jueves, 28 de febrero de 2019

Un buen corte de mangas: Maratón en Sevilla




Javi Bermejo, mi hermano, me envió el otro día la crónica de su nuevo maratón, esta vez en Sevilla. Y, una vez más, Javi acierta con su carrera y con su crónica. Enhorabuena, de nuevo, y ánimo para el siguiente.

Un buen corte de mangas

Todo el mundo sabe que una maleta es una incógnita: lo mismo puede regalarte un tesoro de valor incalculable que servirte a media noche un cadáver convenientemente descuartizado. Nadie te asegura que, buscando lo primero, acabes por encontrar lo que menos deseabas.

Eran las seis y cuarto de la mañana de aquel domingo de febrero en una casa rural de Mairena del Alcor. Desayunábamos junto a la chimenea los cinco amigos que pretendíamos correr horas más tarde el maratón de Sevilla, cuya salida estaba prevista a las 8:30. Teníamos tiempo de sobra para ultimar el repertorio de rituales y supersticiones que cada corredor considera necesarios para que todo vaya lo mejor posible. Luego había que cubrir treinta y dos kilómetros para llegar a la ciudad, aparcar el coche y recorrer a pie un par de kilómetros hasta la salida de la prueba. Todo bien controlado, todo medido con la precisión que conviene para no pasar apuros de última hora. 

Pero había una maleta, y las maletas no siempre se comportan como cabría suponer. La de este cuento descansaba sobre una repisa de mi habitación, a la espera de un par de operaciones rutinarias: sacar las zapatillas de carrera y guardar las babuchas que me habían caído por Reyes. Eran las 7:12. La salida del grupo estaba prevista para tres minutos más tarde. Todo reglado, todo perfecto y en orden. En maratón, lo peor son los despistes, las improvisaciones y los descuidos. Pero uno ya es veterano y no suele caer en errores de ese género. 

O eso pensaba yo.

 Estaba sobre la repisa, sí, pero no abierta. Reflexioné un momento, como si dijéramos. A las once y diez de la noche, justo antes de apagar la lámpara de la mesilla, yo había echado un vistazo en torno y había comprobado que, en efecto, la maleta me dejaba ver su contenido, especialmente las zapatillas de carrera, dispuestas también ellas a descansar, a la espera del más que previsible tute horas más tarde. 

La noche previa a un maratón es difícil que alguien pueda dormir con un mínimo de sosiego. Con suerte, puedes encajar un par de ciclos cortos de sueño superficial. Todo el cuerpo vive ya esas horas en estado de alerta, como si de velar armas se tratara, a sabiendas de que, cuando salga el sol, puede que traiga consigo una pizca  de gloria o una catástrofe rotunda. No es nada raro, por tanto, que a lo largo de la noche uno despierte media docena de veces para comprobar cuánto falta para salir a jugarse el pellejo.

Pues bien, durante la madrugada pude comprobar hasta en cinco ocasiones que la maleta seguía en su estado, el mismo en que permanecía un poco más tarde cuando sonó el despertador y bajé a desayunar. Pero algo, alguien, durante esa media hora de ausencia, lo había trastocado todo. ¿Quién podía tener interés en una cosa así? ¿El fantasma de la alquería, un espíritu errante y taciturno empeñado en sacar de quicio a los recién llegados, o quizá el ánima herida del mastín que vigila la casa y que ayer tarde nos miraba con aparente indiferencia aunque en el fondo era incapaz de disimular su inquina? Eso ya nunca lo sabremos, pero lo cierto es que la maleta estaba cerrada.

Y eso no era lo peor.

Lo peor era que no había forma de abrirla. Ni ajustando la clave, ni apretando aquí o allá, ni susurrándole al oído la más ardiente de las coplas del bajo Guadalquivir. Que no y que no.

Desde la ventana llamé a Dani, que ya se disponía a arrancar el coche. Sube un momento, por favor, le supliqué. Subió. Le confesé mis pesares: la maleta era lo de menos; el problema era que estaba sin zapatillas para correr. Y bueno, es cierto que desde hace unos años se han podido ver por los caminos y veredas de la Casa de Campo gentes no del todo insensatas que deambulan por aquellos sotos con sendas piezas de cuero atadas de cualquier forma sobre los empeines de una y otra pierna. A mí no me convence mucho esa manera de calzarse para correr un maratón, pero vete a saber, puede que sea cómodo e incluso eficaz, cosas más raras se han visto. Claro que, en este momento, lo mismo daba, porque por allí no se veía pieza de cuero alguna susceptible de recorte y ajuste a la planta de un pie de la talla cuarenta y tres y medio.

Había que abrir la maleta cuanto antes, de la forma que fuese.

Como persona sensata que sin duda es, Dani echó un vistazo al cuerpo enfermo y me comunicó el diagnóstico. Quien fuera que hubiese cerrado la maleta, había dejado pillada la manga de un jersey, como ya habrás podido advertir tú mismo por tu propia cuenta, dijo, sin ninguna malicia, ni retranca, ni retintín. Ah, sí, intenté balbucir sin que trascendiera del todo la sonrojante verdad y se hiciera público lo evidente, esto es, que, en mi habitual atolondramiento, no solo había cerrado la maleta sin venir a cuento, sino que encima me había dejado fuera media manga del jersey, con el consiguiente atasco del mecanismo de apertura y cierre del monstruo.

Eran las siete y veinte.

Bajamos a la cocina para iniciar las maniobras. Lo intentamos de mil modos, haciendo palanca con el mango de un cazo, con un destornillador, con la espumadera, con una rama de olivo recién cortada, con el palo de la escoba, qué sé yo, hasta con el mando de la tele, por si al fin sonaba la flauta. 

Pero no había forma.

De nuevo las neuronas de Dani (porque parece ser que la mayor parte de los humanos tienen de eso) se pusieron a funcionar. Había que reintroducir la manga del jersey en la maleta o, en su defecto, cortar por lo sano y esperar a ver. La pretendida reintroducción no parecía factible, ni siquiera aplicándole a la manga un algoritmo que encontramos por allí perdido entre cajas de leche y una bolsa de mandarinas. Por lo visto, tampoco el algoritmo tenía hoy su mejor día, y hubo que desistir.

Habrá que cortar, pues, propuso Dani, mientras miraba de reojo el reloj de la cocina, que iba ya por las siete treinta y dos.

No había tiempo que perder. Abrimos el primer cajón del mueble que teníamos delante y extrajimos lo primero que vimos a mano, en concreto un cuchillo de matarife envuelto en las páginas centrales de un antiguo Playboy. Más que intentar un corte limpio, opté por serrar a destajo. Luego ya, con la punta del propio cuchillo, fuimos empujando hacia adentro los restos del jersey, primero Dani, luego otro poco yo mismo, hasta que, por esas cosas de la vida, cedieron los cierres y saltó la tapa de la maleta, libre al fin de su atasco.

Sin tiempo para meter los pies en las zapatillas, corrimos hacia el coche. Con su habitual discreción, David, Hugo y Jesús me miraron en silencio. Durante unos cincuenta segundos, cincuenta y cinco quizá. Sin demasiada acritud, diría yo. Con gran asombro, eso sí: son discretos, ya digo.

 Eran las siete cuarenta y seis.

Amanecía risueña la mañana sobre los campos andaluces cuajados de invernal escarcha. Ya se vislumbraban a lo lejos la Torre del Oro, la Real Maestranza y toda esa colección de cosas que suele haber en las oficinas de turismo. No obstante, las luces intermitentes de la Policía Local anunciaban desde el otro lado del río el inmediato cierre de los accesos al centro de la ciudad, porque, al parecer, estaba a punto de empezar por allí cerca un maratón.

Creo que nuestro coche fue el último en cruzar el puente de las Delicias. 

Estábamos a salvo. Pero el espíritu de la maleta ya me había encharcado los músculos, así que los primeros kilómetros fueron un desastre sin paliativos. Luego ya la cosa se fue entonando, pasito a paso, y llegó incluso un momento en que pude disfrutar de la carrera. Un momento en el que me pareció advertir por el cielo de Sevilla una maleta que iba derramando sobre los hombros de doce mil atletas infinidad de pétalos. Pero no de blanco azahar, sino de lana virgen.

(Dedicado a Hugo y a Guille)
                                                                                       Javi Bermejo


Mi lectura
Justo antes de acostarme he leído tu crónica, a la vez cuento de terror y compasión, que logra cerrarse con esa metáfora final tan cabal. Puestos a elegir, al azahar prefiero la lana virgen: es más suave al tacto, más duradera y más útil; su sutil olor, más acaricia que invade. Así es la crónica: suave, sutil y cariñosa. Y llena de humor socarrón. Enhorabuena. Por la carrera. Y por la crónica.
                                                                                               Jesús Bermejo

viernes, 22 de febrero de 2019

Homenaje a Antonio Machado en el 80 aniversario de su muerte


Hace cinco años escribí una conferencia titulada Homenaje a  Antonio Machado en el 75 aniversario de su muerte y la expuse en mi Instituto el día del libro ante mis compañeros y compañeras, ante padres y madres y, sobre todo, ante un nutrido grupo de alumnas y alumnos. Así celebré mi despedida de la Educación Pública y mi acceso a la jubilación, después de cuarenta años ejerciendo de Maestro, educando a varios miles de niños, niñas y adolescentes mientras les enseñaba Lengua Castellana  o Española.
Fue un acto instructivo y muy emotivo. Yo mismo, en determinados momentos, con prudencia, refrenaba mi exposición y la contenía, debido a la conmoción silenciosa de los asistentes. 
Verdaderamente fueron penosas y tristes las últimas jornadas de Antonio Machado, si bien sus paseos por la playa de Collioure le ofrecieron un final sereno y armonioso, que dieron lugar a un último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia".
Durante cuarenta años, la figura y la poesía de Antonio Machado nos ha acompañado, a mí y a mis alumnos y alumnas de diversos Colegios e Institutos Públicos:

·       C. P. Juan de Herrera, de la UVA de Vallecas, Madrid (1977)
·      C. P. Cristo de la Misericordia, de Numancia de la Sagra
     (la antigua Azaña), Toledo (1978, 1979)
·       C. P. Antonio Machado de Carabanchel, Madrid (1980 a 2002)
·  Instituto de Enseñanza Secundaria Emperatriz María de Austria, de Carabanchel, Madrid (2002 a 2014)

Hoy, cinco años más tarde de aquel emotivo acto, nada nuevo puedo añadir. Por eso traigo dicha conferencia, sin quitar ni añadir nada, para homenajear a Antonio Machado cuando se cumplen ochenta años de su muerte. Muerte triste, muerte temprana, sí. Pero inmortal escritor,  por su poesía, por su prosa y, sobre todo, por su forma de estar en los momentos decisivos de España "a la altura de las circunstancias".
                                  

Estos días azules y este sol de la infancia
Homenaje a Antonio Machado en el 75 aniversario de su muerte

PRESENTACIÓN

En la madrugada del 23 de enero de 1939, casi al final de la guerra civil, varios grupos de científicos, intelectuales y escritores republicanos, entre los cuales estaba Antonio Machado, son evacuados de Barcelona debido al avance del ejército franquista. Van en varios vehículos oficiales camino de Francia. Cuatro días más tarde, después de una odisea por carreteras secundarias, llegan a la frontera, donde hay una impresionante aglomeración de personas. Gracias a las gestiones del escritor español Corpus Barga, que explica al inspector de los gendarmes que Machado es un poeta español muy conocido, por fin les sellan los visados.

Arrecia el temporal de lluvia y se refugian en un primer momento en la estación de trenes de Cerbère, donde la situación general es espantosa. La madre del poeta está seriamente enferma y Antonio, muy desmejorado en los últimos meses, tiene la salud quebrantada por problemas cardíacos y pulmonares. Finalmente, cinco días después emprenden viaje en tren hasta el cercano pueblecito de Collioure. En un pequeño hotel llamado Bougnol-Quintana les recibe la dueña, una persona afable que pone a disposición de los Machado dos habitaciones, una para el poeta y su madre y otra para su hermano José y Matea, su esposa. Han llegado con lo puesto y apenas sin dinero. Pero se han librado de los cercanos campos de refugiados creados para los miles de españoles que llegan a Francia.

En esos primeros días en Collioure, Antonio Machado escucha la radio, lee algunos periódicos y se informa de lo que está pasando en España. Desde la terraza del hotel se divisa el mar. Hay una foto del poeta en este mirador en la que se le ve liando un cigarrillo; parece muy cansado, pero no abatido. Aún tiene fuerzas para escribir cartas que le permitan abrirse camino y seguir adelante.

Apenas sale del hotel, pero un día de sol el poeta le dice a su hermano José: “Vamos a ver el mar”. Caminan hasta la playa y se sientan en una de las barcas allí varadas. Hace mucho viento, pero el sol del mediodía, es invierno, casi les da calor. Están un largo rato en silencio contemplando las olas y mirando las casitas de pescadores. Poco después le dice Antonio a su hermano: “Quién pudiera vivir ahí, tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación”.

La salud de la madre empeora y la del poeta se agrava súbitamente. Llaman a un médico, pero les dice que nada se puede hacer. Antonio muere el 22 de febrero de 1939, a los 63 años.  El entierro, por su expreso deseo, es estrictamente civil y sobrio, como era su manera de ser. Acuden muchos vecinos del pueblo y están presentes autoridades republicanas españolas y francesas. Tres días después fallece la madre y es enterrada en el mismo cementerio…

A los pocos días, guardando las cosas del poeta, su hermano José encontró un trozo de papel arrugado en el bolsillo del abrigo de Antonio. Allí, escritos a lápiz, había tres apuntes. El primero, las palabras iniciales del famoso monólogo de Hamlet:

Ser o no ser

El segundo apunte era un verso alejandrino, acaso el primero de un futuro poema: 

Estos días azules y este sol de la infancia

Y el tercero, cuatro versos de su poema Otras canciones a Guiomar:

Y te daré mi canción:

se canta lo que se pierde,

con un papagayo verde

que la diga en tu balcón.

Gracias a este emocionante documento, podemos deducir que, derrotada la República y viendo cercana su muerte, Antonio, en aquel rato en silencio junto al mar, pensaría en Guiomar, la mujer de la que se enamoró en su edad madura, un amor que no pudo ser. También se acordaría de su primera infancia, de aquella Sevilla luminosa y azul que tantas veces evocó en sus escritos. Seguro que recordaría sus proverbios y cantares, nacidos de la sabiduría poética y de sus muchas y variadas lecturas. Allí, tan cerca del mar en Collioure, es muy probable que viniera a su memoria Leonor, la musa-esposa de Campos de Castilla. Y que evocase, con amargura y un punto de ironía, los últimos versos de su Retrato, tan amargamente proféticos. 

Y cuando llegue el día del último viaje

y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

Hoy queremos hacer aquí un homenaje a Antonio Machado en el 75 aniversario de su muerte. Y queremos que el trozo de papel encontrado en su abrigo nos haga de guía en el viaje por la vida del poeta.

 INFANCIA

“Nací en Sevilla una noche de julio de 1875, en el célebre palacio de las Dueñas, sito en la calle del mismo nombre. Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, adonde mis padres se trasladaron, y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud.

Así comienza el prólogo que el poeta escribió para la edición de Poesías completas en 1917.  Cuando nació Antonio Machado, el palacio de las Dueñas, propiedad del duque de Alba, estaba dividido en apartamentos alquilados a doce familias modestas, pero de confianza. Rodeado de una alta tapia al resguardo de curiosos, tenía tres patios elegantes con enredaderas y macetas de flores, y en él se oían los cantos de los pájaros y el susurro de las fuentes. Este espacio primigenio, en el que vivió sus primeros cuatro años, fue el rincón que alimentó la fantasía del poeta en muchos momentos de su vida. Así nos lo manifiesta en el comienzo de su poema titulado Retrato, con las reminiscencias del patio de su infancia y la luz dorada de su ciudad:

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

En una nota autobiográfica redactada en 1913, el poeta confiesa la importancia de haber nacido en las Dueñas:

“La arquitectura interna de la casa en que nací, sus patios y sus azoteas, han dejado honda huella en mi espíritu.”

En uno de sus mejores sonetos evoca a su padre en el despacho del palacio:

Esta luz de Sevilla... Es el palacio

donde nací, con su rumor de fuente.

Mi padre, en su despacho. -La alta frente,

la breve mosca, y el bigote lacio-.

Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea

sus libros y medita. Se levanta;

va hacia la puerta del jardín. Pasea.

Y también evocará su infancia en Galerías del alma:

Galerías del alma... ¡El alma niña!

Su clara luz risueña;

y la pequeña historia,

y la alegría de la vida nueva...

¡Ah, volver a nacer, y andar camino,

ya recobrada la perdida senda!

Y volver a sentir en nuestra mano,

aquel latido de la mano buena

de nuestra madre... Y caminar en sueños

por amor de la mano que nos lleva.

Según cuenta Manuel Machado, el hermano mayor de Antonio, ambos fueron a las clases de párvulos de un tal señor Sánchez. Quizá sea la escuela a la que se refiere el poeta en el poema Recuerdo infantil, una escuela en la que se aburría soberanamente.

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto Abel

junto a una mancha carmín.”

Machado era poco dado a dejar por escrito sus recuerdos infantiles. No obstante, en su cuaderno Los complementarios cuenta el poeta una anécdota de excepcional interés. Se trata de La caña dulce:

“No recuerdo bien en qué época del año se acostumbra en Sevilla a comprar a los niños cañas de azúcar, cañas dulces, que dicen mis paisanos. Mas sí recuerdo que, siendo yo niño, a mis seis o siete años, estábame una mañana de sol sentado, en compañía de mi abuela, en un banco de la Plaza de la Magdalena, y que tenía una caña dulce en la mano. No lejos de nosotros, pasaba otro niño con su madre. Llevaba también una caña de azúcar. Yo pensaba: la mía es mucho mayor. Recuerdo bien cuán seguro estaba yo de esto. Sin embargo, pregunté a mi abuela: ¿no es verdad que mi caña es mayor que la de ese niño? Yo no dudaba de una contestación afirmativa. Pero mi abuela no tardó en responder, con un acento de verdad y de cariño, que no olvidaré nunca: al contrario, hijo mío, la de ese niño es mucho mayor que la tuya. Parece imposible que este trivial suceso haya tenido tanta influencia en mi vida. Todo lo que soy —bueno y malo— cuanto hay en mí de reflexión y de fracaso, lo debo al recuerdo de mi caña dulce”.

Probablemente con su abuela, o con su madre, iría Antonio a alguna feria y montaría en un tiovivo, y con el tiempo esa experiencia le inspiraría el poema de los caballitos de madera:

Pegasos, lindos pegasos,

caballitos de madera.

Yo conocí, siendo niño,

la alegría de dar vueltas

sobre un corcel colorado,

en una noche de fiesta.

[...]

¡Alegrías infantiles

que cuestan una moneda

de cobre, lindos pegasos,

caballitos de madera!

La infancia aparece también en el conocido poema Las moscas, en el que recorre la vida entera de una persona:

Vosotras, las familiares,

inevitables golosas;

vosotras, moscas vulgares,

me evocáis todas las cosas.

¡Oh viejas moscas voraces

como abejas en abril,

viejas moscas pertinaces

sobre mi calva infantil!

Algo parecido sucede en la famosa poesía Un caballo de cartón:

Era un niño que soñaba

un caballo de cartón.

Abrió los ojos el niño

y el caballito no vio.

Con un caballito blanco

el niño volvió a soñar;

y por la crin lo cogía...

¡Ahora no te escaparás!

La familia de Antonio Machado pertenecía a lo que hoy llamaríamos clase media ilustrada. El abuelo paterno era catedrático de universidad y el padre, abogado y estudioso del folclore. En 1883 el abuelo gana la cátedra en la universidad de Madrid. Y allí se traslada toda la familia. Manuel y Antonio, los nietos mayores, ingresan en la Institución Libre de Enseñanza, donde la educación se impartía con un método nuevo, activo e innovador. El paso del poeta por aquellas aulas le dejará profunda huella. Veamos lo que dice de su maestro, Francisco Giner de los Ríos:

“Aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía don Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un niño (…). En su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era socrático (como Juan de Mairena): el diálogo, sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos (…) para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos”.

JUVENTUD. SOLEDADES

Antonio estudia el bachillerato con desgana, como sucede con frecuencia a muchos alumnos, pero va publicando escritos, junto con su hermano Manuel, en algunas revistas. 

En 1892 el padre se marcha a trabajar a Puerto Rico. Pero solo un año después cae enfermo, regresa y muere con 47 años. La familia depende totalmente de los abuelos paternos. En 1896 muere el abuelo. La situación económica es muy preocupante.

Para salir de esta precariedad, Antonio se va a París con su hermano Manuel para trabajar en la editorial Garnier. Allí descubren un mundo nuevo, la bohemia, el simbolismo y la poesía de Verlaine. Y también conocen a Rubén Darío. Sin embargo, vuelve pronto a Madrid y se propone terminar su bachillerato. Aprueba y se matricula en la universidad. 

Poco después va de nuevo con Manuel a París, para un modesto trabajo en el consulado de Guatemala de donde regresa a los pocos meses. Sigue publicando bastantes poemas en diversas revistas literarias y a finales de 1903 ya está en la calle Soledades, su primer libro, cuando nuestro poeta tiene 28 años

En Soledades predominan los poemas intimistas. Pero también hay poesías en las que se muestra la realidad exterior, en una línea que culminará en Campos de Castilla. El poeta nos habla de la vida como camino continuo. Caminar es el destino del hombre, con voluntad de presente, buceando en el alma propia para poder comunicarse mejor con el alma de los demás. Son composiciones dulces y bellas, decía Juan Ramón Jiménez, misteriosa y hondamente dichas con alma.

He andado muchos caminos,

he abierto muchas veredas;

he navegado en cien mares,

y atracado en cien riberas.

En todas partes he visto

caravanas de tristeza,

soberbios y melancólicos

borrachos de sombra negra,

y pedantones al paño

que miran, callan, y piensan

que saben, porque no beben

el vino de las tabernas.

Mala gente que camina

y va apestando la tierra...

Aparecen bastantes composiciones en las que se hace referencia a la tarde, real y simbólica, en contraposición a la noche, tan afín a los poetas románticos. La tarde, el camino, el paisaje y la soledad:

Yo voy soñando caminos

de la tarde. ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

¿Adónde el camino irá?

Yo voy cantando, viajero

a lo largo del sendero...

- La tarde cayendo está-.

En Soledades aparece, claro, la soledad real y física; pero también algunos elementos con ella relacionados, como el sueño y el agua:

Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una fontana fluía

dentro de mi corazón.

Di: ¿por qué acequia escondida,

agua, vienes hasta mí,

manantial de nueva vida

en donde nunca bebí?

También aparece el implacable paso del tiempo y la muerte, tal y como sucede en esta tremenda composición:

Daba el reloj las doce... y eran doce

golpes de azada en tierra...

- ¡Mi hora! ...-grité. El silencio

me respondió: -No temas;

tú no verás caer la última gota

que en la clepsidra tiembla.

Dormirás muchas horas todavía

sobre la orilla vieja,

y encontrarás una mañana pura

amarrada tu barca a otra ribera.

Otro tema es la melancolía, como en este poema en el que nos describe el invierno:

Es mediodía. Un parque.

Invierno. Blancas sendas;

simétricos montículos

y ramas esqueléticas.

Bajo el invernadero,

naranjos en maceta,

y en un tonel pintado

de verde, la palmera.

Un viejecillo dice,

para su capa vieja:

«¡El sol, esta hermosura

de sol!...» Los niños juegan.

En Soledades aparece también el folclore, tan amado por su padre, y una referencia a la soleá flamenca en el poema de la guitarra:

Guitarra del mesón que hoy suenas jota,

mañana petenera,

según quien llega y tañe

las empolvadas cuerdas.

Guitarra del mesón de los caminos,

no fuiste nunca, ni serás, poeta.

En 1904 muere la abuela de Antonio Machado. La situación económica ya es crítica. El maestro Giner de los Ríos le sugiere al poeta que haga oposiciones a cátedra de francés en Institutos de segunda enseñanza. Para este tipo de cátedra en determinados casos solo se exigía título de bachiller. En 1907 gana la cátedra y elige, de entre las vacantes, la de Soria. A finales de abril toma posesión de la plaza del Instituto. En ese viaje, aprovecha para familiarizarse con la ciudad y sus gentes. Fruto de esta visita es su poesía Orillas del Duero, una composición optimista que anuncia nuevos caminos en el devenir de Machado.

Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.

Girando en torno a la torre y al caserón solitario,

ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,

de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.

Es una tibia mañana.

El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.

Pasados los verdes pinos,

casi azules, primavera

se ve brotar en los finos

chopos de la carretera

y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.

El campo parece, más que joven, adolescente.

Machado va a tener por fin trabajo fijo, seguridad económica, un paisaje que le inspira y le atrae y, quién sabe, quizá el amor. Todo un futuro por delante.

SORIA. LEONOR. CAMPOS DE CASTILLA

En el otoño de 1907 Antonio Machado, con 32 años, comienza sus clases en el instituto de Soria. Se aloja en una pensión regentada por Isabel Cuevas y su marido, Ceferino Izquierdo, guardia civil jubilado. El poeta va conociendo la ciudad y sus gentes y trabaja en una nueva edición de Soledades. Mantiene correspondencia con Unamuno, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez y va componiendo nuevos poemas, algunos de los cuales continúa publicando en revistas de Madrid. En un futuro formarán parte del libro Campos de Castilla. Son composiciones de nuevo tipo, en las que, sin abandonar los elementos intimistas, el poeta descubre el paisaje de Soria, y nos lo presenta con matices muy variados, a veces en una línea impresionista y otras mostrando la emoción de ese espacio y sus gentes.

¡Soria fría, Soria pura,

“cabeza de Extremadura”,

con su castillo guerrero

arruinado, sobre el Duero;

con sus murallas roídas

y sus casas denegridas!

Muerta ciudad de señores,

soldados o cazadores;

de portales con escudos

de cien linajes hidalgos,

y de famélicos galgos.

O bien:                                                       

¡Colinas plateadas,

grises alcores, cárdenas roquedas

por donde traza el Duero

su curva de ballesta

en torno a Soria, oscuros encinares,

ariscos pedregales, calvas sierras,

caminos blancos y álamos del río,

tardes de Soria, mística y guerrera.

Por momentos es la historia de Castilla y de sus gentes, con un pasado memorable y un presente de pobreza, lo que le duele al poeta. Así lo muestra en el extenso poema La tierra de Alvargonzález, concebido como una manifestación actualizada del Romancero, y también en la composición que sigue:

El hombre de estos campos que incendia los pinares

y su despojo aguarda como botín de guerra,

antaño hubo raído los negros encinares,

talado los robustos robledos de la sierra.

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.

Van transcurriendo los meses y, a la vuelta de dos años, encontramos a Antonio enamorado de Leonor, hija de los dueños de la pensión, una joven que acaba de cumplir quince años. Eran otros tiempos y otras costumbres. Cuando el poeta está seguro de que ella le corresponde, procede a la petición de mano y, para guardar las formas, se traslada a otra pensión.  El 30 de julio de 1909 se casan en la iglesia de Santa María la Mayor. Gentes maliciosas y algunos estudiantes universitarios les afrentaron y martirizaron en la ceremonia y a lo largo del día. Nunca lo olvidaría el poeta. Pensaban ir de viaje a Barcelona, pero al final van a Pamplona, Fuenterrabía y Madrid. 

Machado va poco a poco conociendo en profundidad a las gentes castellanas, y matiza sus críticas, hasta llegar a una intensa emoción, sobre todo cuando, más adelante, tenga que abandonar Soria:

Estos chopos del río, que acompañan

con el sonido de sus hojas secas

el son del agua cuando el viento sopla,

tienen en sus cortezas

grabadas iniciales que son nombres

de enamorados, cifras que son fechas.

¡Álamos del amor, que ayer tuvisteis

de ruiseñores vuestras ramas llenas;

álamos que seréis mañana liras

del viento perfumado en primavera;

álamos del amor cerca del agua

que corre y pasa y sueña,

álamos de las márgenes del Duero,

conmigo vais, mi corazón os lleva!

La vida con Leonor sigue su curso y el poeta se siente feliz:

En santo Domingo,

la misa mayor.

Aunque me decían

hereje y masón,

rezando contigo,

¡cuánta devoción!

El amor ha llegado, el poeta se siente dichoso:

Soñé que tú me llevabas

por una blanca vereda,

en medio del campo verde,

hacia el azul de las sierras,

hacia los montes azules,

una mañana serena.

En 1911 Machado obtiene una beca para seguir cursos de perfeccionamiento de francés en París. Consigue así escaparse de Soria y de su ambiente provinciano y conservador. Y a París que se fueron él y Leonor. También va a clases de filosofía en el colegio de Francia. Aquella es su verdadera luna de miel. 

Y es medio año después cuando ocurre lo peor que podía suceder. El 14 de julio, Leonor tiene un vómito de sangre La aparición de la tuberculosis les hirió como un rayo en plena felicidad, según palabras del propio Antonio. Los médicos les aconsejan que vuelvan a Soria, cuyo clima podría ayudar a curar la enfermedad. Con dinero prestado por Rubén Darío regresan a Soria en septiembre. Machado cuida de Leonor y tiene alguna esperanza puesta en la primavera. 

Alquila una casita en el Espolón para que su esposa, que ya no puede andar, tome el sol y respire aire puro. Manda hacer una silla apropiada y él mismo la empuja. En ella va Leonor, fina y casi transparente, con su tez pálida, su mirada infantil y su belleza asombrada.

Es entonces cuando Antonio escribe el poema A un olmo seco:

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo

algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

le mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.

Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas, de alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

Va avanzando el verano de 1912 y Leonor, puede disfrutar de la alegría de saber que ha salido ya de la imprenta el libro Campos de Castilla, que tanto le debe a ella como musa inspiradora, y que ha colocado a su marido en uno de los primeros puestos de la poesía española contemporánea. 

Pero el milagro de la primavera no se cumple: Leonor muere el uno de agosto. Tenía solo 19 años. El funeral se celebra en la misma iglesia donde se casaron tres años antes. Un gentío acompaña a Antonio en este difícil momento. Es enterrada en el cementerio de El Espino. En estos versos muestra el poeta su inmenso dolor:

Una noche de verano

—estaba abierto el balcón

y la puerta de mi casa—

la muerte en mi casa entró.

Se fue acercando a su lecho

—ni siquiera me miró—,

con unos dedos muy finos,

algo muy tenue rompió.

Silenciosa y sin mirarme,

la muerte otra vez pasó

delante de mí. ¿Qué has hecho?

La muerte no respondió.

Mi niña quedó tranquila,

dolido mi corazón.

¡Ay, lo que la muerte ha roto

era un hilo entre los dos!

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.

Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.

Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.

Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Ocho días después de la muerte de Leonor Antonio abandona Soria. Otra etapa de su vida ha terminado, esta vez brusca y trágicamente. Va a comenzar, en otro espacio, un largo periodo de dolor y soledad.

¡Oh!, sí, conmigo vais, campos de Soria,

tardes tranquilas, montes de violeta,

alamedas del río, verde sueño

del suelo gris y de la parda tierra,

agria melancolía

de la ciudad decrépita,

me habéis llegado al alma,

¿o acaso estabais en el fondo de ella?

¡Gentes del alto llano numantino

que a Dios guardáis como cristianas viejas,

que el sol de España os llene

de alegría, de luz y de riqueza.

BAEZA. POESÍAS COMPLETAS

En el verano de 1912 Antonio Machado gestiona desde Madrid su traslado a Baeza (Jaén). En octubre comienza las clases en dicha ciudad. Allí permanecerá hasta 1919, cuando consiga su traslado a Segovia. En Baeza, nuestro poeta se siente dolorido y casi un desterrado, tan lejos de Madrid. 

Da sus clases, acude a algunas tertulias, se escribe con Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez y Unamuno y acaba su carrera universitaria licenciándose en Filosofía y Letras por la universidad de Madrid.

Ahora escribe una poesía más meditativa, atemperada al nuevo paisaje, una poesía que sabe recoger su empatía con el campo andaluz y sus gentes.

¡Viejos olivos sedientos

bajo el claro sol del día,

olivares polvorientos

del campo de Andalucía!

¡El campo andaluz, peinado

por el sol canicular,

de loma en loma rayado

de olivar y de olivar!

Sobre el olivar,

se vio la lechuza

volar y volar.

Campo, campo, campo.

Entre los olivos,

los cortijos blancos.

Y la encina negra,

a medio camino

de Úbeda a Baeza.

A menudo evoca las tierras altas y en algunos poemas parece conversar con Leonor en una ensoñación:

¿No ves, Leonor, los álamos del río

con sus ramajes yertos?

Mira el Moncayo azul y blanco; dame

tu mano y paseemos.

Por estos campos de la tierra mía,

bordados de olivares polvorientos,

voy caminando solo,

triste, cansado, pensativo y viejo.

 

Y en una hermosa poesía, dirigida a su amigo el periodista José María Palacio, recuerda la tierra soriana y, ya casi al final, con emoción contenida, evoca a su esposa:

Palacio, buen amigo,

¿está la primavera,

vistiendo ya las ramas de los chopos,

del río y los caminos? En la estepa,

del alto Duero, Primavera tarda,

¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...

¿Tienen los viejos olmos,

algunas hojas nuevas?

[…]

Palacio, buen amigo,

¿tienen ya ruiseñores las riberas?

Con los primeros lirios

y las primeras rosas de las huertas,

en una tarde azul, sube al Espino,

al alto Espino donde está su tierra.

Son especialmente memorables ciertas poesías en las que retrata señoritos, mendigos, jugadores y pobres. Así por ejemplo la dedicada a Don Guido, un prototipo de señorito andaluz:

Al fin, una pulmonía

mató a don Guido, y están

las campanas todo el día

doblando por él: ¡din-dan!

Murió don Guido, un señor

de mozo muy jaranero,

muy galán y algo torero;

de viejo, gran rezador.

[…]

Cuando mermó su riqueza,

era su monomanía

pensar que pensar debía

en asentar la cabeza.

Y asentóla

de una manera española,

que fue casarse con una

doncella de gran fortuna;

[.. ]

Buen don Guido, ya eres ido

y para siempre jamás...

Alguien dirá: ¿Qué dejaste?

Yo pregunto: ¿Qué llevaste

al mundo donde hoy estás?

¡Oh fin de una aristocracia!

La barba canosa y lacia

sobre el pecho;

metido en tosco sayal,

las yertas manos en cruz,

¡tan formal!

el caballero andaluz.

Algunos poemas de Machado, el de don Guido entre ellos, fueron musicados por Joan Manuel Serrat en 1969, y sirvieron para difundir la poesía de nuestro poeta por toda España; lo mismo ocurrió con las versiones del cantante Paco Ibáñez.

Todo lo que se le va ocurriendo a nuestro poeta, lo que considera digno de interés, va escribiéndolo en su cuaderno Los Complementarios, que verá la luz muchos años después. Allí anota poemas, apuntes, proverbios, canciones, textos en prosa…

En 1917, cuando Antonio tiene 42 años, un grupo de estudiantes de la universidad de Granada, acompañados de su profesor, lo visita. Entre ellos está un estudiante de 19 años que se llama Federico García Lorca. Así es como se encuentran por primera vez los dos poetas: empieza entre ellos una relación de mutua estima.

En ese mismo año publica Antonio su libro Poesías completas, que recoge sus dos libros anteriores y algunos poemas nuevos. Y en el otoño de 1919 consigue lo que estaba esperando desde hacía años: su traslado a una ciudad cercana a Madrid. Segovia será desde ahora su destino. Atrás deja una etapa más de su vida, en la que la soledad lo ha puesto a prueba. Con sabiduría ha aprendido a vencerla.

SEGOVIA. GUIOMAR

Antonio Machado se adapta muy pronto a Segovia y a su ritmo. Va a permanecer en esta ciudad durante 12 años y será su lugar de trabajo, pero todos los fines de semana se acercará a Madrid en tren. En Madrid asistirá a varias tertulias con su hermano Manuel. Y ambos se embarcarán en la escritura de diversas obras teatrales, algunas de renombrado éxito, como la titulada La Lola se va a los puertos.

En Segovia encontró un ambiente acogedor y enseguida se incorporó a diversos proyectos culturales. Da sus clases, pasea por la ciudad y sus alrededores, se integra en varias tertulias y traba amistad con Blas Zambrano y con el escultor Emiliano Barral. También participa en la Universidad popular, un proyecto de renovación que pretende acercar la cultura al pueblo.

Continúa colaborando en diversas revistas y en ellas comienzan a aparecer nuevos Proverbios y cantares, continuación de la serie iniciada en Baeza. Son poemas cortos y muy condensados en su contenido, que siempre guardan en su interior una emoción intensa, cierta ironía, algo de filosofía, una ética intachable y cierta dosis de humor.

Vamos a recordar aquí algunos de los más conocidos, que a fuerza de repetidos parecen anónimos de tan populares:

Nuestras horas son minutos

cuando esperamos saber,

y siglos cuando sabemos

lo que se puede aprender.

Ayer soñé que veía

a Dios y que a Dios hablaba;

y soñé que Dios me oía...

Después soñé que soñaba.

… 

Todo pasa y todo queda;

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo caminos,

caminos sobre la mar.

Caminante, son tus huellas

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino:

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volver la vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,

sino estelas en la mar.

… 

Nunca perseguí la gloria

ni dejar en la memoria

de los hombres mi canción;

yo amo los mundos sutiles,

ingrávidos y gentiles

como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse

de sol y grana, volar

bajo el cielo azul, temblar

súbitamente y quebrarse.

Azotan el limonar

las ráfagas de febrero.

No duermo por no soñar.

Ni mármol duro y eterno

ni música ni pintura

sino palabra en el tiempo.

Busca tu complementario, 

que marcha siempre contigo

y suele ser tu contrario

Despacito y buena letra:

el hacer las cosas bien

importa más que el hacerlas.

Todo necio

confunde valor y precio.

Si vivir es bueno

mejor es soñar,

y mejor que todo,

madre, despertar.

Hoy es siempre todavía.

Pensando que no veía

porque Dios no le miraba,

dijo Abel cuando moría:

Se acabó lo que se daba.

Érase de un marinero

que hizo un jardín junto al mar,

y se metió a jardinero.

Estaba el jardín en flor,

y el jardinero se fue

por esos mares de Dios.

En 1928 publica la segunda edición de sus Poesías completas, que incluye el libro Nuevas canciones, y sigue colaborando en diversas revistas literarias. En una de ellas publica el Cancionero apócrifo de Abel Martín, un escritor inventado por Machado, un heterónimo suyo.

En 1929 se publican en la Revista de Occidente las primeras poesías dedicadas a Guiomar, nombre poético que Antonio dio a la escritora Pilar Valderrama. Pilar, que vivía en Madrid, quiso conocer al poeta y se presentó en Segovia con una carta de recomendación para verlo. Era una mujer casada y vivía en un ambiente acomodado y conservador. Del entusiasmo de Pilar por el poeta y del progresivo enamoramiento de Antonio surge una relación sentimental que nunca culminará por expresa decisión de Pilar, que prefiere solo una relación digamos espiritual. Será una relación difícil y clandestina, un tira y afloja permanente entre dos seres muy distintos. Una relación que creará en Machado una cierta melancolía ante un amor nunca culminado, pero que despertará de nuevo su creación poética.

He aquí algunas composiciones de nuestro poeta dedicadas a su Guiomar:

No sabía

si era un limón amarillo

lo que tu mano tenía,

o el hilo de un claro día,

Guiomar, en dorado ovillo.

Tu boca me sonreía.

En un jardín te he soñado,

alto, Guiomar, sobre el río,

jardín de un tiempo cerrado

con verjas de hierro frío.


Tu poeta

piensa en ti. La lejanía

es de limón y violeta,

verde el campo todavía.

Conmigo vienes Guiomar;

nos sorbe la serranía.

De encinar en encinar

se va fatigando el día.

Y te enviaré mi canción:

“Se canta lo que se pierde”,

con un papagayo verde

que la diga en tu balcón.

El 14 de abril de 1931, Antonio Machado y otras personalidades izan la bandera republicana en el balcón del ayuntamiento de Segovia. Por toda España se manifiesta con alegría la confianza en el nuevo régimen. Se esperan grandes cambios en el país. Y en 1932 una etapa más de la vida de nuestro poeta acaba. En septiembre es trasladado al instituto Calderón de la Barca de Madrid, situado entonces en el barrio de Argüelles. Tenía Antonio 55 años.

MADRID. LA GUERRA

En Madrid se instala en la casa de José, su hermano, donde vivía también la madre. Reina en ella una intensa vida familiar, muy recordada por las sobrinas muchos años después. Manuel y Antonio siguen colaborando y escriben juntos más obras de teatro, y asisten a diversas tertulias con amigos. Antonio sigue con sus clases. Impenitente fumador, tenía ya serios problemas respiratorios y coronarios.

Recibe homenajes en Sevilla y Soria y en 1935 empieza a publicar en varios periódicos las primeras prosas de Juan de Mairena, otro heterónimo de Machado. En ellas nos ofrece Mairena sus consejos pedagógicos, su filosofía, su ética y su visión de la vida política. En ese mismo año trasladan a nuestro poeta al instituto Cervantes, recién creado.

Los acontecimientos políticos se aceleran a partir de febrero de 1936. En ese mes gana las elecciones el Frente Popular. El 18 de julio tiene lugar un golpe de estado contra la República, pero no triunfa totalmente. Comienza la guerra civil.

Antonio Machado está en Madrid, con su madre y sus hermanos, salvo Manuel, que se encontraba en Burgos. Nunca volverían a verse Manuel y Antonio: primero los separa la guerra y después, la muerte. También la guerra separa a Guiomar de Antonio: ella marcha a Portugal con su familia; el poeta se queda en Madrid.

Antonio Machado, fiel republicano, está a la altura de las circunstancias, presta su apoyo al gobierno legítimo y escribe en los más prestigiosos periódicos y revistas.

Españolito que vienes

al mundo, te guarde Dios.

Una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

A finales de agosto de 1936 el poeta Federico García Lorca es asesinado por los franquistas en su Granada. La conmoción es enorme en todo el país. Nuestro poeta publica entonces, en el semanario Ayuda, una elegía dedicada a Federico y la titula El crimen fue en Granada, una elegía que nunca pudo ser publicada en la España de Franco.

Se le vio, caminando entre fusiles,

por una calle larga,

salir al campo frío,

aún con estrellas, de la madrugada.

Mataron a Federico

cuando la luz asomaba.

El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara.

Todos cerraron los ojos;

rezaron: ¡ni Dios te salva!

Muerto cayó Federico

-sangre en la frente y plomo en las entrañas-.

...Que fue en Granada el crimen

sabed -¡pobre Granada-, en su Granada...

En noviembre de 1936 Madrid está cercada por las tropas del ejército de Franco. Aviones nazis bombardean diabólicamente la ciudad. El poeta así nos lo muestra:

¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,

rompeolas de todas las Españas!

La tierra se desgarra, el cielo truena,

tú sonríes con plomo en las entrañas.

Preocupados por la seguridad de Machado, los poetas León Felipe y Rafael Alberti lo convencen para que se traslade a Valencia, donde hay menos peligro. Antonio y los suyos vivirán en Rocafort, un pueblecito cercano a la ciudad. El poeta está con ánimo, aunque tiene la salud muy resentida y nunca pierde su clarividencia política, social y moral.

Valencia de finas torres,

en el lírico cielo de Ausias March,

trocando su río en rosas

antes que llegue a la mar.

[…]

Pienso en España vendida toda

de río a río, de monte a monte,

de mar a mar.

Pasados casi dos años, en marzo de 1938 se traslada a Barcelona acompañado de su madre y de su hermano José. Sigue colaborando asiduamente en periódicos y revistas, y se acuerda a menudo de su imposible amor, Guiomar, que está en Portugal con su familia:

De mar a mar entre los dos la guerra,

más honda que la mar. En mi parterre,

miro a la mar que el horizonte cierra.

Tú, asomada, Guiomar, a un finisterre,

miras hacia otro mar, la mar de España

que Camoens cantara, tenebrosa.

Y el poeta recuerda también las tierras de Soria:

El sueño verde de la tierra fría,

Soria pura, entre montes de violeta.

Di tú, avión marcial, si el alto Duero

a donde vas recuerda a su poeta,

al revivir su rojo Romancero;

¿o es, otra vez, Caín, sobre el planeta,

bajo tus alas, moscardón guerrero?

Barcelona es bombardeada. Nuestro poeta va a ser evacuado a Francia. Lo que pasa después ya lo hemos contado al principio de nuestra intervención. 

En el cementerio de Collioure sigue enterrado Antonio Machado, muy cerca del mar. El lugar es un centro de peregrinación para los amantes de la libertad y de la poesía. Allí acabó el último viaje de uno de los más grandes poetas españoles. Un hombre sabio y bueno, amante de la vida y de la libertad.

FINAL

Volvamos al pequeño y arrugado trozo de papel encontrado por José en el abrigo de su hermano Antonio. Escritos a lápiz había tres apuntes breves. El segundo era un verso alejandrino y se preguntaba José si acaso sería el principio de un poema. Según Aurora de Albornoz:

 "no era un principio de poema: es un poema, un verso-poema, completo, final. Final de una obra y de una vida. No necesitó más palabras para expresar su sentir último. Los momentos más claros de su pasado se hacen presente vivo. Antes de ser borrado por la muerte, Machado logró recuperar su Tiempo”.

Y lo logró con un solo verso, mirando al mar de Collioure:

Estos días azules y este sol de la infancia.

                                                                                               Jesús Bermejo

                                                                                                Febrero de 2014