miércoles, 28 de noviembre de 2018

Caminando por Madrid: Desde El Retiro hasta el Paseo de Marcelino Camacho



Entro a media mañana en El Retiro, caminando a buen paso. Al llegar junto al estanque voy más despacio mientras contemplo el monumento a Alfonso XII y la línea de árboles del fondo, cuyas sombras contrastan con la tenue luz que se abre entre las nubes y se refleja en la superficie de las aguas del estanque. La gente ralentiza su caminata o su carrera, e incluso algunos se sientan en los bancos, a pesar del frío húmedo de la mañana. Una melodía de acordeón suena tranquila al fondo del paseo recordándonos a muchos aquella memorable película sobre mafiosos titulada El Padrino. La melodía se va apagando cuando paso junto al músico ambulante, un eslavo bajito y con sombrero que se toma un descanso antes de iniciar otra conocida canción, La tarara, que empieza a sonar cuando ya voy llegando al Palacio de Cristal.




Lo que veo desde esta orilla es una imagen de belleza templada y cabal: nada sobra y nada falta. No hay chorro de agua, no hay mucha luz, noviembre se está yendo y los cipreses de agua apenas pueden sujetar ya sus hojas antes de que el primer vientecillo y unos grados menos se lleven las que les quedan a la superficie del estanque, que rebosa de hojas en este otoño ya avanzado. No es una imagen fría, no, es la expresión  de una armonía lograda por la conjunción de artistas y artesanos, de arquitectos, paisajistas y jardineros trabajando en favor de una estética durable, refinada y elegante, que no es lujosa ni aplastante sino producto de la fusión del refinamiento culto y la sabiduría popular. 





Junto a la estatua de Galdós, mientras contemplo la fidelidad de la escultura y recorro la viveza de las rosas que acompañan tan feliz homenaje a don Benito, pienso que este se sentirá feliz al ver que los madrileños lo tratan bien. Justo es que así sea, gratitud pequeña comparada con su imponente tarea dando cuenta de lo que era entonces Madrid, sus gentes, sus fortunatas y sus miaus. 






Avanzo a buen ritmo y ya diviso, al fondo del paseo de Fernán Núñez, el monumento al Ángel caído, emplazado en medio de la glorieta del mismo nombre. Ante la imponente y bella escultura del ángel, que en su esplendor está siendo condenado por su atrevimiento, me viene a la memoria la singularidad de que sea Madrid la única ciudad del mundo que cobija un monumento al diablo. Y aunque la esencia de la estatua es su belleza, pero sobre todo de su derrota, pienso en como las malas lenguas contaban allá en los noventa la anécdota de aquel alcalde beatón de apellido frutero que, con el fin de desagraviar tamaño atrevimiento, accedió a la propuesta de una sociedad integrista de erigir una imagen de la virgen del Pilar en un barrio cercano, imagen de un valor estético acorde con la memoria que el pueblo de Madrid tiene de aquel devoto regidor. 



Voy dejando atrás la quietud de El Retiro, saludo a Baroja, centinela que es de la cuesta de Moyano, y me zambullo un rato en los recién abiertos escaparates de las casetas de la Feria permanente de libros de Madrid, bostezantes aún sus libreros y rebosantes sus anaqueles de libros, revistas y grabados de todo tipo. Al ver algunos libros de viejo cuya lectura me acompañó hace ya muchos años, pienso en cuánto de lo que soy estará reunido en estas casetas, y no me imagino mi vida sin esta cosa de la lectura, un vicio que me acompaña desde aquella tarde en que doña Mari, la maestra de parvulitos, me dijo que ya sabía leer bien.




Atravieso Atocha y subo por el barrio de las Letras, caminando al buen tuntún por sus animadas calles, entro en un café, desayuno otra vez y camino a buen paso después hacia la Plaza Mayor. En la plaza de la Provincia decido bajar por una calle estrecha, santo Tomás, que me lleva a toparme con la Imprenta Municipal, edificio que me trae a la memoria aquel día, allá por los ochenta, cuando fui con un grupo de alumnos a visitar aquel lugar para mí desconocido, y al que después he ido varias veces, siempre a ver exposiciones muy interesantes.
Y, de repente, zas, en la calle de Concepción Jerónima advierto una placa que recuerda que en aquella casa vivió Velázquez cuando llegó a Madrid en 1623. Desde aquí, el insigne pintor recorrió el camino madrileño que le llevó a Palacio, a sus tareas diversas en la Corte hasta llegar a la cumbre de Las Meninas. Enredado en esta sorpresa sigo mi camino pensando en aquello que dijeron una vez en Roma al ver su retrato de Juan Pareja, "a voto de todos los pintores de todas las naciones [a la vista del cuadro] todo lo demás parecía pintura, pero este solo verdad".
  

Como ya llevo casi tres horas andando y mi objetivo último es llegar a la casa de mi padre para hacerle una visita, tomo un autobús que me dejará cerca de su barrio, allá por Carabanchel. Me acomodo en el bus y, a la vez que en el presente, viajo al pasado pues este recorrido lo hice muchísimas veces en los setenta y en los ochenta, cuando aquel también era mi barrio. No es el momento ahora de traer aquí mis recuerdos, pues presente y pasado se juntan y se complementan, de tal forma que voy de aquí a allá y de allí a acá sin contemplarme ni más viejo ni más joven, pues uno va siendo de todos los sitios donde ha vivido y, en fin, no solo se yuxtaponen las vivencias sino que entre ellas se entabla a veces, como ahora, una sutil y, si se está atento, provechosa conversación. 







Me bajo del autobús en la parada del hospital Gómez-Ulla y empiezo a recorrer el paseo que me llevará hasta la calle del General Ricardos, en el tramo que va paralelo a la preciosa verja que permite la contemplación de la finca Vista Alegre.  Inicio mi recorrido por el paseo y levanto la vista hasta la placa de la calle: donde hace un año ponía Paseo de Muñoz Grandes ahora  dice Paseo de Marcelino Camacho. Justicia poética. Justicia política. Justicia social. En todas las intersecciones aparece la citada placa, novísima, sencilla, clara y directa. Para todos los que abominan de los cambios de los nombres de las calles les diré que parece justo y necesario que donde se homenajeaba al que creó la División Azul, un general de conocidas inclinaciones nazis y franquista de rancio pedigrí, hoy se recuerde la figura del sindicalista valiente, del preso político más conocido, del luchador por las libertades, cuyo lema rezaba: "Ni nos domaron, ni nos doblaron ni nos van a domesticar". Y que, además, vivió muy cerca de este paseo y permaneció muchos años en la cárcel de Carabanchel, el penal de la memoria antifranquista en cuyo solar algún día se recordará a todos los que sufrieron por la defensa de la libertad y la justicia y a sus familiares.
Según me acerco, pienso en sus valientes arengas en las fábricas de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, y en la risotada que soltaría Marcelino, con su vozarrón de abad, si alguien  le hubiera anticipado que darían su nombre a este paseo. Y también me imagino su íntima emoción si hubiera llegado a verlo en vida, paseando con Josefina por esta calle como un jubilado viejecito más. Pero han tenido que pasar cuarenta años de democracia para que, al fin, haya podido ser así.
Avanzo junto a la verja de Vista Alegre y me consuelo pensando en que a veces la verdad resplandece. Y fantaseo con la posibilidad de que cuando un niño, una niña, pregunte a sus padres quién era ese Marcelino Camacho, al final de la respuesta, sea cual sea el camino para averiguarlo,  esa niña, ese niño, se interese por el personaje y deduzca que, a veces, para ser famoso, lo que cuenta es la valentía y la generosidad.