miércoles, 24 de marzo de 2021

En la muerte de Jorge M. Reverte


 

Ya es casi medianoche cuando me entero de que Jorge M. Reverte acaba de fallecer. Me pilla tan desprevenido la noticia que se me escapa una exclamación de pena y se me enrojecen los ojos.

Sabía de su situación después del ictus que sufrió hace unos años, pero desconocía que desde hace algún tiempo padeciera un cáncer, hasta que de él habló hace un par de semanas en una columna en El País.

Aunque de vez en cuando envío cartas al director de dicho periódico, nunca me había ocurrido lo que me pasó una mañana de hace un mes, cuando mandé un correo al director del citado diario después de leer un artículo de Jorge M. Reverte titulado Las JONS y Hasél. Para mi sorpresa, mediada la tarde, recibí un correo del propio Jorge en el que me daba las gracias por mi carta, y me decía que no caería en el olvido. En mi blog publiqué aquel mismo día el artículo, mi carta, su contestación y mi respuesta a aquel corto y sustancioso correo, quizá uno de los últimos que dirigiera a sus lectores.

Las JONS y Hasél

26 de febrero de 2021, El País

“Los ojeadores de Vox no le pierden el ojo al rapero encarcelado, Pablo Hasél, que podría ser lo que ellos necesitan en esta etapa de crecimiento desmedido del partido fascista. Santiago Abascal se reserva el papel de José Antonio Primo de Rivera, aunque algo más tosco y menos leído que el fundador de La Falange, quien, al menos por las citas de sus discursos, había llegado hasta Rousseau, que no es poco.

Hasél es, por currículo y por su presente, un estupendo candidato a jefe de unas nuevas Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, las JONS, que alcanzaron una cierta notoriedad en los comienzos del fascismo español, hasta que se produjo el gran acierto de fundirlas con La Falange, dando origen a un partido de nombre casi eterno, FE de las JONS.

Las huestes de Onésimo no tenían otro ideario que una confusa, y a la vez muy simple, mezcla de conceptos obreristas y patrióticos. El recurso a la violencia era, en realidad, el núcleo de su ideario. Una violencia que se convertía, en la práctica, en la razón de ser de la organización.  

Guardando las obligadas distancias, los seguidores de Hasél tienen mucho que ver con aquellas bandas de delincuentes que aterrorizaban los campos de Castilla la Vieja. Hoy provocan el pánico en las calles de Barcelona —no solo, pero si notablemente—, y en algunas otras ciudades. Pero su impulso solo se mantiene con vigor allí donde el patriotismo alcanza sus cotas más altas. No es casualidad que los brutales seguidores del rapero alcancen su apogeo militante en una ciudad donde hierve el sentimiento independentista. Movilizar a muchos cientos de escuadristas es más fácil allí donde hay una premovilización que donde no. ¿Qué tiene que ver el rechazo a España con el saqueo de tiendas de ropa deportiva y con la libertad de expresión? Poco, la verdad.

El movimiento que ha desencadenado la entrada en prisión de Hasél no tiene nada que ver con ningún debate sobre la libertad de expresión. Más bien, con la libertad de algunas tribus urbanas para hacer lo que les dé la gana, amparadas por el oportunismo de algunos políticos y por la preexistencia de un mensaje patriótico. Los parados gaditanos están más desesperados aún que los catalanes, pero, por suerte para los demás, no tienen inquietudes patrióticas.

Hasél ya ha creado sus JONS patrióticas y matonas. A ver quién se las compra.”

Mi carta a El País

13,30 h del viernes 26/2 

“Acabo de leer la columna de Jorge M. Reverte "Las JONS y Hasel". Quiero darle las gracias, Jorge, por su continua labor de esclarecimiento de la política española y de tanta confusión que podría llevar al desastre. Muchas gracias, Jorge, sé qué hace un gran esfuerzo, usted, un gran escritor y un excelente periodista. Su columna de hoy merece ganar todos los premios del mundo. Es esclarecedora y no puede estar mejor escrita. Gracias.

Respuesta de Jorge M. Reverte

Por la tarde, 18,30 h.

 

Muchas gracias por sus palabras, Jesús.

No se quedarán en el vacío.

Un abrazo,

Jorge” 

Mi respuesta a ese correo

La misma noche, 23 h.

“Un abrazo también para usted, Jorge, porque siempre escribe cosas interesantes en su columna y en bastantes de ellas es sublime. Pero hoy, sobre todo, ha sido valiente y cabal, valiente por ir al fondo de las cosas y no dejarse llevar por abajofirmantes, y cabal en el sentido que daba Fray Luis de León al nombre cabal. Gracias de nuevo y mucho ánimo. En medio de tanta farfolla, usted da en diana muy a menudo y tiene la suerte, ganada a pulso eso sí, de que El País sea su altavoz. Sepa usted que quizá seamos muchos los que abrimos los viernes el periódico por su columna, siempre digna, siempre valiente y siempre sincera.

Gracias,

Jesús”

Un poco de historia

Empecé a leer a Jorge hace ya muchos años, a principios de los ochenta, novelas como Demasiado par Gálvez y Gálvez en Euskadi, y me atrajo su estilo y su temple bravío en aquellos años de plomo. Además de leer artículos suyos en diversos medios, me fue interesando cada vez más su manera de escribir libros de historia de la guerra civil española como La batalla del Ebro o La batalla de Madrid, elaborados después de un riguroso acopio de materiales, entre ellos diarios, memorias y referencias orales, al estilo de Anthony Beevor y Ronald Fraser. Eso es lo que ha hecho Reverte, recordarnos a todos de dónde venimos y hacia dónde podríamos ir.

Los artículos de este último año han sido memorables, sinceros, rigurosos y, ya hoy, quizá su mejor testamento político. Y porque era riguroso y sincero, nunca se debería olvidar su artículo valiente y decidido, y muy bien escrito, acerca del final de su madre, o aquel en el que retrató su ictus.

Gracias Jorge, por su entrega, por su claridad, por su rigor y por su generosidad.

Hasta siempre.

Una muerte digna

3 de febrero de 2008. El País

“Josefina Reverte era una mujer guapa, madre de seis hijos, cariñosa y de derechas, que tenía 75 años cuando, en la clínica de la Concepción de Madrid, le diagnosticaron un cáncer de mama tan avanzado que ya no tenía remedio. Se habían perdido seis preciosos meses para que aquello pudiera ser tratado con alguna posibilidad de éxito. Un médico de una mutua privada le había dicho que tenía una erisipela, y se afanó en curarle de esa afección que había identificado sin realizar una mamografía.

A Josefina no le dijeron que su pronóstico era fatal. Tan sólo le hablaron de la grave enfermedad y de que tenía que ser tratada con quimioterapia y radiología. Su hija Isabel, que la acompañaba, fue quien recibió la noticia en toda su crudeza. De aquel hospital, los hijos, que tenían amigos médicos que se lo recomendaron, la llevaron a la unidad del dolor de otro hospital madrileño, el Gregorio Marañón. El director del servicio fue más preciso, cuando estudió la historia clínica, para hacer su pronóstico: le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapié en que a Josefina la trataran de forma que sufriera lo menos posible. Y el médico se lo aseguró. La paciente recibiría un tratamiento ambulatorio que daría, en las posibilidades de la ciencia médica, una protección frente al dolor y una mínima calidad de vida.

Las semanas pasaron y la enfermedad fue avanzando de la manera exacta a como había sido previsto por el médico. No es preciso describir sus manifestaciones en forma de úlceras y otros espantos. Ni los estragos, perceptibles día a día, que el cáncer provoca en quien lo sufre. El tiempo galopó para todos.

Josefina siguió con disciplina el tratamiento paliativo que todos sus hijos suponían que ella pensaba que podía ser curativo. Llevaba la situación con un humor que parecía insensato, y su chiste favorito de aquella época era uno en el que una mujer acude al médico y le dice:

-Entonces, doctor, dice usted que Géminis.

-No señora, cáncer, cáncer.

Lo que provocaba una nerviosa hilaridad general entre sus vástagos, que seguían pensando que ella era ajena al poco tiempo que le quedaba. La última vez que contó el chiste coincidió con una situación insólita: todos sus hijos, los seis, acompañados por alguna nuera, habían coincidido en torno a su lecho, que era, esta vez sin ninguna literatura, de dolor. Aquella reunión multitudinaria la hacía tan feliz que quiso demostrar su buen humor con una extravagante petición:

-Quiero un gin-tonic.

Y la moribunda se calzó, con aire festivo y la ceremonia obligada que debe escoltar a un buen trago largo, su dosis, acompañada de todos sus directos descendientes, en un ambiente de risas francas y mimos desbordados. No le faltó algún comentario sobre la forma mejor de construir el cóctel y varios recuerdos sobre antiguas visitas a ese lugar de perdición que era el Chicote de la posguerra, adonde iba de cuando en cuando acompañada, eso sí, por su marido y otras parejas de amigos tan jóvenes y mundanos como ellos.

Al acabar la reunión, uno de los hijos, sin que nadie más que ella supiera el porqué de la elección, se tuvo que quedar para recibir una confidencia de Josefina que reventó en sus oídos como un bombazo: ella era consciente de que iba a morir pronto y no se sentía con fuerzas para acudir más veces al hospital a recibir sus periódicas dosis de morfina y engaño piadoso.

Pero a la revelación salvaje le seguía una cola de mucha mayor potencia. El hijo quedaba emplazado a cumplir una doble misión. La primera parte consistía en mantener el suministro de la medicación que garantizaba, hasta donde era posible, que el dolor fuera soportable. La segunda, mucho más dura, era la de responsabilizarse de que su madre tuviera una muerte digna y exenta de sufrimientos. Los demás hermanos no deberían ser consultados ni informados de la petición. Es sensato suponer que en el ánimo de Josefina estaba evitar debates sobre una decisión de la que era soberana. Y la dulzura con que estaba hecho el encargo no engañaba sobre su calidad de indiscutible. Llegada a un punto la evolución de la enfermedad, el hijo tenía que tomar la decisión de hacer que la muerte fuera más fácil y de que el desenlace se produjera en el momento preciso. Y no había más que hablar.

Parte de la misión era sencilla. Una íntima amiga del hijo, una curtida profesional de la anestesiología que trabajaba en otro hospital público de Madrid, se haría cargo del suministro y aplicación a domicilio de las drogas que paliaban el dolor. La otra parte cayó como un metro cúbico de plomo sobre el alma del recadero.

Ya no hubo más reuniones con gin-tonic. Josefina había sabido medir sus fuerzas a la perfección, había sido capaz de discernir cuándo podía tomarse la última copa con la que se saltaba a la torera las recomendaciones convencionales de los médicos, que, obligados por la solemnidad de su papel, son a veces capaces de prohibir a un desahuciado los excesos que podrían acortarle la vida a medio plazo. Ella había sido tan fuerte como para todo eso, y le ordenaba al hijo que lo fuera él para escoger el momento de su muerte. Las palabras clave que se grabaron en la cabeza del hijo, las que estaban recalcadas en el discurso de su madre, eran dignidad y sufrimiento. Mantener la primera y evitar el segundo.

A partir de aquel día del gin-tonic, la rutina en el domicilio familiar se fue haciendo más oscura y los chistes sobre el cáncer y los signos del zodiaco se fueron espaciando hasta desaparecer, porque Géminis había dejado de importar. Los gestos de cariño ya no se impostaban, para que una caricia jamás pareciera casual. Y cada una de esas caricias era como la última. La jovialidad se mantenía; la naturalidad al lavar a la enferma, al ayudarle a incorporarse, al leerle un artículo del periódico en voz alta, surgía sola, como surgen en muy poco tiempo las rutinas en los comportamientos de todos los seres humanos. Los nietos que acudían a visitarla, ignorantes por supuesto de la gravedad de la enfermedad, se abrazaban a ella intuyendo que aquellos abrazos no formaban parte de una cantidad infinita de abrazos. Ella sonreía entonces forzada para darles lo que le había sobrado siempre, alegría.

Pero la habitación estaba en penumbra muchas horas al día, porque la mujer necesitaba cada vez mayores dosis de medicación para poder soportar el dolor, la inmovilidad, la falta de fuerzas en las piernas, la escasez de aliento. Pasaba cada día unos minutos más que el anterior dormitando, dejándose llevar por la creciente potencia de la morfina y los demás venenos que la ayudaban a no sentir las terribles punzadas.

En realidad, estaba ya a la espera de que se cumpliera la atroz certeza que se había instalado en su ánimo. Y pedía, con insistencia, en sus momentos de lucidez, que le abrieran la ventana, que el cáncer olía. No podía soportar que ese olor se instalara en su entorno, que lo percibieran los que se acercaban a su almohada para darle un beso en la frente. Sus hijos pensaban que su madre olía igual de bien que siempre, y se creían que le daban el mismo beso de siempre, aunque, en casos así, un beso cambia su naturaleza y se torna temeroso, leve.

Un día, y de forma desprovista de importancia, añadió otra orden, esta vez sí a todos los hijos que andaban por allí haciendo como que lo que pasaba en aquel cuarto que estaba siempre ventilándose estaba dentro de la normalidad, que allí no había nadie muriéndose. Josefina dijo que quería que incinerasen su cuerpo, y dónde deberían ser esparcidas sus cenizas. Pero el aviso no contenía ninguna referencia temporal, podría haber sido un reclamo para veinte años más tarde. Todo iba quedando atado.

Las jornadas pasaban una tras otra con una insolente falta de solemnidad. Y su vida se iba apagando en una monotonía asistencial de enfermera contratada, porque le humillaba que sus hijos tuvieran que atender el deterioro de su cuerpo que se iba rompiendo, y de turnos de guardia para darle lo que necesitara a lo largo de las interminables noches de padecimientos en torno a un gotero que se nutría de sueros y fármacos cada vez más potentes.

Un viernes de invierno, en 1992, el hijo que estaba encargado de cumplir los terribles encargos de Josefina se despidió de ella porque iba a pasar el fin de semana fuera de Madrid. Y antes de irse, cuando la iba a besar para decirle que el domingo por la tarde volvería, Josefina le oprimió el brazo con la mano que apenas era capaz de sostener un vaso de agua. Y le miró de una manera que no dejaba lugar a la duda. Luego cayó otra vez presa del sueño morboso de la química.

Dos días después, la amiga anestesista acudió a la cita cargada de cariño y de algunos frascos. Exploró a Josefina, que respiraba con alguna urgencia, pero sin abrir los ojos, y coincidió con el lego en que el momento había llegado. Ya no contestaba a las preguntas, ya no besaba cuando era besada, ya sólo respiraba con una cierta agitación. Las instrucciones eran muy sencillas: si no había recuperación de la conciencia, era que el momento había llegado.

De madrugada, el hijo aprovechó un momento de soledad, se sentó a su lado y le tomó la mano. Le dijo unas palabras de despedida y la besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las dosis del combinado que harían de su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se quedó a esperar. La respiración de Josefina se hizo paulatinamente más pausada, y su vida se extinguió sin que pudiera escucharse un estertor, porque no había agonía, sólo una expresión de serenidad. Cuando el pecho se quedó en calma, la muerte se convirtió en una de tantas muertes.

Los hijos de Josefina cumplieron sus deseos de ser aventada en un precioso rincón de la sierra de Madrid, y no volvieron a hablar del proceso de su muerte, plagado de sobreentendidos, porque no había nada que aclarar. Pero todos sabían que había pasado como ella quería que pasase.

Años después, muchos años después, las noticias de la prensa sobre la acción de las autoridades sanitarias madrileñas y la Iglesia española contra los médicos que habían aplicado métodos paliativos para aliviar el dolor y la pérdida de dignidad a muchos enfermos terminales y sus familias, hicieron coincidir a todos los hijos de Josefina en el recuerdo del final de su madre y en el carácter atroz e injusto de la persecución emprendida contra los médicos y, sobre todo, contra los enfermos del hospital Severo Ochoa de Leganés.

Uno estaba ilocalizable en Kenia. Los demás coincidieron en que sería duro, pero que sería bueno recordar su historia, la de Josefina, para que muchos ciudadanos meditaran sobre lo que significa una acción así. Decidieron romper el tácito pacto de silencio que una vez hicieron, y violar el carácter íntimo de su pequeña historia, para enviar a quien pudiera llegar una reclamación de piedad y de decencia.

Los hijos de Josefina se llaman Javier, José, Jorge, Cristina, Isabel y María José. La anestesióloga que les ayudó no puede tener nombre.”

 

Sobrevivir al ictus

18 de enero de 2015. El País

“El mejor regalo que se le puede hacer a un periodista es un buen número estadístico. Por ejemplo, que hay cerca de 120.000 españoles que sufren cada año lo que se llama un ictus. En otras palabras, un accidente vascular en el cerebro. Un buen porcentaje de esos incidentes —cerca del 30%— desemboca en la muerte. Por ejemplo, el ictus es la primera causa de mortalidad entre las mujeres en España, según la Sociedad Española de Neurología.

El ictus es, por tanto, más que una moda. Es una forma frecuente de las que adopta la enfermedad para resolver nuestro torpe instinto de inmortalidad.

El reportero sujeto de este artículo no recibió ningún encargo para escribir sobre el ictus. Simplemente le pasó.

A mediodía del 9 de septiembre de 2014, paseando por la plaza de San Ildefonso, en el centro de Madrid, y con un kilo y medio de tomates colgando del hombro en una bolsa, una sensación de leve inestabilidad llevó al reportero a apoyarse y tomar asiento sobre unas vigas que anunciaban alguna obra pública. El lugar estaba ya ocupado por tres indigentes que daban buena cuenta de sus yonkilatas de cerveza.

El intruso, que ya reconoció los síntomas de un mareo inusual en su cabeza, pidió ayuda a un viandante, que no pudo evitar el comentario despectivo dirigido a ninguna parte:

—¡Está bueno este!

A lo que uno de los genuinos ocupantes de la calle no pudo tampoco evitar responder:

—Este no es de los nuestros. Está de verdad mareado.

El comentario tuvo una gran eficacia porque el camarero de una terraza allí instalada se interesó por la víctima y le ayudó a sentarse a una mesa. Para entonces, los daños del presunto mareo iban creciendo de una manera muy apreciable. Ya no solo no podía controlar la estabilidad, sino que la pierna y el brazo derechos no obedecían sus órdenes. Había que tomar medidas serias.

El camarero, mientras, vuelto a su mentalidad mercantil, le colocó al reportero una inútil coca-cola que —anunció— costaba 2,50 euros.

No era muy difícil llegar a un diagnóstico desolador. Lo que le pasaba al periodista era que tenía un ataque cerebral, y eso se denomina ictus. Llamó por teléfono a su hijo, que no necesitó mucho para convencerse de que tenía que acudir en ayuda de su padre.

Treinta minutos después, pagada ya la coca-cola, y claramente avanzado el ataque cerebral, el hijo llegó y acompañó al padre hasta la casa donde este guardaba los papeles sanitarios y personales que pensaba iba a necesitar.

La llamada al 112 fue de una profesionalidad encomiable.

—Mi padre tiene un ictus y hay que llevarle al hospital.

—¿Cómo sabe usted que es un ictus?

El joven dio un rápido repaso de los síntomas y se puso en marcha todo el mecanismo de rescate. Media hora después, la ambulancia de los servicios médicos paraba a la puerta de urgencias del hospital Clínico San Carlos.

—¿Está mareado?— le preguntó uno de los sanitarios al enfermo.

—No— respondió este justo antes de ponerse a vomitar como un surtidor.

Lo que siguió a esto fue un despliegue de eficiencia de un ballet formado por personajes uniformados de verde, de blanco o de camisetas de colorines, y que acabó dando sus últimos pasos en torno a una camilla de cualquier instalación médica sin identificar.

Ya el reportero había perdido todo el control posible sobre su historia. Radiografías, análisis, tomas de muestras de todo tipo, temperatura, tensión y vaya usted a saber qué más cosas se sucedían mientras le cambiaban de una camilla a otra en torno a las que se arracimaba el personal que pretendía salvar su vida.

El hijo y la mujer de la víctima habían quedado atrás, fuera de este tráfago bien orquestado en el que no pintaban nada.

El reportero involuntario se sintió solo, pero tuvo un pequeño rasgo de humor privado:

—Creo que esto, efectivamente, va a ser un ictus.

De estos trajines debió brotar una primera decisión trascendente. La víctima quedó en manos de un médico solista que encargó una arteriografía y procedió, con los datos en la mano, a realizar una arriesgada (para el enfermo) maniobra. Tumbado el reportero sobre la camilla, el médico, con ayuda de algún instrumento, trató de ampliar el hueco por el que pasaba al cerebro el flujo sanguíneo para recuperar su actividad.

Las maniobras del radiólogo iban acompañadas de un fenomenal cortejo de imprecaciones, cagamentos y maldiciones prohibidas por la Iglesia, que denotaban el fracaso de los distintos intentos. Harto de procurar salvar la vida a alguien tan aparentemente remiso a permitirlo, el médico concluyó:

—¡No hay nada que hacer!

El paciente, que apenas tenía un hilo de voz, se atrevió a opinar:

—Doctor, creo que da usted demasiada información a sus clientes. No tranquiliza mucho.

No es seguro que el mensaje llegara a su destino. Un poco después, el médico le comunicó lo infructuoso de su intento a la familia, agitando entre sus ágiles dedos las llaves de su coche:

—Soy el doctor López Ibor, el que mejor hace eso, todo un experto en España. Pero no ha sido posible.

De modo que el único tratamiento viable para la obstrucción arterial ya detectada y calibrada (completa en una rama y al 80% en la otra) era mantener alta la tensión para dar un riego suficiente al cerebro.

La primera noche en la unidad de críticos de accidentes vasculares es cualquier cosa menos tranquila. Una vigilancia intensa que no impidió la visita de la mujer y el hijo del paciente. Sabían que su estado era crítico y veían con una cierta melancolía el anochecer en los montes de Guadarrama, de los que hay una privilegiada vista desde la cabecera de la cama.

El neurólogo se distingue siempre de los demás médicos porque llama la atención de su enfermo con chasquidos de los dedos que pretenden dirigir su mirada hacia distintos ángulos del espacio. Satisfecho ese extraño instinto, comentó que confiaba en una evolución más pacífica de la enfermedad.

Pero además de atardeceres privilegiados, la UCI vio algunas cosas nuevas: fiebre altísima, toses, desasosiego, vómitos. El enfermo tragó algo inconveniente hacia los pulmones y desarrolló una importante neumonía que ponía su vida, una vez más, en peligro. Eso solo se podía tratar con dosis largas de UCI llenas de antibióticos y otros fármacos.

El neurólogo informó a la familia de que se desistiría definitivamente de maniobras sobre la arteria afectada y se optaría por la solución conservadora: que el propio organismo se ocupara de mantener el flujo sanguíneo. La respiración era la prioridad. La complicación que suponía la neumonía obligaba a hacer una traqueotomía, o sea, un corte limpio por encima de la tráquea para garantizar que el aire llegara a los pulmones.

El enfermo, al despertar de un sueño de 30 horas, supo de esa agresión con arma blanca. Casi al tiempo, su familia le leía los periódicos y se enteró del asesinato de dos norteamericanos degollados por militantes islámicos.

La paranoia no es algo extraño en los enfermos internados en una UCI, mucho menos si están sometidos a tratamientos con tranquilizantes, analgésicos o somníferos, de los que sobran en cualquier hospital.

La coincidencia entre la degollina en Oriente y la propia no le pareció casual al reportero.

En ese momento confluían en su pensamiento, y en la realidad que se había ido fabricando dentro de la UCI, muchos elementos que habrían podido con alguien menos bragado. El reto soberanista de Artur Mas, que le había implicado como informador, y los problemas con el Estado Islámico se volvieron personales ayudados por las drogas. Viajó en plena noche a Nicosia, e intentó fugarse de un cuartel de la inteligencia israelí, con un resultado frustrante. Tan frustrante que en la UCI del hospital Clínico, donde estaba, le pusieron vigilancia extra para que no volviera a tirarse de la cama y arrastrarse con una sola mano hacia la puerta de salida, esquivando a los centinelas armados con subfusiles Uzi.

El orden público español se vio favorecido por su frustrada denuncia de la infiltración de un comando de Estat Català para dar un golpe de Estado. Nadie le tomó, afortunadamente, en serio.

No así su agitada vida de denuncia ciudadana. Un celador cuyo nombre ya no recordará nunca nuestro héroe cometió la tropelía de amenazarle con castigo si no obedecía sus órdenes. El reportero, sabedor de sus derechos, le cantó las cuarenta y le dijo que como ciudadano de una democracia no podía tolerar coacciones de parte de un funcionario público.

La vida en la UCI no transcurría, por tanto, plácida. Sin moverse de su angosto lecho, sin alejarse de los eficientes y amables profesionales que le atendían, el reportero tenía una actividad casi frenética.

La familia y algunos amigos contribuían a mantener con vida al protagonista. En una de las muchas ocasiones en las que tuvo que enfrentarse a la elección entre dejarse llevar al otro lado o quedarse en este, resolvió el dilema optando por la vida gracias a que sus próximos le animaron a ello.

En realidad, la decisión no era muy fácil, porque morir resultaba muy sencillo y no daba ningún miedo. Vivir, en cambio, era trabajoso, exigía un esfuerzo moral y, sobre todo, de humor. La salida de las sábanas declarándose una víctima del terrorismo nacionalista le permitió alcanzar alguna notoriedad en la sala, donde las horas del día y de la noche se confundían. Nunca nadie sabía qué hora era. Pero todos sabían que aquel tipo, que surgía de la ropa de cama con el puño levantado para reclamar mano dura contra los combatientes xenófobos, era tan solo una víctima más del síndrome de la UCI.

Nadie en todos los días de la UCI, que fueron unas tres semanas, mostró la menor piedad por el sufrimiento del periodista, que fue privado desde el principio de comida y bebida en su estado natural. El reportero se desgañitaba, pese a no tener ni un hilo de voz, reclamando una caridad:

—Por favor, ¿me podría traer alguien un gin-tonic doble y cargado de hielo, y si no, un vaso de agua al menos?

No había respuesta, salvo alguna que otra risita extemporánea.

Los días siguieron pasando en esta penuria y delirio, hasta que llegó la primera de las amnistías. Un neurólogo rodeado de neurólogos le hizo la prueba de los dedos chascados, y sentenció:

—Vas a pasar a planta.

Una nueva vida comenzaba para el enfermo de ictus, que ya había asumido que esa era su condición.

El balance de daños era parecido al que hace un perito de una casa de seguros cuando se enfrenta a un siniestro total.

Visión afectada de modo que no hay coordinación en el movimiento de los dos ojos. O sea, el enfermo ve doble.

Deglución deficiente. El enfermo no puede tomar líquidos ni sólidos por boca, solo por una sonda nasogástrica que se convierte en el testigo de su condición subhumana.

Inmovilidad casi absoluta de pierna y brazo derechos.

Deficiente práctica del lenguaje. Mala pronunciación y lentitud en el habla.

O sea, que lo que un rayo de naturaleza desconocida había destrozado en unos minutos se había convertido en cuatro enfermedades de largo aliento que era preciso combatir con una rehabilitación penosa y larga.

El reportero se enfrentaba ahora a un trabajo que se le hacía infinito. Cada destrozo en su cuerpo debía ser tratado por un equipo de enorme relevancia, capaz de avistar en un leve gesto muscular el germen de un futuro movimiento complejo.

Miles de españoles llegan cada año, cuando superan el trance posible de la muerte, a este momento de la rehabilitación. Los ejemplares sanitarios que les atienden usan una palabra que debería estar prohibida: “paciencia”. Con ella expresan también que hay que darse por satisfecho si se recupera un 90% de las capacidades anteriores al ictus.

Pero no queda otra. Porque enfrentarse a la inteligencia israelí exige muchas complicidades, y acabar con comandos xenófobos tampoco está al alcance de un reportero. Ni siquiera de un neurólogo.”