lunes, 26 de diciembre de 2011

Dos cuentos de Navidad


El manubrio

Me gustaba mucho subir a la sala de abuela y pasar las yemas de los dedos por la tapa del manubrio, mientras imaginaba cómo sonaría su música. Cuando abuela cerró el salón de baile, mandó trasladar aquel aparato a la sala y prohibió colocar la manivela mientras durase el luto por abuelo. El espacio del salón quedó vacío pero en su quietud aún flotaban confidencias y canciones  de otros tiempos. Y la sala, con aquel organillo mudo, era un imán que me atraía poderosamente.
Pero un día, después de muchos años de luto y silencio, llegó el momento largamente esperado. Cuando ya había terminado la cena de Nochebuena y todos estábamos en la sala tan contentos, abuela mandó a tía Berta que trajese la manivela del manubrio y se la diese a tío Satur. En cuanto éste la tuvo en su mano, nos miró a todos y se hizo un silencio complaciente que él alargó buscando el rollo de música. Lo colocó en el aparato, se echó el sombrero para atrás, giró la manivela y sonó aquella canción: “Niña Isabel, ten cuidado, donde hay amor, hay pecado...” A medida que avanzaba, se iban uniendo  voces a la música hasta que todos terminaron a coro: “...niña Isabel, azucena”.  
Al morir abuela Amparo, mi padre, uno más en el reparto de la herencia, pudo ver cómo las huertas que él mejoró con su esfuerzo pasaban a otras manos después de las particiones. Lo que más le dolió fue que la Cerraílla, la huerta en la que tanto trabajó haciendo zanjas y saneando trampales, no le correspondió a él sino a su hermana Victoria. Lo que sí le tocó, menos mal, fue la parte de atrás de la vivienda, el corral contiguo, la teña y la huerta Marialba. Todo se repartió salvo el manubrio, que quedó en casa de tía Pilar, con los demás muebles de la sala de abuela. Algunos años después, cuando mi padre, enfermo y necesitado de dinero, quiso disponer de su parte del organillo, nadie le dijo “yo compro tu parte”, así que decidieron venderlo. Aquella caja de música cargada de recuerdos se la llevaría algún buhonero espabilado.Y con ella se fue también el símbolo de la alegría de aquella Nochebuena, cuando todos cantaron al unísono “Niña Isabel, ten cuidado”.


                                  

Reyes Magos

Mi madre está sentada en la cama y mi padre está a su  lado, un poquito incorporado sobre la almohada. Me han llamado para que vea lo que me han dejado los Reyes en los zapatos, que había colocado la noche anterior junto al balcón de la sala. Algo nervioso los recojo y pongo los paquetes encima de la cama. Voy abriéndolos con ilusión: caramelos, calcetines, dos naranjas, un parchís y  ¡un libro con dibujos de colores! Enseguida lo abro, leo su título en alto- “El flautista de Hamelín”- y miro las primeras páginas, embelesado con los dibujos del músico que engatusaba a los ratones.
-¿Te gusta lo que te han traído los Reyes?- me pregunta mi madre.
-Sí, mucho- le contesto mientras me abraza.”

Me fui a mi alcoba y allí leí de cabo a rabo aquel cuento, que me hablaba de un músico seductor y de unos ingenuos ratones que amaban la música. Cuando lo terminé, no sabía qué me había gustado más, si la historia que había leído o la música que creí oír al leerlo.
Igual que los ratones seguían al flautista por las calles del pueblo, camino del río, así iba yo detrás de los músicos cuando venían a la función de Aravalle e iban tocando por las calles para animar a la gente. Me gustaba ver la precisión con la que Ligero tocaba el tamboril, los platillos y el bombo para marcar el ritmo de las canciones. Y la de Telesforo, el trompeta del pelo rizado, que obtenía de su instrumento melodías armoniosas con sólo apretar las teclas. Pero quien sin duda captaba mi atención más que ninguno era Amadeo, el del saxofón, que arrancaba de aquel sinuoso aparato desde el sonido más vivo hasta la pasión más desgarradora. Lo peor era cuando acababa la función y los músicos se iban de Aravalle. Durante varios días yo seguía oyendo sus canciones en mi cabeza hasta que poco a poco, todos los sonidos volvían a su cauce y ya sólo sonaría la música en la radio de tío Saturnino.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Cesaria Évora para siempre





Acabo  de enterarme de que Cesaria Évora ha muerto. Y he sentido como una punzada de sorpresa y de tristeza. Enseguida me he acordado de cuando en noviembre de 1994 supe de ella por primera vez al oírla cantar en el coche de Mariví, yendo de Covarrubias a Silos. Me gustó tanto que he seguido todos sus discos y he ido a algunos de sus conciertos en Madrid. Me gusta su forma de cantar, su voz, su presencia en el escenario y su manera de estar en la vida.

Hace dos años fui a verla en el programa de los veranos de la Villa de Madrid, en la Casa de Campo, y escribí una pequeña crónica, que traigo aquí como recuerdo de esta gran cantante.

"Ayer, en la Casa de Campo, estuvimos viendo y oyendo a Cesaria Évora y su grupo, en un recital limpio, profesional, muy conjuntado y en el que todos los músicos mimaban siempre la voz de la cantante caboverdiana.
Desde 1994 vengo siguiéndola, y tengo que decir que cada día me parece mejor cantante. Y además quiere a su público, sabe darle sus canciones y sigue cantando descalza, como cuando cantaba en el puerto de San Vicente en su Cabo Verde. Hace una paradita para fumar, mientras sus músicos rozan la perfección.
En los bises nos levantó y nos hizo bailar a todos. Me gustó verla, saber que sigue cantando, lo de antes, mornas, y lo nuevo, donde va dando cabida al saxo, al violín y al clarinete.
¡Qué versión de "Angola, Angola"! Era la perfección: voces, cavaquiño, guitarra, piano, batería, percusión, clarinete, violín, bajo...Todo era un ensamblaje que rozaba lo sublime.
¡Viva África!
¡Viva Cabo Verde!
¡Viva Cesaria Évora!

sábado, 3 de diciembre de 2011

Maratón en Donosti





Como siempre por estas fechas Javier, mi hermano, me acaba de enviar su crónica sobre el maratón donostiarra. Enhorabuena una vez más, Javi.

El paso de la oca

No fue mala la idea de Pipilutxi de hacernos la foto de familia fuera de la pizzería, justo ante el escaparate de Euronovias, porque, visto el panorama general, el riesgo de este maratón estribaba en quedarse compuesto y sin euro, quiero decir, sin medalla ni camiseta, a tal punto hemos llegado. De este modo, la cita histórica quedó registrada ante la maniquí de blanco y ante la de negro (cada quien con su prima, sin demasiado riesgo), para celebrar (im)previsibles triunfos y fracasos seguros en carrera.
 Lo cierto es que esta vez la preparación se me había quedado algo corta de kilómetros; entre los problemas laborales y el frustrado paso por quirófano a finales de agosto, me presentaba sin haber hecho los deberes como a uno le gusta hacerlos, de manera que decidí salir reservón y esperar a ver lo que la mañana iba dando de sí. Al primer paso por Anoeta, me encuentro con Luis y David, que van con la euforia de la primera vez y por lo tanto con ganas de verlo todo y compartir impresiones. Como a uno no le molesta hacer de guía y cicerone durante esta fase relajada de la carrera, acompaso mi ritmo al de ellos y viajamos juntos hasta el 27, clavando kilómetros a 4.50, que es lo previsto.
 El doble paso por Gros, una novedad en el recorrido, me descubre una nueva cara de la ciudad, otro aliciente en esta mañana fresquita y con viento en calma, ideal para correr, así que casi sin advertirlo pasamos la Concha y enfilamos la bajada por Tolosa hasta la universidad. De vuelta, Gloria y Daniel esperan con algo de alimento para ir cerrando la primera vuelta, ese punto de carrera que siempre se me ha atascado en Donosti. Pasamos la media según lo previsto, y ya de paso decido romper el maleficio: avivo un poco el ritmo en cuanto cruzamos el estadio.
 Al contrario que otras veces, apenas tengo molestias bajando por Urbieta, lo que interpreto como un síntoma de que las cosas no van a salir del todo mal. En el cruce con Libertad, espera de nuevo la familia. Hay mucha gente en esa esquina, así que levanto la vista y les busco sin reparar en que uno debe ir mirando el suelo por donde pisa. Total, le pego una patada a un cono, que sale disparado hacia la acera. Lo primero que pienso es que se me ha chafado el pie y que voy a darme de bruces con el asfalto, pero esta vez la prima de riesgo está de mi parte, y todo queda en susto. En ese momento, ya sé que la carrera es mía, aunque falte casi un tercio del recorrido para llegar a meta.
 El nuevo paso por la playa me trae a la memoria el maratón del año pasado, apenas con un grado de temperatura, las manos heladas y el cielo plomizo. Hoy, sin embargo, el sol templa la isla de Santa Cristina, última morada de suicidas y otros pecadores de antaño. A ellos me encomiendo para sobrellevar los males que siempre acechan una vez traspasada la maléfica frontera del km30, una lotería que hasta ahora nunca me ha tocado, aunque todo el mundo sabe que antes o después te premiará con el gordo. ¿Y si fuera hoy?



 



Entramos en la zona definitiva de carrera: son siete kilómetros de soledad en los que el corredor se enfrenta a todos sus fantasmas en forma de calambres, náuseas, contracturas, mareos varios, inseguridades y zozobra general. Como además no hay apenas público, no queda más remedio que ir lamiéndose cada quien sus propias heridas en silencio, apenas con la ayuda de la euforia musical de AC-DC, un clásico de esta carrera en los dos kilómetros  más desoladores.

 Como ya me sé el cuento, echo mano de una de las imágenes que he ido guardando a lo largo de estas semanas de preparación. Ocurrió en el parque de Polvoranca el viernes cuatro de noviembre en mitad de una de esas sesiones largas de entrenamiento que tango gustan al maratoniano porque ofrecen la oportunidad de ir desconectando de todas las preocupaciones cotidianas y le dejan a uno con la cabeza despejada. Pues iba yo ese viernes así como a las tres y cuarto de la tarde pensando en las musarañas mientras bordeaba el lago, y mire usted por dónde se me cruza en el camino una procesión de ochenta o cien ocas transitando desde el cristalino lago hasta la fresca pradera verde. Sin inmutarse, ya digo, las ochentaitantas señoriales ocas no me dejan más alternativa que atropellarlas o pararme para verlas  pasar, impávidas ellas y atónito yo  mismo ante el insólito espectáculo a una hora del viernes en la que la gente normal sufre un atasco de tráfico, pega una cabezadita o recoge los trastos para cerrar la semana laboral. Y allí me tienes, clavado delante de todas aquellas elegantes damas de blanco, solicitando educadamente su permiso para continuar la marcha, si bien ninguna de ellas se daba por aludida, y todas proseguían su imperial desfile entre el lago y el césped, sin inmutarse por la estúpida presencia de un tipejo que a esas horas tendría que haber estado en un atasco, en su sillón o en la oficina.