viernes, 28 de enero de 2022

En la muerte del abuelo

El pasado viernes, 21 de enero de 2022, falleció mi padre, de muerte natural. A punto de cumplir los 98, se fue discretamente y lo despedimos familiares, amigos y vecinos en el Tanatorio de San Isidro de Madrid.

No se me ocurre mejor forma de homenajearlo que trayendo aquí unos textos de despedida de dos de sus nietos, uno de Cristina, escrito en la intimidad de su cuarto, y otro de Daniel, informando del hecho en la página de Facebook de Puerto Castilla.

Y como celebración y recuerdo de lo que mi padre fue en vida, subo aquí de nuevo el capítulo seis de mis Robles Amarillos, que titulo Mis padres también fueron jóvenes, una reivindicación en toda regla de los dos, de Antonia, mi madre, fallecida hace cincuenta años, y de Enrique, mi padre, una presencia llena de vida de cuando eran jóvenes y tenían todo el tiempo por delante. Descansen los dos en paz.

El escrito de Cristina

El escrito de Daniel

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Mi escrito 

Mis padres también fueron jóvenes

Cuando mi madre cumplió catorce años, abuela María la llevó a Plasencia para que estudiara corte y confección, pues parecía ser ése un oficio que la atraía. Se alojó en casa de  tía Isabel, una prima segunda de abuela con la que ésta mantenía una estrecha amistad. Tía Isabel era una señora muy singular, con una voz especial y distinguida, una voz que mostraba dulcemente las yes del habla extremeña y las leves caídas de la entonación al final de las frases. Se quedó viuda siendo bastante joven, así que tuvo que admitir huéspedes para completar la menguada pensión que le había quedado.

En casa de tía Isabel se comía a plato y el último en servirse era siempre Alejandro, su hijo menor. Unas veces era poco lo que quedaba en la fuente y otras bastante, pero Alejandro habitualmente apuraba hasta lo último. Tal fama de tragón se ganó, que aún hoy se hacen bromas en la familia a propósito de aquellos platos a rebosar que se metía entre pecho y espalda en un santiamén, o de aquéllos otros menguados, con apenas un cucharón de lentejas, que descomponían su cara y le hacían maquinar cómo completar su exigua ración.

Al llegar a aquella casa, lo primero que hizo  mi madre fue aprenderse de memoria el nombre de la calle y el número: Rúa Zapatería, 10, cerca de la Plaza Mayor, al lado de la catedral. Al principio echaba de menos, en aquel cuarto estrecho que compartía con su prima Chon, las confidencias que le hacía su madre cuando iban a fregar los cacharros a la regadera del Regajillo, o lo bien que le daba al palique cuando cosían a la sombra, en las largas tardes de verano.

Muy pronto se dio cuenta, con la vivacidad de sus ojos verdes, de que aquélla era la ciudad de su vida, su destino privilegiado. Midiendo telas y dibujando patrones, mi madre soñaba con un futuro próspero en un taller de costura propio, con una clientela fija que le permitiera quedarse para siempre en Plasencia, disfrutando de un trabajo bien hecho y sin las penurias de la vida del campo.  

Pero aquello no duró más que dos años, y no se sabe  a ciencia cierta si fue por la escasez de comida –eran los duros años de la posguerra-  o por la falta de espacio en la casa. Aunque, pensándolo mejor, tal vez la causa residiera en que mis abuelos se cansaron del precio que tenían que pagar por la estancia de mi madre en Plasencia, ya que todos los veranos, en cuanto acababa el curso, tía Isabel llevaba a sus tres hijos a Aravalle  y los dejaba en casa de mis abuelos hasta mediados de septiembre. Allí disfrutaban de lo lindo, sobre todo Alejandro, que con su estómago insaciable nunca se cansaba de comer y engordaba lo suyo, ya que en casa de mi abuela todos comían de la misma fuente y ésa era una costumbre que a aquel tragón le parecía extraordinaria.

También mi abuelo debía apreciar mucho tal costumbre así que, para preservarla debidamente,  convencería a mi abuela de la necesidad de que aquel intercambio terminase. Fuera por una u otra causa, mi madre ya no volvió más a sus clases de corte y confección en el colegio de las Josefinas.

Aquellos dos años dejaron una profunda huella en su forma de encarar la vida. Su predilección por Plasencia siempre le hizo añorar la ocasión perdida, y cada vez que volvía a su ciudad, paseaba con nostalgia por plazas y calles, visitaba palacios e iglesias, recorría la catedral y el mercado, entraba en tiendas de ropa y se quedaba deslumbrada al ver los puestos de frutas y verduras de la Plaza Mayor. Aunque, para su desgracia, las más de las veces deambularía por aquellas calles buscando farmacias de guardia o caminando hacia la consulta de don Pedro, el médico de la tuberculosis.

Cuando volvió a Aravalle, mi madre ayudaba en las tareas de la casa y se esforzaba atendiendo a sus primeros sobrinos, la numerosa prole de su hermana Filomena, que allí se criaba al abrigo de la bondad de mi abuela María. También se empleaba a fondo en algunas tareas del campo, las reservadas a las mujeres: sembrar, coger fruta, ayudar en la recolección de las patatas, traer leña, llevar la comida a los hombres allí donde estuvieran trabajando... En sus ratos libres seguía con su afición a los patrones y las telas, hasta que vio que era vano empecinarse en ir contracorriente  y decidió guardar en el baúl sus útiles de pantalonera en ciernes. Las reglas, los cartabones, las tizas, el metro de madera, los libros y cuadernos de labores, los dibujos de prendas  y los recortes de revistas se quedaron para siempre en el tiempo de lo que no pudo ser.

Fue ganando fama de buena persona, como su madre, y de ferviente católica, como su padre. En aquellos años de devoción mariana obligatoria, perteneció a la asociación religiosa “Hijas de María”, entre cuyas tareas estaban las de cuidar el altar de la Virgen, visitar a los enfermos y dar catequesis los domingos. Tenía gran amistad con Juana y con Tomasa pero su amiga preferida era Sabina, su prima, a quien le contaba todo tipo de confidencias. Los domingos por la tarde solían ir al salón de baile, primero al de abuelo Jesús y luego al de tío Román. Allí podían mirar sin  reserva a los mozos del pueblo y bailar con ellos si las sacaban.

Pronto empezó a fijarse en Enrique, un mozo simpático y guapetón, a quien miraba embelesada mientras hablaba con sus amigos. Él también se fijó en sus ojos verdes y en su figura, así que un día la invitó a bailar. Ella hizo un mohín pero aceptó, y con la mano izquierda le abrazó suavemente el hombro mientras le ofrecía la derecha para que se la cogiera. Él le ciñó la cintura con decisión y empezaron a bailar el bolero que salía del manubrio, primero con extrañeza y después con soltura. Enrique la llevaba muy bien, era muy bailarín.

En la conjunción de  dos lugares contradictorios- el salón de baile y la iglesia- mi madre encontró la seducción de la vida pero también la agonía del remordimiento y el pecado, pues entonces casi todo era pecado. Después de titubeos y exploraciones, de avances y confusiones, decidieron confirmar su noviazgo y andar el camino que les llevaría a casarse unos años más tarde.

Cuando mi padre cumplió dieciséis años, abuelo Jesús lo llevó a Avila para que estudiase ebanistería en la Escuela de Artes y Oficios. Se hospedó en casa de su tía Primitiva, que vivía en la calle Tras de Gracia. Allí dormía y comía pero su vida transcurría en la Escuela, donde iba aprendiendo a manejar cepillos, escoplos, escorfinas, garlopas y sierras. Todos los días, al subir aquellas cuestas camino de las clases, iba pensando en su futuro y se entusiasmaba con la idea de tener un taller  cuando fuese mayor. Le encantaba aquel oficio y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por llegar a ser un buen ebanista.

Viviendo con su tía, mi padre conoció de cerca la triste historia de aquella familia, que para él había sido un enigma hasta entonces. Tía Primi, aún con lágrimas en los ojos, le contaba a mi padre que su marido la había abandonado a los nueve años de casarse, que se había llevado al único hijo varón y que las había dejado en la miseria a ella y a su hija Lumi. Tía Primi le decía que sacó fuerzas de flaqueza, después de mucho llorar, y no paró hasta lograr un trabajo fijo, una portería que le permitiera salir adelante. Tuvo que aprender, con tristeza y dolor, a vivir sin su hijo, a renunciar a él, a conformarse con su secuestro.

Aquellos estudios de mi padre fueron interrumpidos bruscamente a los dos años de su comienzo, cuando abuelo Jesús se murió. Mi padre tuvo que regresar a Aravalle y encargarse de la hacienda de su madre. “Tienes que dejar los estudios y venirte al pueblo para encargarte de todo, Enrique, tú eres el único hombre de la familia”. 

Siendo ya mozo, mi padre apenas hablaba de su estancia en Ávila y cuando lo hacía, se protegía y evitaba hablar de su frustrada vocación de ebanista. Pero en la soledad del desván guardaba con primor, envueltas en un trapo, sus herramientas preferidas: el formón, el escoplo y la escorfina. Sin embargo las que de verdad usaba eran la azada, el calabozo, la segureja, el hacha, la horca, el rastrillo, la guadaña, la hoz y la pala. Con ellas trabajaba duramente, sacando adelante la casa de su madre y la de tío Benjamín.

En los días de descanso y en la función del pueblo solía divertirse con sus amigos, sobre todo con Gabriel y Braulio, a quienes quería como a hermanos. Fueron sonados los festejos que prepararon cuando llegaron a quintos, con el carnero encintado como mascota, el gorro que no se quitaron en los tres días, las corridas de gallos y el excitante espectáculo del miércoles de ceniza, pintando a las mozas en la cara.
Algunos meses después de las fiestas de quintos, los amigos de mi padre se marcharon a la mili, pero él no tuvo que ir pues se libró por ser hijo de viuda. Al venir de permiso Gabriel y Braulio, mi padre les dijo que estaba saliendo con mi madre. Unos meses después ya eran novios formales.

Pasados algunos años, decidieron casarse y celebrar la boda en el salón de abuela Isabel, que ya no era salón de baile sino archivo silencioso de  recuerdos y alicaída estancia de melancolía. Ellos lo alegraron con su boda. Y mi madre decidió que rompería con la tradición: nada de flores secas, como hacían todas las novias; ese día iba a llevar un buen ramo de flores frescas. Como todos los recién casados, fueron al fotógrafo de El Barco para hacerse el retrato tradicional, que los muestra demasiado irreales, tan lejanos e imposibles como los novios de todas las fotos. Pero hubo entre los invitados un aprendiz de retratista que hizo una fotografía deliciosa, en la que se muestra con acierto cómo pudo ser aquella boda. En el centro de la imagen destaca abuelo Manolo, con su eterno sombrero, y a su lado, sentado también, tío Antonio. Por delante, algunas de mis primas hacen una pausa en sus juegos para salir también en el retrato. Detrás de abuelo, sonriente y feliz, está mi padre y junto a él, alegre y con la gorra ladeada, bromea tío Paco. Subida en el poyo de piedra, y posando con gracia aérea por encima del grupo, mi madre esboza una sonrisa mientras sus ojos miran al objetivo de la cámara.