Ya es casi medianoche cuando me entero de que Jorge M.
Reverte acaba de fallecer. Me pilla tan desprevenido la noticia que se me
escapa una exclamación de pena y se me enrojecen los ojos.
Sabía de su situación después del ictus que sufrió
hace unos años, pero desconocía que desde hace algún tiempo padeciera un
cáncer, hasta que de él habló hace un par de semanas en una columna en El País.
Aunque de vez en
cuando envío cartas al director de dicho periódico, nunca me había ocurrido lo que me
pasó una mañana de hace un mes, cuando mandé un correo al director del citado diario después de
leer un artículo de Jorge M. Reverte titulado Las JONS y Hasél. Para mi sorpresa,
mediada la tarde, recibí un correo del propio Jorge en el que me
daba las gracias por mi carta, y me decía que no caería en el olvido. En mi
blog publiqué aquel mismo día el artículo, mi carta, su contestación y mi
respuesta a aquel corto y sustancioso correo, quizá uno de los últimos que
dirigiera a sus lectores.
Las JONS y Hasél
26 de febrero de 2021, El País
“Los ojeadores de Vox no le
pierden el ojo al rapero encarcelado, Pablo Hasél, que
podría ser lo que ellos necesitan en esta etapa de crecimiento desmedido del
partido fascista. Santiago Abascal se reserva el papel de José Antonio Primo de Rivera, aunque
algo más tosco y menos leído que el fundador de La Falange, quien, al menos por
las citas de sus discursos, había llegado hasta Rousseau, que no es poco.
Hasél es, por currículo y por su presente, un estupendo
candidato a jefe de unas nuevas Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, las
JONS, que alcanzaron una cierta notoriedad en los comienzos del fascismo
español, hasta que se produjo el gran acierto de fundirlas con La Falange,
dando origen a un partido de nombre casi eterno, FE de las JONS.
Las huestes de Onésimo no tenían otro ideario que una confusa, y a la vez
muy simple, mezcla de conceptos obreristas y patrióticos. El recurso a la violencia
era, en realidad, el núcleo de su ideario. Una violencia que se convertía, en
la práctica, en la razón de ser de la organización.
Guardando las obligadas distancias, los seguidores de Hasél tienen mucho
que ver con aquellas bandas de delincuentes que aterrorizaban los campos de
Castilla la Vieja. Hoy provocan el pánico en las calles de Barcelona —no solo,
pero si notablemente—, y en algunas otras ciudades. Pero su impulso solo se
mantiene con vigor allí donde el patriotismo alcanza sus cotas más altas. No es
casualidad que los brutales seguidores del rapero alcancen su apogeo militante
en una ciudad donde hierve el sentimiento independentista. Movilizar a muchos
cientos de escuadristas es más fácil allí donde hay una premovilización que donde no. ¿Qué tiene
que ver el rechazo a España con el saqueo de tiendas de ropa deportiva y con la
libertad de expresión? Poco, la verdad.
El movimiento que ha
desencadenado la entrada en prisión de Hasél no tiene nada que ver con ningún
debate sobre la libertad de expresión. Más bien, con la libertad de algunas tribus urbanas para hacer lo que
les dé la gana, amparadas por el oportunismo de algunos políticos y
por la preexistencia de un mensaje patriótico. Los parados gaditanos están más
desesperados aún que los catalanes, pero, por suerte para los demás, no tienen
inquietudes patrióticas.
Hasél ya ha creado sus JONS
patrióticas y matonas. A ver quién se las compra.”
Mi carta a El País
13,30 h del viernes 26/2
“Acabo de leer la columna de
Jorge M. Reverte "Las JONS y Hasel". Quiero darle las gracias, Jorge,
por su continua labor de esclarecimiento de la política española y de tanta
confusión que podría llevar al desastre. Muchas gracias, Jorge, sé qué hace un
gran esfuerzo, usted, un gran escritor y un excelente periodista. Su columna de
hoy merece ganar todos los premios del mundo. Es esclarecedora y no puede estar
mejor escrita. Gracias.
Respuesta de Jorge M. Reverte
Por la tarde, 18,30 h.
“Muchas gracias
por sus palabras, Jesús.
No se quedarán en el vacío.
Un abrazo,
Jorge”
Mi respuesta a ese correo
La misma noche, 23 h.
“Un abrazo también para usted, Jorge, porque siempre
escribe cosas interesantes en su columna y en bastantes de ellas es sublime.
Pero hoy, sobre todo, ha sido valiente y cabal, valiente por ir al fondo de las
cosas y no dejarse llevar por abajofirmantes, y cabal en el sentido que daba
Fray Luis de León al nombre cabal. Gracias de nuevo y mucho ánimo. En medio de
tanta farfolla, usted da en diana muy a menudo y tiene la suerte, ganada a
pulso eso sí, de que El País sea su altavoz. Sepa usted que quizá seamos muchos
los que abrimos los viernes el periódico por su columna, siempre digna, siempre
valiente y siempre sincera.
Gracias,
Jesús”
Un poco de
historia
Empecé a leer a Jorge hace ya
muchos años, a principios de los ochenta, novelas como Demasiado par
Gálvez y Gálvez en Euskadi, y me atrajo su estilo y su temple bravío en
aquellos años de plomo. Además de leer artículos suyos en diversos medios, me
fue interesando cada vez más su manera de escribir libros de historia de la
guerra civil española como La batalla del Ebro o La batalla de Madrid,
elaborados después de un riguroso acopio de materiales, entre ellos diarios,
memorias y referencias orales, al estilo de Anthony Beevor y Ronald Fraser. Eso
es lo que ha hecho Reverte, recordarnos a todos de dónde venimos y hacia dónde
podríamos ir.
Los artículos de este último
año han sido memorables, sinceros, rigurosos y, ya hoy, quizá su mejor testamento
político. Y porque era riguroso y sincero, nunca se debería olvidar su artículo
valiente y decidido, y muy bien escrito, acerca del final de su madre, o aquel en el que retrató su ictus.
Gracias Jorge, por su
entrega, por su claridad, por su rigor y por su generosidad.
Hasta siempre.
Una muerte digna
3 de febrero de 2008. El País
“Josefina Reverte era una
mujer guapa, madre de seis hijos, cariñosa y de derechas, que tenía 75 años
cuando, en la clínica de la Concepción de Madrid, le diagnosticaron un cáncer
de mama tan avanzado que ya no tenía remedio. Se habían perdido seis preciosos
meses para que aquello pudiera ser tratado con alguna posibilidad de éxito. Un
médico de una mutua privada le había dicho que tenía una erisipela, y se afanó
en curarle de esa afección que había identificado sin realizar una mamografía.
A Josefina no le dijeron que
su pronóstico era fatal. Tan sólo le hablaron de la grave enfermedad y de que
tenía que ser tratada con quimioterapia y radiología. Su hija Isabel, que la
acompañaba, fue quien recibió la noticia en toda su crudeza. De aquel hospital,
los hijos, que tenían amigos médicos que se lo recomendaron, la llevaron a la
unidad del dolor de otro hospital madrileño, el Gregorio Marañón. El director
del servicio fue más preciso, cuando estudió la historia clínica, para hacer su
pronóstico: le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapié en que
a Josefina la trataran de forma que sufriera lo menos posible. Y el médico se
lo aseguró. La paciente recibiría un tratamiento ambulatorio que daría, en las
posibilidades de la ciencia médica, una protección frente al dolor y una mínima
calidad de vida.
Las semanas pasaron y la
enfermedad fue avanzando de la manera exacta a como había sido previsto por el
médico. No es preciso describir sus manifestaciones en forma de úlceras y otros
espantos. Ni los estragos, perceptibles día a día, que el cáncer provoca en
quien lo sufre. El tiempo galopó para todos.
Josefina siguió con
disciplina el tratamiento paliativo que todos sus hijos suponían que ella
pensaba que podía ser curativo. Llevaba la situación con un humor que parecía
insensato, y su chiste favorito de aquella época era uno en el que una mujer
acude al médico y le dice:
-Entonces, doctor, dice usted
que Géminis.
-No señora, cáncer, cáncer.
Lo que provocaba una nerviosa
hilaridad general entre sus vástagos, que seguían pensando que ella era ajena
al poco tiempo que le quedaba. La última vez que contó el chiste coincidió con
una situación insólita: todos sus hijos, los seis, acompañados por alguna
nuera, habían coincidido en torno a su lecho, que era, esta vez sin ninguna
literatura, de dolor. Aquella reunión multitudinaria la hacía tan feliz que
quiso demostrar su buen humor con una extravagante petición:
-Quiero un gin-tonic.
Y la moribunda se calzó, con
aire festivo y la ceremonia obligada que debe escoltar a un buen trago largo,
su dosis, acompañada de todos sus directos descendientes, en un ambiente de
risas francas y mimos desbordados. No le faltó algún comentario sobre la forma
mejor de construir el cóctel y varios recuerdos sobre antiguas visitas a ese
lugar de perdición que era el Chicote de la posguerra, adonde iba de cuando en
cuando acompañada, eso sí, por su marido y otras parejas de amigos tan jóvenes
y mundanos como ellos.
Al acabar la reunión, uno de
los hijos, sin que nadie más que ella supiera el porqué de la elección, se tuvo
que quedar para recibir una confidencia de Josefina que reventó en sus oídos
como un bombazo: ella era consciente de que iba a morir pronto y no se sentía
con fuerzas para acudir más veces al hospital a recibir sus periódicas dosis de
morfina y engaño piadoso.
Pero a la revelación salvaje
le seguía una cola de mucha mayor potencia. El hijo quedaba emplazado a cumplir
una doble misión. La primera parte consistía en mantener el suministro de la
medicación que garantizaba, hasta donde era posible, que el dolor fuera
soportable. La segunda, mucho más dura, era la de responsabilizarse de que su
madre tuviera una muerte digna y exenta de sufrimientos. Los demás hermanos no
deberían ser consultados ni informados de la petición. Es sensato suponer que
en el ánimo de Josefina estaba evitar debates sobre una decisión de la que era
soberana. Y la dulzura con que estaba hecho el encargo no engañaba sobre su
calidad de indiscutible. Llegada a un punto la evolución de la enfermedad, el
hijo tenía que tomar la decisión de hacer que la muerte fuera más fácil y de
que el desenlace se produjera en el momento preciso. Y no había más que hablar.
Parte de la misión era
sencilla. Una íntima amiga del hijo, una curtida profesional de la
anestesiología que trabajaba en otro hospital público de Madrid, se haría cargo
del suministro y aplicación a domicilio de las drogas que paliaban el dolor. La
otra parte cayó como un metro cúbico de plomo sobre el alma del recadero.
Ya no hubo más reuniones
con gin-tonic. Josefina había sabido medir sus fuerzas a la
perfección, había sido capaz de discernir cuándo podía tomarse la última copa
con la que se saltaba a la torera las recomendaciones convencionales de los
médicos, que, obligados por la solemnidad de su papel, son a veces capaces de
prohibir a un desahuciado los excesos que podrían acortarle la vida a medio
plazo. Ella había sido tan fuerte como para todo eso, y le ordenaba al hijo que
lo fuera él para escoger el momento de su muerte. Las palabras clave que se
grabaron en la cabeza del hijo, las que estaban recalcadas en el discurso de su
madre, eran dignidad y sufrimiento. Mantener la primera y evitar el segundo.
A partir de aquel día
del gin-tonic, la rutina en el domicilio familiar se fue
haciendo más oscura y los chistes sobre el cáncer y los signos del zodiaco se
fueron espaciando hasta desaparecer, porque Géminis había dejado de importar.
Los gestos de cariño ya no se impostaban, para que una caricia jamás pareciera
casual. Y cada una de esas caricias era como la última. La jovialidad se
mantenía; la naturalidad al lavar a la enferma, al ayudarle a incorporarse, al
leerle un artículo del periódico en voz alta, surgía sola, como surgen en muy
poco tiempo las rutinas en los comportamientos de todos los seres humanos. Los
nietos que acudían a visitarla, ignorantes por supuesto de la gravedad de la
enfermedad, se abrazaban a ella intuyendo que aquellos abrazos no formaban
parte de una cantidad infinita de abrazos. Ella sonreía entonces forzada para
darles lo que le había sobrado siempre, alegría.
Pero la habitación estaba en
penumbra muchas horas al día, porque la mujer necesitaba cada vez mayores dosis
de medicación para poder soportar el dolor, la inmovilidad, la falta de fuerzas
en las piernas, la escasez de aliento. Pasaba cada día unos minutos más que el
anterior dormitando, dejándose llevar por la creciente potencia de la morfina y
los demás venenos que la ayudaban a no sentir las terribles punzadas.
En realidad, estaba ya a la
espera de que se cumpliera la atroz certeza que se había instalado en su ánimo.
Y pedía, con insistencia, en sus momentos de lucidez, que le abrieran la
ventana, que el cáncer olía. No podía soportar que ese olor se instalara en su
entorno, que lo percibieran los que se acercaban a su almohada para darle un
beso en la frente. Sus hijos pensaban que su madre olía igual de bien que
siempre, y se creían que le daban el mismo beso de siempre, aunque, en casos
así, un beso cambia su naturaleza y se torna temeroso, leve.
Un día, y de forma
desprovista de importancia, añadió otra orden, esta vez sí a todos los hijos
que andaban por allí haciendo como que lo que pasaba en aquel cuarto que estaba
siempre ventilándose estaba dentro de la normalidad, que allí no había nadie
muriéndose. Josefina dijo que quería que incinerasen su cuerpo, y dónde
deberían ser esparcidas sus cenizas. Pero el aviso no contenía ninguna
referencia temporal, podría haber sido un reclamo para veinte años más tarde.
Todo iba quedando atado.
Las jornadas pasaban una tras
otra con una insolente falta de solemnidad. Y su vida se iba apagando en una
monotonía asistencial de enfermera contratada, porque le humillaba que sus
hijos tuvieran que atender el deterioro de su cuerpo que se iba rompiendo, y de
turnos de guardia para darle lo que necesitara a lo largo de las interminables
noches de padecimientos en torno a un gotero que se nutría de sueros y fármacos
cada vez más potentes.
Un viernes de invierno, en
1992, el hijo que estaba encargado de cumplir los terribles encargos de
Josefina se despidió de ella porque iba a pasar el fin de semana fuera de
Madrid. Y antes de irse, cuando la iba a besar para decirle que el domingo por
la tarde volvería, Josefina le oprimió el brazo con la mano que apenas era
capaz de sostener un vaso de agua. Y le miró de una manera que no dejaba lugar
a la duda. Luego cayó otra vez presa del sueño morboso de la química.
Dos días después, la amiga
anestesista acudió a la cita cargada de cariño y de algunos frascos. Exploró a
Josefina, que respiraba con alguna urgencia, pero sin abrir los ojos, y
coincidió con el lego en que el momento había llegado. Ya no contestaba a las
preguntas, ya no besaba cuando era besada, ya sólo respiraba con una cierta
agitación. Las instrucciones eran muy sencillas: si no había recuperación de la
conciencia, era que el momento había llegado.
De madrugada, el hijo
aprovechó un momento de soledad, se sentó a su lado y le tomó la mano. Le dijo
unas palabras de despedida y la besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las
dosis del combinado que harían de su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se
quedó a esperar. La respiración de Josefina se hizo paulatinamente más pausada,
y su vida se extinguió sin que pudiera escucharse un estertor, porque no había
agonía, sólo una expresión de serenidad. Cuando el pecho se quedó en calma, la
muerte se convirtió en una de tantas muertes.
Los hijos de Josefina
cumplieron sus deseos de ser aventada en un precioso rincón de la sierra de
Madrid, y no volvieron a hablar del proceso de su muerte, plagado de
sobreentendidos, porque no había nada que aclarar. Pero todos sabían que había
pasado como ella quería que pasase.
Años después, muchos años
después, las noticias de la prensa sobre la acción de las autoridades
sanitarias madrileñas y la Iglesia española contra los médicos que habían
aplicado métodos paliativos para aliviar el dolor y la pérdida de dignidad a
muchos enfermos terminales y sus familias, hicieron coincidir a todos los hijos
de Josefina en el recuerdo del final de su madre y en el carácter atroz e
injusto de la persecución emprendida contra los médicos y, sobre todo, contra
los enfermos del hospital Severo Ochoa de Leganés.
Uno estaba ilocalizable en
Kenia. Los demás coincidieron en que sería duro, pero que sería bueno recordar
su historia, la de Josefina, para que muchos ciudadanos meditaran sobre lo que
significa una acción así. Decidieron romper el tácito pacto de silencio que una
vez hicieron, y violar el carácter íntimo de su pequeña historia, para enviar a
quien pudiera llegar una reclamación de piedad y de decencia.
Los hijos de Josefina se
llaman Javier, José, Jorge, Cristina, Isabel y María José. La anestesióloga que
les ayudó no puede tener nombre.”
Sobrevivir al
ictus
18 de enero
de 2015. El País
“El mejor regalo
que se le puede hacer a un periodista es un buen número estadístico. Por
ejemplo, que hay cerca de 120.000 españoles que sufren cada año lo que se llama
un ictus. En otras palabras, un accidente vascular en el cerebro. Un buen
porcentaje de esos incidentes —cerca del 30%— desemboca en la muerte. Por
ejemplo, el ictus es la primera causa de mortalidad entre las mujeres en
España, según la Sociedad Española de Neurología.
El ictus es, por
tanto, más que una moda. Es una forma frecuente de las que adopta la enfermedad
para resolver nuestro torpe instinto de inmortalidad.
El reportero
sujeto de este artículo no recibió ningún encargo para escribir sobre el ictus.
Simplemente le pasó.
A mediodía del 9
de septiembre de 2014, paseando por la plaza de San Ildefonso, en el centro de
Madrid, y con un kilo y medio de tomates colgando del hombro en una bolsa, una
sensación de leve inestabilidad llevó al reportero a apoyarse y tomar asiento
sobre unas vigas que anunciaban alguna obra pública. El lugar estaba ya ocupado
por tres indigentes que daban buena cuenta de sus yonkilatas de cerveza.
El intruso, que ya reconoció los síntomas de un mareo inusual en su cabeza,
pidió ayuda a un viandante, que no pudo evitar el comentario despectivo
dirigido a ninguna parte:
—¡Está bueno este!
A lo que uno de los genuinos ocupantes de la calle no pudo tampoco evitar
responder:
—Este no es de los nuestros. Está de verdad mareado.
El comentario tuvo una gran eficacia porque el camarero de una terraza allí
instalada se interesó por la víctima y le ayudó a sentarse a una mesa. Para
entonces, los daños del presunto mareo iban creciendo de una manera muy
apreciable. Ya no solo no podía controlar la estabilidad, sino que la pierna y
el brazo derechos no obedecían sus órdenes. Había que tomar medidas serias.
El camarero, mientras, vuelto a su mentalidad mercantil, le colocó al
reportero una inútil coca-cola que —anunció— costaba 2,50 euros.
No era muy
difícil llegar a un diagnóstico desolador. Lo que le pasaba al periodista era
que tenía un ataque cerebral, y eso se denomina ictus. Llamó por teléfono a su
hijo, que no necesitó mucho para convencerse de que tenía que acudir en ayuda
de su padre.
Treinta minutos
después, pagada ya la coca-cola, y claramente avanzado el ataque cerebral, el
hijo llegó y acompañó al padre hasta la casa donde este guardaba los papeles
sanitarios y personales que pensaba iba a necesitar.
La llamada al 112
fue de una profesionalidad encomiable.
—Mi padre tiene un ictus y hay que llevarle al hospital.
—¿Cómo sabe usted que es un ictus?
El joven dio un
rápido repaso de los síntomas y se puso en marcha todo el mecanismo de rescate.
Media hora después, la ambulancia de los servicios médicos paraba a la puerta
de urgencias del hospital Clínico San Carlos.
—¿Está mareado?— le preguntó uno de los sanitarios al enfermo.
—No— respondió este justo antes de ponerse a vomitar como un surtidor.
Lo que siguió a esto fue un despliegue de eficiencia de un ballet formado
por personajes uniformados de verde, de blanco o de camisetas de colorines, y
que acabó dando sus últimos pasos en torno a una camilla de cualquier
instalación médica sin identificar.
Ya el
reportero había perdido todo el control posible sobre su historia.
Radiografías, análisis, tomas de muestras de todo tipo, temperatura, tensión y
vaya usted a saber qué más cosas se sucedían mientras le cambiaban de una
camilla a otra en torno a las que se arracimaba el personal que pretendía
salvar su vida.
El hijo y la
mujer de la víctima habían quedado atrás, fuera de este tráfago bien orquestado
en el que no pintaban nada.
El reportero involuntario se sintió solo, pero tuvo un pequeño rasgo de
humor privado:
—Creo que esto, efectivamente, va a ser un ictus.
De estos trajines debió brotar una primera decisión trascendente. La
víctima quedó en manos de un médico solista que encargó una arteriografía y
procedió, con los datos en la mano, a realizar una arriesgada (para el enfermo)
maniobra. Tumbado el reportero sobre la camilla, el médico, con ayuda de algún
instrumento, trató de ampliar el hueco por el que pasaba al cerebro el flujo
sanguíneo para recuperar su actividad.
Las maniobras del radiólogo iban acompañadas de un fenomenal cortejo de
imprecaciones, cagamentos y maldiciones prohibidas por la Iglesia, que
denotaban el fracaso de los distintos intentos. Harto de procurar salvar la
vida a alguien tan aparentemente remiso a permitirlo, el médico concluyó:
—¡No hay nada que hacer!
El paciente, que apenas tenía un hilo de voz, se atrevió a opinar:
—Doctor, creo que da usted demasiada información a sus clientes. No
tranquiliza mucho.
No es seguro que
el mensaje llegara a su destino. Un poco después, el médico le comunicó lo
infructuoso de su intento a la familia, agitando entre sus ágiles dedos las
llaves de su coche:
—Soy el doctor López Ibor, el que mejor hace eso, todo un experto en
España. Pero no ha sido posible.
De modo que el único tratamiento viable para la obstrucción arterial ya
detectada y calibrada (completa en una rama y al 80% en la otra) era mantener
alta la tensión para dar un riego suficiente al cerebro.
La primera noche
en la unidad de críticos de accidentes vasculares es cualquier cosa menos
tranquila. Una vigilancia intensa que no impidió la visita de la mujer y el
hijo del paciente. Sabían que su estado era crítico y veían con una cierta
melancolía el anochecer en los montes de Guadarrama, de los que hay una
privilegiada vista desde la cabecera de la cama.
El neurólogo se
distingue siempre de los demás médicos porque llama la atención de su enfermo
con chasquidos de los dedos que pretenden dirigir su mirada hacia distintos
ángulos del espacio. Satisfecho ese extraño instinto, comentó que confiaba en
una evolución más pacífica de la enfermedad.
Pero además de
atardeceres privilegiados, la UCI vio algunas cosas nuevas: fiebre altísima,
toses, desasosiego, vómitos. El enfermo tragó algo inconveniente hacia los
pulmones y desarrolló una importante neumonía que ponía su vida, una vez más,
en peligro. Eso solo se podía tratar con dosis largas de UCI llenas de
antibióticos y otros fármacos.
El neurólogo
informó a la familia de que se desistiría definitivamente de maniobras sobre la
arteria afectada y se optaría por la solución conservadora: que el propio
organismo se ocupara de mantener el flujo sanguíneo. La respiración era la
prioridad. La complicación que suponía la neumonía obligaba a hacer una traqueotomía,
o sea, un corte limpio por encima de la tráquea para garantizar que el aire
llegara a los pulmones.
El enfermo, al
despertar de un sueño de 30 horas, supo de esa agresión con arma blanca. Casi
al tiempo, su familia le leía los periódicos y se enteró del asesinato de dos
norteamericanos degollados por militantes islámicos.
La paranoia no es
algo extraño en los enfermos internados en una UCI, mucho menos si están
sometidos a tratamientos con tranquilizantes, analgésicos o somníferos, de los
que sobran en cualquier hospital.
La coincidencia
entre la degollina en Oriente y la propia no le pareció casual al reportero.
En ese momento
confluían en su pensamiento, y en la realidad que se había ido fabricando
dentro de la UCI, muchos elementos que habrían podido con alguien menos
bragado. El reto soberanista de Artur Mas, que le había implicado como
informador, y los problemas con el Estado Islámico se volvieron personales
ayudados por las drogas. Viajó en plena noche a Nicosia, e intentó fugarse de
un cuartel de la inteligencia israelí, con un resultado frustrante. Tan
frustrante que en la UCI del hospital Clínico, donde estaba, le pusieron
vigilancia extra para que no volviera a tirarse de la cama y arrastrarse con
una sola mano hacia la puerta de salida, esquivando a los centinelas armados
con subfusiles Uzi.
El orden público
español se vio favorecido por su frustrada denuncia de la infiltración de un
comando de Estat Català para dar un golpe de Estado. Nadie le tomó,
afortunadamente, en serio.
No así su agitada
vida de denuncia ciudadana. Un celador cuyo nombre ya no recordará nunca
nuestro héroe cometió la tropelía de amenazarle con castigo si no obedecía sus
órdenes. El reportero, sabedor de sus derechos, le cantó las cuarenta y le dijo
que como ciudadano de una democracia no podía tolerar coacciones de parte de un
funcionario público.
La vida en la UCI
no transcurría, por tanto, plácida. Sin moverse de su angosto lecho, sin
alejarse de los eficientes y amables profesionales que le atendían, el
reportero tenía una actividad casi frenética.
La familia y
algunos amigos contribuían a mantener con vida al protagonista. En una de las
muchas ocasiones en las que tuvo que enfrentarse a la elección entre dejarse
llevar al otro lado o quedarse en este, resolvió el dilema optando por la vida
gracias a que sus próximos le animaron a ello.
En
realidad, la decisión no era muy fácil, porque morir resultaba muy sencillo y
no daba ningún miedo. Vivir, en cambio, era trabajoso, exigía un esfuerzo moral
y, sobre todo, de humor. La salida de las sábanas declarándose una víctima del
terrorismo nacionalista le permitió alcanzar alguna notoriedad en la sala,
donde las horas del día y de la noche se confundían. Nunca nadie sabía qué hora
era. Pero todos sabían que aquel tipo, que surgía de la ropa de cama con el
puño levantado para reclamar mano dura contra los combatientes xenófobos, era
tan solo una víctima más del síndrome de la UCI.
Nadie en todos los días de la UCI, que fueron unas tres semanas, mostró la
menor piedad por el sufrimiento del periodista, que fue privado desde el
principio de comida y bebida en su estado natural. El reportero se desgañitaba,
pese a no tener ni un hilo de voz, reclamando una caridad:
—Por favor, ¿me podría traer alguien un gin-tonic doble y cargado de hielo,
y si no, un vaso de agua al menos?
No había respuesta, salvo alguna que otra risita extemporánea.
Los días siguieron pasando en esta penuria y delirio, hasta que llegó la
primera de las amnistías. Un neurólogo rodeado de neurólogos le hizo la prueba
de los dedos chascados, y sentenció:
—Vas a pasar a planta.
Una nueva vida comenzaba para el enfermo de ictus, que ya había asumido que
esa era su condición.
El balance de daños era parecido al que hace un perito de una casa de
seguros cuando se enfrenta a un siniestro total.
Visión afectada de modo que no hay coordinación en el movimiento de los dos
ojos. O sea, el enfermo ve doble.
Deglución deficiente. El enfermo no puede tomar líquidos ni sólidos por
boca, solo por una sonda nasogástrica que se convierte en el testigo de su
condición subhumana.
Inmovilidad casi absoluta de pierna y brazo derechos.
Deficiente práctica del lenguaje. Mala pronunciación y lentitud en el
habla.
O sea, que lo que un rayo de naturaleza desconocida había destrozado en
unos minutos se había convertido en cuatro enfermedades de largo aliento que era
preciso combatir con una rehabilitación penosa y larga.
El reportero se enfrentaba ahora a un trabajo que se le hacía infinito.
Cada destrozo en su cuerpo debía ser tratado por un equipo de enorme
relevancia, capaz de avistar en un leve gesto muscular el germen de un futuro
movimiento complejo.
Miles de
españoles llegan cada año, cuando superan el trance posible de la muerte, a
este momento de la rehabilitación. Los ejemplares sanitarios que les atienden
usan una palabra que debería estar prohibida: “paciencia”. Con ella expresan
también que hay que darse por satisfecho si se recupera un 90% de las
capacidades anteriores al ictus.
Pero no queda
otra. Porque enfrentarse a la inteligencia israelí exige muchas complicidades,
y acabar con comandos xenófobos tampoco está al alcance de un reportero. Ni
siquiera de un neurólogo.”
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