viernes, 25 de febrero de 2011

23 de febrero de 1981





Llego a casa después de un duro día de trabajo. En la cocina, preparo merienda con fruta y café. Paso al estudio con mi bandeja y voy comiendo mientras ojeo el periódico; oigo de fondo una letanía monótona de síes y noes: es la votación para Presidente del Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo.

De repente se oye un ruido muy fuerte, como un portazo o un tiro. Dejo de leer y de comer mientras oigo la voz del locutor, una mezcla de sorpresa y miedo. Dice que un teniente coronel acaba de entrar en el hemiciclo y, pistola en mano, se dirige a la tribuna.


“¡Quieto todo el mundo!” se oye claramente. El locutor va callándose mientras una algarabía de tiros y voces siembra el pánico: “¡Al suelo! ¡Al suelo!” Después se oye una voz que dice: “¡Corta, que esto se mueve!”
Aparto la bandeja y el periódico de la mesa. Me quedo pensativo. Está claro, parece el golpe de estado del que tanto se ha venido hablando. Pienso qué puedo hacer ahora mismo.


¿Quedan en casa papeles comprometedores de cuando hemos estado en el partido?
¿Habrá problemas en la carretera de Barajas, de donde viene María José?
¿Suspenderá el hermano de Alberto la mudanza? Quedó en venir a recoger la cama mueble…


La radio ha quedado muda de noticias y la tele también. En onda corta nada de nada aún. Tomo un papel y hago unas cuentas:


Del 14. 04. 1931 al 18.07.1936: La II República duró 5 años, 3 meses y 4 días.


Del 20.11.1975 a hoy 8 23.02.1981 : Desde que murió Franco hasta hoy han transcurrido 5 años, 3 meses y 3 días.


No es posible, no puede ser. Esta vez no puede triunfar algo así. Me consuelo con aquello que dijo Karl Marx: “La historia cuando se repite es en forma de farsa”.

Ninguna información. Llega Mª José sin problemas. Hago algunas llamadas y recibo otras. Entre ellas de un compañero del Cole que me ofrece su casa por si fuera necesario. Alberto llega con su hermano y se llevan la cama mueble.

De madrugada vemos el discurso del Rey por televisión. Parece ir fracasando el golpe. Por la calle ni un alma. Noche de frío y de ausencia. Me acuerdo de tantas manifestaciones pidiendo mil cosas en 1976 y 1977... Ahora todo está paralizado. De nuevo el miedo. Nos acostamos.


domingo, 13 de febrero de 2011

La Calera. Memoria de un tiempo de trabajo



A principios de siglo el tío Bernardino compró una finca llamada La Calera, un espacio limitado por tapiales blancos, con su portalón, su huerta, un pozo artesano y un cercado de olivas, en cuyos  lindazos de piedra seca crecían recias las parras y las higueras. Era allí, en La Calera, donde el tío Bernardino iba a mostrar a los demás qué poderío tiene una cabeza bien organizada.

 
Como dicen en el pueblo, ese cacho tierra podría convertirse en una industria que le haría trabajar duro a él y a los suyos, sí, pero permitiéndoles despegar de una humildad de siglos. Aunque desde el principio, el tío Bernardino, el Fraile, se encontró con la animadversión de uno de los ricos del pueblo, que no veía con buenos ojos aquel futuro en ciernes. Menos mal que todos tenemos padre, y el tío Apolonio resolvió por su cuenta la mala uva de aquel ricachón que quería malograr hasta el camino público que llevaba a La Calera.

Diestramente aconsejado por su padre, el tío Bernardino, después de diversas tentativas, construyó en el portalón un horno de cal, ese imprescindible material para la argamasa de tapiales y paredes, en una época en la que el cemento y el hormigón eran cosa de otro mundo. No era cal para encalar, no. Era una cal venida del fondo de los siglos, blanco testigo silencioso de un mundo de ingenieros romanos y alarifes árabes, sabiduría de un mundo antiguo cuyo cordón umbilical nunca permitieron que se perdiera.


De todo el contorno acudían al tíoBernardino para que les abasteciera de cal. Y de todo el contorno acudían a él para que se llevase de sus fincas y de sus huertas las piedras que les estorbaban, piedras blancas de caliza que él, sus hijas y sus horneros sabían convertir en cal para las paredes y bardas de casas y de labranzas, de corrales y de herrenes.


Pero llegó la guerra y el miedo paralizó la vida, y lo que un día parecía ser un futuro al alcance de la mano, quedó de repente paralizado y como sin respirar. La guerra, que todo lo pudre y todo lo embrutece, fue el comienzo de la decadencia de La Calera. Aún siguió durante años manando blanca cal de su horno de carbonilla, pero ya no era un futuro cercano e ingenioso sino una rémora de tiempos y dolores. En ellos se quedó el tío Apolonio, y poco después, su hijo. Su viuda, la tía Evarista, y sus hijas siguieron la senda trazada por el tío Fraile, y el horno fue fuente de alimento en aquella dura época. Pero poco a poco el rendimiento iba ralentizándose, a pesar del esfuerzo inmenso de las Frailas, esas mujeres valientes, huérfanas y solas que siguieron con el horno de cal hasta que la vida les fue juntando a sus hombres,  cuyos oficios les llamaban por otros derroteros.

  
Fue así como a finales de los cincuenta La Calera empezó a languidecer: Esa es la época que recuerda Mariví, cuando con una cesta cogendera llevaba el puchero del cocido a su tía Nena, las más joven de las hermanas, que por entonces era quien insperccionaba la cochura.

Algunos años más tarde murió la abuela y se repartió la herencia siguiendo la costumbre. Se siguieron recogiendo las uvas de las parras, los higos melares y la cosecha de garbanzos del cercado. Pero el horno fue cayendo en una melancolía de cal y de cenizas a la espera de alguna savia nueva. De cal, lo que es cal, ya sólo quedaba el nombre.


Hacia 1967 y con cincuenta y cuatro años llegó Telesforo a La Calera, recién jubilado del ejército. Y llegó alentado por el tesón de su mujer, Sixta la Fraila, los dos con la ilusión de que aquella modesta industria y su entorno se convirtieran en una huerta feraz y en un lugar apacible de frutas y de otoños.

Telesforo echó mano de su ingenio, construyó una escalera rampante y colocó un motor de gasolina para subir agua de aquel pozo de agua fina que tuvo que ahondar, removió la tierra de toda La Calera y organizó seis meses de su vida cada año para que aquel espacio de agua, aire y tierra fuera un poco su paraíso de frutos y verduras, de sombras y sudores.

Aupó las paredes, reforzó cimientosdesplazó piedras, allanó el terreno, extendió  la tierra, recompuso el portalón, ideó formas diversas de aprovechamiento del agua, aplicó sus conocimientos de matemáticas y de física para la reorganización del terreno de regadío y diversificó  las siembras, para tener fruta y verdura casi todo el año. Podría decirse que, durante más de treinta años, La Calera fue la despensa de Sixta y Telesforo.




Plantó higueras, sembró patatas y tomates, cuidó habas y lechugas, cosechó garbanzos, cortó racimos de uvas olederas, vareó almendros, cuidó cebollinos y pimientos, rebuscó espárragos, plantó azucenas y rosales,hasta se atrevió con las chumberas, que en la sazón del verano arracimaban jugosos higos que él cogía con una tenaza y  luego limpiaba con agua y una buena vara para dejarlos dispuestos como un manjar de lujo. Había reunido en aquel espacio lo mejor de su infancia y discretamente había dejado fuera todas las pócimas que la vida te obliga a probar. En La Calera, donde él era el rey, sólo tenían cabida los buenos frutos de la tierra y la agradable sintonía con la vida.

En los últimos años, Telesforo, acostumbraba a ir de buena mañana aLa Calera todos  los días del verano. Iba andando a buen paso, llegaba, se preparaba la ropa vieja, se calaba el sombrero de paja y se calzaba las botas cómodas y acostumbradas a sus pies desde hace muchos años. Podaba, regaba, cavaba, oteaba las brevas, miraba los albaricoques, intuía cómo se iban a portar los almendros y, a la hora del ángelus, se disponía a volver a casa, llevando siempre algo en la cesta.
  
Este verano pasado, con 98 años bien cumplidos, Telesforo aún ha ido a La Calera. Arrimaba yo el coche junto a su portal a las ocho  en punto y nos íbamos un par de veces por semana a regar algunos arbolillos, a tapar las uvas para guardarlas de los pájaros y a limpiar y cavar lindes y alcorques. Mientras yo llevaba cubos de agua a algunos arbolillos, él, imponente como un héroe griego,  con su camiseta de tirantes y su sombrero de paja, ajustaba la abertura de sus ojos al resplandor del sol,  subía el agua acariciando la carrucha del pozo y así se olvidaba de sus muchos años. Aún ha vareado más de quince almendros, y todavía le he visto comer uvas e higos a pecho y con deseo. El bastón quedaba en el portalón, pues la tierra, blanda, le sustentaba con un plus de fuerza y juventud.
  
Y en este invierno, seco de agua y raro de fríos, mientras Telesforo está en su casa de Madrid, cerca de su radiador preferido, oye a su hija Mariví el relato de unas paredes de La Calera que se han venido abajo y que ha habido que hacer desde los cimientos. Otra vez la noria de la vida, como si a un tiempo de hermosura le tuviera que suceder otro de ocaso, y luego un tercero lleno de quietud y silencio. Para volver, más tarde, a renacer en un nuevo soplo de vida.
  
Siempre quedará gravado en mi memoria
 ese dromedario que lucen tus tapiales
coronados de tejas sabiamente dispuestas
 para que la lluvia no cale sus adentros.
Esas tejas que en invierno
 rebosan de nieve en polvo
mientras los árboles duermen
 en silencio y al viento.




martes, 1 de febrero de 2011

La Calera. Memoria de un tiempo de trabajo



A principios de siglo el tíoBernardino compró una finca llamada La Calera, un espacio limitado por tapiales blancos, con su portalón, su huerta, un pozo artesano y un cercado de olivas, en cuyos  lindazos de piedra seca crecían recias las parras y las higueras. Era allí, en La Calera, donde el tío Bernardino iba a mostrar a los demás qué poderío tiene una cabeza bien organizada.

 
Como dicen en el pueblo, ese cacho tierra podría convertirse en una industria que le haría trabajar duro a él y a los suyos, sí, pero permitiéndoles despegar de una humildad de siglos. Aunque desde el principio, el tío Bernardino, el Fraile, se encontró con la animadversión de uno de los ricos del pueblo, que no veía con buenos ojos aquel futuro en ciernes. Menos mal que todos tenemos padre, y el tío Apolonio resolvió por su cuenta la mala uva de aquel ricachón que quería malograr hasta el camino público que llevaba a La Calera.

Diestramente aconsejado por su padre, el tío Bernardino, después de diversas tentativas, construyó en el portalón un horno de cal, ese imprescindible material para la argamasa de tapiales y paredes, en una época en la que el cemento y el hormigón eran cosa de otro mundo. No era cal para encalar, no. Era una cal venida del fondo de los siglos, blanco testigo silencioso de un mundo de ingenieros romanos y alarifes árabes, sabiduría de un mundo antiguo cuyo cordón umbilical nunca permitieron que se perdiera.


De todo el contorno acudían al tíoBernardino para que les abasteciera de cal. Y de todo el contorno acudían a él para que se llevase de sus fincas y de sus huertas las piedras que les estorbaban, piedras blancas de caliza que él, sus hijas y sus horneros sabían convertir en cal para las paredes y bardas de casas y de labranzas, de corrales y de herrenes.


Pero llegó la guerra y el miedo paralizó la vida, y lo que un día parecía ser un futuro al alcance de la mano, quedó de repente paralizado y como sin respirar. La guerra, que todo lo pudre y todo lo embrutece, fue el comienzo de la decadencia de La Calera. Aún siguió durante años manando blanca cal de su horno de carbonilla, pero ya no era un futuro cercano e ingenioso sino una rémora de tiempos y dolores. En ellos se quedó el tío Apolonio, y poco después, su hijo. Su viuda, la tía Evarista, y sus hijas siguieron la senda trazada por el tío Fraile, y el horno fue fuente de alimento en aquella dura época. Pero poco a poco el rendimiento iba ralentizándose, a pesar del esfuerzo inmenso de las Frailas, esas mujeres valientes, huérfanas y solas que siguieron con el horno de cal hasta que la vida les fue juntando a sus hombres,  cuyos oficios les llamaban por otros derroteros.

  
Fue así como a finales de los cincuenta La Calera empezó a languidecer: Esa es la época que recuerda Mariví, cuando con una cesta cogendera llevaba el puchero del cocido a su tía Nena, las más joven de las hermanas, que por entonces era quien insperccionaba la cochura.

Algunos años más tarde murió la abuela y se repartió la herencia siguiendo la costumbre. Se siguieron recogiendo las uvas de las parras, los higos melares y la cosecha de garbanzos del cercado. Pero el horno fue cayendo en una melancolía de cal y de cenizas a la espera de alguna savia nueva. De cal, lo que es cal, ya sólo quedaba el nombre.


Hacia 1967 y con cincuenta y cuatro años llegó Telesforo a La Calera, recién jubilado del ejército. Y llegó alentado por el tesón de su mujer, Sixta la Fraila, los dos con la ilusión de que aquella modesta industria y su entorno se convirtieran en una huerta feraz y en un lugar apacible de frutas y de otoños.

Telesforo echó mano de su ingenio, construyó una escalera rampante y colocó un motor de gasolina para subir agua de aquel pozo de agua fina que tuvo que ahondar, removió la tierra de toda La Calera y organizó seis meses de su vida cada año para que aquel espacio de agua, aire y tierra fuera un poco su paraíso de frutos y verduras, de sombras y sudores.

Aupó las paredes, reforzó cimientosdesplazó piedras, allanó el terreno, extendió  la tierra, recompuso el portalón, ideó formas diversas de aprovechamiento del agua, aplicó sus conocimientos de matemáticas y de física para la reorganización del terreno de regadío y diversificó  las siembras, para tener fruta y verdura casi todo el año. Podría decirse que, durante más de treinta años, La Calera fue la despensa de Sixta y Telesforo.




Plantó higueras, sembró patatas y tomates, cuidó habas y lechugas, cosechó garbanzos, cortó racimos de uvas olederas, vareó almendros, cuidó cebollinos y pimientos, rebuscó espárragos, plantó azucenas y rosales,hasta se atrevió con las chumberas, que en la sazón del verano arracimaban jugosos higos que él cogía con una tenaza y  luego limpiaba con agua y una buena vara para dejarlos dispuestos como un manjar de lujo. Había reunido en aquel espacio lo mejor de su infancia y discretamente había dejado fuera todas las pócimas que la vida te obliga a probar. En La Calera, donde él era el rey, sólo tenían cabida los buenos frutos de la tierra y la agradable sintonía con la vida.

En los últimos años, Telesforo, acostumbraba a ir de buena mañana aLa Calera todos  los días del verano. Iba andando a buen paso, llegaba, se preparaba la ropa vieja, se calaba el sombrero de paja y se calzaba las botas cómodas y acostumbradas a sus pies desde hace muchos años. Podaba, regaba, cavaba, oteaba las brevas, miraba los albaricoques, intuía cómo se iban a portar los almendros y, a la hora del ángelus, se disponía a volver a casa, llevando siempre algo en la cesta.
  
Este verano pasado, con 98 años bien cumplidos, Telesforo aún ha ido a La Calera. Arrimaba yo el coche junto a su portal a las ocho  en punto y nos íbamos un par de veces por semana a regar algunos arbolillos, a tapar las uvas para guardarlas de los pájaros y a limpiar y cavar lindes y alcorques. Mientras yo llevaba cubos de agua a algunos arbolillos, él, imponente como un héroe griego,  con su camiseta de tirantes y su sombrero de paja, ajustaba la abertura de sus ojos al resplandor del sol,  subía el agua acariciando la carrucha del pozo y así se olvidaba de sus muchos años. Aún ha vareado más de quince almendros, y todavía le he visto comer uvas e higos a pecho y con deseo. El bastón quedaba en el portalón, pues la tierra, blanda, le sustentaba con un plus de fuerza y juventud.
  
Y en este invierno, seco de agua y raro de fríos, mientras Telesforo está en su casa de Madrid, cerca de su radiador preferido, oye a su hija Mariví el relato de unas paredes de La Calera que se han venido abajo y que ha habido que hacer desde los cimientos. Otra vez la noria de la vida, como si a un tiempo de hermosura le tuviera que suceder otro de ocaso, y luego un tercero lleno de quietud y silencio. Para volver, más tarde, a renacer en un nuevo soplo de vida.
  
Siempre quedará gravado en mi memoria
 ese dromedario que lucen tus tapiales
coronados de tejas sabiamente dispuestas
 para que la lluvia no cale sus adentros.
Esas tejas que en invierno
 rebosan de nieve en polvo
mientras los árboles duermen
 en silencio y al viento.