viernes, 26 de abril de 2013
Grândola, vila morena: El himno contra la dictadura de la troika
miércoles, 24 de abril de 2013
Aquella granja
Porque aquel altanero burgués
II
Pareciera que todo,
Los pabellones donde gruñían los cerdos,
Y en la humildad de aquella miseria,
III
Hoy esos pisos
IV
Así un día y otro,
V
Maldita seas por siempre,
lunes, 22 de abril de 2013
La audiencia
Hace once años escribí un
relato titulado La
audiencia, ubicado en el Madrid gris de 1970. Un joven recibe
un día un telegrama en el que se le comunica que debe prepararse para una
audiencia en el palacio de El Pardo con el Jefe del Estado.
En tres breves capítulos, el
narrador nos adentra en el encorsetado mundo político de un régimen que se va
acabando. La alegría juvenil contrasta con la prosapia del régimen y sus
protocolos. Con los ojos puestos en el cuento de "El Hechizado" de
Francisco Ayala, el narrador nos muestra muy de cerca un Franco que ya no
manda, un generalísimo adulado pero que ya nada decide.
Pudo titularse este
cuento El telegrama,
pues con un telegrama comienza. También pudo llamarse El traje prestado, destacando
así ciertas dosis de ironía. Y, si se hubiera querido resaltar la ambientación
política, podría haber sido su título Cuando Franco ya nada mandaba.
Hace
ya algún tiempo lo publiqué aquí, y si hoy lo traigo de nuevo a esta cabecera
es porque quiero mostrar aquel tiempo de decadencia, pero también de espera, en
el que nadie sabía por dónde iba a ir la sociedad. Un tiempo que se vivía como
el final de un régimen autoritario, pero de cuyo desenlace nadie conocía apenas
nada.
La audiencia
Y ya
tenemos al Indio González Lobo en compañía de la enana doña Antoñita camino del
Alcázar.”
F. Ayala: El Hechizado
1
A mediodía me entregaron un telegrama, el primero que recibía en toda mi vida. El encargado del correo me lo dio en mano, sin disimular su curiosidad.
-Toma, Aravalle, un telegrama.
Mis compañeros de mesa enmudecieron
mientras yo abría el sobre azul y leía con ansiedad: “Concedida audiencia Jefe
del Estado próximo veintiséis abril para entregar premios fin de carrera ruego
persónese en esta dirección general día veintiuno diez mañana”. Lo leí otras
dos veces, con la respiración contenida, y después lo doblé y me lo guardé en
el bolsillo. Levanté la vista y me encontré con los ojos de Heredia.
- ¿Qué pasa, Aravalle? - me preguntó
inquieto.
-Que el miércoles próximo me llevan a
ver a Franco.
- ¡Pero bueno, eso es que te han dado
el premio! - dijo Benjamín.
- ¡Enhorabuena, Antonio! - añadió Paco.
Los tres se levantaron de sus asientos
y, mientras me abrazaban, una y otra vez corearon mi nombre. Los demás
comensales nos miraron con curiosidad, preguntando con su gesto por la razón de
nuestro pequeño alboroto. Heredia, resuelto, se adelantó hacia la mesa del
estrado, embridó sus nervios y se dirigió al director de la residencia.
-Don Manuel, que a Aravalle le han
dado el premio nacional de magisterio, y se lo va a entregar Franco en El Pardo
dentro de una semana.
Echando su silla hacia atrás, don
Manuel mandó que me llamaran. En cuanto llegué a su vera, me buscó al
tacto, me cogió las manos y las apretó. Luego elevó su rostro, carraspeó varias
veces y me dijo:
-Querido, me alegro mucho de que te
hayan dado ese premio, es un honor para la Institución. Año tras año has ido
superándote y has logrado un buen expediente, a pesar de las dificultades que
el destino ha puesto en tu camino. Pero el Señor te ha iluminado y te ha
guiado con su amparo. Enhorabuena, querido, enhorabuena.
Mientras, los demás profesores, que
estaban sentados a la misma mesa que don Manuel, dejaban de masticar para
enterarse mejor de la noticia, don Ramón, el secretario, me pidió el telegrama
y, engolando la voz, se lo leyó de cabo a rabo a los comensales, que hasta
entonces se habían hecho lenguas acerca de lo que estuviera pasando. Cuando
terminó, muchos aplaudieron con ganas, pero algunos miraron hacia otro lado,
quizá por indiferencia o por envidia.
-Aravalle, ahora tienes que decir
algo- me espetó al oído.
-No, don Ramón, yo creo que ya es
suficiente- contesté.
Pero el auditorio esperaba en silencio
y me vi obligado a decir unas palabras. Tragué saliva y les hablé desde un lateral
del estrado.
-Como veis, me han concedido el premio
nacional de magisterio. Os doy las gracias por compartir conmigo esta alegría,
una alegría que quiero dedicar a mis padres y a mis hermanos.
De nuevo sonaron aplausos. Yo me
retiré de la mesa presidencial y, algo abrumado, retorné a la mía. Mientras
tomaba el postre, mis amigos empezaron a cavilar acerca de cómo iba a ir
vestido el día de la audiencia.
Salimos del comedor y nos
encaminamos a nuestro cuarto, con el fin de coger los libros y marcharnos
a la facultad, pues asistíamos a clase en el turno de tarde. Con el
telegrama en el bolsillo, firmemente agarrado con mi mano izquierda, subí las
escaleras. Ya en la habitación, lo puse encima de la cama.
-Tocadlo vosotros también, yo aún
no me lo creo.
- “Concedida audiencia Jefe del Estado...”-
leía Paco en voz alta, mientras Benjamín y Heredia también lo cogían, cada uno
de una esquina.
- ¡Joder, macho, qué potra! – dijo Heredia.
-De potra nada, Antonio se lo merece-
replicó Benjamín.
-Pues claro, hombre, es broma- añadió Heredia.
-No, también es suerte, podrían
habéroslo dado a cualquiera de vosotros, al fin y al cabo, también os
presentasteis al premio.
-Nada, nada, aquí pone Antonio
Aravalle, así que fuera esa pelusilla- terció Paco.
Nos miramos con complicidad y nos
fundimos los cuatro en un abrazo. Preparamos nuestras carpetas y nos marchamos
a clase. A la vuelta pasaríamos por el Uruguay, el bar donde íbamos
abriéndonos un hueco, y allí les convidaría a una ración de calamares. Y desde
el teléfono de fichas, pondría una conferencia a casa de Sebastián, el hijo
del encargado de la granja, para que avisaran a mis padres y les
informaran de todo.
2
La cita es a las diez, pero desde las
nueve y media ya estás paseando por Alcalá, acera arriba, acera abajo, con el
telegrama bien guardado en tu bolsillo, mientras oyes el crujir de los
autobuses y las bocinas de los coches en esta mañana suave de primavera. Al
filo de las diez moderas tu ansiedad y te acercas a la puerta del ministerio,
donde la voz cavernosa de un guardia civil te sobresalta cuando te pregunta
agrio:
- ¿Qué desea?
-Buenos días- le contestas sumiso- voy
al despacho del director de enseñanza primaria- le sueltas de un tirón mientras
le muestras el telegrama.
Cuando lo ha leído, el guardia civil
se cuadra ante ti y te señala con afectada amabilidad, más por lo que ha leído
que por lo que le has dicho:
-Suba usted al tercer piso y allí
pregunte al ujier.
Así lo haces. Ante el ujier no repites
la escena. Le das los buenos días y, sin más preámbulos, le tiendes el
telegrama, que ni siquiera lee, y de inmediato te hace pasar, con estirada
cortesía, a la sala contigua.
Es una amplia estancia, con ventanales
a la calle, y al fondo de la misma hay un funcionario, sentado a su mesa, y
tres o cuatro personas alrededor. Te acercas y le das el telegrama. Él te
saluda y te da cortésmente la enhorabuena. Después te presenta a los que con él
están, algunos de los chicos que, como tú, han sido premiados también.
Enseguida van llegando lo demás, y los
directores de vuestras escuelas normales. A ti te acompañará doña Mari Paz, la
profesora de pedagogía, una mujer moderna, con el pelo corto, la edad madura y
la sonrisa fresca. Siempre te ha caído bien. Cuando la llamaste anteayer para
decirle que te habían premiado, se hizo de nuevas, quiso que al alborozo del
premio pudieras unir la alegría de decírselo.
Pasadas las diez y cuarto de la
mañana, el director general entra en la sala y se hace un espeso e inmediato
silencio. Os saluda uno a uno y, ya sentados de nuevo, manda leer, al
secretario que lo acompaña, la orden ministerial por la que se os concede el
premio
“...y les será entregado el
diploma acreditativo correspondiente y un cheque nominativo de diez mil
pesetas...”
Terminada la lectura, el director
general deja que aquella prosa administrativa y solemne se prolongue en el
silencio. Luego dice:
-Es un honor para mí que el
señor ministro me haya encargado la preparación del acto en el que tendrá
lugar la entrega de estos premios fin de carrera. Quiero felicitarles a todos,
también a ustedes, directores, y decirles que la audiencia concedida por Su
Excelencia, que, como saben, tendrá lugar el próximo miércoles, se desarrollará
de acuerdo con las normas de protocolo que se les señalará dentro de unos
instantes.
Sigue el director general desgranando
su discurso, mostrando las razones por las cuales aquel acto en El Pardo va a
ser muy importante, “un acto que consagrará al magisterio como la vocación por
excelencia, la más entregada, la imprescindible para el porvenir de la patria”.
Después trae a colación la ley general de educación, recién aprobada por los
procuradores en las Cortes, y os habla largo y tendido de la E.G.B., el nombre
de la nueva enseñanza primaria.
Mientras continúa con su discurso, dos
ideas dan vueltas en tu cabeza: la primera, la coincidencia de la aprobación de
la ley de educación con la adjudicación de vuestros premios y con la audiencia
en El Pardo, una coincidencia que te parece buscada adrede. La segunda, la
cuantía del premio, esas diez mil pesetas con las que podrías pagar el
trimestre en la residencia, sin esperar a que te abonen la beca, así no te
tendrán, como siempre, en la lista de morosos; esas diez mil pesetas que pueden
servir para que tus padres liquiden la deuda que arrastran desde hace años;
esas diez mil pesetas que, ¡quién pudiera!, te gustaría gastar en ir al cine
todo lo que quisieras, en comprarte ropa, en libros; esas diez mil pesetas...
Cuando acaba el director general, su
secretario toma la palabra:
-Tienen ustedes que estar aquí,
en esta misma sala, a la ocho y media del próximo miércoles. En un autobús
serán trasladados al palacio de El Pardo, donde tendrá lugar la audiencia, de
cuyos pormenores se les hablará dentro de unos instantes. Terminada la misma,
nos dirigiremos al restaurante José Luis, en el que se celebrará un almuerzo en
homenaje a los premiados, presidido por el señor ministro. En el mismo autobús
se regresará a la sede del ministerio, y así se dará por acabada la jornada.
Vuestro silencio acompaña el giro de
cabezas, que del director general van al secretario, y de éste al jefe de
protocolo del ministerio, quien se dispone a introduciros en los entresijos de
la audiencia. Es un hombre feo y prematuramente calvo, con unas negrísimas
gafas de concha que, no obstante, dejan ver unos ojos vivos. Viste traje oscuro
y corbata burdeos, su voz es sugerente y suave, y sus gestos, medidos, pero
nada forzados. Perdido en la inmensidad de la calle, nadie se fijaría en él,
pero en los despachos de los ministerios y en las antesalas de palacio te
parece la persona imprescindible para moverse sin envaramientos.
-Ese día –os dice- los caballeros irán
vestidos con traje o chaqué y calzados con zapato negro; las señoras llevarán
vestido hasta media pierna o traje de chaqueta del mismo largo. Una vez estemos
en Palacio, se accederá a la antecámara del salón de audiencias, en cuyos
lavabos podrán ultimar los detalles de su atuendo personal si fuera necesario.
En dicho salón serán saludados por el señor ministro, quien departirá con
ustedes unos instantes. Después serán abiertas las puertas del salón, y entrará
el señor ministro, acompañado del señor subsecretario y los señores directores
generales e inspectores centrales. A continuación, accederán los alumnos
premiados y, por último, los directores de sus escuelas normales. Su Excelencia,
el Jefe del Estado, les esperará de pie, en el centro de la sala, y el señor
ministro se acercará a saludarlo, mientras los demás invitados formarán un
corro ovalado junto a las paredes del salón. Después tomará la palabra el
secretario de audiencias, quien leerá la orden de concesión de los premios.
Unos instantes después el señor director general de enseñanza primaria expondrá
al Jefe del Estado las razones de la petición de la audiencia, y, agradecerá a
Su Excelencia la concesión de la misma. Acto seguido invitará a los alumnos
premiados a que saluden al Generalísimo. Según vayan siendo ustedes nombrados,
avanzarán por la parte central del salón hacia Su Excelencia, quien les
estrechará la mano y les entregará el diploma acreditativo. Cuando les vaya a
saludar, los caballeros inclinarán la cabeza, y las señoras harán una leve
genuflexión. Al estrechar su mano no apretarán apenas ésta ni le dirán nada, a
no ser que Su Excelencia les demande alguna cosa. Después serán presentados al Jefe
del Estado todas las autoridades y cargos presentes en el acto, que también
procederán como ya ha sido descrito. A continuación, uno de los alumnos,
previamente seleccionado, se situará en el centro del salón y, mirando a Su
Excelencia, leerá, con voz clara y pausada, el breve discurso que ya tenemos
preparado, y le hará entrega de la medalla del maestro, recién diseñada por un
artista de renombrada fama.
El jefe de protocolo hace una breve
inflexión en su voz, se ajusta mecánicamente el pasador de su corbata, mira a
su alrededor y continúa su exposición.
-Terminada la presentación al Jefe del
Estado, éste dirigirá unas palabras a los presentes, dichas las cuales se
aplaudirá cortésmente, y después, cuando el secretario de audiencias ordene a
los ujieres la apertura de las puertas, se romperá la solemnidad del acto, y
las autoridades departirán con Su Excelencia, caminando hacia la salida.
Cuando acaba su parlamento, el jefe de
protocolo cierra la carpeta y os mira con amabilidad, sabedor del
apabullamiento al que os ha sometido, y se ofrece para resolver las dudas que
podáis tener. Como nadie pregunta nada, el director general, mientras un ujier
sirve café a los presentes, toma de nuevo la palabra.
-Uno de ustedes, los premiados, tiene
que leer ante el Caudillo, en nombre de los demás, el discurso del que antes ha
hablado el jefe de protocolo.
Interrumpe sus palabras bruscamente y
te mira.
-Bien puede ser usted, que parece el
más joven; a Su Excelencia le agradaría.
Todos asintieron, premiados y
directores, todos menos tú, que te atreves a contrariarlo.
-Yo aceptaría gustoso, pero propongo
que sea Marina quien lo lea; creo que a Su Excelencia le agradaría oír el
discurso con un cierto deje gallego- Mientras vas hablando, sonríes al
director, sabes que tu propuesta es de obligada aceptación. Y de paso te verás
libre de un encargo engorroso.
-Es interesante su proposición- dice
el director de La Coruña.
-Bueno, yo, si no les parece mal,
aceptaría, pero espero que los nervios no me traicionen- confirma Marina.
-Me parece una idea generosa la de
Aravalle- añade doña Mari Paz, y tú observas, por su entonación, que te lanza
un guiño simpático.
-Bueno, sea como ustedes dicen-
concede el director general algo contrariado.
Con algunas consideraciones más
termina la sesión de preparación de la audiencia. El director general se
despide hasta el miércoles y su secretario os acompaña hasta el ascensor. En la
puerta del ministerio te quedas unos minutos charlando con doña Mari Paz. Benjamín,
Paco y Heredia, que ya andaban por allí, se acercan y os saludan, ávidos de
noticias.
-Ya os contará Aravalle, menuda
audiencia- les dice la directora.
-Y además nos dan diez mil pesetas y
un banquete- añades tú.
- ¿Qué dices, chaval? - sonríe Heredia.
- ¿Y dónde os llevan a comer? -
pregunta Benjamín.
-A un restaurante que se llama José
Luis. Está cerca del estadio Bernabéu y es de mucho lujo- contesta
doña Mari Paz.
- ¡Guárdanos algo cuando vayáis! -
bromea Paco.
Os despedís de
doña Mari Paz. Ella se
va, moderna y elegante, por Alcalá hacia Cibeles. Vosotros subís por Gran Vía-
todos decís Gran Vía, aunque su nombre sea Avenida de José Antonio- y torcéis
por San Bernardo. Llegáis a la residencia justo con el tiempo para comer y
marcharos a clase.
-Tenemos que llevar traje- les dices a
tus amigos, mientras coméis.
-Bueno, hombre, traje no tienes tú ni
tenemos nosotros, pero ya se arreglará todo- acierta a decir Paco.
-Podríamos buscar en la residencia,
hacemos una lista de los compañeros que lo tienen y, según vayamos viendo, se
los pedimos- añade Heredia con decisión.
Al ir hacia la facultad, les cuentas a
tus amigos todo lo que os han dicho en el ministerio. Y por la noche, en la
habitación, hacéis la lista de los compañeros que son más o menos de tu talla y
que tienen traje. Eso mismo te ha dicho don Manuel, cuando te llamó en el
comedor y te pidió que le informaras de lo que te
habían dicho en el ministerio.
-Que te preste su traje algún
residente, querido, que para eso sois compañeros.
Heredia os lee la lista provisional de
los del traje.
-Te pueden servir el de Vegazo, el de
Benítez, el de Inocencio y el de Ignacio.
-Quizá también te sirva el de Alcalde-
dice Benjamín.
-No, que Alcalde es algo estrecho de
pecho- replica Paco.
-Hay que ir a hablar con ellos ya,
venga- propone Heredia-. Vosotros dos habláis con Ignacio y con Benítez, y
nosotros vamos a ver a Inocencio y a Vegazo.
Al cabo de un rato hay encima de tu
litera cuatro trajes. Te vas probando uno a uno, y para que la prueba sea
completa te pones una camisa blanca. El primero es un traje azul marino muy
bonito, pero te está grande, sobre todo la chaqueta, parece mentira, si Benítez
es más o menos como tú. El segundo es un traje gris muy aparente, pero los
pantalones te quedan anchos, se te caen. Te pruebas los otros dos trajes y
tienes suerte, son del mismo color; la chaqueta del de Vegazo te sienta muy
bien, pero el pantalón te resulta ancho. Por el contrario, el de Ignacio te queda
perfecto, ni hecho a medida, aunque la chaqueta te hace una arruga fea y no se
ajusta bien a tu espalda.
-Ya está, la chaqueta de Vegazo y el
pantalón de Ignacio, póntelos juntos- dice Heredia.
-Ambas prendas se acoplan bien a tu
cuerpo y observas que tus amigos están satisfechos, aunque a ti te parece que
el color, un gris claro que ahora está de moda, no te parece muy adecuado para
la ocasión. Pero no se lo dices a ninguno, bastante hace que lo ponen todo
a tu disposición, no vas a ir ahora poniendo pegas.
Benjamín coge un ramillete de corbatas
para ver cuál es la que mejor combina, y os decidís por la más atrevida, una
corbata floreada de Ignacio, que es la que él usa, se la recomendó, al comprar
el traje, un vendedor de El Corte Inglés. Tú no estás muy convencido, pero qué
se le va a hacer, te gustaría más llevar tu corbata azul y tu jersey de pico,
pero el protocolo es el protocolo, y los amigos, los amigos. Decidís llevar
todas las prendas al ropero, para que las revisen y las planchen, es lo que ha ordenado
don Manuel.
-Dejadlo, mañana las llevo yo, ya es
tarde- dice Paco, afectuoso y sensato.
-Yo iré a cortarme el pelo- añades, ya
bastante fatigado.
-Córtatelo a navaja en Noviciado,
Bernardino te lo dejará muy bien.
Mientras te pones el pijama, piensas
en tu madre, cuando, emocionada al otro lado del teléfono, te llamó ayer llena
de alegría, y al cabo de un ratillo te preguntó:
-Hijo, ¿Qué ropa vas a ponerte para ir
a recoger el premio? ¡Ay, por Dios, seguro que te dicen que hay que llevar
traje!
-Ya veremos, madre, usted no se
preocupe, que todo se arreglará.
Ahora ya tienes traje, no es tuyo,
pero da igual, como si lo fuera. Sí, es gris claro, no es lo más apropiado, te
gustaría más ir con tu jersey de pico, tu corbata azul de goma y tu pantalón
gris oscuro, ése que te compró tu madre en Pamplona el verano pasado. Un traje
es un traje, recuerda, tú no lo tienes. El tío del protocolo fue claro, dijo
que los caballeros irían con traje.
Estás como en una nube, todo es un
poco irreal, el premio te gusta pero Franco no tanto, ya en la escuela de
magisterio fuiste dándote cuenta de algunas cosas, y ahora en la facultad no te
gusta ver a los policías en las clases, ni verlos romper carteles y repartir
leña, lo que dicen es verdad, no hay libertad, pero tú tienes una beca-salario
y no la quieres perder, es tu futuro, no quieres meterte en líos, te vas dando
cuenta de que se huele de lejos que aquí sólo pueden opinar algunos,
los de siempre. Y ahora, con lo del premio, te gusta que te lo den, te sientes
recompensado, tus padres se merecen esta alegría, pero que te vaya a dar el
premio Franco te impacienta, aunque te vas durmiendo con la idea de que si
fuera en Francia, te lo daría De Gaulle, y si fuera en Suecia, te lo daría el
rey, que lo importante es que te lo da el Jefe del Estado, y a ti te ha tocado
éste. Claro que quizá tiene razón Otero, cuando te dijo ayer al salir de clase
que te iba a entregar el premio un señor con las manos manchadas de sangre, y
tú le dijiste que las tuyas estaban limpias y que el premio no era ningún
regalo. Y te vas durmiendo y te das la vuelta, y el sueño se te escapa, será
mejor que pienses en tu pueblo, en la sierra, en las vacas, en la nieve, en la
escuela de don Faustino, en la de doña Mari, en la fuente del barrio del medio,
en tu madre.
3
A las siete y cuarto de ese miércoles
tan especial, Antonio Aravalle saldrá de la residencia, con el traje gris claro
y la corbata de flores, el telegrama en el bolsillo y una intensa alegría
botando por su sangre. Entrará en el bar Uruguay y pedirá un buen desayuno,
zumo de naranja, café con leche en taza grande y un croissant a la plancha.
Mientras lo esté atendiendo, Amalio le mostrará en el periódico Ya la
página de audiencias en El Pardo, y señalará con alegría la que le afecta a
Aravalle.
-Esta es la tuya, Antonio.
-Sí, ésa es. Se ve que estás atento.
- ¿Cómo es que no te acompañan tus
amigos?
-He preferido salir solo. Esta tarde
los veré, cuando ya haya pasado todo.
-Suerte. Y ten cuidado, no te vayan a
detener al entrar en El Pardo-bromea.
-No creo, pero, por si acaso, iré con
cuidado.
Antonio Aravalle, aprovechando la
dulzura de esa mañana de abril, decidirá ir andando al ministerio. El cielo
despejado dejará que el sol vaya apuntando por las azoteas de la Gran Vía. Un
intenso tráfico de coches provocará la prisa incluso de los viandantes que,
como él, vayan paseando con tranquilidad. Observará los escaparates- zapatos,
joyas, relojes, paños- más por curiosidad que por deseo, mirará las fachadas,
ojeará los periódicos de los quioscos, cantará para sus adentros, sonreirá
mientras camina: irá feliz. Pasarán a su lado autobuses azules atiborrados de
gente, y en las paradas, personas inquietas consultarán una y otra vez sus
relojes, dando impacientes golpecitos en el suelo con sus zapatos, y mirarán,
aupándose, si ya se acaba su tiempo de espera.
A las ocho y veinticinco entrará en el
ministerio, como el otro día, pero ya con el telegrama en la mano, y el guardia
de turno se le cuadrará y le franqueará el paso inmediatamente. En la misma
sala del lunes se irán juntando todos, alumnos y profesores, trajeados como se
les indicó, pero nerviosos y risueños. Aravalle se sentirá algo inseguro al
percibir que su traje es el único de color claro. Enseguida se sosegará al
observar que también hay señoras con vestidos de colores, que diluirán un poco
lo llamativo de su atuendo, y ello lo aliviará de su pesar.
A las nueve menos cuarto se les podrá
ver avanzando por las calles de Madrid- Alcalá, Gran Vía, Plaza de España,
Princesa, Moncloa- y dejarán la Puerta de Hierro atrás según vayan
penetrando en el monte de El Pardo por una carretera en cuyas cunetas
hermosos chopos apenas dejan ver las encinas de un bosque efervescente.
Llegarán a la puerta principal del
palacio donde vive el Jefe del Estado, y unos guardias civiles allí vigilantes
hablarán con el jefe de protocolo y comprobarán algunos datos. En la garita, un
oficial de la guardia personal de Franco ordenará que se levante la barrera e
indicará al conductor que ya puede pasar. Cerca de una puerta lateral del
palacio bajarán todos del autobús y serán conducidos a la planta sótano, donde
unos empleados, vestidos de paisano, ordenarán discretamente a las señoras
que accedan al palacio por una puerta, y a los caballeros que lo hagan por
otra. Unos individuos de oscuro les palparán la ropa, con diligencia y en
silencio, y después se disculparán con profesionalidad. En un rellano, después
de subir unas escaleras, se rehará el grupo y serán conducidos a una sala de la
planta baja, en la que hay unos sillones bien dispuestos, que intentarán servir
para que los nervios y el agobio desaparezcan, o al menos se sosieguen.
Inesperadamente aparecerá, antes de lo
previsto, el ministro de educación, el señor Villar Palasí, vestido de chaqué,
ágil, fuerte, sonriente, y les irá saludando uno a uno, mientras su secretario
le irá apuntando al oído nombres y datos. Cuando llegue a Antonio Aravalle, le
dirá:
-Parece usted muy joven.
-Tengo dieciocho años, señor ministro.
-¿Ya está usted dando clases?
-No, señor. Estudio Filosofía y Letras
en la Complutense, tengo una beca-salario.
- ¡No sabe usted cómo me alegro!
En diversas salas contiguas habrá
personas que también serán recibidas en audiencia por el Generalísimo. Durante
breves instantes Aravalle y sus compañeros verán los rostros del boxeador
Urtáin y de la actriz Isabel Garcés, la de las películas de Marisol.
Poco después presenciarán el paso de un grupo de hombres inquietos, vestidos
con camisa azul, corbata negra y chaqueta blanca. Doña Mari Paz le dirá a su
colega de Oviedo:
-Aquél alto, peinado para atrás, es
Girón de Velasco, del Consejo Nacional del Movimiento.
Caminando por el pasillo principal, el
grupo capitaneado por el ministro Villar Palasí, se encontrará con una comitiva
presidida por el recién destituido ministro de obras públicas, el señor
Silva Muñoz, con el gesto adusto y la mirada baja, comitiva que apresurará sus
pasos, para no encontrarse frente a frente con la nuestra, y se irá por el
pasillo que antes transitaron los de la chaqueta blanca.
A Aravalle y sus compañeros, aquel
desfile de caras conocidas les abrumará y desconcertará a la vez. Sólo verán en
aquellos rostros pesadumbre y derrota o alegría y conquista, pero en ningún
caso sabrán descifrar las causas de tales sentimientos. Algunos años después
Aravalle y sus compañeros entenderán que en aquellos pasillos se escenificó, precisamente
entonces, la lucha por el poder entre las diversas familias del franquismo, que
aquella mañana fueron testigos, sin saberlo, de la definitiva ascensión al
poder de los tecnócratas del régimen.
Ya en la antecámara del salón de audiencias,
alrededor del ministro se forma una pequeña tertulia, los directores hacen la
suya y los premiados una tercera. Algunas personas se descuelgan para ir al
baño a aliviarse y aligerar los nervios o a darse el último retoque al peinado
o al atuendo. El director de enseñanza primaria se te acerca con aire de
disimulo y gesto severo.
- ¿Cómo es que trae usted esa corbata?
-Es que no tenía otra que pegase con
el traje.
-Por cierto, ¡Ese traje es muy claro,
hombre de Dios!
-Es que es prestado -le dices dolido.
-Bueno, siendo así. Vaya usted al baño
y cámbiese de corbata. Mi secretario le llevará ahora mismo otra.
-Gracias- contestas, apartando con
orgullo tu cabeza hacia un lado, sin otro afán que evitar así la fetidez de su
aliento.
Pasas rápido al baño, te cambias de
corbata, orinas tus nervios y te incorporas de nuevo al grupo. Sólo se da
cuenta del cambio de corbata Marina, la gallega, pero no dice nada, aunque por
su forma de mirar lo desaprueba, como lo desapruebas tú, más por la
indelicadeza del director general que por la razón estética del cambio, que, no
te duelen prendas, te parece acertado.
A las once y media en punto, dos
ujieres abren las puertas del salón y se sitúan en los flancos, mientras el
secretario de audiencias se aproxima al ministro y le invita a entrar, cosa que
éste hace, seguido de todos los demás, según previó con precisión el jefe de
protocolo el viernes pasado.
El salón de audiencias permanece en
una discreta penumbra. Aunque hay tres amplios ventanales a la derecha, casi
toda la claridad que entra es tamizada por unos cortinones de terciopelo verde
oscuro; sólo a través del último la luz del día se filtra, y permite observar
con alguna precisión lo que en la sala hay. Una araña que pende del techo y dos
pantallas laterales, situadas en sendas mesas bajas, completan el halo luminoso
de la sala, difuminando un cuadro que se cierra por el fondo con una mesa
grande llena de papeles y carpetas, la mesa del Generalísimo.
Cuando por fin penetras en aquél
salón, ves allá, al fondo, a Franco, situado ligeramente por delante de su
mesa. Mientras vas andando a donde te llevan los pasos de tus compañeros,
observas que va vestido de capitán general y te parece que está más viejo de lo
que imaginabas. No esperabas ver a un hombre robusto- sabes de sobra que ronda
ya los ochenta años- pero te parece que está demasiado viejo para su edad. Sólo
muda un poco la expresión de sus ojos cuando reconoce la cara del ministro; a
los demás os destina la misma mirada hierática que tiene en las monedas de cinco
duros. Ahora estás situado a unos dos metros de él, lo ves de perfil, su perfil
izquierdo, y puedes observar sus gestos y sus movimientos, desde esa atalaya
tan singular que, no obstante, te tiene agarrotados los nervios del
estómago.
La audiencia va transcurriendo como
había pormenorizado el jefe de protocolo, aunque el azar puede abrir un
imprevisto en cualquier momento. Y así sucede cuando el director general se
equivoca al ponerse las gafas para leer su discurso de salutación. Como es un
presumido- has podido comprobarlo en estos días- no lleva puestas las gafas de
lejos, así que al sacar las de cerca para leer, toma las otras gafas del
bolsillo, y es tal el lío que se hace que ambos pares se le caen encima de la
alfombra. Todos sonreís levemente con la mirada, todos menos tú, que disfrutas,
vengativo, con aquel arrobo del director general -“A todos nos llega nuestro
minuto de zozobra –piensas-, éste es el tuyo”. Tampoco sonríe Franco, quien,
rígido en su posición y cansado en su aspecto físico, deja que el acto
transcurra como si fuera un autómata, sin articular palabra ni evidenciar
emoción.
Se acerca el momento crucial, cuando
los premiados oigáis vuestro nombre y tengáis que saludar al Jefe del Estado.
Cuando oyes el tuyo, te sitúas en el centro del salón y ves frente a ti a
Franco: la mirada lenta, el gesto inexpresivo, la mano blanda, el saludo
brevísimo. Recoges tu diploma y regresas a tu sitio, y observas a los demás,
que, como tú, son fotografiados una y otra vez, los flashes parpadeando y las
cámaras de televisión zumbando. Todos miráis al Generalísimo, pero él permanece
casi ausente cuando Marina lee su breve
discurso.
Más breve fue aún el de Franco, cuando
sin papeles ni gafas, enmudecidos todos, sacó un hilo de voz de sus catacumbas,
y nos dijo que la nuestra era una noble profesión cuya finalidad era sembrar en
los niños la simiente de la nueva España. Los aplausos que sonaron después
señalaron el final de la solemnidad de aquel acto, y así lo hizo ver el
secretario de audiencias ordenando con un gesto que se abriesen las puertas.
Cuando el ministro Villar Palasí se
despedía de Franco, éste le comentó algo al oído, y de inmediato se nos invitó
a acercarnos al Jefe del Estado. Algunos altos cargos ya iban saliendo del
salón, pero nosotros, azorados, respondíamos a las preguntas que Franco nos
hacía sobre nuestros estudios y nuestras ocupaciones. En aquellos breves
instantes no me pareció que estábamos hablando con un jefe de estado -viejo y
cansado, sí, pero disciplinado con quienes le organizaban las audiencias- sino
con un anciano cualquiera que se interesaba por detalles de nuestra vida y
de nuestros estudios. Percibimos, o al menos así lo percibí yo, que el poder
del estado ya no residía allí, que aquel Franco de nuestra audiencia ya era un
actor apagado, al que sólo le brillaban algo los ojos cuando, acabado ya su
papel oficial, se desprendían de él los de protocolo y ejercía a su modo el
papel de abuelo político. Aquel aparte nada interesó a las autoridades que
habían solicitado la audiencia; salvo el director general, todos habían
evacuado ya el salón cuando Franco nos despidió, esta vez sí, con algo de
vida en la mirada: aquel aparte nada añadía ni quitaba al significado que la
audiencia tenía en aquel contexto y en aquellas fechas.
Al salir del palacio, el autobús nos
llevó por calles largas y rectas –Cea Bermúdez, General Sanjurjo, Avenida del
Generalísimo- hasta dejarnos junto al restaurante José Luis. Lo
que para unos fue comida de trabajo, para otros fue banquete inolvidable, no
tanto por la diversidad de manjares, que los hubo, sino porque nos dimos cuenta
de nuestra más absoluta ignorancia en aquellos otros protocolos de mesa
y mantel, de los que nada se nos había hablado en la sesión preparatoria.
Aunque hicimos buen uso del dicho “Allí donde fueres, haz lo que vieres” ya que
nos desenvolvimos con suficiente soltura, incluso a pesar de los flashes y de
las luces de los fotógrafos. El sobre con el cheque llegó a los postres,
acompañado de algunas frases para la ocasión y corteses aplausos, que iban
señalando, con el brindis, el final del almuerzo.
Cerca de las seis serían cuando el
autobús nos dejó en la calle de Alcalá, junto al ministerio, donde ya me
estaban esperando Benjamín, Heredia y Paco. Allí nos despedimos todos los
premiados, saliendo, poco a poco, de la nube de la audiencia. Allí dijimos
adiós a doña Mari Paz, que nos sonrió con sabiduría una vez más. Mientras
subíamos los cuatro por Gran Vía arriba, camino del Uruguay, yo iba contándoles
todo. En el bolsillo derecho apretaba con fuerza el cheque. Y en el izquierdo
aún llevaba doblado el telegrama.
Jesús Bermejo
Febrero de 2002
RPI: M-005445/2004