martes, 23 de febrero de 2021

23-F: Cuarenta años después

Hace ya cuarenta años de aquella tarde aciaga. Yo estaba, como de costumbre al llegar el calendario a esa fecha, en vísperas de mi cumpleaños, que hasta entonces siempre había sido el día 24 de febrero pero que, por lo que sucedió aquella tarde, desde entonces quedaría asociado al 23-F, debido sola y exclusivamente a la contigüidad de la fecha, ya te digo, llevo esa carga desde entonces, qué cosas, verdad, esta manía de los humanos de buscar referencias y de celebrar cifras redondas, como estos cuarenta años de aquel golpe, como si ayer 22 de febrero no hubiera que recordar la muerte en el exilio de Antonio Machado, porque son 82 y no 80 los años que hace de aquellos días azules y aquel sol de la infancia.

                          

Cuarenta años transcurridos desde entonces son muchos años, es media vida vivida, es pasar de los 29 que estaba yo a punto de cumplir aquella tarde a los 69 que mañana espero alcanzar. Me he hecho mayor, sí, he pasado de ser aquel joven maestro impetuoso que había tomado posesión de una plaza definitiva de maestro de Lengua Castellana y Literatura en el Colegio Público Antonio Machado de Madrid, y que, con toda la vida profesional por delante, sentía que ese iba a ser mi lugar en el mundo para poder cambiarlo algo desde mi trabajo diario, dando lo mejor de mí mismo en la educación de los chicos y chicas de aquel barrio de Carabanchel Alto, he pasado, digo, de ser aquel joven maestro a este señor que ahora mismo está escribiendo estas líneas, un abuelo que vive con ganas sus años dorados de  jubilación apacible después de cuarenta años ininterrumpidos de ir al colegio y al instituto a dar clase con ganas y con ilusión, siempre con la idea optimista de conseguir la meta de una tarea bien hecha. ¿Lo lograste siempre? ¿Conseguiste mis objetivos? Pues ten la certeza de que la respuesta a esa pregunta no la tienes tú sino los más de cinco mil alumnos y alumnas que tuviste la suerte de conocer en tus clases, y que, cuando con ellos estabas trabajando, nada había para ti más importante ni más valioso, y también que, cuando a casa te ibas cada tarde, procuraba en la medida de lo posible no llevarte problemas de ningún tipo sino el solo recuerdo de lo mejor del día.

Cuarenta años son muchos años, también para un país como España, un  país que venía de una guerra civil trágica y cruel que duró tres años, y de una dictadura cuartelera y sanguinaria que se alargó un año tras otro hasta llegar a los cuarenta y que, francamente, muerto el jefe de todo aquello, no podía sino abrirse  al mundo y alcanzar las libertades. Y con la mano estaban ya tocando los españoles esas banderas, después de cinco años conflictivos, que luego fueron conocidos como los años de La Transición, cuando unos autocares llenos de guardias civiles aparcaron ilegalmente en las aceras del Congreso de los Diputados y, como si  fueran de visita a la sede del poder legislativo, de ellos bajaron los uniformados y entraron en el hemiciclo y, diciendo todos al suelo, dispararon unas ráfagas de tiros al techo dando a entender que aquello era un golpe de estado y que, por tanto, el poder ya no iba a residir en aquel salón de plenos o, por mejor decir, en aquellos que se sentaban en los sillones de aquel salón, que se sentaban en ellos porque habían sido elegidos por todos los españoles en votación democrática, las terceras después de cuarenta años, el poder, decíamos, ya no iba a residir en aquel salón sino en el sillón del jefe militar que mandaba de verdad sobre aquella tropa. Al día siguiente de allí salieron derrotados y detenidos los uniformados y, meses después, otros uniformados, eso sí, togados, los sentenciaron a largos años de condena por la ilegalidad de su felonía.

                          

También la democracia española se ha hecho mayor, es verdad, pero los países no se jubilan como si fueran personas, no, han de seguir adelante porque la vida sigue y las generaciones  se suceden unas a otras, como no podría ser  de otra manera, e igual que se han ido renovado las casas, y los trabajos, y las carreteras, y los juegos, y los juguetes, y los tanques, y los libros, y los reyes, y los políticos, y los maestros, y los médicos, y los mecánicos, y donde dije estos nombres en masculino ponlos tú, lector, en femenino, y luego en plural, y verás que España ha cambiado mucho, tanto en lo bueno como en lo malo, bien que el balance es, sin dudarlo, muy positivo. Y en esas está España, en los trompicones de ver cómo renovar su sistema político y ponerlo al día, dónde tocar y dónde no retocar, dónde poner y dónde quitar, cómo sacarle lustre a quienes tienen  visión de futuro y cómo neutralizar a tanto populista de apellidos variados, puigdemones, rufianistas, iglesuelas, abascalios, casadillos u oteguianos, que actúan en el Congeso de los Diputados como la señora de aquel chiste de Forges que decía literalmente: “Madre, no me toque los cojones que vengo de vendimiar”. Pies eso, que España, decimos, está en proceso de cambio, y eso es bueno; eso es bueno solo si se acierta a hacerlo bien. Y para que saliera bien, sería necesario que cada española, que cada español, cuando fuera a la urna a depositar su papeleta, no la depositara votando contra alguien, o para joder a otros, sino eligiendo a aquellos que, a su buen saber y entender, mejores ideas tengan para renovar, con los pies en el suelo, este país antiguo y nuevo llamado España, un espacio privilegiado en la península Ibérica cuyos habitantes no son sino el crisol de tantos pueblos que a lo largo de su historia aquí vivieron, una ciudadanía moderna y respetuosa que cada cuarenta años, más o menos, se para un rato a ver cómo se renueva para seguir conviviendo en este país de sol y mar, de luz y olivas, de vino y pan, de respeto y democracia, de alegría y de solidaridad, de fiesta y de silencio, de paz. Sí, de paz, España se merece vivir en paz, las españolas, los españoles deberíamos de una vez por todas madurar definitivamente y convertirnos en una ciudadanía libre, pacífica y solidaria. Ahí es nada. Vale.  


Y ahora, aquí va lo que escribí hace nueve años a propósito del 23-F, un artículo que los más fieles seguidores de este blog pudisteis leer en esa fecha de 2011. Ahí va, sin añadir apenas más que unos retoques. 

                     

Llego a casa después de un duro día de trabajo. En la cocina, preparo merienda con fruta y un café con leche. Paso al estudio con mi bandeja y voy comiendo mientras ojeo el periódico; oigo de fondo una letanía monótona de síes y noes, es la votación en el Congreso de los Diputados para elegir Presidente del Gobierno a Leopoldo Calvo Sotelo, después de la grave y fulminante dimisión del Presidente Adolfo Suárez. De repente, se oye por la radio un ruido muy fuerte, como un portazo o un tiro. Dejo de leer y de comer mientras oigo la voz del locutor, una mezcla de sorpresa y de miedo. Dice que un teniente coronel acaba de entrar en el hemiciclo y, pistola en mano, se dirige a la tribuna.

 

“¡Quieto todo el mundo!” se oye claramente. El locutor se queda mudo mientras una algarabía de tiros y un jaleo de voces siembra el pánico: “¡Al suelo! ¡Al suelo!” Después se oye una voz que dice: “¡Corta, que esto se mueve!” Y se acaba la transmisiones directo. Aparto la bandeja y el periódico de la mesa. Me quedo pensativo. Está claro, parece el golpe de estado del que tanto se ha venido hablando. Pienso en qué puedo hacer ahora mismo. ¿Quedan en casa papeles comprometedores de los años pasados en el partido?
¿Habrá problemas en la carretera de Burgos, de donde tiene que venir Pepi?  ¿Suspenderá el hermano de Alberto la mudanza, quedó en venir a recoger la cama mueble? 

  

        


La radio ha quedado muda de noticias y la tele también. En onda corta nada de nada, al menos hasta ahora. Tomo un papel y, algo intrigado, hago unas cuentas: desde el 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la segunda República hasta el 18 de julio de 1936, el comienzo de la guerra, transcurrieron cinco años, tres meses y cuatro días. Desde el 20 de noviembre de 1975, día de la muerte de Franco, hasta hoy, 23 de febrero de 1981, han transcurrido exactamente cinco años, tres meses y tres días. No es posible, no puede ser. ¡Qué coincidencia! Esta vez no puede triunfar algo así, me digo una vez y otra. Y sale en mi consuelo aquello que dijo Karl Marx: “La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa”. Ninguna información nueva. Llega Pepi, sin problemas. Hago algunas llamadas y recibo otras, entre ellas la de Dámaso, un compañero del Colegio que conoce mi compromiso y que me ofrece su casa por si fuera necesario, gracias, Dámaso, le contestas, emocionado y agradecido. Alberto llega con su hermano y se llevan la cama mueble.



De madrugada veis el discurso del Rey por televisión. Parece ir fracasando el golpe. Por la calle ni un alma. Noche de frío y de ausencia. Os acordáis de tantas manifestaciones pidiendo mil cosas en 1976, en 1977. Ahora, todo paralizado. De nuevo el miedo. De nuevo. Nos acostamos sin saber más detalles. El sueño no llega ni en la madrugada. Ponemos la SER y sigue sonando música clásica, y en la tele siguen dando documentales de animales salvajes. 


        






sábado, 20 de febrero de 2021

Salvando el árbol

                                       


Salvando el árbol es el título que he dado a un vídeo grabado por Luís Soares cuando, en los días de la tormenta Filomena de enero del año veintiuno, él mismo limpió de nieve las ramas del árbol del patio de la casa de Los Navalmorales. Hace algún tiempo lo edité en youtube acompáñandolo de la pieza musical Morning, de Grieg, y luego lo subí a este blog. Unos días después, volví sobre el asunto y escribí en un cuaderno un pequeño relato, al que ayer puse fin. Lo he subido también al blog, pues he observado que se complementan bien vídeo y relato. Ahí están, a vuestra disposición. Y, sobre todo, ahí están para que Carolina disfrute viendo a su padre hacer cosas propias de un príncipe azul guardián de la Tierra.


                                                       Vídeo: Luís Soares                                                               

Salvando el árbol

Jesús Bermejo

Érase una vez un pueblo castellano en el que casi nunca nevaba. Muchos niños y niñas apenas habían visto nevar alguna vez, y tan poca nieve cayó en aquellos casos que apenas cuajaron algunos copos en los arriates del parque y en contados olivares. En fin, qué se le iba a hacer, las cosas eran como eran y no como uno querría que fuesen así que, en aquel pueblo, si los niños querían ver la nieve, la tenían que buscar en los cuentos que leían en el cole o en sus casas, y si querían divertirse con ella solo podían hacerlo cuando veían alguna película de aquellas en las que chicos muy rollizos y niñas presumidas solían corretear por sitios en los que la nieve llegaba puntual al comenzar cada invierno,  donde parecía que siempre eran muy felices pues todo llegaba a su tiempo. Aunque también a veces en aquellas tierras donde nevaba tanto, sucedían cosas extrañas pues, en determinadas ocasiones, se veían en sus calles montones de nieve muy sucia o se paraban los camiones en algunas autopistas, en las que solía haber bastantes accidentes e incluso se daba el caso de tener que cerrar los colegios algunos días debido a la imposibilidad de acudir a ellos de tanta nieve como había caído. Qué cosas pasaban en esos países, decía la abuela, aunque también ella se acordaba de que, de chica, en el pueblo caían unas buenas nevadas, pero eso ocurría solo algunas veces, había dicho mientras iba callando camino de la ventana para ver atardecer. Fuera como fuera, en aquel pueblo castellano, los niños y las niñas de la clase de Carolina, todos ellos de segundo de infantil, no habían visto nevar ni una sola vez en su vida, y los de la clase de Marta, su vecina, que ya estaba terminando la primaria, apenas algunos se acordaban de que, unos años atrás, aunque había estado nevando durante toda la tarde, al amanecer del día siguiente ya no quedaba ni rastro de la nieve. 

La vida en el pueblo había ido transcurriendo plácidamente, pues aquel era un sitio tranquilo y agradable, un buen lugar para vivir, hasta que, de repente, en marzo del año veinte, llegó un virus terrible y malvado que puso todo patas arriba. Al temor y al desasosiego tan grandes causados por el covid, que era así como se llamaba la enfermedad causada por el virus, se había ido acostumbrando casi todo el mundo y también se habían ido haciendo a la nueva forma de vivir, que parecía ya como algo rutinario y cotidiano, a pesar de que el miedo al contagio y la pena por todos los fallecidos tenían a toda la población triste y apesadumbrada. Y, de repente, como si el comienzo del año nuevo hubiera sido una señal, otro asunto grave iba a amenazar la existencia de las gentes del pueblo, pues por aquí y por allá todos decían que, en los días venideros, iba a nevar mucho, mucho y mucho. Vaya por Dios, oían lamentarse a los más alarmistas, el virus, la tormenta, pareciera que al pueblo estuvieran llegando una a una las siete plagas de Egipto. No habían parado de avisarlo en la radio y en la televisión, en los talleres y en el el súper de Tono, en la tienda de Juanfra y en todos los bares, en el Día y donde los Sánsanos, en la ferretería y en Los Caños, en El Rollo y en Las Flores, en el Ayuntamiento y en el Centro de Salud, en Las Cruces y en Tierra Toledo, en todos los sitios se había ido diciendo que iba a caer una nevada de las de aquí te espero, que iba a estar tres días con sus tres noches nevando. Así que la gente se parapetó en su casa, llenó de comida la nevera, se aseguró una buena calefacción y se asomó a la ventana, a la espera de ver cómo el pueblo se iba a ir vistiendo de blanco. Después vendría lo de pasear por la nieve, jugar con ella, hacer un muñeco, agotar la cámara del móvil de tirar tantas fotos y divertirse yendo de acá para allá, como si no hubiese un final.

Iba a nevar de lo lindo, iba a estar cayendo nieve sin parar durante más de dos días, repetían una y otra vez los parlanchines, o los que, queriendo o sin querer, disfrutaban un poco al anunciar la tormenta. Y así fue, estuvieron cayendo copos sin parar durante más de dos días, y qué copos, tan gordos como palomitas y tan abundantes que apenas se veía nada más allá de tan densos que caían. Fue poco después de Reyes cuando la Aemet había estado avisando, una y otra vez, de que se avecinaba una borrasca intensa y fuerte, de nombre Filomena, sí, Filomena, qué grandes son los de la Aemet, ahora dan nombre a todos los fenómenos atmosféricos que se les pongan por delante, se ha oído que hasta quizá tendrían un protocolo para este asunto, nada de improvisar a ver quién era el más ocurrente o la más graciosa. Dos días seguidos iba a estar cayendo nieve sin parar, una hora, otra, otra y otra, así hasta la madrugada del tercer día. Lo que al principio escondía aquel punto de misterio que tenía la nieve cuando empezaba a caer allí donde no acostumbraba a hacerlo, aquel silencio que parecía irreal y que convertía la mirada de todos en una especie de ensoñación infantil y paralizante, luego se había ido convirtiendo en juego y algazara. Bien es verdad que, después de dos días intensos de nevada y con más de cuarenta centímetros acumulados, la cosa ya iba a ser para tomársela muy en serio, pues a aquel volumen asombroso de nieve se iban a ir uniendo poco a poco el hielo y el frío.

Fue por ello por lo que, ya en casa y caída la noche, el padre de Carolina, Luis, había ido a la herrén y había sacudido con un escoba recia y resistente las ramas de la oliva y, luego, en el patio, las del árbol del amor. Y a la mañana siguiente, apenas amanecido, Luís se calzó las katiuskas, se abrigó bien, se puso los guantes, se ató la capucha del impermeable, cogió el cepillo y salió al patio a ver qué árbol pudiera necesitar de su socorro. Y como viera que, en la herrén, una rama de la oliva se había tronchado, la apartó hacia un rincón donde no iba a molestar, y después se fue acercando, animoso, al árbol del amor, cuya rama más potente estaba doblada hasta el suelo de pura carga insoportable, y empezó su labor salvífica quitándole la nieve poco a poco, poquito a poco, para que nada se tronchara. Y así, paso a paso, Luís fue sintiendo el vértigo de ver cómo el árbol, al perder peso, elevó poquito a poco su agobiada rama, y esta, al erguirse, rugió como una leona que se estuviera librando de una temible trampa, y lanzó al aire un grito libertario después tantas horas de fría y blanca nieve. Agradecida, la rama antes vencida, fue despojándose poco a poco de la nieve, que se iba desmenuzando hacia el suelo como si estuviera hecha de una especie de polvo misterioso e hipnótico, nieve en polvo que caía y caía suavemente, luego más recia, hasta desplomarse después en tromba, sobre todo la que estaba refugiada en la copa del árbol al abrigo del cepillo de Luis, quien, calientes ya las manos, soltó la herramienta, agarró al árbol por su tronco, lo abrazó y, al moverlo con energía, logró que se despeñara de su copa un montón de nieve a punto ya de congelarse. Conmocionado, el árbol respiró hondo, elevó del todo sus ramas y ofreció gustoso el tronco a quien quisiera abrazarlo. Ni qué decir tiene que al primero que abrazó, agradecido y emocionado, fue a Luis. Y después, fue enlazando con sus ramas uno a uno a todos los de la casa, y los abrazó enternecido. Abrazó a Mariví, y aprovechó la ocasión para darle las gracias por cuando pidió a Chicho aquel cepellón donde él ya venía en génesis; abrazó a Carolina, que ese día había jugado mucho con la nieve y que no sabía aún que los árboles también abrazaban; abrazó a Ana, que había ido viéndolo crecer y crecer durante años y años en el patio de la casa; y abrazó al abuelo, que era quien solía cuidarlo y quien mejor conocía el secreto de la extraña curva de su tronco y el orgullo de  sus ramas enhiestas apuntando hacia el cielo.

Al día siguiente, las máquinas y las palas habían ido retirando poco a poco la nieve de las calles, para que los coches y las personas pudieran transitar evitando peligros, y los que se habían atrevido a ir a los olivares o se habían acercado a las verjas del parque del pueblo, volvieron a sus casas entristecidos al contar a los demás los enormes destrozos causados por la tormenta Filomena: árboles rajados, ramas jarrás, toda la cosecha arruinada, labradores desconcertados y todo el pueblo quieto y mudo ante tanto desastre. El cuarto día, después de comenzada la tormenta, amaneció reluciente y con mucho hielo. Los tractores y las máquinas, los agricultores y las jardineras, los empleados del Ayuntamiento y las barrenderas se pusieron manos a la obra para dejar las plazas y el parque limpios y los árboles curados y cuidados. Sin embargo, en el patio de los abuelos de Carolina, salvo atender un poco a la oliva, no hubo necesidad de curar a ningún árbol más, pues el del amor, salvado por Luis en la víspera del desgarro y del hielo, estiraba sus ramas triunfante y orgulloso. Nada contó ni dijo nada, porque de natural era aquel un árbol discreto, aunque, eso sí, Luis nunca iba a olvidar el grito prolongado de su liberación limpia y preclara. Todos los de la casa, incluidos los perros Pipo y Balú, en el sueño de aquella madrugada de invierno, tampoco iban a olvidar nunca el grito del sufrido y recobrado árbol del amor que había sido protegido del desgarro de la tormenta por el príncipe Luis, un príncipe azul y ecologista de origen portugués cuya hija, la princesa Carolina, guardiana de la Tierra, lista y guapa, había jugado en la herrén con la nieve por primera vez en su vida la mañana siguiente a aquella noche larga de invierno de comienzos del año veintiuno, cuando la bruja Filomena fue dejando caer mansamente sobre aquel pueblecito castellano una alfombra blanca, fría y grande. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Jesús Bermejo

             

 

jueves, 18 de febrero de 2021

Un artículo de Eduardo Madina en El País

                       

Manifiesto mi total acuerdo con el artículo de Eduardo Madina “Memoria y patrimonio democrático”, publicado el pasado miércoles. Ojalá la derecha democrática se una a la elaboración y aprobación de esa ley; sería el comienzo de una etapa de colaboración del centro derecha y del centro izquierda, para dar un fuerte impulso a España.

https://elpais.com/opinion/2021-02-16/memoria-y-patrimonio-democratico.html

Por cierto; donde Eduardo Madina escribe “las miles de víctimas” o “esas miles de víctimas” debería haber escrito “los miles de víctimas” o “esos miles de víctimas”, porque la palabra miles es un sustantivo masculino. Pruebe a decir “las millones de víctimas” y verá que suena mal. La razon es la misma. Cosas de la gramática…

http://udep.edu.pe/castellanoactual/los-miles-de-personas-o-las-miles-de-personas/

                    

martes, 16 de febrero de 2021

Unos nuevos Pactos de la Moncloa

                          

Acabo de enviar una carta a El País, no sé si será publicada en los próximos días. Todo tiene que ir muy comprimido, por cuestiones de espacio. Dice así:

"España sufre una grave crisis. El Gobierno debería impulsar unos nuevos Pactos de la Moncloa que generasen optimismo en la sociedad. Dichos pactos (plan de recuperación económica, asuntos constitucionales, renovación de órganos, acuerdos territoriales) deberían ser sostenidos firmemente por los dos partidos mayoritarios, PSOE y PP. 

La condición indispensable para que estos pactos fragüen sería doble: que el Gobierno de la nación sea solo del PSOE y que el centro derecha español (PP y Ciudadanos) se refunde y consolide dichos pactos. En justa correspondencia, el PSOE evitaría que ciertos gobiernos autonómicos dependan de Vox. 

Así, España saldría adelante y los populistas de todo tipo dejarían de ser decisorios. Estoy seguro de que Pedro Sánchez y Pablo Casado lo intentarán. Apoyémosles."

sábado, 6 de febrero de 2021

En la cocinilla





Esta tarde de sábado en la cocinilla del pueblo

Confinado

Entretenido en preparar la lumbre

Enciendo

Me recuesto en el escaño

Miro las llamas

Oigo el chisporroteo de la rama de oliva tronchada por la nieve

Huelo y rehuelo el humo

Me tomo el café y el mantecado

Toco la mantita que me arropa

Cierro los ojos

Oigo y huelo y gusto y toco

Me siento bien, muy bien

Decido no ojear el periódico

Miro hacia la ventana

Cierro los ojos

Me arrullo

Pasa un rato largo

Grabo lo que veo

Me llama mi tío y charlamos

Otros fuegos de otras chimeneas acuden a mi memoria

Vuelvo a mirar el fuego...

...Sobre el olivar

se vio la lechuza

volar y volar...

 






 

 

 

martes, 2 de febrero de 2021

La Candelaria y San Blas

                 

Las Candelas

Desde tiempo inmemorial se vienen celebrando en nuestra civilización diversas fiestas relacionadas con el paso del tiempo y las estaciones del año. Poco a poco, la iglesia católica las santificaría, pero, en esencia, siempre siguieron respondiendo a su carácter primigenio. 

Al comienzo de cada estación siempre hay una fiesta. Sucede así con lo que conocemos como Navidad, el primer día del invierno; Semana Santa, inicio de la primavera; San Juan, el empezar del verano, y las fiestas de las diversas Vírgenes y Cristos del comienzo del otoño. Y, en medio de cada estación, otra fiesta. Así, en la mitad del invierno, Las Candelas; en medio de la primavera, la Cruz de Mayo; en la mitad del verano, la Virgen de agosto; en medio del otoño, Los Santos.

Eran fiestas de celebración de la naturaleza y, con finura y respeto, pero haciéndolas suyas y barriendo para su casa, la iglesia supo buscar el mejor santo o santa para cada caso.

Así sucede con Las Candelas, el dos de febrero y con San Blas, el tres. Las Candelas: la fiesta de las velas, de la luz, cuando ya el invierno oscuro queda atrás y hay más horas de sol. Y, a la vez, la Presentación de Jesús en el templo, simbolizando la nueva vida que nació y que ya se hace pública y visible.

Son varios los poemas que, como un registro meteorológico oral, recuerdan que el día de Las Candelas predice cómo será lo que queda de invierno. El más conocido hace referencia a la brevísima procesión de la Candelaria, en cuyo recorrido las velas podían apagarse o no, dependiendo del viento y de la lluvia si hubiere:             

    Si la Candelaria chora

    invierno fora.

    Y si no chora

    ni dentro ni fora.

    

   Pero si da en reír 

   invierno por venir.

   Y si no ha nevado

   y quiere nevar,

   invierno por comenzar.


 Jesús Bermejo



https://roblesamarillos.blogspot.com/2019/02/aqui-las-candelas-en-eeuu-la-marmota.html


     

La Candelaria y San Blas en Los Navalmorales (Toledo)

El 2 de febrero se celebra la Candelaria. Aquí van algunos dichos recogidos de varias personas navalmoraleñas:

Si se apagan las velas,

el invierno está fuera.

Cuando la Candelaria implora,

iba el invierno fuera.

Si la Candelaria implora,

ya está el invierno fora.

Si la Candelaria llora,(3)

el invierno está fuera.

Si quiere o no quiere llorar

medio invierno está por pasar.

Si la Candelaria plora,

el invierno ya está fora.

Pero si no ha nevado y quiere nevar

el invierno por empezar.

Por la tarde, se hacía un fuego a la puerta de la iglesia, se bendecían y encendían las candelas. A continuación, había una procesión de candelas alrededor de la iglesia. Las madres que habían dado a luz en ese año, una vez encendida las velas, se unían a esa procesión y presentaban a sus niños en el templo, siguiendo el rito católico que se conmemora ese día: la purificación de la Virgen y presentación de Jesús en el templo.

Hoy día en Los Navalmorales es ritual en activo pues se bendicen las velas y hay procesión, aunque ya no se mantiene la presentación del hijo en el templo. Recordemos ahora que, cuando una mujer daba a luz, la primera salida era a misa y se decía “Ya ha salido a misa”. La madre después del parto iba a misa acompañada de otra persona, no necesariamente su madre. Al entrar en la iglesia, la madre se quedaba un poquito rezagada dentro del templo y la acompañante se adelantaba, mojaba sus dedos en la pila del agua bendita y se la ofrecía y se santiguaban. Después seguían para el interior del templo a escuchar la misa. Este ritual todavía existía en los años setenta.

 San Blas 

“Por san Blas la cigüeña verás”. La víspera de la festividad, el 1 de febrero, se volteaban las campanas y se hacía una gran luminaria a la puerta de la iglesia. El abuelo del tío Virgilio ‒ nos dice Luis del Pino‒ y de Tere y Angelita Campillo, al que llamaban el tío Penas, porque siempre se quejaba ‒¡ay, qué penas!‒, Damián Campillo Moracho, tocaba el tambor. Luego siguió haciéndolo, hasta que falleció, su hermano Crisóstomo, el enterraor. Siempre lo tocaron los Sogas. Después lo sustituyó Chaparro, José Hinojosa, el último que lo tocó. A los tocadores se les iba ofreciendo vino en forma de paga.

El tambor era grande, una tambora de color verde, que se tocaba por las noches, hoy no localizado. Según Esperanza Sánchez-Huete (1942-) el párraco de entonces, D. Bernardo, decía que era un tambor del siglo XVI. Sigue Esperanza informando que, ocho días antes de san Blas, salía el tío Soga, el citado enterraor, por el pueblo tocando el tambor y los niños iban detrás de él cantando:

Racataplán, que se cae el cielo,

Racataplán el tambor de san Blas.

y, parece ser, que esto sucedió hasta los años setenta.

La lumbre, que se prendía en muchas bocacalles, se hacía con ramón, con los capachos del molino de Consuelo Renilla ‒deshecho de la prensa de la aceituna‒, con trapos y objetos viejos. Las luminarias se brincaban y había cohetes. Había un dicho, en relación a la cronología de la Candelaria y de san Blas:

San Blas: María, yo voy primero

La Virgen: No, yo delante y tú detrás.

Y otro que recoge Angelita Campillo:

Hay alguno que dirá,

que se ahogue aquel que canta.

Soy devoto de san Blas

y me aclara la garganta.

La mañana de san Blas había misa y procesión por las calles, aunque estuviera nevando ‒sigue Luis del Pino‒. Podía hacer mucho frío pues, a veces, la Fuente de los Seis Caños, se helaba.

La tía Regina hacía roscas, que son de masa de pan, o las encargaba y los que querían las adquirían, después de un donativo. Luego se llevaban a bendecir (juntamente con agua y vino), hecho que sucedía al finalizar la misa, pues este alimento servía para curar los males de garganta ya que san Blas, según la tradición, salvó la vida de un niño que tenía una espina de pescado clavada en la garganta, por lo que es el patrón de dicho órgano. A la hora de la comida, las familias celebraban la fiesta en el Calancho, en la zona de las Viñas, comiendo el plato tradicional: tortilla de patata con rodajas de chorizo, ensalada de escabeche (besugo que venía en toneles grandes de madera), aceitunas, cebolleta morada, tomate, pimiento y, de postre, ensalada de naranja, azúcar y vino blanco o tinto (la receta puede variar según las tradiciones familiares). Algunas informaciones indican que también se subía a la Sierra el Santo a comer la tortilla. Hay que decir que esta costumbre culinaria se mantiene todavía hoy en día en Los Navalmorales, aunque ya no se salga al campo.

La imagen de san Blas, informa Encarna López Magán (1936-), la regalaron los hermanos Isidoro, el Músico, y Regina López Recuero, después de la guerra civil, quienes también costeaban las roscas y la misa de ese día. Así como san Blas porta un báculo arzobispal, así había báculos que tenían en la empuñadura un san Blas chiquito. Estos báculos los tenía la tía Regina y se llevaba a las casas de los niños enfermos, seguramente de garganta, para que les curara. Después, hasta los años 80, Encarna y Teresa López y Mari, la mujer de Isidoro López, siguieron la tradición de encargarse de las roscas y de llevarlas a la iglesia para su bendición, hasta que ya, mayores, lo dejaron. Hoy, cada interesado encarga las roscas en las panaderías y las lleva a bendecir a la misa. Por lo visto, hubo una hermandad de san Blas, hecho que el actual párroco no corrobora.

La tradición de san Blas, como patrón de las dolencias de garganta y las roscas correspondientes, está muy extendida por toda España. No lo está tanto la procesión con el tambor, que parece que era esencialmente dedicada a los niños. Sí se mantiene hoy en Los Navalmorales el acto religioso de la misa y bendición de las roscas y, en el colegio, los profesores organizan a media mañana un recorrido por las calles con los niños cada uno tocando un tamborcito de juguete y gritando, “Ratacaplán, el tambor de san Blas”. Parece ser que esta fiesta fue más importante que la de S. Sebastián, que la ha suplantado.

Mariví Navas

                                                                  Tierra de Valdepusa:        https://www.facebook.com/100067699464220/posts/pfbid0bLDLZy4tkB9z5jRP91cmiDgD1EHKro33G5DrXUGsDbPXbLQqVyxCdFx4bhXkt7Enl/?app=fbl  


La Puebla de los Infantes (Sevilla)