martes, 14 de abril de 2020

Saxofón en el confinamiento



Hace algún tiempo vi en la calle Preciados de Madrid a un músico callejero que,  abstraído en su música, nos atraía hacia su arte con misterio. Regresando a casa, le iba dando vueltas a aquel momento y, más adelante, escribí unos apuntes en un papel. Estando en el tercer o cuarto día de este singular confinamiento, cogí el papel y escribí en un cuaderno de rayas un poema que parecía coger forma. Hoy le he dado otra vuelta y creo que he llegado a donde quería ir: el misterio de la seducción de la música, que consuela el alma y esponja el cuerpo. 

                    
Saxofón

La música de saxo sincopada
inundaba el ambiente de silencio
y una ola de luz de primavera 
paseaba sus acordes por la calle.

Las voces cadenciosas diluían
su triste y temeroso desamparo,
 y el saxofón subía y se extendía
por lo hondo del misterio de la noche.

Así acabó rodando melodiosa
la pieza de tristeza y de silencio,
que colmó la ovación con sutileza
suspendidas las voces de la gente.
                   
                          Antonio Aravalle
                                  (JB, 16 de abril de 2020)






sábado, 11 de abril de 2020

"Un recuerdo de Tony Judt", artículo de Antonio Muñoz Molina en tiempos de confinamiento





Antonio Muñoz Molina. 10/4/2020. El País

Tony Judt estaba muriéndose poco a poco y su afán de escribir, en vez de atenuarse, o de desaparecer, se volvía acuciante. A Tony Judt la enfermedad lo había ido confinando en una parálisis progresiva, en una pérdida gradual del movimiento, pero sus facultades mentales no sufrían ningún deterioro, así que el consuelo de la lucidez, de la memoria, de la plena conciencia, al mismo tiempo acentuaba el horror de lo que estaba sucediéndole, el cumplimiento de una sentencia para la que no habría aplazamiento. Ya del todo impedido, en una silla de ruedas, con un micrófono pegado a la boca que recogía su voz inaudible, Tony Judt apareció en Nueva York en algún acto público, tan brillante y batallador como siempre, con golpes de un humorismo seco inglés y judío: “Me he convertido en un busto parlante”.

Yo había leído casi todos sus libros y había asistido a algunas de sus conferencias. Solo unos años antes Judt había publicado la que probablemente fue su obra maestra, el logro más alto de su carrera como historiador, Postwar. Era un libro de historia y también un ejercicio arrollador de facultades narrativas, de esa forma específica de talento literario que al menos desde Edward Gibbon es una tradición gloriosa de los historiadores británicos, y también de unos cuantos americanos. Un día, leyendo The New York Review of Books, encontré un ensayo de Judt que para mi sorpresa no era histórico, ni polémico, sino puramente autobiográfico. Se titulaba Night, y su escritura era tan lacónica como su mismo título. Era el relato de sus noches de inmovilidad y tormento, tendido bocarriba en una cama, prisionero de su propio cuerpo inerte pero no insensible, aquejado de picores y punzadas de dolor de los que no podía defenderse, abandonado en la oscuridad y el insomnio desde el momento en que su cuidador lo dejaba solo.

Uno por uno fueron apareciendo en The New York Review ensayos cada vez más confesionales, más estremecedores por su contención, por la urgencia creciente con la que estaban escritos. El historiador se convertía ahora en memorialista, porque su conciencia despojada de casi cualquier conexión física con el presente se proyectaba con una claridad minuciosa hacia el pasado. El cronista de la historia europea del siglo XX ahora dictaba, palabra por palabra, cada vez con mayor dificultad, la crónica de su propia vida, y al leerla uno descubría el vínculo entre las dos. Es posible que un historiador, como un novelista, necesite una médula de implicación personal en los materiales con los que trabaja. Como judío, con raíces maternas en Rusia y en el este de Europa, Judt tenía una visión nada teórica ni abstracta de los efectos del totalitarismo; como hombre de izquierdas, criado en un barrio trabajador de Londres, beneficiario de becas sin las cuales no habría podido llegar a la Universidad, su relato de los cambios sucedidos en Europa después de 1945 estaba marcado por el agradecimiento: por la plena conciencia personal de cómo políticas de justicia social, de sanidad pública y educación pública hacían posible que muchas personas sin recursos privados desarrollaran sus capacidades mejores.

Es una historia europea. Es la de Tony Judt y la de muchos que como él fueron, fuimos, los primeros en nuestras familias en estudiar bachillerato y hacer una carrera universitaria. En los primeros años de este siglo, cuando Judt escribía Postwar, la unidad europea parecía una pura inercia burocrática, y el Estado de bienestar no suscitaba mucho aprecio entre la mayor parte de los que se beneficiaban de él. El libro de Judt nos recordaba con crudeza cuánto horror y cuánta destrucción y cuánto odio reinaban en Europa al final de la guerra, y qué inmenso, sostenido, heroico fue el esfuerzo para reconstruirla, levantando al mismo tiempo un sistema de libertades y garantías sociales que por primera vez en la historia humana —se dice pronto— hicieron accesible la educación, la sanidad y un cierto grado de seguridad vital a una gran mayoría de las personas. El historiador Judt contaba con más pasión lo que él mismo había vivido como ciudadano.

Y era esa misma doble pasión la que desataba su ira en los últimos años, y no le dejaba aletargarse ni resignarse en la enfermedad, la misma ira lúcida de activismo que a los 15 años lo había llevado a enrolarse en un kibutz en Israel, y que años después lo llevó a denunciar las injusticias cometidas por el Estado de Israel contra los palestinos. La ira de Tony Judt iba dirigida contra la confabulación de poderes económicos, profesores doctrinarios del neoliberalismo, políticos halcones y políticos aprovechados que desde el triunfo simultáneo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher se organizó con el propósito de desbaratar una por una todas las conquistas sociales que se habían ido logrando desde el new deal en Estados Unidos y la posguerra en Europa occidental.

En su país había asistido, desde los años ochenta, a la privatización y el inmediato deterioro de servicios básicos como los ferrocarriles o las redes de suministro de agua, y al desguace de la sanidad y la educación públicas. Viviendo en Nueva York podía ver de muy cerca las consecuencias devastadoras de la falta de toda protección social, educativa o sanitaria para los más pobres. Mucho antes que Piketty, Tony Judt denunció el crecimiento abismal de la desigualdad y de la acumulación de riqueza. El último libro que publicó en vida, en 2010, Algo va mal (Ill Fares the Land), fue un manifiesto que a muchos nos despertó de golpe a la realidad de la destrucción de tantas cosas esenciales que no habíamos sabido defender, un redoble de conciencia contra el aturdimiento de una izquierda tan obsesionada por la celebración de los grupos identitarios que había perdido cualquier proyecto de fraternidad cívica, de emancipación universal, de mejora de las condiciones de vida de los trabajadores.

Me acuerdo de Tony Judt estos días porque la causa que él defendió hasta su último aliento es la que ahora se nos revela no como una opción entre otras, sino como la única posible para sobrevivir al desastre: el antiguo, el desacreditado proyecto socialdemócrata de la soberanía personal y la solidaridad colectiva, del libre albedrío y los servicios públicos, de la racionalidad ilustrada y científica contra la ignorancia y las fantasías demagógicas. Tony Judt murió en 2010, pero había dejado escrito tanto que sus libros siguieron publicándose después de su muerte. Ahora más que nunca hay que seguir leyéndolo.


"Presente de indicativo", artículo de Antonio Muñoz Molina en tiempos de confinamiento



Antonio Muñoz Molina. 3/4/2020. El País.

La escritura natural de este tiempo es el diario. El tiempo verbal que mejor expresa lo que vivimos ahora mismo es el presente de indicativo, el que nombra los hechos en el instante mismo en que suceden, o unas horas más tarde como máximo, cuando ni el olvido ni la memoria han emprendido ya su tarea habitual y constante. El confinamiento temporal en el presente es tan riguroso como el que nos mantiene confinados entre las cuatro paredes de la casa. El pasado de hace solo dos o tres semanas es una época remota que cuesta recordar, y que extrañamente no despierta demasiada añoranza. El futuro de las conjugaciones de los verbos queda desacreditado por la incertidumbre y por una dificultad de imaginar equivalente a la de invocar los recuerdos. Nos hemos desembarazado de conmemoraciones igual que de vaticinios y proyectos. En las páginas de la agenda se han quedado atrás fechas de compromisos que no llegamos a cumplir, y un nuevo espacio en blanco cubre ahora las que estaban previstas para las próximas semanas o meses.
La perspectiva del tiempo es tan limitada como la del espacio. Fuera del espejismo de las pantallas, lo que ves es lo que hay más allá de la ventana, al otro lado de la calle, en un paisaje hasta ahora borroso y de pronto lleno de misterios y de significados. Desde que cambió la hora vemos mejor a las personas que salen a las ventanas y a los balcones a aplaudir a las ocho de la tarde. No distinguimos bien las caras, pero sí las edades, los tipos humanos, las maneras diversas de participar en el aplauso común. Hay tres chicas festivas que tienen todo el aire de compañeras de piso y se abrazan y bailan. Hay una señora mayor con el pelo blanco que aplaude despacio tras el cristal, sin abrir la ventana. Hay una mujer sin techo que ronda el barrio en una silla de ruedas, rodeada de un cargamento de bolsas de plástico en el que llevará sus posesiones. Mientras la gente aplaude, la mujer pasa impulsándose agotadoramente en su silla, muy despeinada, con gafas, sin levantar la cabeza, como si nada de todo esto fuera con ella.

El diario es el lugar natural de la crónica del confinamiento y la expectativa. Si se escribe a mano y en un cuaderno, queda todavía más acentuada su condición de espacio físico, de habitación propia, de realidad material que tocan las manos. Hacer cosas con las manos, concentrarse en la caligrafía o en el dibujo son tareas que alivian el entumecimiento del encierro. Y el papel puede tener una capacidad de perduración muy superior a cualquier archivo electrónico. “Estamos empezando a perder muchas cosas que dejamos confiadas a los bits y a los bytes”, dice el historiador Shane Landrum en un largo reportaje que publica The New York Times sobre los diarios que en estos días se ha puesto a llevar mucha gente, en muchos sitios del mundo. Hay niños de ocho o nueve años que encabezan una página rayada escribiendo la fecha con letra aplicada y un poco tortuosa e ilustradores que atestiguan con acuarelas o lápices de colores lo más inmediato de sus vidas: una nevera abierta llena de comida, una mesa de trabajo, la calle que se ve desde una ventana. Una niña dice que acababa de leer el Diario de Ana Frank y que al darse cuenta de que también ella estaba encerrada en un sitio muy pequeño abrió un cuaderno y se puso a escribir siguiendo el ejemplo de su heroína. Un ingeniero industrial de Málaga, Marcos Moreno Maldonado, escribe lo que él llama su “Botanovirus”: escribe y dibuja, llena las páginas del cuaderno con una letra bella y clara y con dibujos de las plantas que tendrá en su balcón o en su terraza y de una fauna de muñecos de goma que tal vez pertenecerán a un niño.
El cuaderno es no solo un soporte para la escritura o para el dibujo, sino un objeto estético en sí mismo, con una belleza de utilidad práctica y de forma simbólica. Los diarios están llenos de ventanas, visuales o verbales. Una ventaja del diario es su misma limitación. Al reducirse el campo se multiplica la potencia de la lente. Lo irreductible de cada perspectiva resalta la singularidad de cada experiencia humana. Confinado en su apartamento de Nueva York, después de una vida de fotógrafo errante, el anciano André Kertész tomaba fotos del espacio nada memorable ni amplio que veía desde la ventana de su apartamento.


El memorialista cuenta desde el porvenir. El historiador, desde fuera y desde muy lejos. Los dos saben lo que ocurrió después, y ese conocimiento, aunque ellos no lo quieran ni lo sepan, determina su mirada. La historia cuenta cómo sucedieron las cosas. El diario atestigua que las cosas no suceden nunca en abstracto: lo que pasó le pasó a alguien. Y como quien escribe no sabe lo que pasará mañana, ni dentro de tan solo unas horas, cuenta lo que ve o lo que ha oído o lo que se le pasa por la cabeza sin distinguir lo que parecerá valioso con los años o lo que será descartado como irrelevante. Decía Ian McEwan que los personajes de las fotografías antiguas nos conmueven porque, a diferencia de nosotros, son inocentes acerca de su porvenir. Porque no sabemos lo que vendrá mañana, anotamos o dibujamos el momento presente con una inocencia en la que puede haber distracción, ignorancia, ceguera, pero también, a veces, una lucidez involuntaria, una capacidad de advertir esa especie de polvo tenue de lo fugitivo y lo trivial en la que queda atrapado el color preciso del tiempo, lo que después no deja huella, como no la dejan las formas vivas que no quedaron impresas como fósiles en el registro geológico.
La voz sola del que escribe se vuelve polifonía y collage cuando el diario se combina con otros que se han ido escribiendo al mismo tiempo. En este momento, personas innumerables se inclinan sobre un cuaderno, manejan la pluma, el lápiz, la barra de cera, cortan y pegan cosas, alzan los ojos hacia una ventana, prestan oído al silencio inaudito al que ya se han acostumbrado, roban un rato al sueño después del trabajo en el hospital para dejar constancia de lo que han visto. Están dibujando entre todos el mapa inmenso y me­ticuloso del presente.

sábado, 4 de abril de 2020

Aute ha muerto




¡Qué mala noticia!

Se va con él parte de nuestra sentimentalidad, de nuestra intimidad. Pero sigue vivo en sus canciones, en cada uno de nosotros, de nosotras. Por siempre y para siempre.

Ya en aquellos años 60, aún en plena dictadura, Rosas en el mar, compuesta por Aute, suponía una rebeldía profunda y una llamada a luchar por una España mejor. Era aquella época en la que Aute componía pero aún no cantaba en público. Luego llegaron "Al alba", "Las cuatro y diez" y tantas más...


Se ha muerto Aute pero sigue vivo en cada uno de nosotros, con sus canciones, su timidez, sus miedos y su secreto misterio para enamorarlas a todas, para enamorarnos a todos. Buen descanso, Aute, vecino de la Fuente del Berro, madrileño y filipino universal.
























































miércoles, 1 de abril de 2020

¡Angela, hör bitte zu! ¡Ángela, por favor, escuche!





Ante la situación económica y sanitaria de la Unión Europea, podrías escribir un correo a la Canciller alemana, señora  Merkel, enviando el texto que sigue a la siguiente dirección (Yo ya lo he hecho, es fácil):



"Desde España, y ante la reunión del Consejo Europeo del 7 de abril, quiero hacerle llegar a usted, señora Merkel, como Canciller de la República Federal Alemana, un mensaje acerca de la necesidad de emitir eurobonos para afrontar la reconstrucción  de la Unión Europea tras la pandemia.

¡Ángela, por favor, escuche! 
¡Angela, hör bitte zu! "