sábado, 21 de septiembre de 2019

Aquella granja

Después de presentada la novela de mi hermano, Ganadería diplomada, vamos a cerrar este ciclo de memoria acerca de aquella granja maldita. Como habéis podido leer en el anterior post, yo intervine con un texto en el que hablaba del espacio en el que se desarrolla la novela, y también del autor. No venía a cuento hablar del final precipitado de nuestra estancia en aquel lugar, debido a la cercanía de la muerte de nuestra madre, que quisimos que fuera en nuestro pueblo y nunca allí. Ni tampoco era adecuado leer mi poesía Aquella granja, pues el protagonismo era justo de la novela de Javi y no de mi poema. Pero hoy, aquí, en mi blog, quiero cerrar este capítulo, al menos por ahora, trayendo de nuevo a estas hojas  Aquella granja. Vale.






Para mi padre, que durante cinco largos años trabajó en penosas condi-ciones en una granja navarra, y a quien nunca le he oído hablar de nada de todo aquello.

I

Después de muchos años,
una tarde de otoño volví
al pasado.
Y ante aquel paisaje devastado y triste,
abandonado como ruina sin nobleza,
alcancé a ver,
en el silencio de quienes lo habitaron,
la melancolía de un futuro no previsto.

Porque aquel altanero burgués
de estómago como un puñal,
que enviaba sicarios a Castilla
para contratar a gente en desesperación económica
que aguantase unos horarios esclavizantes
en su granja navarra último modelo,
nunca previó que la niña de sus ojos
yacería en ruina
muchos años después de todo aquello.



II

Muchos años después,
una tarde de otoño
la granja estaba abandonada
y era pasto
de un tranquilo rebaño de ovejas
que humanizaba aquel paisaje sórdido.

Pareciera que todo,
como después de una tormenta inmensa,
hubiera sido abandonado al aire,
y a la lluvia
y al viento del sur.

Los pabellones donde gruñían los cerdos,
el silo de la hierba y el del pienso,
la nave de novillas,
las inmensas cuadras de las vacas,
la sala de ordeño,
la central lechera,
las oficinas, el economato,
las casitas bajas, el depósito del agua,
los caminos y la placeta
dormían un sueño de silencios
después de un tiempo de ignominia.

Y en la humildad de aquella miseria,
donde el coche del panadero
hacía su parada en otro tiempo,
crecían recias flores
plantadas por la mano de un pastor
que acaso no supiera que aquellos
eran  los restos de una ruina ya lejana.





III

Aquel burgués navarro,
que combinaba su pertenencia al Opus
con sentirse señor y dueño
de sus esclavos silentes,
decidió mejorar las condiciones de vida
de sus queridos siervos de la gleba
y mandó construir,
cercano a su palacio de verano,
un bloque de pisos, como en las ciudades,
para ganarse el afecto de sus asalariados.

Hoy esos pisos
están deshabitados y hollados hasta en sus desagües,
y no quedan de ellos más que las paredes
pues cuando aquella granja se acabó
el pillaje del entorno se encargó de la ruina,
arrancó ventanas, segó puertas,
seccionó tuberías, trasegó con bañeras y lavabos
y solo quedó de aquel inmueble
el entramado de paredes y de techos.
Un desolado lugar
que después fue refugio
de otros desheredados de la fortuna.





IV

Aquella granja,
concebida con un lujo de proyecto futurista,
se alimentó de obreros silenciosos,
de gente campesina que emigraba
buscando con sudor algún futuro,
de hombres que sufrían un horario satánico:
de cuatro a ocho, primer ordeño,
de once a dos, segundo ordeño,
de cinco a nueve, tercer ordeño.
Duerme deprisa y vuelve al ordeño
siempre a las cuatro de la mañana.

Así un día y otro,
un mes y otro,
hasta que algo mejor surgiera en otro sitio
y gustoso el hombre dejaría su puesto
a otro que viniera  de una vida imposible.

Y aquellas mujeres que sufrían
el desarraigo de su tierra
pronto les urgían a sus hombres
el traslado a un lugar menos penoso,
a otro escenario donde vivir no fuera
un agobio de relojes y de ordeños.



V

Granja de San José,
cercana a Marcilla de Navarra:
me alegré cuando vi tu ruina imponente
como si quienes vivieron en tu seno,
acaso un campo de trabajo y exterminio,
hubiesen huido en estampida
y la nada se hubiera enseñoreado
del aire de todos tus rincones.

Maldita seas por siempre,
Maldita sea tu misma concepción,
quizá un paraíso fiscal en aquel tiempo,
y maldito sea aquel Brun de infausta memoria
que erigió aquel penal sin más guardianes
que la pobreza y la miseria
que uncía a los obreros a un tormento miserable
sin más final que la huida,
la locura,
la villanía
o la muerte.

  

VI

Granja de San José,
en tu ruina imponente,
maldita seas por siempre.

Madrid, diciembre de 1998
 Jesús Bermejo Bermejo







jueves, 19 de septiembre de 2019

Ganadería diplomada, Presentación del libro de Javier Bermejo




Javier Bermejo acaba de publicar un libro titulado Ganadería diplomada.  Los lectores de este blog ya conocéis a Javi, pues las crónicas de sus maratones suelen aparecer por estas páginas al menos dos veces cada año.


Ganadería diplomada, novela publicada en 2019 por la editorial Oportet, puedes encontrarla en la Casa del Libro, en El Corte Inglés, en FNAC  y en bastantes librerías españolas. También puedes adquirirla en diversos sitios de Internet a los que puedes acceder fácilmente buscando en Google.

Ganadería diplomada fue presentada el miércoles 11 de septiembre de 2019, en la Biblioteca Municipal Eugenio Trías, en El Retiro de Madrid. Aquí van unas fotos de esa feliz tarde. Después, incluyo un enlace por si se quiere ver todo el desarrollo del acto. A continuación, ofrezco por escrito mi intervención en dicha presentación. 

(En la intervención de Javier Bermejo en el acto se señalan los nombres de quienes hicieron las fotos y el vídeo).























Vídeo del acto 


Mi intervención en el acto de presentación del libro 

1
Aquella tarde de finales de junio de 1968 la recordaremos sobre todo porque hubo algo que se alojó en nuestra cabeza y nos dejó marcados, como a las reses su hierro, para siempre.  Javi y yo habíamos salido de la estación de Atocha de Madrid en un tren correo que, doce horas después, nos dejó en la estación de un pueblo de la ribera navarra llamado Marcilla. Expectantes nos aguardaban los tres: Maribel, nuestra hermanita, que apenas tenía nueve años, y ellos dos, nuestros padres, por fin juntos después de un año de separación, madre y Maribel en el pueblo, y padre en aquella granja navarra a la que se fue a trabajar cuando los médicos lo desahuciaron para trabajar en el campo. Bueno, los médicos y las deudas contraídas a raíz de su enfermedad.

Nada más llegar a la estación, y después de sonoros besos, y alguna lagrimilla que se empeñaba en aflorar, madre nos advirtió de la plaga de mosquitos que nos iba a recibir en cuanto nos acercáramos a la granja, así que nos embadurnó cara y brazos con una crema que llevaba preparada en el bolso para la ocasión. Montamos todos en una furgoneta y, al ir llegando a nuestro destino, notamos en nuestra nariz un olor penetrante e imponente, que no solo no menguaba al cabo de un rato sino que crecía y crecía hasta colonizar nuestro cerebro. Aquel olor espantoso, invasivo y dominante, que procedía de una inmensa cuadra de cerdos estabulados industrialmente, nada tenía que ver con el de las pocilgas de los cochinos de nuestro pueblo; aquel olor nunca te abandonaba a no ser que te diera por salir de la granja o te marcharas adrede para que descansara la nariz. Aquel olor a cerdo estabulado, los mosquitos guerreros que pretendía combatir inútilmente nuestra madre y las ratas que cada día amanecían aplastadas por los camiones en la carretera que cruzaba la granja eran el santo y seña de aquel lugar al que llegó nuestro padre a trabajar en mayo del 67. Un año después, madre y Maribel se unieron al padre cuando quedó libre una casilla. Y casio dos meses más tarde, cuando terminó nuestro curso académico, Javi y yo completamos el cuadro familiar que había emigrado desde Castilla hasta Navarra.


2

Pocos sabían en los pueblos cercanos qué había en aquella granja y cómo se trabajaba allí. Donde, en su día, hubo una explotación agrícola tradicional, que se llamaba La Torre, un atrevido negociante navarro, protegido, empujado y afiado por un general del ejército de tierra con muchos bemoles, y que respondía al apellido de Campano, decidió invertir en aquel espacio una parte de su fortuna. Con soberbia tecnológica, y sintiéndose dueño y señor de sus trabajadores silenciosos, mandó levantar una central lechera futurista y, al lado, una sala de ordeño casi automatizada, y digo casi porque en el foso de aquella sala trabajaban, desde las cuatro de la madrugada hasta las nueve de la noche, media docena de vaqueros casi mudos, que solo paraban en esas diecisiete horas las estipuladas para comer y para solventar sus más pretorias necesidades.

Esos vaqueros, llegados todos ellos de Castilla y de Extremadura, habían sido contratados en origen y todos ellos estaban en una etapa de sus vidas en la que, ya fuera por mala suerte o por enfermedad grave sufrida, iban a aceptar sin rechistar cualquier cosa con tal de ganar un jornal diario, ya fuera con las vacas o con los cerdos, tanto daba.

Al lado del palacete de noble planta en el que se aposentaban el negociante y su familia cuando bajaban de Pamplona, se arracimaban humildísimas casas bajas en las que vivían los vaqueros, los porqueros y sus familias. Si no hubiera sido por la tecnología futurista de lechería, cualquier visitante hubiera podido creer que aquello nada había cambiado desde la baja edad Media; pero no, estábamos en 1968. Muy pocos conocían en Marcilla o en Peralta lo que allí se cocía y, menos aún, que todo aquel tinglado estuviera asentado sobre un polvorín financiero.


3

Muchos años después, al recordar aquel lugar lo comparábamos con el Macondo de García Márquez, pero quiá, estábamos equivocados. En Macondo todo era nuevo y reciente, y muchas cosas no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo. En aquella granja todo tenía nombre,  y allí aprendimos, según nuestra edad y condición, lo concreto de algunos conceptos como esclavitud, explotación, hipocresía, corrupción y tristeza. Pero Javi y yo éramos muchachos en plena vitalidad adolescente y todo eso lo vivíamos solo en las vacaciones, y envuelto en bicicletas, alegría, tebeos, algún trabajo ocasional y muchas ganas de diversión. Y Maribel, nuestra hermanita, pasó aquellos años envuelta en la inocencia de la infancia. Otro cantar era lo que pasaba por las mentes y el corazón de los mayores, de los padres.

Tomando yo prestadas unas palabras de Antonio Muñoz Molina, diré que Javier Bermejo ha hecho suyo este espacio y, en silencio, en soledad y con plena soberanía ha construido en él la ficción de Ganadería diplomada, porque en la ficción el autor es libre para usar la realidad exactamente como a él le dé la gana, y sin responder ante nadie, salvo ante él mismo, autor soberano y, a veces, esclavo de su ficción.

Javier Bermejo ha tardado casi 50 años en saber cómo contar lo que tenía que contar acerca de todo aquello. Y creo que, por fin, ha descargado el fardo. Qué lástima que aquello fuese así y no como ocurría en La Azucarera, junto a la estación del tren, la fábrica en la que los dueños tenían sus justas ganancias, los obreros un trabajo digno y donde todos vivían con la armonía de la obra bien hecha.

4

Hace veinte años, después de mucho tiempo, regresé a aquella granja. Como si un huracán la hubiera devastado, todo era pasto del abandono y hasta el tiempo se había comido las paredes de la lechería. De repente, me sentí feliz. Pero no era venganza fría, no. Es que allí no había plaga de mosquitos, ni ratas aplastadas, ni aquel olor a cerdo que todo lo inundaba. Allí ya no se facturaba leche certificada y a buen seguro que los habitantes de unos adosados construidos junto a la carretera jamás habrían oído hablar de lo que en aquel espacio hubo una vez.

En los pueblos cercanos seguro que nada olvidaron de lo que hubo en aquella granja, porque poco nada supieron, o prefirieron no saber. Y los vaqueros, que más tarde o más temprano de allí emigraron, aunque nunca olvidaron nadie les ha oído jamás contar cosa alguna de todo aquello. Otros, otras, salieron de allí ya sin solución ante tamaña ruina humana. Por fortuna, Javier Bermejo no solo no lo ha olvidado sino que ha elegido ese espacio para ubicar su ficción, una historia en la que quedara constancia de lo que fue y de lo que pudo haber sido.

5

Javi nació en Puerto Castilla, un pueblo serrano de Ávila cercano de la alta Extremadura, en una familia de labradores. Desde chico apuntaba maneras de muchacho espabilado, animoso y decidido. Estudió el bachillerato en Arenas de San Pedro, en Pamplona y en el Ramiro de Maeztu de Madrid, y filología hispánica en la Universidad Autónoma de esta misma ciudad.

Hasta conseguir su plaza de profesor de instituto, le tocó trabajar en una empresa de mudanzas llamada Gil Stauffer y en las urgencias de cierto hospital. También le tocó correr bastantes veces delante de la policía, lo que desmiente que comenzó a correr con 48 años. En Mallorca comenzó su fructífera etapa de profesor de lengua, que se ha desarrollado desde los años 80 hasta 2016, sobre todo en el Instituto Isaac Albéniz de Leganés, en el que varios miles de adolescentes han tenido la suerte de contar con Javier Bermejo como profesor. Y el departamento de Lengua, que dirigió años y años, funcionó como la seda, aunque nunca Javier tuvo puño de hierro sino que siempre predicó con el ejemplo.

Al llegar el uno de noviembre, todos loa años Javier montaba el Tenorio con su alumnado, y tan especialista llegó a ser de esta obra que publicó en Edelvives en 1993 una edición comentada y con guía de trabajo para estudiantes, y otra también sobre El alcalde de Zalamea.

Ha ganado diversos premios pero solo citaré uno temprano, el que en 1986 le otorgó el jurado del Premio Prensa-Escuela: el primer galardón fue para él y su alumnado, por una serie de trabajos sobre el SIDA. Pero el premio mayor fueron los nueve años del Plan de Lectura que coordinó en su instituto, en el que participaron más de 2500 estudiantes de 13 y 14 años, quienes elegían qué libros había que leer y cuyo compromiso consistía en ir una vez por semana a la biblioteca y, en silencio, leer dichos libros.

Además de profesor, Javier es un deportista nato. De pequeño, el fútbol; de joven, lo que se terciase; y desde los 48 años, corredor de maratones. Ahí es nada: ha corrido unos 25 en 15 años y su mejor marca, 2 horas y 59 minutos, cuando su DNI decía que ya tenía 51 años. Como empezó tarde, Jabo se pregunta qué hubiera podido hacer con 35 años si hubiese comenzado antes a correr. Y suele contestarse con retranca que lo que es seguro es que ahora tendría las caderas destrozadas. Su marca actual: Badajoz, 2015, 3 horas y 40 minutos; eso sí, el primero de su categoría en dicha carrera.


Aunque Jabo corre sobre todo por lo de la soberanía, la soledad y el silencio, como decíamos a propósito de la escritura. Pero qué alegría esas quedadas del club de la Tapia en la Casa de Campo, no lejos del cerro de Garabitas, porque compartir al entrenar es vivir socialmente. Y, al final de cada maratón, la crónica, siempre con un punto de ironía, humor negro o melancolía, y, a veces, el descacharrare. Ahí, juntando esas crónicas tienes otro libro Jabo. Y ese libro colectivo que es un primor y que se titula La Tapia de los jueves: cuánto afecto compartido entre deportistas.

6

Como la memoria tiene más que ver con el futuro que con el pasado y como el recuerdo es de poco fiar y se va modificando permanentemente, según dice el quinto de Javier Bermejo Antonio Muñoz Molina, Javier, nada más jubilarse, empezó a ir a la biblioteca municipal Ana María Matute, en su barrio todas las mañanas laborables, y se puso a cumplir con su compromiso: escribir Ganadería diplomada.

Quizá la razón última por la que hoy estemos aquí resida en aquellos tebeos leídos en silencio durante la siesta en los veranos del pueblo, o en aquellos libros de Lafuente Estefanía o de Martín Vigil, incluso aquellos fragmentos de novelas, cuentos y poesías de ciertos libros de FEN, quién lo diría. “Sin la pasión con la que leí todo eso no habría descubierto después todo lo demás”, dice Javier.

Escribir es un desafío. Y en ese desafío Javier Bermejo ha tenido las de ganar porque, al contrario que en los maratones aquí el listón ha podido ir subiendo y subiendo, hasta que el autor decidió que “así es la rosa” y la novela ya estuvo lista.

Ahora, publicada Ganadería diplomada, quizá sea bueno acordarse de un escritor centenario vecino cercano de este lugar de El Retiro, Juan Eduardo Zúñiga, quien en su libro Capital de la gloria repite un mantra, a la manera cervantina, sobre la memoria y el olvido: “Pasarán muchos años y olvidaremos todo y lo que hemos vivido nos parecerá un sueño y será un tiempo del que no convendría acordarse”. Así se expresaba un personaje refiriéndose a los desastres de la guerra civil. Pero el autor escribía y escribía y sigue haciéndolo a sus cien años. “Esto es la guerra, hijo, para que no lo olvides”, afirma un personaje del último cuento de Capital de la gloria. “Esto es la granja, hijos, para que no lo olvidéis” -podría decir Javier.

7

Ahora ya solo queda lo mejor: que lo que ha sido escrito con las tres eses, soledad, soberanía y silencio, sea leído con gusto y con pasión. Esa pasión que, como justicia poética, es capaz de acabar hasta con el más nauseabundo de los olores y, por extensión, con todas las cloacas que hubo o pudo haber habido, y que, a no dudarlo, sigue habiendo en este ancho mundo.

Aquel olor que nos ofendió hace más de cincuenta años, un jueves de finales de junio de 1968, sigue ofendiendo, como bien dicen en mi pueblo, la nariz de muchos adolescentes, de mucha gente hoy día aún. Y ofendiendo su nariz, ofenden su dignidad y señalan silenciosamente la injusticia y la infamia.

Muchas gracias por escucharme.




Mi reseña del libro en julio de este año
https://roblesamarillos.blogspot.com/2019/07/ganaderia-diplomada-un-libro-de-javier.html