Antonio Muñoz Molina. 10/4/2020. El País
Tony Judt estaba
muriéndose poco a poco y su afán de escribir, en vez de
atenuarse, o de desaparecer, se volvía acuciante. A Tony Judt la enfermedad lo
había ido confinando en una parálisis progresiva, en una pérdida gradual del
movimiento, pero sus facultades mentales no sufrían ningún deterioro, así que
el consuelo de la lucidez, de la memoria, de la plena conciencia, al mismo
tiempo acentuaba el horror de lo que estaba sucediéndole, el cumplimiento de
una sentencia para la que no habría aplazamiento. Ya del todo impedido, en una
silla de ruedas, con un micrófono pegado a la boca que recogía su voz
inaudible, Tony Judt apareció en Nueva York en algún acto público, tan
brillante y batallador como siempre, con golpes de un humorismo seco inglés y
judío: “Me he convertido en un busto parlante”.
Yo había leído casi todos sus libros y había asistido
a algunas de sus conferencias. Solo unos años antes Judt había publicado la que
probablemente fue su obra maestra, el logro más alto de su carrera como
historiador, Postwar. Era un libro de historia y también un ejercicio
arrollador de facultades narrativas, de esa forma específica de talento
literario que al menos desde Edward Gibbon es
una tradición gloriosa de los historiadores británicos, y también de unos
cuantos americanos. Un día, leyendo The
New York Review of Books, encontré un ensayo de Judt que para mi
sorpresa no era histórico, ni polémico, sino puramente autobiográfico. Se
titulaba Night, y su escritura era tan
lacónica como su mismo título. Era el relato de sus noches de inmovilidad y
tormento, tendido bocarriba en una cama, prisionero de su propio cuerpo inerte
pero no insensible, aquejado de picores y punzadas de dolor de los que no podía
defenderse, abandonado en la oscuridad y el insomnio desde el momento en que su
cuidador lo dejaba solo.
Uno por uno fueron apareciendo en The New York Review ensayos
cada vez más confesionales, más estremecedores por su contención, por la
urgencia creciente con la que estaban escritos. El historiador se convertía
ahora en memorialista, porque su conciencia despojada de casi cualquier
conexión física con el presente se proyectaba con una claridad minuciosa hacia
el pasado. El cronista de la historia europea del siglo XX ahora dictaba,
palabra por palabra, cada vez con mayor dificultad, la crónica de su propia
vida, y al leerla uno descubría el vínculo entre las dos. Es posible que un
historiador, como un novelista, necesite una médula de implicación personal en
los materiales con los que trabaja. Como judío, con raíces maternas en Rusia y
en el este de Europa, Judt tenía una visión nada teórica ni abstracta de los
efectos del totalitarismo; como hombre de izquierdas, criado en un barrio
trabajador de Londres, beneficiario de becas sin las cuales no habría podido
llegar a la Universidad, su relato de los cambios sucedidos en Europa después
de 1945 estaba marcado por el agradecimiento: por la plena conciencia personal
de cómo políticas de justicia social, de sanidad pública y educación pública
hacían posible que muchas personas sin recursos privados desarrollaran sus
capacidades mejores.
Es una historia europea. Es la de Tony Judt y la de
muchos que como él fueron, fuimos, los primeros en nuestras familias en
estudiar bachillerato y hacer una carrera universitaria. En los primeros años
de este siglo, cuando Judt escribía Postwar, la unidad europea parecía una pura inercia
burocrática, y el Estado de bienestar no suscitaba mucho aprecio entre la mayor
parte de los que se beneficiaban de él. El libro de Judt nos recordaba con
crudeza cuánto horror y cuánta destrucción y cuánto odio reinaban en Europa al
final de la guerra, y qué inmenso, sostenido, heroico fue el esfuerzo para
reconstruirla, levantando al mismo tiempo un sistema de libertades y garantías
sociales que por primera vez en la historia humana —se dice pronto— hicieron
accesible la educación, la sanidad y un cierto grado de seguridad vital a una
gran mayoría de las personas. El historiador Judt contaba con más pasión lo que
él mismo había vivido como ciudadano.
Y era esa misma doble pasión la que desataba su
ira en los últimos años, y no le dejaba aletargarse ni resignarse en la
enfermedad, la misma ira lúcida de activismo que a los 15 años lo había llevado
a enrolarse en un kibutz en
Israel, y que años después lo llevó a denunciar las injusticias cometidas por
el Estado de Israel contra los palestinos. La ira de Tony Judt iba dirigida
contra la confabulación de poderes económicos, profesores doctrinarios del
neoliberalismo, políticos halcones y políticos aprovechados que desde el
triunfo simultáneo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher se
organizó con el propósito de desbaratar una por una todas las conquistas
sociales que se habían ido logrando desde el new
deal en Estados Unidos y la posguerra en Europa occidental.
En su país había asistido, desde los años ochenta, a
la privatización y el inmediato deterioro de servicios básicos como los
ferrocarriles o las redes de suministro de agua, y al desguace de la sanidad y
la educación públicas. Viviendo en Nueva York podía ver de muy cerca las
consecuencias devastadoras de la falta de toda protección social, educativa o
sanitaria para los más pobres. Mucho antes que Piketty, Tony
Judt denunció el crecimiento abismal de la desigualdad y de la acumulación de
riqueza. El último libro que publicó en vida, en 2010, Algo va mal (Ill Fares the Land), fue un manifiesto que a
muchos nos despertó de golpe a la realidad de la destrucción de tantas cosas
esenciales que no habíamos sabido defender, un redoble de conciencia contra el
aturdimiento de una izquierda tan obsesionada por la celebración de los grupos
identitarios que había perdido cualquier proyecto de fraternidad cívica, de
emancipación universal, de mejora de las condiciones de vida de los
trabajadores.
Me acuerdo de Tony Judt estos días porque la causa que
él defendió hasta su último aliento es la que ahora se nos revela no como una
opción entre otras, sino como la única posible para sobrevivir al desastre: el
antiguo, el desacreditado proyecto socialdemócrata de la soberanía personal y
la solidaridad colectiva, del libre albedrío y los servicios públicos, de la
racionalidad ilustrada y científica contra la ignorancia y las fantasías
demagógicas. Tony Judt murió en 2010, pero había dejado escrito tanto que sus
libros siguieron publicándose después de su muerte. Ahora más que nunca hay que
seguir leyéndolo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario