El manubrio
Me
gustaba mucho subir a la sala de abuela y pasar las yemas de los dedos por la
tapa del manubrio, mientras imaginaba cómo sonaría su música. Cuando abuela
cerró el salón de baile, mandó trasladar aquel aparato a la sala y prohibió
colocar la manivela mientras durase el luto por abuelo. El espacio del salón
quedó vacío pero en su quietud aún flotaban confidencias y canciones de otros tiempos. Y la sala, con aquel
organillo mudo, era un imán que me atraía poderosamente.
Pero
un día, después de muchos años de luto y silencio, llegó el momento largamente
esperado. Cuando ya había terminado la cena de Nochebuena y todos estábamos en
la sala tan contentos, abuela mandó a tía Berta que trajese la manivela del
manubrio y se la diese a tío Satur. En cuanto éste la tuvo en su mano, nos miró
a todos y se hizo un silencio complaciente que él alargó buscando el rollo de
música. Lo colocó en el aparato, se echó el sombrero para atrás, giró la
manivela y sonó aquella canción: “Niña Isabel, ten cuidado, donde hay amor, hay
pecado...” A medida que avanzaba, se iban uniendo voces a la música hasta que todos terminaron
a coro: “...niña Isabel, azucena”.
Al morir abuela Amparo, mi padre, uno más en
el reparto de la herencia, pudo ver cómo las huertas que él mejoró con su
esfuerzo pasaban a otras manos después de las particiones. Lo que más le dolió
fue que la Cerraílla, la huerta en la que tanto trabajó haciendo zanjas y
saneando trampales, no le correspondió a él sino a su hermana Victoria. Lo que
sí le tocó, menos mal, fue la parte de atrás de la vivienda, el corral
contiguo, la teña y la huerta Marialba. Todo se repartió salvo el manubrio, que
quedó en casa de tía Pilar, con los demás muebles de la sala de abuela. Algunos
años después, cuando mi padre, enfermo y necesitado de dinero, quiso disponer
de su parte del organillo, nadie le dijo “yo compro tu parte”, así que
decidieron venderlo. Aquella caja de música cargada de recuerdos se la llevaría
algún buhonero espabilado.Y con ella se fue también el símbolo de la alegría de
aquella Nochebuena, cuando todos cantaron al unísono “Niña Isabel, ten
cuidado”.
Reyes Magos
“Mi
madre está sentada en la cama y mi padre está a su lado, un poquito incorporado sobre la
almohada. Me han llamado para que vea lo que me han dejado los Reyes en los
zapatos, que había colocado la noche anterior junto al balcón de la sala. Algo
nervioso los recojo y pongo los paquetes encima de la cama. Voy abriéndolos con
ilusión: caramelos, calcetines, dos naranjas, un parchís y ¡un libro con dibujos de colores! Enseguida
lo abro, leo su título en alto- “El flautista de Hamelín”- y miro las primeras
páginas, embelesado con los dibujos del músico que engatusaba a los ratones.
-¿Te
gusta lo que te han traído los Reyes?- me pregunta mi madre.
-Sí,
mucho- le contesto mientras me abraza.”
Me fui a mi alcoba y allí leí de cabo a rabo
aquel cuento, que me hablaba de un músico seductor y de unos ingenuos ratones
que amaban la música. Cuando lo terminé, no sabía qué me había gustado más, si
la historia que había leído o la música que creí oír al leerlo.
Igual que los ratones seguían al flautista
por las calles del pueblo, camino del río, así iba yo detrás de los músicos
cuando venían a la función de Aravalle e iban tocando por las calles para
animar a la gente. Me gustaba ver la precisión con la que Ligero tocaba el
tamboril, los platillos y el bombo para marcar el ritmo de las canciones. Y la
de Telesforo, el trompeta del pelo rizado, que obtenía de su instrumento
melodías armoniosas con sólo apretar las teclas. Pero quien sin duda captaba mi
atención más que ninguno era Amadeo, el del saxofón, que arrancaba de aquel
sinuoso aparato desde el sonido más vivo hasta la pasión más desgarradora. Lo
peor era cuando acababa la función y los músicos se iban de Aravalle. Durante
varios días yo seguía oyendo sus canciones en mi cabeza hasta que poco a poco,
todos los sonidos volvían a su cauce y ya sólo sonaría la música en la radio de
tío Saturnino.