Cuando
me iba a la cama, seguían esas canciones en mi cabeza y, lejos de adormilarme,
daban vueltas en ella, mientras iba pensando que Los Beatles habían estado
acompañándome desde siempre y que, aunque no comprendiera sus letras, el poder
de su música me había transmitido su sentido último por vía intuitiva, sin
intermediarios. Hoy he vuelto a ver el programa y pienso que, en efecto, Los
Beatles fueron la banda de música por excelencia de los sesenta, esa década que
ellos convirtieron en prodigiosa al abrir caminos que, luego, otros muchos
transitaron. Pero ¡ay!, pensé, no solo no me sé las letras de sus canciones,
sino que hasta ignoro la mayoría de sus títulos, aunque no me echo para atrás
en lo dicho, al contrario, pues reconozco más de cuarenta de ellas, una buena
colección que, así como sin pensarlo, han estado conmigo casi toda la vida.
Según
voy oyendo las canciones de Los Beatles, me voy dando cuenta de que el tiempo
que duró la banda coincide con mis años de bachiller elemental y de magisterio,
es decir con mi adolescencia, desde aquella llegada a Madrid procedente del
pueblo, hasta que, acabada la carrera de maestro, preparaba mis papeles para ir
a la universidad. Aquella banda alegre que iluminó la vida de tantos millones
de personas, abriendo vías culturales a la juventud, divirtiéndola y dándole
ánimos y optimismo, duró casi lo mismo que mi adolescencia y, cuando se
disolvieron, sus últimos coletazos se mezclaron con un tiempo de mi vida en el
que se me rompió el comienzo de la juventud y se quebraron algunos horizontes
que se me iban abriendo, pero bueno, esa es otra historia.
Aquel
primer guateque en el verano del 67 con los amigos y amigas del pueblo, oyendo
un disco de Los Beatles en el tocadiscos de Maribel, cuando nos fuimos al prado
de la Pasturilla con ponche y refrescos; aquel repaso incesante de las letras
de "Hey Jude" que hacía Benja todos los días al comenzar el estudio
de la tarde en la residencia del “Divino Maestro”; aquella máquina de discos
del bar Uruguay en la calle de san Bernardo, donde oíamos una y otra vez las
canciones de Los Beatles, son tres recuerdos imborrables de mi vida ligados a aquel
grupo inmortal.
Oigo
una y otra vez aquellas canciones, las bailo, las canto y no es que recuerde,
no, está sucediendo, algo pasa, estamos en 1968, oigo las voces de Paul, de
John, de George y de Ringo y me suenan sin envejecer, no son un recuerdo, no
son del tiempo pasado. Oigo a Benja cantando Hey Jude mientras
empieza el estudio, como cada tarde subimos al aula para trabajar en las tareas
que a lo largo de las clases de la mañana nos han puesto en la escuela de
Magisterio, este año estamos ya en tercero, es nuestro último curso. El
encargado reza una oración, todos estamos de pie y contestamos con monotonía,
Benja abre su carpeta y dispone encima de la mesa la letra de Hey Jude,
esa canción de Los Beatles que suena en todos los sitios, en la radio, en las
discotecas y en las máquinas de discos de los bares. Benja, como todos
nosotros, ha estudiado francés en el bachillerato, pero alentado por su padre
está empezando con el inglés y se ayuda aprendiendo de memoria las letras de
varias canciones, nos está contagiando su afán a todos los que estamos a su
alrededor. Para escucharlas recurrimos a algunos programas de radio que oímos
en su transistor, Vuelo 605 de Ángel Álvarez el que más, en radio Peninsular,
pero lo mejor es ir al bar Uruguay, juntamos unas pesetas entre todos los
amigos, Benjamín, Heredia, Paco y yo, y seleccionamos en la máquina de discos
dos canciones, Hey Jude y Yesterday. También solemos oírlas en los
recreativos de Eloy Gonzalo, un salón de juegos que hay cerca de la escuela de
Magisterio, unas veces jugamos al billar y otras ponemos las canciones en la
máquina, pero lo más común es repetirlas una y otra vez en el patio todos los
días desde hace más de dos meses.
Nuestra
escuela de Magisterio, la “Pablo Montesino”, es un lugar de estudio muy diferente
del Divino Maestro, el colegio donde he cursado el bachiller elemental y en el
que ahora nos alojamos, una especie de residencia en la que los pupilos tenemos
menos derechos y comodidades que los universitarios, no hay que olvidar que
accedemos a los estudios de magisterio desde cuarto de bachiller, es
decir, somos más jóvenes, sí, pero también nuestro poder adquisitivo es
inferior, lo que se traduce en habitaciones con muchas literas, horarios bien
diferentes, permisos de salida más restringidos y, no podía faltar, una tutela
más estricta, magisterio es una carrera cuyo control quieren seguir ejerciendo
desde la dirección, el Divino es un colegio del arzobispado de Madrid con
sucursales en diversos barrios que, llegado el momento, se surtirán de los
maestros que hayan pasado por la residencia. La escuela de Magisterio es de
propiedad pública y en ella hay un profesorado mucho más variado y plural, se
respira menos agobio, hay más libertad de movimientos, menos control y el
alumnado es también más diverso, más plural, aunque no hay educación mixta como
en la universidad, aquí también nos separan por sexos como hacen en los centros
de enseñanza de toda España.
Desde
que llegué a la Pablo Montesino, he venido observando estas diferencias
respecto del internado, yo suponía al principio que se deberían sin duda a que
es un centro de enseñanza pública, pero creo que además hay algo específico,
algo que no sé describir, que no llego a saber explicar pero que lo percibo,
casi lo huelo. Un buen día se acerca a nosotros Gilberto, un compañero bastante
mayor que trabaja por las tardes y que tiene ya mucha experiencia a sus
espaldas, y nos dice con sigilo que ese ambiente que observamos se debe a que
en la escuela hay varios profesores que desprenden aires de la ILE. Como
ponemos cara de extrañeza, Gilberto nos habla de la Institución Libre de
Enseñanza, que es lo que significa ILE, de cuando en España surgió un
movimiento de renovación de la educación que fructificó en la época de la
República, y que provenía de los maestros institucionistas, los precursores de
la escuela activa. Todo aquello acabó con la guerra civil, la educación que
impartían miles y miles de maestros fue abolida y en su lugar se impuso una
enseñanza muy tradicional dominada por falangistas, curas y militares. A muchos
profesores les incoaron expediente y fueron expulsados de sus cátedras, pero a
bastantes, más jóvenes y con menos experiencia, les permitieron seguir en
activo pues no había en España personal suficiente para sustituir a todo el profesorado
republicano. Gilberto nos dice que eso le pasó a don Antonio, el de física y
química, y también a don Arturo, el de lengua, y a doña Mari Paz, de pedagogía,
todos ellos con más de cincuenta años. Nos miramos, aún asombrados por las
confidencias de Gilberto, y empezamos a atar cabos, pues es verdad que estos
profesores, y sus adjuntos, nos hablan de otras formas de impartir enseñanza,
nuevos métodos como los de Pestalozzi o Montessori, cuyos apuntes guardamos en
nuestros cuadernos para un posible futuro si llegase el caso.
Junto
a esos profesores que acabo de describir, hay otros más reconocibles, tienen el
aire de los del “Divino Maestro”, todos ellos afines a la Iglesia católica y
entregados vocacionalmente a una enseñanza confesional. Y al lado de esos dos
grupos de profesores hay otro, el de los de raigambre falangista, que en
nuestra escuela imparten áreas como educación física, trabajos manuales y
formación política, se les ve con poca capacidad pedagógica, pero mueven sus
redes con soltura en la escuela y en todo lo que se refiere a las prácticas
deportivas.
Además
de estos tres tipos de profesores, hay algunas singularidades, como las que
representan doña Micaela, de geografía e historia, don Mario, de matemáticas y
don Teodoro, de prácticas de enseñanza. Y dirigiendo a todos, don Emilio, de
psicología, que a menudo, y debido a las obligaciones de su cargo, nos envía al
inefable don Agustín, que nos habla en un tono entre altisonante y lisonjero, y
del que los más atrevidos de mis compañeros dicen que está ido y que lo mejor
es seguirle la corriente. Cuando el cachondeo en la clase es general, don
Agustín dice con voz tronante: “Señores, visto el guirigay, corto y dicto”.
“No, no, no, don Agustín, por favor, siga explicando, que es usted fenomenal enseñándonos
paidología”, dice con refinada guasa Pérez Morales, impostando la voz al decir
paidología. El alboroto que se forma es el telón de fondo en el que don Agustín
dice: “Bueno, bueno, señores, atendiendo a la petición de su compañero Morales,
sigo con mi disertación, eso sí, aténganse a las consecuencias porque si no
corto y dicto”. Siempre en uno de estos rifirrafes entra don Emilio y continúa
con la paidología, mientras don Agustín enmudece, recoge su enorme cartera
negra y emigra hacia el pasillo con la mirada como perdida, pobre don Agustín,
a algunos nos da pena por lo mucho que se ríen de él.
De
buena mañana, el Nonio nos da clases de agricultura, sin duda una asignatura
interesante para un futuro maestro rural pero carente de interés en una ciudad
como Madrid. Don Antonio, que así se llama el Nonio, es un profesor sabio
y socarrón, y en esta hora tan temprana se apiada de nosotros, nos da unas
breves indicaciones y nos propone que preparemos por grupos el día a día de un
huerto escolar, mientras va fumando, uno tras otro, los cigarrillos de su
cajetilla de ducados, mirando sus papeles y sonriendo con picardía cuando se le
pregunta alguna duda. Si de buena mañana en las clases de agricultura es un
profesor discreto y nos deja en paz, en las clases de física y química se ve
que le gusta la materia y pone todo su empeño en que entendamos sus
explicaciones y, en ocasiones, nos propone hacer trabajos prácticos por grupos.
Uno de ellos lo formaríamos Benjamín, Heredia, Paco y yo, y nunca nos
íbamos a olvidar del buen humor que utilizaría don Antonio para describir las
razones por las que nuestro submarino se iba quedando en el fondo de la pila y
jamás emergería, qué ojillos de picardía al describir el Nonio los fallos de
nuestro imposible diseño naval. Por el esfuerzo nos calificaría con un notable,
ole don Antonio, la escuela activa y silenciosa.
Nuestro
profesor de filosofía y de ontología es un tío raro, raro e interesante a
partes iguales. Nos habla del ser-para-la-muerte, de Heidegger y de
Schopenhauer, pero también de gente moderna a la que llaman ‘beatniks’, ha
leído mucho sobre ellos y nos cuenta historias que le sucedieron el verano
pasado en Londres. Explica la filosofía vital de esas personas y nos dice que,
aunque no entre en el temario, nos vendrá bien saber cosas acerca de estos
poetas y filósofos nuevos. De aspecto joven, a pesar de tener ya más de
cuarenta años, don Rafael nos tiene contrariados pues a pesar de ser tan
moderno es muy riguroso en sus explicaciones y muy exigente en los exámenes.
Otra
singularidad la compone don Arturo, nuestro profesor de lengua, un hombre alto,
con bigote, siempre bien vestido, elegante en el trato y con un estimulante
acento andaluz. Imparte con su voz de barítono unas clases envolventes, en las
que sin duda influirán sus inquietudes de escritor, pues don Arturo ha
publicado algunos libros y escribe cuentos, que una vez al mes salen en el
diario Ya. Don Arturo nos habla de novela y de teatro, de poesía infantil y del
Siglo de Oro, pero también de Antonio Machado y de Lorca, siempre con
contención, con mucha contención. Don Arturo explica, no lee el libro,
desmenuza la lengua española de una forma totalmente nueva, bien distinta de lo
conocido por nosotros hasta ahora. Forma tándem con doña Mari Paz, la profesora
de pedagogía, que combina sus consistentes conocimientos de didáctica con una
forma agradable y respetuosa de atendernos, sabe sonreír muy bien y trata con
afabilidad a la diversidad de alumnos de nuestra clase.
En
el programa general de nuestra escuela se da una importancia notable a la
música, cuyos profesores hacen denodados esfuerzos para que no sea una ‘maría’
como lo son educación física y formación política. Buena parte de ese esfuerzo
se lo debemos a doña Matilde, nuestra profesora. Doña Matilde toca el piano,
toca el violín, canta, anima, imparte verdaderas clases prácticas y es muy
rigurosa con la teoría y la historia de la música. A los que formamos parte del
coro del Divino Maestro nos tiene especial predilección y cuenta siempre con
nosotros en el animoso interés de dar a conocer el patrimonio musical popular.
Dos canciones aprendemos cada mes con doña Matilde, romances, coplas, nanas,
folclore regional, incluso se atreve con canciones pop, como sucedió el otro
día cuando, al llegar a la clase, en lugar de darnos la partitura de un romance
nos entregó una hoja cuyo título era Yesterday. “Como sabrán ustedes, el famoso
grupo Los Beatles ha publicado hace poco la canción Yesterday, que en inglés
significa ayer. Espero que la canten conmigo, en esta versión para piano y voz,
y aunque ustedes no sepan inglés, observen en la parte inferior del folio la
transcripción fonética del texto, con el fin de que puedan cantarla
debidamente”. Benjamín, Heredia, Paco y yo nos miramos y nos pusimos manos a la
obra, en una mezcla de sorpresa y de agradecimiento a doña Matilde por ese
guiño hacia la música pop. Y así ha sido como en tres clases hemos aprendido
esta versión de Yesterday dirigida por doña Matilde, que sin duda va a tener su
tiempo de gloria pues la cantaremos cuando nuestra promoción termine la
carrera, a finales de junio.
Bien
distintas de las clases de doña Matilde son las que imparte el señor Acebo, un
tostón político llamado FEN, Formación del Espíritu Nacional, una asignatura
insufrible en la que don José nos explica el Estado social del Movimiento
instaurado por Franco, una descripción detallada de su andamiaje político,
jurídico y administrativo, vaya tostonazo de asignatura. Bien es verdad que
tomando apuntes es suficiente para salir adelante y así lo hacemos
calladamente, mientras que otros se acercan al profesor y le hacen preguntas,
lo que motiva que poco a poco vayan sintiéndose sus protegidos, tanto, tanto,
que más de una vez se les vería por los pasillos llevándole la cartera al
profesor. “Ahí van los que algún día sustituirán a don José”, dirá Montero con
sorna, y los demás echaremos unas risas guasonas, claro. Si son infumables las
clases de FEN del señor Acebo, más lo son las de trabajos manuales. Don José
nos dice que es una asignatura práctica, se trata de entregarle tres trabajos a
lo largo del curso, pero no es imprescindible realizarlos en clase, por lo que
podemos emplear el tiempo en estudiar sus apuntes de formación política.
Andando el curso, le presento un rosario de agallas, esas bolitas que
desprenden los robles, que habíamos recogido mi padre y yo en navidad, hicimos unos
agujeritos para unirlas con un cabo de cuerda y pusimos una cruz de remate. Al
entregárselo al profesor va y me pone un seis porque, a su parecer, no lo he
hecho yo, sino que lo he comprado, me pillo un buen cabreo, pero me aguanto. No
pasaría lo mismo cuando le entregase un tríptico en madera con láminas del
nacimiento de Rogier van der Weyden, ahí alabaría el acabado y el buen gusto,
menos mal, el autor era yo, eso sí, con los consejos y las herramientas de mi
padre, a ver si no.
Particularmente
significativa es la obligada participación de los alumnos de las escuelas de
magisterio en un campamento de la OJE, la Organización Juvenil Española, que es
la rama joven del Movimiento Nacional. Debemos inscribirnos en dicho campamento
para seguir un curso de instructores elementales, sin el cual no nos expedirán
el título de maestro cuando llegue el momento. En nuestro caso se desarrolla en
el pueblo madrileño de Cercedilla durante doce días de agosto de este año. Las
actividades son una mezcla de catolicismo y falangismo, con máximas religiosas,
una por día, sobre las que tenemos que debatir y meditar, con lemas del tipo
“Dios acampa entre nosotros”, “El que tenga llama debe arder”, “Dad y se os
dará”. Las clases de educación política, siempre cerradas con el grito de
“Arriba España” son doce días de continuada exaltación de la Patria, del
Caudillo y del Movimiento Nacional, con mucho izado y arriado de banderas
adornado de canciones patrióticas. A estas exaltaciones políticas y a aquellas
meditaciones católicas, se van uniendo ciertos consejos médicos, algunos
ejercicios gimnásticos y varios servicios técnicos, consistentes en que, por
rotación, tenemos que hacer la limpieza de las tiendas de los jefes del
campamento, barrer la plaza y fregar las letrinas. Este campamento, que
quedaría en el fondo de nuestro verano del 68, muchos lo recordaríamos más que
por su contenido, recogido mal que bien en un cuaderno, por el incidente
acaecido en el último fuego de campamento, cuando un compañero de la escuela,
Mateo, contó un chiste sobre la mujer de Franco, que provocó, a la vez,
hilaridad y risotadas. Mateo, que se atrevió a contarlo animado efusivamente
por los jefes del campamento, que en esa situación de relajación y disfrute
pretendían la participación desinhibida de los allí presentes, salió
precipitadamente de su tienda y se evadió del recinto cuando, ya recogidos
todos y acostados en nuestras colchonetas, fuimos convocados con premura al
comedor. Al temerse lo peor, Mateo había tomado las de Villadiego y se marchó
monte abajo hacia Cercedilla, pero la Guardia Civil lo interceptó y lo subió al
día siguiente al campamento, donde fue degradado en la plaza, ante el silencio temeroso
de todos. En ese momento, por primera vez en nuestra vida, sentimos el viscoso
olor del fascismo.
Un
profesor singular, que parece que va por libre, es don Teodoro, el de prácticas
de enseñanza. La verdad es que nos da muchas y buenas instrucciones para la
elaboración de programas didácticos, horarios, distribución de tareas y métodos
de organización escolar, y lo hace con atinadas propuestas que serán la base
para impartir nuestras primeras clases en el colegio “Rufino Blanco”, el centro
de prácticas anejo a nuestra escuela. De los cuadernos realizados bajo la
dirección de don Teodoro iba a echar mano muchas veces en mi vida profesional,
pues siempre resultarían eficaces, animosos y activos; además, carecían de
adherencias ideológicas y, cuando alguna aparecía, más se debía a la
obligatoriedad que a la adhesión a la causa.
Doña
Micaela es una profesora temida y admirada a la vez, temida por su exigencia y
admirada por su sabiduría y su entrega. Es una mujer apasionada por la
enseñanza y nos obliga a conocer con detalle los acontecimientos históricos. Es
en sus clases cuando, por primera vez, percibimos la historia como algo más que
una serie continuada de reyes y caudillos, de batallas y de guerras, doña
Micaela nos enseña a concebir la historia como un devenir de estructuras
políticas, sociales y administrativas, que tienen su principio, su desarrollo y
su decadencia. Doña Micaela es rigurosa, aunque nos molesta un poco su
exhaustividad, quizá por eso algunos, injustamente, la tildan de sabihonda.
En
la Pablo Montesino nuestro horario es de mañana solamente, empezamos a las ocho
y media y terminamos a las dos. Nuestra costumbre es subir andando desde
la residencia, media hora de caminata rápida, por la calle de San Bernardo, la
glorieta de Quevedo, la calle de Eloy Gonzalo y Santísima Trinidad. En el
primer curso, esa caminata la concebíamos como un profundo ejercicio de
libertad, salir a la calle solos, subir por San Bernardo sin adultos que nos
vigilasen, parando en la casa de discos para ver cómo iba la lista de los 40
principales, cambiando de ruta sin ser amonestados, aligerando el paso o
moderándolo sin ser apercibidos, eso era la libertad, libertad y alegría, las
dos cosas juntas. Y sigue siéndolo ahora, tres años después, pero es ya una
libertad acostumbrada, sin el destello de alegría del primer año.
Los
recreos en la escuela no se conciben como en el internado, son un descanso
entre clases a media mañana, que aprovechamos para salir a la calle y
abastecernos de bocadillos en el ultramarinos de la esquina, más consistentes
que en cualquier bar del barrio, además nos cuestan menos dinero, nuestros
presupuestos siempre son menguados y no pocas veces tenemos que prestarnos unos
a otros para poder hacer frente a estos caprichos mínimos.
Los
viernes salimos antes de clase y, a menudo, entramos en los recreativos de Eloy
Gonzalo y nos jugamos un pierdepaga en el billar. Es así como hemos
aprendido qué es eso del tacto del taco, lo de dar tiza, hacer buenas
carambolas y ver posturas a veces imposibles. Todo un mundo singular ante
nuestros ojos, un mundo en el que hay algunos individuos muy atildados, otros
van sobrados, en fin, de todo.
Los domingos solemos ir a algún cine de barrio a ver un programa de sesión continua, una costumbre que ya tenemos de cuando el bachiller elemental; entonces nos llevaban los encargados del internado, pero ahora nosotros elegimos las películas y vamos solo los de la pandilla. Una hermosa experiencia la de estos cines madrileños, que en el futuro solo iban a permanecer vivos en nuestra memoria, Alhambra, Alexandra, Apolo, Azul, Bilbao, Cartago, Cinema X, Consulado, Cristal, Europa, Montija, Pompeya, Príncipe Pío, Paz, Pez, Quevedo, Rossy A, Rossy B. Cada semana compramos una cartelera y así nos enteramos de la programación, el horario y el precio y en algunos casos vamos a películas para mayores de 18 años, sin tenerlos aún.
Así fue una mañana de invierno de
hace medio año, cuando sacamos entradas para el cine Paz, donde ponían “Doctor
Zhivago”. Con los cuellos de los abrigos subidos, entramos en el vestíbulo
comandados por Herradón, que al ser el más alto fue el que le dio todas las
entradas al portero, quien nos dejó entrar sin problemas, no quiso perder
clientes en aquella mañana fría. Quizá esa fue la primera vez que tuvimos la
sensación de estar haciendo algo prohibido, una mezcla de gusto y de miedo
clandestino que se nos olvidó en cuanto nos sentamos en nuestras butacas y
empezamos a contemplar la estepa rusa toda nevada, que luego alguien nos diría que
en realidad era la sierra de Guadarrama. ¡Ah!, el Guadarrama, la sierra de
Madrid, el motivo de una pintura con ceras que hice con un profesor del curso
pasado, don Efraín, cuando fue unos meses a sustituir a don Leandro, que nos
tenía fritos con tanto dibujo lineal. Don Efraín decidió que ya era hora de
pasar al artístico y lo hizo de una forma sugerente, dándonos a cada uno una
poesía que nos sirviera de inspiración. A mí me tocó una de Antonio Machado,
esa que comienza ‘Eres tú, Guadarrama, la sierra gris y blanca’, me gustó la
idea y me puse a trabajar con las ceras, y yo, que era un negado para el
dibujo, me sentía atraído por la propuesta y fui entonando una curiosa lámina
cuyo valor más destacable fue sin duda el ánimo que el profesor me iba dando en
cada clase. Al salir del cine Paz, fuimos comentando, camino de la residencia,
lo guapísima que era Julie Christie, y tarareábamos el tema de Lara, la
insistente música que acompaña su romance con el doctor Zhivago, lara-lará,
lara-lará, lará.
A algunos compañeros que han hecho el
bachillerato elemental en su pueblo y que tienen algunos años más que nosotros,
ya les dejan entrar en las discotecas y, en ratos libres, nos explican con todo
lujo de detalles lo que en las mismas ven y hacen. De creerlos, parecería que
aquellos sitios son poco menos que antros de corrupción, que diría don Jacinto,
el cura, pues allí todos irían a lo mismo, a buscar con quién ligar, bailar,
morrearse y meterse mano. Nosotros nos quedamos asombrados de que eso sea tan
fácil y, en algunas ocasiones, vamos con ellos a la sala Stella, cerca de las
Cortes, casi siempre nos dejan pasar, pero eso de que se liga fácilmente nada
de nada. A ver qué tal hoy, aquí estamos, pasando por delante de los sillones,
buscando chicas que quieran bailar agarrado ahora que suenan las piezas lentas.
¡Ay! esa chica me dice que sí, “me llamo Lola”, dice, “yo, Antonio”, nos
enlazamos y comenzamos a bailar, hablamos un poco y vamos juntando nuestros
cuerpos al ritmo de la canción “Con su blanca palidez”, cada vez nos
abrazamos más, noto sus pechos apretándome, Lola busca mis labios y me besa,
primero dulcemente, luego más profundo, nuestras lenguas se juntan, se
entrelazan una y otra vez, las canciones lentas siguen, Lola me toma de la mano
y me lleva a un sofá cercano y seguimos besándonos y abrazándonos un rato.
Después, me dice que se tiene que ir, me invita a volver otro día y se
marcha con sus amigas. Aún aturdido, voy al encuentro de la pandilla, estoy
algo mareado, me siento en un sillón, es la primera vez que una chica me besa
así, me levanto de nuevo, me encuentro con mis amigos, no paran de preguntarme,
salimos del Stella y vamos hacia la residencia, me preguntan, dejadme por
favor, mañana os cuento.
Bien
distintos de estos bailes de la sala Stella fueron los que en el verano anterior
hicimos en el pueblo los muchachos de la pandilla, cuando nos juntamos por la
fiesta del pueblo en el prado de la Pasturilla y preparamos un guateque.
Llevamos refrescos, hicimos un ponche, y Maribel, que era hija única de una
familia rica de Aravalle, estrenó su tocadiscos a pilas con nosotros. Tenía dos
discos, uno de Los Beatles y otro de Karina. Puso Maribel el primer disco y
todos bailábamos en un corro, a veces salía uno al centro y enseguida otro lo
acompañaba, movíamos nuestras caderas, los pies y los brazos como lo habíamos
visto en la televisión de Petra o en el teleclub, no teníamos ni idea de lo que
decían Los Beatles cuando cantaban, aquella fue nuestra primera inmersión en
inglés, “Love me do”, “I Want to Hold Your Hand”, “Eleanor
Rigby”, “A Hard Day’s Night”, “She Loves You”. Más de dos horas
bailando y bebiendo ponche y refrescos, con aquella novedad del tocadiscos, una
explosión feliz e inocente en la que bailábamos todos con todos, y cuando las
canciones eran lentas, por parejas y agarrados, pero solo como amigos, frenando
los impulsivos deseos de acercarnos más y más. Fue aquella una tarde feliz e
inocente cuyo encanto duró poco, debido a que algunas amigas, en el baile de
por la noche en el pueblo, prefirieron estar con muchachos mayores de Umbrías,
un enfado provisional que no iba a impedir que el guateque del prado de la
Pasturilla se convirtiese en otra referencia del grupo forjado en la fiesta de
la primera comunión.
En
estos años de magisterio, aprovechamos que nos dan tiempo libre los jueves por
la tarde para ir a jugar al fútbol al cuartel de la montaña, como hicimos
bastantes veces en aquellos años del bachillerato. Ahora estamos buscando otros
sitios, pues en los descampados del cuartel, tan famoso durante la guerra,
están empezando las obras de lo que se va a llamar el parque del Templo de
Debod, un edificio antiguo que ha donado el gobierno egipcio a España, lo han
desmontado piedra a piedra para traerlo hasta aquí, el lugar donde estaba va a
ser anegado por las aguas de la gran presa de Asuán. Por esa razón estamos
buscando un lugar donde jugar al fútbol y hemos encontrado dos de nuestro
agrado, uno en Cañorroto, un barrio de las afueras de Madrid, y otro en el estadio
Vallehermoso.
Cuando
vamos a Cañorroto, salimos de la residencia camino de la plaza de España y allí
tomamos una camioneta que va hasta Carabanchel. Las camionetas no pertenecen a
la empresa municipal de transportes, son de propiedad privada, conservan su
nombre antiguo y son de peor calidad que los autobuses del ayuntamiento. Sus
empleados gastan muy malas pulgas, pero a nosotros nos importa un bledo su mala
leche, nos reímos para nuestros adentros y ya está. Desde la plaza de España va
la camioneta por el paseo de Onésimo Redondo, llega al río por la Virgen del
Puerto y sube por la avenida de las Ánimas hacia el cementerio de San Isidro.
En la parada junto al canódromo nos bajamos y vamos andando hacia un amplísimo
descampado donde hay bastantes campos de fútbol, con sus porterías y todo. En
ellos nos juntamos a veces más de cien chavales, entre los del centro y los del
poblado de Cañorroto, que también se llama Los Cármenes, un lugar de realojo de
familias que han vivido en chabolas, y también del barrio del Tercio Terol, un
conjunto de casitas bajas con patio que han sido construidas después de la
guerra, pues toda esta zona quedó devastada. Junto a la parada del canódromo
hay una fuente de agua abundante que frecuentamos muchas veces y que sin duda
habrá dado nombre al barrio, seguro que hubo en su día un buen caño que alguien
rompería por lo que fuera. En estos campos jugamos al fútbol y, en general, hay
camaradería y muchas ganas de pasarlo bien y, a pesar de las advertencias de
los mayores, nunca hemos visto robos ni peleas, aquí todos venimos a disfrutar
un rato y nada más. A veces me eligen para jugar, pero cuando toca que no
contemplo el juego desde el borde del campo y, en ocasiones, la mirada se
escapa hacia el horizonte del centro de la ciudad, un perfil bello y azul en el
que se puede contemplar el palacio Real, el edificio España, la torre de Madrid
y la iglesia de san Francisco el Grande sobrevolando por encima de los tejados
rojizos de la ciudad, y también uno mira hacia los cementerios, cuyas altísimas
tapias solo dejan ver las copas de los cipreses. Andando el tiempo, estos
parajes serían muy frecuentados por mí, pues iba a vivir varios años en
un barrio cercano, Vistalegre, pero ahora, en la alegría adolescente yo solo
veo campos y campos de fútbol, en un descampado de los muchos que hay en este
Madrid, un descampado en uno de cuyos extremos, eso lo iba a conocer años
después, había vivido Francisco de Goya en la etapa final de su vida, en una
finca llamada la Quinta del sordo, en cuyas paredes pintó las famosas pinturas
negras que están en el Museo del Prado. Pero ahora, para nosotros, Cañorroto es
solo un descampado donde jugamos al fútbol las tardes de los jueves, no se nos
ocurre preguntar ni conocer nada más, la alegría de nuestra libertad nos deja
satisfechos.
Si
Cañorroto supone para nosotros el descubrimiento de los barrios de las afueras,
nuestra experiencia en el estadio de Vallehermoso va a ser la constatación de
una decepción, pues todo está lleno de gente del Movimiento y de la OJE. La
práctica del deporte está reglamentada hasta en los más pequeños detalles, así
que nosotros, unos veinte compañeros que solo pretendemos jugar al fútbol, que
no tenemos entrenador ni equipo formalmente constituido, a la vista de los
muchos impedimentos hemos decidido cortar por lo sano y limitarnos a solicitar
permiso para poder jugar en una parte contigua al estadio, un pequeño
descampado sin infraestructura ni porterías, pero no nos importa, nos sentimos
a gusto jugando ahí, sin trabas ni burocracias. Nosotros, aprendices de
maestros, en nuestro tiempo libre lo que queremos es huir de reglamentaciones y
de normas, y el lugar más acertado para jugar al fútbol, nuestra pasión en
estos años, lo encontramos en los descampados, en medio de la nada y con el
horizonte como límite.
Una
mañana de primavera, el páter de la escuela Pablo Montesino, un hombre discreto
y sosegado, nos propone participar en unas jornadas de ejercicios espirituales.
La escuela permitiría que pudiésemos faltar a clase el jueves y el viernes, lo
que unido al sábado y al domingo supondrían cuatro días de retiro en un
convento de Pozuelo de Alarcón. A esa invitación respondemos casi cien alumnos,
sin duda atraídos por la recompensa en la asignatura de religión, en la que
tendríamos garantizado el notable al final de curso. El primer día de
ejercicios nos reúnen en la iglesia del convento y, una vez distribuidos en las
habitaciones, se presentan todos los sacerdotes que van a participar y, sin más
preámbulos, el director nos dice que desde ese preciso instante nos queda
absolutamente prohibido hablar entre nosotros, que la única conversación a la
que estamos invitados es la que va a entablar Dios con cada uno, teniéndonos a
ellos como intermediarios. Así que nos quedamos mudos durante cuatro
larguísimos días, en los que no hacemos otra cosa que meditar, oír
disertaciones, rezar, pasear en silencio por los jardines, meditar de nuevo,
rezar otra vez, oír nuevos sermones, sentir cuánto hemos ofendido a diario a
Dios y pensar en cómo podríamos cambiar nuestras vidas si fuéramos capaces de
seguir sus indicaciones. La verdad es que la religión, presente en mi vida
desde el principio, allá en mi pueblo, se fue intensificando en el bachillerato
elemental, pues nos hacían oír misa y rezar el rosario diariamente y nos
sentíamos vigilados e impelidos a confesar y a comulgar a menudo, pero con
nuestro paso a la escuela Pablo Montesino, poco a poco aquella presión va
atenuándose y nos tomamos el asunto con más parsimonia. Estos ejercicios los
voy siguiendo con sinceridad, los vivo con normalidad y de manera convincente y
así lo manifiesto en las anotaciones que escribo en mi cuaderno, pero me
parecen un poco exagerados. Las meditaciones tienen títulos rebuscados y
extraños, “El pecado nos separa de Dios, es una zanja que rompe nuestra amistad
con Él”, “La muerte, esa experiencia inexorable para la que siempre hemos de
estar preparados”, “¿Qué me pide Dios? Que le siga, que no sea sordo a su
llamada”, “Apostolado que debo cumplir siendo un caballero de Cristo ante el
sexo contrario”, “Confesar y comulgar cada quince días y abstenerme de pecar,
en especial contra el sexto mandamiento”. Cuatro días de ejercicios en Pozuelo
de Alarcón, llega el domingo, las fotos de rigor, los buenos propósitos y las
despedidas. Unos años después iba a enterarme de que, en ese mismo convento,
donde a veces se reunía la dirección de Comisiones Obreras, serían detenidos
los sindicalistas del famoso proceso 1001, Marcelino Camacho y Nicolás
Sartorius entre otros. Aquellos curas, una vela a Dios y otra al diablo, ¡qué
cosas!, con el miedo que nos metieron en aquel mayo del 68.
El
propósito de sentirnos todos militantes de un catolicismo activo y permanente
nos dura apenas una semana, la que media entre el pasado domingo y este, de
nuevo en el Uruguay. Benja echa una moneda en la máquina de música y
selecciona, cómo no, Hey Jude, empiezan a sonar Los Beatles y, a estos sí, a
estos los sentimos cercanos de verdad y pensamos que esta canción la han
escrito para que lo pasemos bien mientras estamos juntos.
Hey
Jude, don't make it bad,
take
a sad song and make it better.
Remember
to let her into your heart,
Then
you can start to make it better.
Benja
nos hace una seña, nos mira fijamente y dice, ‘chavales, ayer acabé de traducir
Hey Jude, a ver si os gusta’:
Hey
Jude no lo hagas mal,
toma
una canción triste y mejórala.
Recuerda
dejarla dentro de tu corazón,
y
luego puedes empezar a hacerla mejor.
Benjamín,
Heredia, Paco y yo nos cogemos de los brazos y formamos un corro, el estribillo
suena y suena en nuestras gargantas, nos miramos, nos reímos y, cuando ya vamos
terminando, pensamos que estos están siendo, sin dudarlo, los mejores años de
nuestra vida, Hey Jude.
Jesús
Bermejo
Este
relato, terminado en la noche de san Juan de 2021, se lo dedico a la inmensa
mayoría de los adolescentes españoles, chicos y chicas que durante año y medio
de pandemia han sido responsables y, en consecuencia, no han podido juntarse
apenas para disfrutar de la vida en pandilla.
Anexo
Si te apetece, pincha en el enlace de La audiencia (2002), cuyos personajes son los mismos que los de este relato.
https://roblesamarillos.blogspot.com/2013/04/la-audiencia_9477.html