Antonio Muñoz Molina. 3/4/2020. El
País.
La escritura natural de este tiempo es el diario. El
tiempo verbal que mejor expresa lo que vivimos ahora mismo es el presente de
indicativo, el que nombra los hechos en el instante mismo en que suceden, o
unas horas más tarde como máximo, cuando ni el olvido ni la memoria han
emprendido ya su tarea habitual y constante. El confinamiento temporal en el
presente es tan riguroso como el que nos mantiene confinados entre
las cuatro paredes de la casa. El pasado de hace solo dos o tres
semanas es una época remota que cuesta recordar, y que extrañamente no
despierta demasiada añoranza. El futuro de las conjugaciones de los verbos
queda desacreditado por la incertidumbre y por una dificultad de imaginar
equivalente a la de invocar los recuerdos. Nos hemos desembarazado de
conmemoraciones igual que de vaticinios y proyectos. En las páginas de la
agenda se han quedado atrás fechas de compromisos que no llegamos a cumplir, y
un nuevo espacio en blanco cubre ahora las que estaban previstas para las
próximas semanas o meses.
La perspectiva del tiempo es tan limitada como la del
espacio. Fuera del espejismo de las pantallas, lo que ves es lo que hay más
allá de la ventana, al otro lado de la calle, en un paisaje hasta ahora borroso
y de pronto lleno de misterios y de significados. Desde que cambió la hora
vemos mejor a las personas que salen a las ventanas y a los balcones a aplaudir
a las ocho de la tarde. No distinguimos bien las caras, pero sí las edades, los
tipos humanos, las maneras diversas de participar en el aplauso común. Hay tres
chicas festivas que tienen todo el aire de compañeras de piso y se abrazan y
bailan. Hay una señora mayor con el pelo blanco que aplaude despacio tras el
cristal, sin abrir la ventana. Hay una mujer sin techo que ronda el barrio en
una silla de ruedas, rodeada de un cargamento de bolsas de plástico en el que
llevará sus posesiones. Mientras la gente aplaude, la mujer pasa impulsándose
agotadoramente en su silla, muy despeinada, con gafas, sin levantar la cabeza,
como si nada de todo esto fuera con ella.
El diario es el lugar natural de la crónica del
confinamiento y la expectativa. Si se escribe a mano y en un cuaderno, queda
todavía más acentuada su condición de espacio físico, de habitación propia, de
realidad material que tocan las manos. Hacer cosas con las manos, concentrarse
en la caligrafía o en el dibujo son tareas que alivian el entumecimiento del
encierro. Y el papel puede tener una capacidad de perduración muy superior a
cualquier archivo electrónico. “Estamos empezando a perder muchas cosas que
dejamos confiadas a los bits y a los bytes”, dice el historiador Shane Landrum
en un largo reportaje que publica The New York Times sobre los diarios que en estos días se
ha puesto a llevar mucha gente, en muchos sitios del mundo. Hay niños de ocho o
nueve años que encabezan una página rayada escribiendo la fecha con letra
aplicada y un poco tortuosa e ilustradores que atestiguan con acuarelas o
lápices de colores lo más inmediato de sus vidas: una nevera abierta llena de
comida, una mesa de trabajo, la calle que se ve desde una ventana. Una niña
dice que acababa de leer el Diario de
Ana Frank y que al darse cuenta de que también ella estaba
encerrada en un sitio muy pequeño abrió un cuaderno y se puso a escribir
siguiendo el ejemplo de su heroína. Un ingeniero industrial de Málaga, Marcos
Moreno Maldonado, escribe lo que él llama su “Botanovirus”: escribe y dibuja,
llena las páginas del cuaderno con una letra bella y clara y con dibujos de las
plantas que tendrá en su balcón o en su terraza y de una fauna de muñecos de
goma que tal vez pertenecerán a un niño.
El cuaderno es no solo un soporte para la escritura o
para el dibujo, sino un objeto estético en sí mismo, con una belleza de
utilidad práctica y de forma simbólica. Los diarios están llenos de ventanas,
visuales o verbales. Una ventaja del diario es su misma limitación. Al
reducirse el campo se multiplica la potencia de la lente. Lo irreductible de
cada perspectiva resalta la singularidad de cada experiencia humana. Confinado
en su apartamento de Nueva York, después de una vida de fotógrafo errante, el anciano André Kertész tomaba
fotos del espacio nada memorable ni amplio que veía desde la ventana de su
apartamento.
El memorialista cuenta desde el porvenir. El
historiador, desde fuera y desde muy lejos. Los dos saben lo que ocurrió
después, y ese conocimiento, aunque ellos no lo quieran ni lo sepan, determina
su mirada. La historia cuenta cómo sucedieron las cosas. El diario atestigua
que las cosas no suceden nunca en abstracto: lo que pasó le pasó a alguien. Y
como quien escribe no sabe lo que pasará mañana, ni dentro de tan solo unas
horas, cuenta lo que ve o lo que ha oído o lo que se le pasa por la cabeza sin
distinguir lo que parecerá valioso con los años o lo que será descartado como
irrelevante. Decía Ian McEwan que
los personajes de las fotografías antiguas nos conmueven porque, a diferencia
de nosotros, son inocentes acerca de su porvenir. Porque no sabemos lo que
vendrá mañana, anotamos o dibujamos el momento presente con una inocencia en la
que puede haber distracción, ignorancia, ceguera, pero también, a veces, una
lucidez involuntaria, una capacidad de advertir esa especie de polvo tenue de
lo fugitivo y lo trivial en la que queda atrapado el color preciso del tiempo,
lo que después no deja huella, como no la dejan las formas vivas que no
quedaron impresas como fósiles en el registro geológico.
La voz sola del que escribe se vuelve polifonía y
collage cuando el diario se combina con otros que se han ido escribiendo al
mismo tiempo. En este momento, personas innumerables se inclinan sobre un
cuaderno, manejan la pluma, el lápiz, la barra de cera, cortan y pegan cosas,
alzan los ojos hacia una ventana, prestan oído al silencio inaudito al que ya
se han acostumbrado, roban un rato al sueño después del trabajo en el hospital
para dejar constancia de lo que han visto. Están dibujando entre todos el mapa
inmenso y meticuloso del presente.
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