van solas, en parejas o en grupos; niños con sus profesores y adolescentes en riesgo de exclusión con sus monitores; chicas que se esfuerzan en su mantenimiento físico y señoras de edad madura con sus zapatillas de deporte avivando el paso; chicos fortaleciendo sus músculos mientras mantienen un trote considerable y jubilados que corren, caminan, toman el sol o miran el río. Todos gozamos de este lugar, contentos de vernos en este momento y sin disputarnos el espacio: Hay senda para todos, y hasta los ciclistas más parecen agradables compañeros de viaje que agresivos detentadores de una fuerza mal entendida.
Avivo el ritmo de marcha ya cerca del parque de la Arganzuela y paso bajo los puentes nuevos y viejos: El de Perrault un bello horizonte en espiral que trae aires futuristas al lugar; el de Toledo, magnífica y señorial muestra del barroco madrileño de Pedro de Ribera; el de Segovia, amplísimo y equilibrado ejemplo de la seriedad y la armonía de Juan de Herrera. Dejo atrás el trasiego del cruce de calles que canalizan el tráfico hacia el Paseo de Extremadura y contemplo a mi derecha la armonía que me ofrece esta cornisa de Madrid: el Viaducto y la hendidura de la calle de Segovia, la cúpula de san Francisco el Grande, la catedral de la Almudena, la elegancia versallesca del Palacio Real, el colosalismo del Edificio España y de la Torre de Madrid y la verde mancha del parque del Oeste. A mi izquierda quedan los amplios accesos a la Casa de Campo, una hermosa huerta colmada de higueras y un paseo entre hermosas filas de plátanos que podrían acompañarnos al Lago, pero hoy no vamos hacia allí. Sobre el pretil del Puente del Rey me paro un rato para contemplar el río y sus alrededores, y así poder descansar del ritmo que me había impuesto desde el puente de Toledo. Después, unos estiramientos y vuelta a la caminata.
Debo llevar recorridos ya cerca de quince kilómetros y aquí, en Príncipe Pío, tenía previsto el final de mi travesía por hoy. Pero me encuentro en buena forma, así que decido continuar, si bien andando algo más despacio y callejeando un poco a la deriva, con algunas paradas para curiosear. Subo por la cuesta de San Vicente y voy observando por mi derecha el Campo del Moro, ese jardín casi secreto de Madrid cuyo acceso está en el paseo de la Virgen del Puerto: Árboles, de gran envergadura y jardines bien cuidados quedan tras de la armoniosa y artística verja, y, más adelante, una cómoda escalinata me permite subir hasta los jardines de Sabatini, desde donde el Palacio Real se nos muestra en todo su esplendor y cuando la Casa de Campo evidencia lo que es, un extenso campo de encinas hoy dentro de la ciudad. 
Por uno de los bordes ajardinados del paso elevado más armonioso de Madrid, el que une Bailén con Ferraz, voy entrando en la Plaza de España, quedando a mi derecha el edificio nuevo del Senado y a mi izquierda el templo de Debod. Majestuoso y colosal, el Edificio España domina la estética de la plaza y su espacio visual; en medio de la misma y entre olivos, don Miguel de Cervantes gobierna el caminar de don Quijote y Sancho por esos mundos de Dios. Cuadrillas de turistas se hacen fotos junto a las estatuas, parejas  de jóvenes viven su fogosidad en los bancos,  ajenos a los viandantes, y, ¡milagro!, la explanada que remata la fuente aparece diáfana y bella, sin las casetas que cada dos por tres la llenan para ofrecer productos artesanales y ferias regionales de alimentos. La Torre de Madrid vigila la esquina de Princesa y hoy se nos presenta vendada en su tercio inferior, al parecer por trabajos de rehabilitación. No sucede lo mismo con el Edificio España pues, según se dice, está no solo clausurado sino vaciadas todas sus plantas. En un proceso largo, lo que fue ultramoderno en los cincuenta y los sesenta, empezó a languidecer en los ochenta y, al desaparecer cafeterías, agencias, bares y hoteles, el edificio fue muriendo lentamente. Su penúltimo dueño, el banco de Santander, lo vendió a un multimillonario chino, un tal Wang que, colosal él también, querría desmontar la fachada y volverla a montar, piedra a piedra, al construir de nuevo el edificio. Considerado el emblema de la recuperación económica después de la guerra, hoy este edificio languidece en sus silencios, si bien millares de madrileños pasan junto a él cada día, pues esta plaza es una encrucijada de los cuatro puntos cardinales, de Gran Vía a Princesa y del Manzanares a los barrios altos.
Al subir por Gran Vía, esa avenida cuajada de cines cuando yo tenía quince años y que hoy apenas conserva tres, pues casi todos han mutado en tiendas de franquicia o teatros de musicales, decido torcer a mi izquierda y adentrarme en la plaza de los Mostenses, de cuyo mercado quiero confirmar algunas singularidades de las que he oído hablar. Y las tiene, claro que sí. Entro y lo primero que veo es una tienda de largos y extensos mostradores cuyo nombre reza así: Verduras Aurelio. Y Aurelio debió ser sin duda dueño de aquel imperio de la huerta, pero yo veo al lado otro cartel, mucho más pequeño que dice: “Verduras frescas de China”. Y así es, verduras y frutas de lo más diverso, unas conocidas para mí, otras solo medio adivinadas y algunas, la mayoría, totalmente desconocidas. Y lo mejor -como siempre, en los mercados y en casi todos los sitios- la gente; los vendedores, cinco hombres chinos vestidos de negro, y los compradores, mujeres y hombres también orientales, entre los que destaca una viejecita y su acompañante, que en suave murmullo hablan de lo que deberían comprar. Digo yo que será de eso de lo que hablen, porque la conversación se desarrolla en chino, no sé si mandarín o cantonés, que a tanto no llego. Y al lado, un pequeño bar, en cuyo mostrador, y en un pequeño reservado, una decena de parroquianos, también chinos, comen platos de arroz, sopas de verdura y preparados de pescado. Un poco más allá, mezclados con puestos regentados por españoles, hay otros, también de verduras y frutas, pero latinoamericanas, y de entre ellos destaca el llamado Zumos Yamilé, jugos de los más diversos frutos tropicales que allí mismo preparan.
Salgo del mercado, sorprendido por esa amalgama chino-latinoamericana que al parecer ha salvado al mercado de los Mostenses del cierre por inactividad, según las crónicas de hace ya unos años. Diversificarse y especializarse, esa era la consigna: en el mercado de san Miguel, puestos gourmet para turistas ricos; en el de san Antón, gourmet y restaurantes para gais y estilosos; en el de san Fernando para modernos y alternativos. Y en el de los Mostenses, fruta y verdura china y latinoamericana. Y debe funcionar, digo, pues bastantes tiendas cercanas siguen la estela china, si bien aún no esto no es el Chinatown de Madrid, pues el fetén se encuentra en el barrio de Usera.
Por la calle de los Reyes dejo a mi izquierda el instituto Cardenal Cisneros, donde siendo un chaval Antonio Machado estudió durante unos años. Por la calle del Pez subo y me voy riendo mientras imagino juntos a dos ilustres vecinos de este barrio: Alberto Ruiz-Gallardón, cuando era ministro de Justicia, y Esperanza Aguirre, cuya residencia es un palacete de la calle del Pez. Seguro que alguna vez quedaron a tomar un café en cualquiera de los muchos bares modernos de esta calle, Gallardón lo era; o quizá Aguirre, tan popular y retrechera, lo invitara a una caña en El Palentino. Los verdaderos enemigos, dicen los cínicos, son los de tu propio partido, los otros son solo adversarios; quizá ese sería el tema de conversación entre ambos.
Llego a la Corredera Baja de san Pablo, en plena transformación, como todo este barrio, cuyo motor es “La Bombonera”, que así es como llamaban al teatro Lara en sus buenos tiempos, y que ahora están recuperando, como las tiendas, para quitar a estas calles la mala fama de prostíbulo cutre. Interesante sería entrar a la iglesia de San Antonio de los Portugueses -o de los Alemanes, según otros- una joya en un barrio que ahora quiere serlo; cuando paso por aquí a veces entro pero hoy no toca. Subo a la plaza de san Ildefonso, un espacio tranquilo a estas horas, limitado al sur por la iglesia del mismo nombre y al norte por unas cuantas manzanas junto a la calle del Espíritu Santo que forman un mercado de barrio de sabor multiétnico, como las personas que en ella compran.
Dejo atrás el Tribunal de Cuentas, ese edificio cuyos dirigentes perpetúan apellidos y que, según dicen, controlan poco eficazmente las cuentas del Reino. Cruzo Fuencarral y me acerco a la plaza de Barceló, un conjunto desigual pero interesante en el que podemos encontrar el Museo Municipal, con su portada barroca; el antiguo cine Barceló, un edificio art-decò que luego fue la sala Pachá; los Jardines de Pedro de Ribera, aún en obras; el colegio Isabel la Católica y el nuevo mercado de Barceló. La plaza dio nombre al mercado o viceversa, qué más da. Hoy, el mercado está dentro de un cubo vertical al que se accede por una hendidura recta que lo humaniza algo. A mi derecha otro cubo vertical, gemelo, arropa el patio del colegio y sublima el griterío de los niños en su recreo, cuyas carreras pueden ser contempladas en la medida en que una inmensa fila de barrotes lo permiten. El arquitecto debió pensar: mejor barrotes que muro. Pobrecillo, que le perdonen esos niños bulliciosos. Me abstraigo en seguida de mis elucubraciones, pues al fondo de esta calle peatonal un edificio noble de dos plantas genera una armonía que me hace olvidarme del arquitecto Herodes; Es el Museo del Romanticismo, un palacete que te envuelve desde que entras en su aire decimonónico, y que te deja languidecer en su jardín al final de la visita; un jardín romántico, que, muy acertadamente, también es un café.
Subo por Santa Bárbara y hojeo alguno de los libros de viejo del puesto de la plaza; este ya sí está abierto, es ya casi la una. Las terrazas están a medio gas pero en los bares menudean abogados, procuradores, secretarios y empleados de las oficinas del conjunto judicial de la plaza de la Villa de París, cuyas obras por fortuna ya han terminado después de varios años. Allí están el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y el Consejo del Poder Judicial. La Audiencia Nacional, un edificio recién inaugurado, tiene una guardia casi permanente de periodistas y reporteros con sus cámaras y sus grabadoras, no en vano por sus puertas entra y sale lo más granado de la delincuencia nacional: traficantes de droga a gran escala, terroristas y políticos corruptos.
Por sus peatonales y hoy despejados contornos voy camino de la plaza de Colón, donde don Cristóbal, de nuevo en el centro de la fuente, mira hacia el sur como una predestinación en piedra, mientras yo camino Castellana arriba hacia mi casa, midiendo ya mis fuerzas, pues el cansancio va apareciendo y el hambre aprieta. Hago cálculos y creo haber andado unos veinte kilómetros. Después me pregunto si estas travesías no serán en el fondo una disculpa para escribir una crónica y colgarla en mi blog. Aunque la verdad oficial sea que mi médica me aconseja hacer ejercicio y comer saludablemente, pienso que estas caminatas me gustan porque me ayudan a sentir el pulso de la ciudad y porque me estimulan en uno de los mejores goces de la vida, que consiste en hacer lo que te da la gana y en dejar de hacerlo cuando se convierte en una rutina.




miércoles, 18 de noviembre de 2015

Cáceres, la ciudad de piedra





En la plaza Mayor, a estas horas de la mañana se agradece el sol de otoño antes de entrar en la ciudad de piedra. La torre de Bujaco os mira imponente y os recuerda la presencia árabe en Cáceres, esas torres en la muralla que aseguran la fortaleza y añaden con su presencia una idea de confianza ante lo desconocido.

Entráis en la ciudad por el arco de la Estrella pero, más que el arco, lo que os llama la atención es la calle que, junto a la muralla, recorre todo su perímetro, el Adarve. La dejáis a vuestra derecha, y por la del Arco accedéis a la plaza de santa María, una explanada de piedra y luz rodeada de palacios y casas nobles cuyo eje real  y simbólico es la iglesia concatedral que da su nombre a la plaza.

Caminando hacia la parte izquierda de la plaza entráis en el palacio de Carvajal, hoy patronato de turismo, y contempláis el zaguán y la maqueta que en él se expone, una maqueta de la ciudad monumental, con su muralla y sus torres árabes, que sigue el perímetro trazado por ingenieros romanos y aprovecha su basamento y sus primeras filas de sillares. Apreciáis su patio cuadrado y salís luego al jardín, en el que la piedra y los árboles ofrecen un espacio tranquilo dominado por una higuera centenaria, cuyo tronco os muestra su rugosa gracia mineral. Al salir dejáis a vuestra izquierda la calle de la Amargura, recuerdos tristes, dicen, de despedidas y entierros, y miráis, adosada al palacio, una torre circular de considerables dimensiones y elegancia extraña.

Volvéis a la plaza de Santa María y contempláis el vigor de sus muros y la esbeltez de su torre, desde la que, cuando luego subáis, otearéis la ciudad y veréis, como en la maqueta, los palacios y las calles, los patios y las plazas, la muralla y las torres, el adarve de la ciudad de piedra, el más bello conjunto monumental del Renacimiento español. En la concatedral os seduce su retablo y también la aparente levedad de las bóvedas, que parecen flotar sobre los pilares de piedra.

De plaza en plaza, una estatua en el ángulo del muro de la iglesia, dedicada a san Pedro de Alcántara, os da paso a la de los Golfines, llamada así por el palacio que domina su ámbito. El palacio, con una fachada armoniosa que define su poder y fundamenta sus dimensiones, fue propiedad del primer camarero de los Reyes Católicos, un noble llamado Holguín según el documento firmado por los monarcas que os muestran en la biblioteca. Holguín o Golfín, tanto da -incluso para juegos de palabras-, el palacio, recientemente rehabilitado y abierto al público, os muestra su riqueza arquitectónica y muchos y variados objetos, muebles, cuadros y esculturas, si bien lo que más os atrae es la sala de armas, quizá lo más antiguo y lo más curioso.

  

Estamos en la parte cristiana del recinto medieval de la ciudad, recinto que luego se fue  transformando, con el poder religioso afianzado en Santa María y el político en los Golfines. Pero el tiempo no se paró en el Renacimiento, tampoco en Cáceres, y así lo atestiguan, en la contigua plaza de san Jorge, la iglesia de san Francisco Javier y el colegio de la Compañía de Jesús, levantados en el siglo XVIII, dos edificios imponentes que exhiben, como en tantas ciudades españolas, el poderío de los jesuitas en la España de la Contrarreforma.

Os llaman la atención las calles que van apareciendo en vuestro pasear -calle de la Manga, cuesta de Aldana, calle del Mono, cuesta del Marqués- y por ellas os perderéis cuando acabéis este recorrido principal que vais haciendo, buscando otros rincones en la ciudad de piedra.

Dejáis a vuestra derecha el curioso palacio de los Becerra y subís por la cuesta de la Compañía, una calle escalonada que os conduce a la plaza de san Mateo, llamada así por la iglesia que la domina, iglesia que en su día fue mezquita mayor y que señorea la explanada que en su día fue barrio musulmán y hoy es un armonioso conjunto de palacios de entre los que sobresale el de Sande, con su torre cubierta por el verde de su hiedra.

El convento de san Pablo y el palacio de los Cáceres-Ovando dan acceso a la plaza de las Veletas, llamada así por el palacio que le da nombre y que hoy alberga el Museo Provincial, en el que pueden apreciarse vestigios prehistóricos de Cáceres, elementos romanos, árabes y cristianos. Destaca, por su excelente fábrica, el aljibe árabe de  sus profundidades y es notable la colección de arte contemporáneo que alberga el edificio adjunto rehabilitado al efecto.

Salís del Museo a la calle llamada Rincón de la Monja y os encamináis al barrio  de san Antonio, la antigua judería, cuya iglesia fue antes la sinagoga de la ciudad medieval. Diversas señales colocadas en lugares estratégicos atestiguan la pertenencia de Cáceres a la red de juderías de Sefarad.

Por la calle del Moral vais a dar al Adarve, llamado aquí del Cristo, para después llegar a la puerta de Coria, donde tres filas de macizos sillares de piedra acreditan, con sus dieciocho siglos datados, la presencia romana en la ciudad.


Pasáis después junto al palacio de los Toledo-Moctezuma, y en silencio imagináis la historia de su nombre y la posible ignominia de alguno de sus antiguos dueños. Y así llegáis de nuevo al Adarve, que vais recorriendo despacio dejando a vuestra derecha la torre de Bujaco y el arco de la Estrella, hasta llegar a la plaza de los Caldereros, junto al palacio de los Ribera. Subís ahora por la cuesta de Aldana y entráis en la casa del Mono, hoy sede de la fundación Zamora Vicente, un palacete que alberga la biblioteca del profesor y filólogo.



Al salir, vais al encuentro de la calle de Orellana y en ella os llama la atención una casa mudéjar en ladrillo visto, con arcos de herradura en sus ventanas y un encanto de melancolía en este rincón a espaldas de la torre de Sande. Después contempláis la plazoleta de la casa del Sol, o de los Solís, un austero y sólido edificio y seguí andando hasta el palacio de los Golfines de Arriba, donde una placa os indica que Francisco Franco fue proclamado aquí Jefe del Estado en octubre de 1936. Aunque parece que hubo trampa pues, según algunas fuentes, el secretario del dictador, su hermano Nicolás, al mandar a la imprenta el decreto de proclamación de Franco como "Jefe del Gobierno del Estado hasta que termine la guerra", ordenó por su cuenta una pequeña modificación, quedando en el documento "Jefe del Gobierno y del Estado", y sin indicar por cuánto tiempo. Aquella marrullería de nombramiento fue un trágala más de Franco para sus conmilitones, los generales sublevados, y fue aquí, en este palacio donde se fraguó la estratagema. Muy cerca, en el muro del palacio de Sande, un pavo real extiende parsimonioso sus alas ajeno a la historia, aunque las piedras os hablen del pasado y de otros pavos reales.

Bajáis por la calle Ancha y os fijáis detenidamente en la casa de Diego García de Ulloa, el Rico, que hoy es la sede del restaurante Atrio, laureado de estrellas Michelín. Más adelante, la casa de los Paredes Saavedra y el palacio del Comendador de Alcuéscar, hoy Parador de turismo. Seguís bajando hasta la puerta de Mérida –en Cáceres se sube y se baja mucho-, salís del recinto amurallado a la plaza de santa Clara y avanzáis, dejando a la derecha la torre de la Mora, la torre Redonda, la del Postigo de santa Ana y la del Horno. Así llegáis a la plaza de las Piñuelas, a la espalda del Ayuntamiento, donde podéis apreciar, mejor que en ningún otro sitio, la rotundidad de la muralla y de sus torres.


Al fin volvéis a la plaza Mayor y os sentáis en una terraza para tomar un tentempié. El sol de noviembre caldea el ambiente y la ciudad  se prepara para el mercado medieval de las tres culturas. Si, tres culturas, cristiana, judía y musulmana, que convivieron a su manera en la edad Media. Con el tiempo, el predominio cristiano propició la edificación de iglesias y palacios, que daban cuenta de su creciente poderío. La llegada de los Reyes Católicos a Cáceres no supuso el fin de la convivencia de las tres culturas, eso era ya algo del pasado. El desmochamiento de todas las torres defensivas de los palacios cacereños, menos la de los Cáceres-Ovando, ordenado por la reina Isabel, simboliza el fin de los castillos y el apogeo de los palacios; el final del poder de los nobles y el comienzo de la monarquía de la edad Moderna.

Las piedras os han hablado del pasado. Ahora es el momento de reponer fuerzas. Tiempo habrá de disfrutar en silencio de la ciudad de piedra. De piedra y luz.

                                                                                                                           Jesús Bermejo
                                                                                                                         Noviembre de 2015





domingo, 15 de noviembre de 2015

Lecturas


En los últimos cinco meses he ido leyendo libros de lo más variado. Voy a resumir aquí lo más interesante.

Novelas
·         Madrid, otoño, hacia 1950de Juan Benet
·         El dueño del secretode Antonio Muñoz Molina
·         Velada del descubridor, de Augusto Roa Bastos
Dos relecturas y una primera lectura. Leí hace unos veinte años  el libro de Juan Benet, un conjunto de relatos sobre diversos personajes de Madrid entre quienes sobresale el escritor Pío Baroja, a cuya casa iba Benet, siendo muy joven, a la tertulia que allí había a diario. Me gusta este libro por su tono y porque parece que su autor lo siente como menor.

De Muñoz Molina volví a leer una de sus llamadas novelas menores, una historia inverosímil de un izquierdismo infantil en plena transición, trufada de gracia e ingenio.

En cuanto a Velada, de Roa Bastos, una apabullante erudición, una acción mínima y una colección inagotable de aguijones contra Colón. La verdad es que esperaba algo distinto de don Augusto.

Ensayo y divulgación
·         Campo de retamas, de Rafael Sánchez Ferlosio
·         Laudatio si, del Papa Francisco
·         La ruta de Lisboa, de Ronald Weber
·         Os preceitos práticos en geral e os de Henry Ford en particular, de Fernando Pessoa.
·         América hispana, de J M González Ochoa
·         Memorial de transiciones, de J Antonio Ortega y Díaz Ambrona
·         Chopin y George Sand en Mallorca, de Bartolomé Ferrá
Ferlosio, sus ideas, expuestas en diversos ensayos, ocurrentes, inteligentes y con una sintaxis que hoy ya no se usa, razón de más para apreciar este libro.

Laudatio si, una encíclica del papa Francisco donde defiende, a la manera franciscana, la naturaleza y la vida, uniendo en este concepto ecológico la lucha contra la pobreza. Viniendo de un papa sabemos cuáles son sus razones últimas; pero la descripción de las causas del deterioro ambiental es extraordinaria.

La ruta de Lisboa es un ensayo que se lee como una novela casi. Una descripción detallada de cómo Lisboa era la ciudad a la que se dirigía el “tráfico” de personas que huían de Europa huyendo del nazismo. Interesante el estudio de las características de cada grupo humano, desde los potentados que huían hasta los más humildes, y de su paso por la ciudad del Tajo.

El librito de Pessoa, una gracia del autor a propósito de la relación entre moral y negocio. Interesante por su originalidad.

América hispana, una serie de ensayos históricos sobre la América prehispana, la conquista y la colonización de América por los españoles. Sin evitar los duros episodios de guerra y aniquilación, me ha resultado una amena confrontación con la novela de Roa Bastos.

Memorial de transiciones, de Ortega, que fue ministro con Suárez, es una voluminosa obra que en parte es memoria personal y, a la vez, memoria colectiva de los años sesenta y setenta. Es interesante conocer la mirada de una persona inserta en la administración del franquismo, de sus principios políticos democristianos, de cómo evolucionan estos grupos dentro y fuera del franquismo y cómo fueron engullidos por UCD. Lo mejor, la información que facilita; lo más difícil de digerir, que alguien que era letrado en el Consejo de Estado y ejecutivo de lo que luego sería Repsol, pudiera ser a la vez opositor, moderado, al régimen de Franco. Pero esto último ayuda a entender mejor los entresijos de la Transición.

El libro sobre Chopin y George Sand en Mallorca lo compré en la feria da Ladra de Lisboa, el rastro de esa ciudad. Está escrito en los años sesenta y es un breve libro que nos informa de la estancia de Chopin y la escritora George Sand, ambos emparejados entonces, en la isla de Mallorca hacia 1839. Se juntan varios asuntos: la importancia de la cartuja de Valdemosa, las composiciones que allí creó Chopin, sus enfermedades, las gentes y el espacio natural mallorquín. Interesantes las ilustraciones, de un hijo de la escritora.


Pueblos y Ciudades
·         Madrid judío, de Fernando García Román
·         Mi Extremadura, de Miguel Hermoso Uceda
·         Alimentación tradicional en Castilla y León, de Mercedes Cano y dos más
·         Madrid. Sinopsis de su evolución urbana, de Carlos González Esteban
·         Bajo los cines de Madrid, de J. Luis Montolío
Madrid judío, un librito que describe fielmente los rastros judíos en la ciudad de Madrid, singularmente la que fue judería, el barrio de Lavapiés, llamado El Avapiés. Quizá le sobre el oficialismo israelí, que es quien lo patrocina.

Mi Extremadura es un libro con mucha información y variadísimas ilustaciones sobre la vida y costumbres de las gentes de Extremadura, sobre todo de una comarca cacereña cuyo centro es el pueblo de Ceclavín. Muchas de las costumbres y tareas que se describen no son solo de esa zona sino de buena parte de esa España rural tradicional que ya es historia. Meritoria labor de recogida de datos y cuidada edición que pretende llegar al gran público de la región.

La alimentación tradicional de Castilla y León, un estudio de la misma, una colección de recetas bien documentadas y un epílogo dedicado a la cocina conventual, especialmente los dulces. Los tres profesores autores del libro ofrecen un sereno y documentado estudio en el que la mesura es lo más valorado por mí.

Madrid, su evolución urbana, es un estudio del nacimiento y crecimiento de Madrid a lo largo de su historia. Geografía, historia, política y cultura de la ciudad convertida en capital de España, con los condicionantes de todo tipo que supone tal cosa.

Bajo los cines de Madrid es un  simpático libro que nos lleva al Madrid de los cincuenta y sesenta, cuando Madrid tenía muchos más cines que ahora y muy distintos. Rememora lo que era entonces ir al cine, la vida de los cines de barrio y de los cines de estreno. Es ese libro que nos lleva a lo nuestro, a lo que fue aquel Madrid donde la ilusión residía en los cines, como en la película italiana Cinema paradiso. Contiene además una curiosa intriga y un detallado y simpático plano de aquel Madrid y sus cines.

Música
·         Breve historia de la música, de Carlos Cruz Amat y Joaquín Turina
Pues sí, es breve pero intensa esta historia de la Música. Y no solo nos habla de música sino que también relaciona acontecimientos de esta disciplina con asuntos literarios y artísticos coetáneos. Y además nos hace entender con precisión lo que fundamenta cada movimiento histórico y la evolución de la disciplina y los gustos musicales.