sábado, 1 de septiembre de 2018

La Covacha y La Azagaya, una crónica de Javi Bermejo


Me envía Javi, mi hermano, otra de sus crónicas de esfuerzo y deporte. Pero esta es especial, única, diría yo. Sin más, leedla cuanto antes. Veréis que es cierto lo que digo.

 

Después de cincuenta y pico años de espera, y tras comprobar en Guadarrama este último junio que puedo sufrir lo justo pateando piedras serranas, me fui con unos paisanos a recorrer las crestas del circo glacial de mi pueblo, la parte occidental de Gredos, unos 30km más o menos con casi dos mil metros de desnivel positivo. Llevaba, ya digo, medio siglo esperando ver a mis pies los tres valles que componen la mitología de mi infancia (Aravalle, el Jerte y la Vera), soñando con trepar por la roca como mi animal-fetiche, la cabra, cocinando (como quien dice) este potaje de tabaco, heno y cerezas con el que alimentar el deseo infinito de llegar un poco más lejos, siempre.

Total, que me invitaron a la excursión.

                   

Volví de allí arriba como quien vuelve de una batalla en la que han caído todos los adversarios bajo el filo de una espada que más que matar transfigura los fantasmas en ángeles custodios. Sin sangre, pero con mucha adrenalina, todo a base de dátiles y de siete cartones de zumo guarro que pude mercar a última hora en casa-Mena. Quiero decir que volví hecho un hombre, aunque a estas alturas ya de nada sirva. Para rematar, me sumergí un cuarto de hora con mis compañeros en la fuente más fría del pueblo, más que nada para lavar impurezas. 

Dormí apaciblemente, creo.

                  
Al día siguiente bajé a purificarme (otro poco más) al río, por si acaso quedaban rastros de inmundicia (se acumula mucha mugre en medio siglo). De paso, aproveché para intentar una cita con un ruiseñor que anida por allí desde hace ya unos años. Tuve suerte, porque enseguida pude oírlo. Una delicia. Pero ya sabes que este pájaro es feo como un demonio, y no se deja ver: anda escondido siempre en la espesura. Claro que yo venía de un reto fuerte, y no me iba a arrugar ahora por una minucia como esta.

Había llovido el día anterior. Con furia, como le gusta al mes de agosto en su tercera semana, pasado el medianil de las once mil vírgenes del meso-mes. Yo miraba hacia lo alto de un aliso, en cuya copa brillaba el trino de la más dotada entre las canoras. Atisbé un pequeño cuerpo pardo meciéndose a cada 
impulso de voz. ¿Era él?


Avancé un paso más para comprobarlo, un paso que me conducía a otro milagro en menos de veinticuatro horas. 

                

No me dio tiempo ni a poner una mano de apoyo. Me fui de espaldas contra el pico de una piedra que se me clavó con verdadero frenesí en la segunda costilla flotante. Puede que también ella estuviera esperándome desde hace cinco décadas. El caso es que no podía respirar. Menos aún, moverme. Sentí que había llegado mi hora: seguramente se me había reventado algo por ahí dentro y en nada no iba a quedar de mí más que el flequillo. Traté de hacer un breve recuento de mi trayectoria por este valle de lágrimas, y concluí que el desenlace de la comedia no había estado mal del todo, más que nada por los dos descubrimientos que acabo de referir.

Al cabo de un rato, pude meter algo de aire en los pulmones, aunque no sin dolor, y luego ya fui restaurando algunas piezas. Las demás tendrán que esperar unas semanas.



Ahora me entretengo con un folleto que promete algo así como ‘Multiaventura en Alaska’ por la módica cantidad de tropecientos euros. Pero no puedo reírme, porque me duele un huevo. Quiero decir, la costilla.