miércoles, 30 de junio de 2021

Hey Jude o Los mejores años de nuestra vida


Canciones en la azotea es el título de un programa que vi anoche, quería entretenerme un poco mientras me venía el sueño. Pero no vino. “Canciones en la azotea” es un homenaje a Los Beatles, justo cincuenta años después de la disolución de la banda en 1969, un guiño a su último concierto en la terraza de Apple Corps, el edificio londinense donde tenían su estudio de grabación. Junto a las opiniones de músicos españoles famosos, aparecen cuatro versiones de canciones, dos de las cuales, ““Yesterday”” y “Across the Universe”, me gustaron especialmente. En la azotea del teatro Calderón de Madrid, con un cielo pespunteado de nubes blancas y una ligera brisa moviendo vestidos, chaquetas y cabellos, Anni B. Sweet y el grupo Rufus cantaban y tocaban, con respeto y casi con fervor, esas canciones tan universales, dándoles a ambas, con su juventud y su amor por la música, el valor de lo que son, obras maestras.

Cuando me iba a la cama, seguían esas canciones en mi cabeza y, lejos de adormilarme, daban vueltas en ella, mientras iba pensando que Los Beatles habían estado acompañándome desde siempre y que, aunque no comprendiera sus letras, el poder de su música me había transmitido su sentido último por vía intuitiva, sin intermediarios. Hoy he vuelto a ver el programa y pienso que, en efecto, Los Beatles fueron la banda de música por excelencia de los sesenta, esa década que ellos convirtieron en prodigiosa al abrir caminos que, luego, otros muchos transitaron. Pero ¡ay!, pensé, no solo no me sé las letras de sus canciones, sino que hasta ignoro la mayoría de sus títulos, aunque no me echo para atrás en lo dicho, al contrario, pues reconozco más de cuarenta de ellas, una buena colección que, así como sin pensarlo, han estado conmigo casi toda la vida.

Según voy oyendo las canciones de Los Beatles, me voy dando cuenta de que el tiempo que duró la banda coincide con mis años de bachiller elemental y de magisterio, es decir con mi adolescencia, desde aquella llegada a Madrid procedente del pueblo, hasta que, acabada la carrera de maestro, preparaba mis papeles para ir a la universidad. Aquella banda alegre que iluminó la vida de tantos millones de personas, abriendo vías culturales a la juventud, divirtiéndola y dándole ánimos y optimismo, duró casi lo mismo que mi adolescencia y, cuando se disolvieron, sus últimos coletazos se mezclaron con un tiempo de mi vida en el que se me rompió el comienzo de la juventud y se quebraron algunos horizontes que se me iban abriendo, pero bueno, esa es otra historia.

Aquel primer guateque en el verano del 67 con los amigos y amigas del pueblo, oyendo un disco de Los Beatles en el tocadiscos de Maribel, cuando nos fuimos al prado de la Pasturilla con ponche y refrescos; aquel repaso incesante de las letras de "Hey Jude" que hacía Benja todos los días al comenzar el estudio de la tarde en la residencia del “Divino Maestro”; aquella máquina de discos del bar Uruguay en la calle de san Bernardo, donde oíamos una y otra vez las canciones de Los Beatles, son tres recuerdos imborrables de mi vida ligados a aquel grupo inmortal.

Oigo una y otra vez aquellas canciones, las bailo, las canto y no es que recuerde, no, está sucediendo, algo pasa, estamos en 1968, oigo las voces de Paul, de John, de George y de Ringo y me suenan sin envejecer, no son un recuerdo, no son del tiempo pasado. Oigo a Benja cantando Hey Jude mientras empieza el estudio, como cada tarde subimos al aula para trabajar en las tareas que a lo largo de las clases de la mañana nos han puesto en la escuela de Magisterio, este año estamos ya en tercero, es nuestro último curso. El encargado reza una oración, todos estamos de pie y contestamos con monotonía, Benja abre su carpeta y dispone encima de la mesa la letra de Hey Jude, esa canción de Los Beatles que suena en todos los sitios, en la radio, en las discotecas y en las máquinas de discos de los bares. Benja, como todos nosotros, ha estudiado francés en el bachillerato, pero alentado por su padre está empezando con el inglés y se ayuda aprendiendo de memoria las letras de varias canciones, nos está contagiando su afán a todos los que estamos a su alrededor. Para escucharlas recurrimos a algunos programas de radio que oímos en su transistor, Vuelo 605 de Ángel Álvarez el que más, en radio Peninsular, pero lo mejor es ir al bar Uruguay, juntamos unas pesetas entre todos los amigos, Benjamín, Heredia, Paco y yo, y seleccionamos en la máquina de discos dos canciones, Hey Jude y Yesterday. También solemos oírlas en los recreativos de Eloy Gonzalo, un salón de juegos que hay cerca de la escuela de Magisterio, unas veces jugamos al billar y otras ponemos las canciones en la máquina, pero lo más común es repetirlas una y otra vez en el patio todos los días desde hace más de dos meses.

Nuestra escuela de Magisterio, la “Pablo Montesino”, es un lugar de estudio muy diferente del Divino Maestro, el colegio donde he cursado el bachiller elemental y en el que ahora nos alojamos, una especie de residencia en la que los pupilos tenemos menos derechos y comodidades que los universitarios, no hay que olvidar que accedemos  a los estudios de magisterio desde cuarto de bachiller, es decir, somos más jóvenes, sí, pero también nuestro poder adquisitivo es inferior, lo que se traduce en habitaciones con muchas literas, horarios bien diferentes, permisos de salida más restringidos y, no podía faltar, una tutela más estricta, magisterio es una carrera cuyo control quieren seguir ejerciendo desde la dirección, el Divino es un colegio del arzobispado de Madrid con sucursales en diversos barrios que, llegado el momento, se surtirán de los maestros que hayan pasado por la residencia. La escuela de Magisterio es de propiedad pública y en ella hay un profesorado mucho más variado y plural, se respira menos agobio, hay más libertad de movimientos, menos control y el alumnado es también más diverso, más plural, aunque no hay educación mixta como en la universidad, aquí también nos separan por sexos como hacen en los centros de enseñanza de toda España.

Desde que llegué a la Pablo Montesino, he venido observando estas diferencias respecto del internado, yo suponía al principio que se deberían sin duda a que es un centro de enseñanza pública, pero creo que además hay algo específico, algo que no sé describir, que no llego a saber explicar pero que lo percibo, casi lo huelo. Un buen día se acerca a nosotros Gilberto, un compañero bastante mayor que trabaja por las tardes y que tiene ya mucha experiencia a sus espaldas, y nos dice con sigilo que ese ambiente que observamos se debe a que en la escuela hay varios profesores que desprenden aires de la ILE. Como ponemos cara de extrañeza, Gilberto nos habla de la Institución Libre de Enseñanza, que es lo que significa ILE, de cuando en España surgió un movimiento de renovación de la educación que fructificó en la época de la República, y que provenía de los maestros institucionistas, los precursores de la escuela activa. Todo aquello acabó con la guerra civil, la educación que impartían miles y miles de maestros fue abolida y en su lugar se impuso una enseñanza muy tradicional dominada por falangistas, curas y militares. A muchos profesores les incoaron expediente y fueron expulsados de sus cátedras, pero a bastantes, más jóvenes y con menos experiencia, les permitieron seguir en activo pues no había en España personal suficiente para sustituir a todo el profesorado republicano. Gilberto nos dice que eso le pasó a don Antonio, el de física y química, y también a don Arturo, el de lengua, y a doña Mari Paz, de pedagogía, todos ellos con más de cincuenta años. Nos miramos, aún asombrados por las confidencias de Gilberto, y empezamos a atar cabos, pues es verdad que estos profesores, y sus adjuntos, nos hablan de otras formas de impartir enseñanza, nuevos métodos como los de Pestalozzi o Montessori, cuyos apuntes guardamos en nuestros cuadernos para un posible futuro si llegase el caso.

Junto a esos profesores que acabo de describir, hay otros más reconocibles, tienen el aire de los del “Divino Maestro”, todos ellos afines a la Iglesia católica y entregados vocacionalmente a una enseñanza confesional. Y al lado de esos dos grupos de profesores hay otro, el de los de raigambre falangista, que en nuestra escuela imparten áreas como educación física, trabajos manuales y formación política, se les ve con poca capacidad pedagógica, pero mueven sus redes con soltura en la escuela y en todo lo que se refiere a las prácticas deportivas.

Además de estos tres tipos de profesores, hay algunas singularidades, como las que representan doña Micaela, de geografía e historia, don Mario, de matemáticas y don Teodoro, de prácticas de enseñanza. Y dirigiendo a todos, don Emilio, de psicología, que a menudo, y debido a las obligaciones de su cargo, nos envía al inefable don Agustín, que nos habla en un tono entre altisonante y lisonjero, y del que los más atrevidos de mis compañeros dicen que está ido y que lo mejor es seguirle la corriente. Cuando el cachondeo en la clase es general, don Agustín dice con voz tronante: “Señores, visto el guirigay, corto y dicto”. “No, no, no, don Agustín, por favor, siga explicando, que es usted fenomenal enseñándonos paidología”, dice con refinada guasa Pérez Morales, impostando la voz al decir paidología. El alboroto que se forma es el telón de fondo en el que don Agustín dice: “Bueno, bueno, señores, atendiendo a la petición de su compañero Morales, sigo con mi disertación, eso sí, aténganse a las consecuencias porque si no corto y dicto”. Siempre en uno de estos rifirrafes entra don Emilio y continúa con la paidología, mientras don Agustín enmudece, recoge su enorme cartera negra y emigra hacia el pasillo con la mirada como perdida, pobre don Agustín, a algunos nos da pena por lo mucho que se ríen de él.

De buena mañana, el Nonio nos da clases de agricultura, sin duda una asignatura interesante para un futuro maestro rural pero carente de interés en una ciudad como Madrid. Don Antonio, que así se llama el Nonio, es un profesor sabio y socarrón, y en esta hora tan temprana se apiada de nosotros, nos da unas breves indicaciones y nos propone que preparemos por grupos el día a día de un huerto escolar, mientras va fumando, uno tras otro, los cigarrillos de su cajetilla de ducados, mirando sus papeles y sonriendo con picardía cuando se le pregunta alguna duda. Si de buena mañana en las clases de agricultura es un profesor discreto y nos deja en paz, en las clases de física y química se ve que le gusta la materia y pone todo su empeño en que entendamos sus explicaciones y, en ocasiones, nos propone hacer trabajos prácticos por grupos. Uno de ellos lo formaríamos Benjamín, Heredia, Paco y yo, y nunca nos íbamos a olvidar del buen humor que utilizaría don Antonio para describir las razones por las que nuestro submarino se iba quedando en el fondo de la pila y jamás emergería, qué ojillos de picardía al describir el Nonio los fallos de nuestro imposible diseño naval. Por el esfuerzo nos calificaría con un notable, ole don Antonio, la escuela activa y silenciosa.

Nuestro profesor de filosofía y de ontología es un tío raro, raro e interesante a partes iguales. Nos habla del ser-para-la-muerte, de Heidegger y de Schopenhauer, pero también de gente moderna a la que llaman ‘beatniks’, ha leído mucho sobre ellos y nos cuenta historias que le sucedieron el verano pasado en Londres. Explica la filosofía vital de esas personas y nos dice que, aunque no entre en el temario, nos vendrá bien saber cosas acerca de estos poetas y filósofos nuevos. De aspecto joven, a pesar de tener ya más de cuarenta años, don Rafael nos tiene contrariados pues a pesar de ser tan moderno es muy riguroso en sus explicaciones y muy exigente en los exámenes.

Otra singularidad la compone don Arturo, nuestro profesor de lengua, un hombre alto, con bigote, siempre bien vestido, elegante en el trato y con un estimulante acento andaluz. Imparte con su voz de barítono unas clases envolventes, en las que sin duda influirán sus inquietudes de escritor, pues don Arturo ha publicado algunos libros y escribe cuentos, que una vez al mes salen en el diario Ya. Don Arturo nos habla de novela y de teatro, de poesía infantil y del Siglo de Oro, pero también de Antonio Machado y de Lorca, siempre con contención, con mucha contención. Don Arturo explica, no lee el libro, desmenuza la lengua española de una forma totalmente nueva, bien distinta de lo conocido por nosotros hasta ahora. Forma tándem con doña Mari Paz, la profesora de pedagogía, que combina sus consistentes conocimientos de didáctica con una forma agradable y respetuosa de atendernos, sabe sonreír muy bien y trata con afabilidad a la diversidad de alumnos de nuestra clase.

En el programa general de nuestra escuela se da una importancia notable a la música, cuyos profesores hacen denodados esfuerzos para que no sea una ‘maría’ como lo son educación física y formación política. Buena parte de ese esfuerzo se lo debemos a doña Matilde, nuestra profesora. Doña Matilde toca el piano, toca el violín, canta, anima, imparte verdaderas clases prácticas y es muy rigurosa con la teoría y la historia de la música. A los que formamos parte del coro del Divino Maestro nos tiene especial predilección y cuenta siempre con nosotros en el animoso interés de dar a conocer el patrimonio musical popular. Dos canciones aprendemos cada mes con doña Matilde, romances, coplas, nanas, folclore regional, incluso se atreve con canciones pop, como sucedió el otro día cuando, al llegar a la clase, en lugar de darnos la partitura de un romance nos entregó una hoja cuyo título era Yesterday. “Como sabrán ustedes, el famoso grupo Los Beatles ha publicado hace poco la canción Yesterday, que en inglés significa ayer. Espero que la canten conmigo, en esta versión para piano y voz, y aunque ustedes no sepan inglés, observen en la parte inferior del folio la transcripción fonética del texto, con el fin de que puedan cantarla debidamente”. Benjamín, Heredia, Paco y yo nos miramos y nos pusimos manos a la obra, en una mezcla de sorpresa y de agradecimiento a doña Matilde por ese guiño hacia la música pop. Y así ha sido como en tres clases hemos aprendido esta versión de Yesterday dirigida por doña Matilde, que sin duda va a tener su tiempo de gloria pues la cantaremos cuando nuestra promoción termine la carrera, a finales de junio.

Bien distintas de las clases de doña Matilde son las que imparte el señor Acebo, un tostón político llamado FEN, Formación del Espíritu Nacional, una asignatura insufrible en la que don José nos explica el Estado social del Movimiento instaurado por Franco, una descripción detallada de su andamiaje político, jurídico y administrativo, vaya tostonazo de asignatura. Bien es verdad que tomando apuntes es suficiente para salir adelante y así lo hacemos calladamente, mientras que otros se acercan al profesor y le hacen preguntas, lo que motiva que poco a poco vayan sintiéndose sus protegidos, tanto, tanto, que más de una vez se les vería por los pasillos llevándole la cartera al profesor. “Ahí van los que algún día sustituirán a don José”, dirá Montero con sorna, y los demás echaremos unas risas guasonas, claro. Si son infumables las clases de FEN del señor Acebo, más lo son las de trabajos manuales. Don José nos dice que es una asignatura práctica, se trata de entregarle tres trabajos a lo largo del curso, pero no es imprescindible realizarlos en clase, por lo que podemos emplear el tiempo en estudiar sus apuntes de formación política. Andando el curso, le presento un rosario de agallas, esas bolitas que desprenden los robles, que habíamos recogido mi padre y yo en navidad, hicimos unos agujeritos para unirlas con un cabo de cuerda y pusimos una cruz de remate. Al entregárselo al profesor va y me pone un seis porque, a su parecer, no lo he hecho yo, sino que lo he comprado, me pillo un buen cabreo, pero me aguanto. No pasaría lo mismo cuando le entregase un tríptico en madera con láminas del nacimiento de Rogier van der Weyden, ahí alabaría el acabado y el buen gusto, menos mal, el autor era yo, eso sí, con los consejos y las herramientas de mi padre, a ver si no.

Particularmente significativa es la obligada participación de los alumnos de las escuelas de magisterio en un campamento de la OJE, la Organización Juvenil Española, que es la rama joven del Movimiento Nacional. Debemos inscribirnos en dicho campamento para seguir un curso de instructores elementales, sin el cual no nos expedirán el título de maestro cuando llegue el momento. En nuestro caso se desarrolla en el pueblo madrileño de Cercedilla durante doce días de agosto de este año. Las actividades son una mezcla de catolicismo y falangismo, con máximas religiosas, una por día, sobre las que tenemos que debatir y meditar, con lemas del tipo “Dios acampa entre nosotros”, “El que tenga llama debe arder”, “Dad y se os dará”. Las clases de educación política, siempre cerradas con el grito de “Arriba España” son doce días de continuada exaltación de la Patria, del Caudillo y del Movimiento Nacional, con mucho izado y arriado de banderas adornado de canciones patrióticas. A estas exaltaciones políticas y a aquellas meditaciones católicas, se van uniendo ciertos consejos médicos, algunos ejercicios gimnásticos y varios servicios técnicos, consistentes en que, por rotación, tenemos que hacer la limpieza de las tiendas de los jefes del campamento, barrer la plaza y fregar las letrinas. Este campamento, que quedaría en el fondo de nuestro verano del 68, muchos lo recordaríamos más que por su contenido, recogido mal que bien en un cuaderno, por el incidente acaecido en el último fuego de campamento, cuando un compañero de la escuela, Mateo, contó un chiste sobre la mujer de Franco, que provocó, a la vez, hilaridad y risotadas. Mateo, que se atrevió a contarlo animado efusivamente por los jefes del campamento, que en esa situación de relajación y disfrute pretendían la participación desinhibida de los allí presentes, salió precipitadamente de su tienda y se evadió del recinto cuando, ya recogidos todos y acostados en nuestras colchonetas, fuimos convocados con premura al comedor. Al temerse lo peor, Mateo había tomado las de Villadiego y se marchó monte abajo hacia Cercedilla, pero la Guardia Civil lo interceptó y lo subió al día siguiente al campamento, donde fue degradado en la plaza, ante el silencio temeroso de todos. En ese momento, por primera vez en nuestra vida, sentimos el viscoso olor del fascismo.

Un profesor singular, que parece que va por libre, es don Teodoro, el de prácticas de enseñanza. La verdad es que nos da muchas y buenas instrucciones para la elaboración de programas didácticos, horarios, distribución de tareas y métodos de organización escolar, y lo hace con atinadas propuestas que serán la base para impartir nuestras primeras clases en el colegio “Rufino Blanco”, el centro de prácticas anejo a nuestra escuela. De los cuadernos realizados bajo la dirección de don Teodoro iba a echar mano muchas veces en mi vida profesional, pues siempre resultarían eficaces, animosos y activos; además, carecían de adherencias ideológicas y, cuando alguna aparecía, más se debía a la obligatoriedad que a la adhesión a la causa.

Doña Micaela es una profesora temida y admirada a la vez, temida por su exigencia y admirada por su sabiduría y su entrega. Es una mujer apasionada por la enseñanza y nos obliga a conocer con detalle los acontecimientos históricos. Es en sus clases cuando, por primera vez, percibimos la historia como algo más que una serie continuada de reyes y caudillos, de batallas y de guerras, doña Micaela nos enseña a concebir la historia como un devenir de estructuras políticas, sociales y administrativas, que tienen su principio, su desarrollo y su decadencia. Doña Micaela es rigurosa, aunque nos molesta un poco su exhaustividad, quizá por eso algunos, injustamente, la tildan de sabihonda.

En la Pablo Montesino nuestro horario es de mañana solamente, empezamos a las ocho y media y terminamos a las dos.  Nuestra costumbre es subir andando desde la residencia, media hora de caminata rápida, por la calle de San Bernardo, la glorieta de Quevedo, la calle de Eloy Gonzalo y Santísima Trinidad. En el primer curso, esa caminata la concebíamos como un profundo ejercicio de libertad, salir a la calle solos, subir por San Bernardo sin adultos que nos vigilasen, parando en la casa de discos para ver cómo iba la lista de los 40 principales, cambiando de ruta sin ser amonestados, aligerando el paso o moderándolo sin ser apercibidos, eso era la libertad, libertad y alegría, las dos cosas juntas. Y sigue siéndolo ahora, tres años después, pero es ya una libertad acostumbrada, sin el destello de alegría del primer año.

Los recreos en la escuela no se conciben como en el internado, son un descanso entre clases a media mañana, que aprovechamos para salir a la calle y abastecernos de bocadillos en el ultramarinos de la esquina, más consistentes que en cualquier bar del barrio, además nos cuestan menos dinero, nuestros presupuestos siempre son menguados y no pocas veces tenemos que prestarnos unos a otros para poder hacer frente a estos caprichos mínimos.

Los viernes salimos antes de clase y, a menudo, entramos en los recreativos de Eloy Gonzalo y nos jugamos un pierdepaga en el billar.  Es así como hemos aprendido qué es eso del tacto del taco, lo de dar tiza, hacer buenas carambolas y ver posturas a veces imposibles. Todo un mundo singular ante nuestros ojos, un mundo en el que hay algunos individuos muy atildados, otros van sobrados, en fin, de todo.

Los domingos solemos ir a algún cine de barrio a ver un programa de sesión continua, una costumbre que ya tenemos de cuando el bachiller elemental; entonces nos llevaban los encargados del internado, pero ahora nosotros elegimos las películas y vamos solo los de la pandilla. Una hermosa experiencia la de estos cines madrileños, que en el futuro solo iban a permanecer vivos en nuestra memoria, Alhambra, Alexandra, Apolo, Azul, Bilbao, Cartago, Cinema X, Consulado, Cristal, Europa, Montija, Pompeya, Príncipe Pío, Paz, Pez, Quevedo, Rossy A, Rossy B. Cada semana compramos una cartelera y así nos enteramos de la programación, el horario y el precio y en algunos casos vamos a películas para mayores de 18 años, sin tenerlos aún. 

Así fue una mañana de invierno de hace medio año, cuando sacamos entradas para el cine Paz, donde ponían “Doctor Zhivago”. Con los cuellos de los abrigos subidos, entramos en el vestíbulo comandados por Herradón, que al ser el más alto fue el que le dio todas las entradas al portero, quien nos dejó entrar sin problemas, no quiso perder clientes en aquella mañana fría. Quizá esa fue la primera vez que tuvimos la sensación de estar haciendo algo prohibido, una mezcla de gusto y de miedo clandestino que se nos olvidó en cuanto nos sentamos en nuestras butacas y empezamos a contemplar la estepa rusa toda nevada, que luego alguien nos diría que en realidad era la sierra de Guadarrama. ¡Ah!, el Guadarrama, la sierra de Madrid, el motivo de una pintura con ceras que hice con un profesor del curso pasado, don Efraín, cuando fue unos meses a sustituir a don Leandro, que nos tenía fritos con tanto dibujo lineal. Don Efraín decidió que ya era hora de pasar al artístico y lo hizo de una forma sugerente, dándonos a cada uno una poesía que nos sirviera de inspiración. A mí me tocó una de Antonio Machado, esa que comienza ‘Eres tú, Guadarrama, la sierra gris y blanca’, me gustó la idea y me puse a trabajar con las ceras, y yo, que era un negado para el dibujo, me sentía atraído por la propuesta y fui entonando una curiosa lámina cuyo valor más destacable fue sin duda el ánimo que el profesor me iba dando en cada clase. Al salir del cine Paz, fuimos comentando, camino de la residencia, lo guapísima que era Julie Christie, y tarareábamos el tema de Lara, la insistente música que acompaña su romance con el doctor Zhivago, lara-lará, lara-lará, lará.

A algunos compañeros que han hecho el bachillerato elemental en su pueblo y que tienen algunos años más que nosotros, ya les dejan entrar en las discotecas y, en ratos libres, nos explican con todo lujo de detalles lo que en las mismas ven y hacen. De creerlos, parecería que aquellos sitios son poco menos que antros de corrupción, que diría don Jacinto, el cura, pues allí todos irían a lo mismo, a buscar con quién ligar, bailar, morrearse y meterse mano. Nosotros nos quedamos asombrados de que eso sea tan fácil y, en algunas ocasiones, vamos con ellos a la sala Stella, cerca de las Cortes, casi siempre nos dejan pasar, pero eso de que se liga fácilmente nada de nada. A ver qué tal hoy, aquí estamos, pasando por delante de los sillones, buscando chicas que quieran bailar agarrado ahora que suenan las piezas lentas. ¡Ay! esa chica me dice que sí, “me llamo Lola”, dice, “yo, Antonio”, nos enlazamos y comenzamos a bailar, hablamos un poco y vamos juntando nuestros cuerpos al ritmo de la canción “Con su blanca palidez”, cada vez nos abrazamos más, noto sus pechos apretándome, Lola busca mis labios y me besa, primero dulcemente, luego más profundo, nuestras lenguas se juntan, se entrelazan una y otra vez, las canciones lentas siguen, Lola me toma de la mano y me lleva a un sofá cercano y seguimos besándonos y abrazándonos un rato. Después, me dice que se tiene que ir, me invita a volver otro día y se marcha con sus amigas. Aún aturdido, voy al encuentro de la pandilla, estoy algo mareado, me siento en un sillón, es la primera vez que una chica me besa así, me levanto de nuevo, me encuentro con mis amigos, no paran de preguntarme, salimos del Stella y vamos hacia la residencia, me preguntan, dejadme por favor, mañana os cuento.

Bien distintos de estos bailes de la sala Stella fueron los que en el verano anterior hicimos en el pueblo los muchachos de la pandilla, cuando nos juntamos por la fiesta del pueblo en el prado de la Pasturilla y preparamos un guateque. Llevamos refrescos, hicimos un ponche, y Maribel, que era hija única de una familia rica de Aravalle, estrenó su tocadiscos a pilas con nosotros. Tenía dos discos, uno de Los Beatles y otro de Karina. Puso Maribel el primer disco y todos bailábamos en un corro, a veces salía uno al centro y enseguida otro lo acompañaba, movíamos nuestras caderas, los pies y los brazos como lo habíamos visto en la televisión de Petra o en el teleclub, no teníamos ni idea de lo que decían Los Beatles cuando cantaban, aquella fue nuestra primera inmersión en inglés, “Love me do”, “I Want to Hold Your Hand”, “Eleanor Rigby”, “A Hard Day’s Night”, “She Loves You”. Más de dos horas bailando y bebiendo ponche y refrescos, con aquella novedad del tocadiscos, una explosión feliz e inocente en la que bailábamos todos con todos, y cuando las canciones eran lentas, por parejas y agarrados, pero solo como amigos, frenando los impulsivos deseos de acercarnos más y más. Fue aquella una tarde feliz e inocente cuyo encanto duró poco, debido a que algunas amigas, en el baile de por la noche en el pueblo, prefirieron estar con muchachos mayores de Umbrías, un enfado provisional que no iba a impedir que el guateque del prado de la Pasturilla se convirtiese en otra referencia del grupo forjado en la fiesta de la primera comunión.

En estos años de magisterio, aprovechamos que nos dan tiempo libre los jueves por la tarde para ir a jugar al fútbol al cuartel de la montaña, como hicimos bastantes veces en aquellos años del bachillerato. Ahora estamos buscando otros sitios, pues en los descampados del cuartel, tan famoso durante la guerra, están empezando las obras de lo que se va a llamar el parque del Templo de Debod, un edificio antiguo que ha donado el gobierno egipcio a España, lo han desmontado piedra a piedra para traerlo hasta aquí, el lugar donde estaba va a ser anegado por las aguas de la gran presa de Asuán. Por esa razón estamos buscando un lugar donde jugar al fútbol y hemos encontrado dos de nuestro agrado, uno en Cañorroto, un barrio de las afueras de Madrid, y otro en el estadio Vallehermoso.

Cuando vamos a Cañorroto, salimos de la residencia camino de la plaza de España y allí tomamos una camioneta que va hasta Carabanchel. Las camionetas no pertenecen a la empresa municipal de transportes, son de propiedad privada, conservan su nombre antiguo y son de peor calidad que los autobuses del ayuntamiento. Sus empleados gastan muy malas pulgas, pero a nosotros nos importa un bledo su mala leche, nos reímos para nuestros adentros y ya está. Desde la plaza de España va la camioneta por el paseo de Onésimo Redondo, llega al río por la Virgen del Puerto y sube por la avenida de las Ánimas hacia el cementerio de San Isidro. En la parada junto al canódromo nos bajamos y vamos andando hacia un amplísimo descampado donde hay bastantes campos de fútbol, con sus porterías y todo. En ellos nos juntamos a veces más de cien chavales, entre los del centro y los del poblado de Cañorroto, que también se llama Los Cármenes, un lugar de realojo de familias que han vivido en chabolas, y también del barrio del Tercio Terol, un conjunto de casitas bajas con patio que han sido construidas después de la guerra, pues toda esta zona quedó devastada. Junto a la parada del canódromo hay una fuente de agua abundante que frecuentamos muchas veces y que sin duda habrá dado nombre al barrio, seguro que hubo en su día un buen caño que alguien rompería por lo que fuera. En estos campos jugamos al fútbol y, en general, hay camaradería y muchas ganas de pasarlo bien y, a pesar de las advertencias de los mayores, nunca hemos visto robos ni peleas, aquí todos venimos a disfrutar un rato y nada más. A veces me eligen para jugar, pero cuando toca que no contemplo el juego desde el borde del campo y, en ocasiones, la mirada se escapa hacia el horizonte del centro de la ciudad, un perfil bello y azul en el que se puede contemplar el palacio Real, el edificio España, la torre de Madrid y la iglesia de san Francisco el Grande sobrevolando por encima de los tejados rojizos de la ciudad, y también uno mira hacia los cementerios, cuyas altísimas tapias solo dejan ver las copas de los cipreses. Andando el tiempo, estos parajes serían muy  frecuentados por mí, pues iba a vivir varios años en un barrio cercano, Vistalegre, pero ahora, en la alegría adolescente yo solo veo campos y campos de fútbol, en un descampado de los muchos que hay en este Madrid, un descampado en uno de cuyos extremos, eso lo iba a conocer años después, había vivido Francisco de Goya en la etapa final de su vida, en una finca llamada la Quinta del sordo, en cuyas paredes pintó las famosas pinturas negras que están en el Museo del Prado. Pero ahora, para nosotros, Cañorroto es solo un descampado donde jugamos al fútbol las tardes de los jueves, no se nos ocurre preguntar ni conocer nada más, la alegría de nuestra libertad nos deja satisfechos.

Si Cañorroto supone para nosotros el descubrimiento de los barrios de las afueras, nuestra experiencia en el estadio de Vallehermoso va a ser la constatación de una decepción, pues todo está lleno de gente del Movimiento y de la OJE. La práctica del deporte está reglamentada hasta en los más pequeños detalles, así que nosotros, unos veinte compañeros que solo pretendemos jugar al fútbol, que no tenemos entrenador ni equipo formalmente constituido, a la vista de los muchos impedimentos hemos decidido cortar por lo sano y limitarnos a solicitar permiso para poder jugar en una parte contigua al estadio, un pequeño descampado sin infraestructura ni porterías, pero no nos importa, nos sentimos a gusto jugando ahí, sin trabas ni burocracias. Nosotros, aprendices de maestros, en nuestro tiempo libre lo que queremos es huir de reglamentaciones y de normas, y el lugar más acertado para jugar al fútbol, nuestra pasión en estos años, lo encontramos en los descampados, en medio de la nada y con el horizonte como límite.

Una mañana de primavera, el páter de la escuela Pablo Montesino, un hombre discreto y sosegado, nos propone participar en unas jornadas de ejercicios espirituales. La escuela permitiría que pudiésemos faltar a clase el jueves y el viernes, lo que unido al sábado y al domingo supondrían cuatro días de retiro en un convento de Pozuelo de Alarcón. A esa invitación respondemos casi cien alumnos, sin duda atraídos por la recompensa en la asignatura de religión, en la que tendríamos garantizado el notable al final de curso. El primer día de ejercicios nos reúnen en la iglesia del convento y, una vez distribuidos en las habitaciones, se presentan todos los sacerdotes que van a participar y, sin más preámbulos, el director nos dice que desde ese preciso instante nos queda absolutamente prohibido hablar entre nosotros, que la única conversación a la que estamos invitados es la que va a entablar Dios con cada uno, teniéndonos a ellos como intermediarios. Así que nos quedamos mudos durante cuatro larguísimos días, en los que no hacemos otra cosa que meditar, oír disertaciones, rezar, pasear en silencio por los jardines, meditar de nuevo, rezar otra vez, oír nuevos sermones, sentir cuánto hemos ofendido a diario a Dios y pensar en cómo podríamos cambiar nuestras vidas si fuéramos capaces de seguir sus indicaciones. La verdad es que la religión, presente en mi vida desde el principio, allá en mi pueblo, se fue intensificando en el bachillerato elemental, pues nos hacían oír misa y rezar el rosario diariamente y nos sentíamos vigilados e impelidos a confesar y a comulgar a menudo, pero con nuestro paso a la escuela Pablo Montesino, poco a poco aquella presión va atenuándose y nos tomamos el asunto con más parsimonia. Estos ejercicios los voy siguiendo con sinceridad, los vivo con normalidad y de manera convincente y así lo manifiesto en las anotaciones que escribo en mi cuaderno, pero me parecen un poco exagerados. Las meditaciones tienen títulos rebuscados y extraños, “El pecado nos separa de Dios, es una zanja que rompe nuestra amistad con Él”, “La muerte, esa experiencia inexorable para la que siempre hemos de estar preparados”, “¿Qué me pide Dios? Que le siga, que no sea sordo a su llamada”, “Apostolado que debo cumplir siendo un caballero de Cristo ante el sexo contrario”, “Confesar y comulgar cada quince días y abstenerme de pecar, en especial contra el sexto mandamiento”. Cuatro días de ejercicios en Pozuelo de Alarcón, llega el domingo, las fotos de rigor, los buenos propósitos y las despedidas. Unos años después iba a enterarme de que, en ese mismo convento, donde a veces se reunía la dirección de Comisiones Obreras, serían detenidos los sindicalistas del famoso proceso 1001, Marcelino Camacho y Nicolás Sartorius entre otros. Aquellos curas, una vela a Dios y otra al diablo, ¡qué cosas!, con el miedo que nos metieron en aquel mayo del 68.

El propósito de sentirnos todos militantes de un catolicismo activo y permanente nos dura apenas una semana, la que media entre el pasado domingo y este, de nuevo en el Uruguay. Benja echa una moneda en la máquina de música y selecciona, cómo no, Hey Jude, empiezan a sonar Los Beatles y, a estos sí, a estos los sentimos cercanos de verdad y pensamos que esta canción la han escrito para que lo pasemos bien mientras estamos juntos.

Hey Jude, don't make it bad,

take a sad song and make it better.

Remember to let her into your heart,

Then you can start to make it better.

Benja nos hace una seña, nos mira fijamente y dice, ‘chavales, ayer acabé de traducir Hey Jude, a ver si os gusta’:

Hey Jude no lo hagas mal,

toma una canción triste y mejórala.

Recuerda dejarla dentro de tu corazón,

y luego puedes empezar a hacerla mejor.

Benjamín, Heredia, Paco y yo nos cogemos de los brazos y formamos un corro, el estribillo suena y suena en nuestras gargantas, nos miramos, nos reímos y, cuando ya vamos terminando, pensamos que estos están siendo, sin dudarlo, los mejores años de nuestra vida, Hey Jude.

 Jesús Bermejo

Este relato, terminado en la noche de san Juan de 2021, se lo dedico a la inmensa mayoría de los adolescentes españoles, chicos y chicas que durante año y medio de pandemia han sido responsables y, en consecuencia, no han podido juntarse apenas para disfrutar de la vida en pandilla.

Anexo

Si te apetece, pincha en el enlace de La audiencia (2002), cuyos personajes son los mismos que los de este relato.

https://roblesamarillos.blogspot.com/2013/04/la-audiencia_9477.html


 

 


miércoles, 16 de junio de 2021

Lecturas en tiempos de pandemia

A pesar del parón que supuso el comienzo de la pandemia en marzo de 2020, tengo que manifestar que poco a poco fui recuperando mi ritmo de lecturas, que, como casi siempre, tiende a ser diverso y caprichoso.

Libros leídos desde enero de 2020 hasta ahora mismo

Novelas

Formas de estar lejos, de Edurne Portela

Mi primera lectura de Edurne. Buen argumento y acertada descripción del ambiente de profesores universitarios extranjeros en Estados Unidos. El acoso machista en las relaciones de pareja está bien presentado.

Mejor la ausencia, de Edurne Portela

Una historia de jóvenes en el País Vasco de los años ochenta. Un hallazgo el encontrar la sintaxis y el vocabulario adecuado a las distintas edades de la protagonista.

Lluvia fina. El huerto de Emerson, de Luis Landero

Dos libros que continúan la etapa de Landero que se inicia en El balcón abierto, que me gustó. No tanto Lluvia fina, aunque le reconozco los méritos que tiene. Y de El huerto de Emerson me gusta su enjundia y su capacidad de envolver. Pero sigo quedándome con sus descripciones de esa Extremadura de los cincuenta que aún nos muestra. Solo por eso ya merece la pena su lectura.

Fin de temporada, de Ignacio Martínez de Pisón

Una buena historia, que no voy a desvelar, bien contada. Por momentos apasionante, si bien creo que, en ocasiones, se estira el argumento y resulta menos creíble. Lo mejor, el comienzo. Y la creación de espacios.

El miedo de los niños, de Antonio Muñoz Molina

Un libro corto pero muy interesante. Una buena historia acerca de los miedos de los niños, quizá debería decir, de los niños de los cincuenta. Dos personajes inolvidables en un cuento de miedo.

Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún

Una relectura: sigue siendo un libro válido para muchas cosas y por muchas razones, pero quizá no haya envejecido bien. Lo que más valor tiene hoy, al menos para mí, no es la diatriba política que tanta repercusión tuvo en 1977, cuando se publicó la Autobiografía, sino la narración de la experiencia clandestina de Jorge Semprún en España, vivida con una potencia vigorosa llena de energía y seducción.

Federico Sánchez se despide de ustedes, de Jorge Semprún

Otra relectura: lo que más me interesó fue la elaboración de un malo como personaje, Alfonso Guerra. Sigue siendo un libro interesante porque Semprún sabe elegir bien sus argumentos: su propia vida.

Feria, de Ana Iris Simón.

Un descubrimiento. Mitad novela, mitad ensayo, ha revuelto el mundillo literario y social por poner en solfa algunas cosas del progresismo. Lo que más me interesa es la parte narrativa, la historia de sus dos ramas, la de los feriantes o mercheros y la de los agricultores comunistas de La Mancha. Con un estilo desenvuelto y con desparpajo cuenta una buena historia de gente sencilla y canta las cuarenta al mundo actual.

Amor, de Sara Mesa.

El libro del año, según Babelia. Bien pero no tanto, en mi opinión. Se lee bien, está bien escrito, es interesante y te atrapa. Pero no llego a creérmelo del todo. Buen libro pero, para mí, no el mejor.

Sueños de hojalata, de Javier Bermejo

En 2019, Bermejo publicó una novela titulada Ganadería diplomada, en la que hizo suyo un espacio vivido en su adolescencia y, con plena soberanía, construyó en él una ficción. Ahora hace suyo un espacio ajeno y construye una ficción basada en el mundo real de los mercheros, de ahí su título. Además de un hallazgo en la construcción de monólogos, posee potentes personajes que nos muestran un mundo ya perdido. Y em medio de todo ello, una historia de rabia y de miseria que no puedo ni debo desvelar. De próxima publicación.

El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince

Un libro inolvidable, bien construido, muy bien escrito. Crea unos potentes personajes, presenta una sociedad convulsa y nos muestra una familia inolvidable en la que sobresale el amor del padre por sus hijos. Y el libro es un homenaje del hijo al padre, un hombre sabio y bueno abatido por los bárbaros.

Tomás Nevinson, de Javier Marías

Estoy terminándola ahora mismo. Casi setecientas páginas. Es una novela en el más puro estilo de su autor: en ella cabe todo lo que él quiera y nada sobra. Te envuelve, te atrapa, te hace acompañar a sus personajes, los conoces, los observas, te enteras de todo lo que el autor quiera decir sobre ellos, sobre su sociedad, sobre su historia. Un repaso al mundo del espionaje y una apuesta moral por poner a los terroristas en donde merecen estar. Un placer leer este nuevo libro de Marías.

Relatos

Robin Hood. Inser coin, dos libros de José Luis Garci

Solo por conocer cuándo vio el niño José Luis Garci la película Robin Hood ya merece la pena leer el primer cuento. Imborrable la narración detenida en el tiempo, el amor al cine, la alegría de la amistad. Un cuento de un cinéfilo empedernido que yo no sabía que era un buen escritor. En cuanto al segundo libro, un conjunto de relatos, siempre de tema cinéfilo, en el que destaca su autor por sus conocimientos del tema pero también por su pericia narrativa. A destacar algunos cuentos por su enjundia erótica, un asunto que, en sus películas suele tratar de manera más convencional.

Ensayo

Sapiens, de Yuval Noah Harari

Un ensayo que abarca desde el comienzo del universo hasta el momento actual y una posible proyección de futuro. De estilo ameno, con intención interrogativa, con actitud crítica, se lee con ganas y destaca por su dominio de la descripción.

El eco de los disparos, de Edurne Portela

La versión en ensayo de la novela Mejor la ausencia. Un intento de mostrar, y de analizar, el País Vasco de los años ochenta, una sociedad que vive envuelta en un clima de violencia terrorista extrema, una violencia de ETA y su entorno pero también de grupos anti-ETA y cuerpos de seguridad. Intenta la autora exponer lo que se vivió y sacar algunas conclusiones de aquel periodo difícil.

Madrid, de Andrés Trapiello

Un libro que leí en cuanto salió, bien escrito y bien editado. No es un libro de consulta: se lee todo seguido, desde el principio hasta el final, como si de una novela se tratase. Y en cierto modo lo es, pues nos muestra la trayectoria de un personaje, que es su autor, en la ciudad de Madrid, y la trayectoria de una ciudad según la conoce dicho personaje. En esa simbiosis reside el éxito de este libro y de esa simbiosis se alimenta su radical diferencia respecto de cualquier guía de Madrid.

El infinito en un junco, de Irene Vallejo

Un libro de divulgación escrito desde el amor a los clásicos por alguien, la autora, que sabe hacer de ellos pasado y presente a la vez. Buen estilo, ingenio y conocimientos hacen del ensayo un libro ameno y optimista.

Un cinéfilo en el Vaticano, de Román Gubern

Pequeño libro que nos describe la experiencia de lo que su título indica. Inolvidables las anécdotas, los espacios y los personajes que aquí aparecen. Buen humor y ciertos rasgos de autenticidad acerca de la biografía personal del autor.

Examen de ingenios, de José Manuel Caballero Bonald

Unos cien personajes del mundo de la cultura y le arte son presentados por el autor. Junto a anécdotas impagables, un rigor analítico nos muestra lo que Caballero Bonald piensa respecto de la obra de sus retratados. Se coincida totalmente o no en el juicio, siempre es digna de elogio la actitud del autor. Y altamente recomendable la lectura de este libro por su buenísima prosa y por la fina crítica literaria o artística que se nos regala.

Biografías

La furia y los colores, de El Gran Wyoming

Libro divertido, ameno, festivo. Quizá peca de un defecto: que su autor quiera mostrarnos a su personaje preferido, él mismo, como una mezcla de pasota, vago y vividor. Llegado un momento, cansa, sobre todo porque vemos que en muchas ocasiones predomina ese personaje sobre la realidad que se nos presenta. En todo caso, un libro divertido y con abundantes anécdotas. Y bastante bien escrito.

Bajo F. Un paseo por la memoria, de Rosa M. Hernández Crespo

Un libro que recuerda los momentos iniciáticos de una niña que vive en Madrid en los años cincuenta. Su familia, su bloque, su paseo, sus amigos, el colegio, los vecinos y vecinas, las anécdotas. Quizá lo mejor sean dos cosas: lo que se nos cuenta de cuando van de vacaciones al pueblo y la descripción sentida de la historia de uno de los familiares directos. Buen estilo, memoria potente y una cierta melancolía dulcificada por un fino sentido del humor.

Las vidas de Miguel de Cervantes, de Andrés Trapiello

Una biografía de Cervantes que pretende no ser una más, pero tampoco la definitiva. Con abundancia de datos, soltura en la narración y una buena dosis de anticervantismo, Trapiello discurre por la vida de Cervantes haciendo como suele hacer siempre, haciéndolo suyo, es decir, exponer lo que se sabe, rebuscar lo que se puede e intentar suponer lo que se desconoce. Bien escrita, bien trabada, esta biografía se lee con gusto y se aprende de ella.

Ida y vuelta. La vida de Jorge Semprún, de Soledad Fox Maura

Una biografía de Semprún, otra, que narra su heterodoxa vida, esa que va de un niño nacido en la alta sociedad madrileña de principios del siglo XX y que termina en el París de casi un siglo después. Quizá lo mejor sea la documentación de la etapa de infancia y familiar, no en vano la autora es de una rama de los Semprún. No siempre es complaciente con el biografiado, en muchos casos nos muestra las muchas cars ocultas de un personaje tan heterodoxo y con una vida tan excepcional que él convirtió en la base de su literatura. Interesante y con nuevas aportaciones.