martes, 30 de julio de 2013

Tres maestros rurales


Hace más de diez años El País publicó un artículo cuyo título era Tres maestros, de Olegario González de Cardedal, de La Lastra del Cano, cerca de El Barco de Ávila. Me parece oportuno traerlo a este cuaderno.

"¿Desde dónde se puede y se debe escribir la historia de España? ¿Qué atalaya permite columbrar más lejos, discernir más claro y penetrar más hondo en sus procesos, instituciones, problemas? Unamuno repetía que la historia del mundo se puede escribir desde los centros económicos, políticos y culturales de poder, para que la aprendan en la escuela los niños de Matilla de los Caños, o por el contrario, se puede escribir desde Matilla de los Caños, para que los protagonistas que deciden esa historia se enteren de cómo la gozan y sufren los pasionistas de sus decisiones soberanas. Porque hoy ya cada persona es un voto, y cada voto puede decidir el destino de una aldea o del país más poderoso del mundo. Por eso hay que volver la mirada a cada vida humana, porque en cada terrón de tierra, que se disuelve en el mar, está implicado el entero continente, y en cada muerte morimos todos los hombres.Al acercarse el final del siglo, es necesario realizar una operación de consumación del tiempo para que no se nos agote como se agota el agua de un cántaro, pasan las horas del reloj o cesa el temporal de lluvia. El tiempo sólo es humano, a diferencia del tiempo cronológico, si el hombre lo toma en su propia mano, si vuelve la mirada a su trayecto, discierne sus contenidos, reconociendo y rechazando lo que fue injusto, falso e inhumano, a la vez que reafirma lo que con él la libertad forjó de verdadero, limpio y eterno. Consumado de esta forma el tiempo, es acrecentamiento de conciencia y génesis de libertad, porque, así purificada la memoria y reconstruida la dirección de la vida, puede el hombre recobrar el tino. Lo que digo del individuo vale también de las instituciones y de los grupos, de las minorías de sentido y de las naciones.
Yo no puedo acercarme al final del siglo XX sin poner ante mis ojos lo que han sido las raíces de mi destino personal y las del destino del país en el que he vivido. Necesito recordar los elementos, nutricios del amor o generadores del odio, en medio de las personas entre las que he existido y pensado. Soy hijo de la República, crecí durante la guerra civil y me formé en los decenios subsiguientes. Fueron tan fieros esos tajos en la convivencia nacional, que sólo tras largos decenios dejaron de rezumar sangre las heridas. Y es tanta su hondura y tan frágil la sutura, que al primer temor profundo de conciencia o aparición de fenómenos inesperados, vuelven a supurar. Por eso es necesario recordar con lucidez, asumir con responsabilidad y, en el perdón que olvida, pasar a un siglo nuevo, que no sea víctima de las pasiones y desgarros de su predecesor. Esto no es ingenuidad, sino magnanimidad; no es negación de lo ocurrido, sino salto en libertad sobre la perversidad del corazón, afirmación actual de humanidad sobre la inhumanidad que prevaleció entonces.
Cuando vuelvo la mirada a mi origen, compruebo que nací en un lugar donde se estaba decidiendo el futuro de España a sangre y fuego. Lo vivido en mi más tierna infancia no son placenteros recuerdos de un patio de Sevilla, sino el silencio de muerte en las alturas de Gredos. Lo que entonces fue mudez y miedo, con los años he logrado conocerlo día a día, nombre a nombre, palmo de cuneta a palmo de cementerio. En los meses de julio y agosto de 1936 quedó fijado el frente de la guerra. En Ávila, la línea divisoria estaba en el puerto del Pico. En esos meses se enfrentaron hombres e ideas, situaciones y esperanzas, que habían llegado al convencimiento de ser inconciliables, necesitando unas anular a las otras para sobrevivir. En la vertiente norte de Gredos eran asesinados los maestros; en la vertiente sur eran asesinados los curas.
Voy a proferir tres nombres de maestros en la ladera norte y tres nombres de curas en la ladera sur, de los que yo me siento heredero y solidario, y a los que acompaño con amor a este fin de siglo para que, pronunciados sus nombres por alguien que alberga en sus entrañas el ser y las aspiraciones de ambos, se encuentren entre sí, ellos que fueron símbolos victimados de poderes que los excedían. Tres maestros de tres aldeas: don Luciano Alegre en Lastra del Cano, arrancado de su casa y fusilado en la carretera de Hermosillo. Don Antonio Muñoz, maestro en la escuela de Cardedal donde yo estudiaría luego, que, sintiéndose en peligro las semanas últimas del mes de julio, decidió cruzar de noche la sierra para unirse a la otra zona y, detenido por un guarda forestal, que lo entregó a la Guardia Civil, fue fusilado en la plaza Mayor de Barco de Ávila. Don Daniel Leralta, maestro de Navasequilla, el pueblo más alto de España, junto con Trevélez en Sierra Nevada, y desde el que se tiene la vista más sobrecogedora del pico Almanzor y de las crestas del macizo.
Don Daniel desapareció de Navasequilla una noche de julio, con el pretexto de querer dormir con la boyada en la sierra. Cogió una manta, y hasta hoy no se ha vuelto a saber nada más de él. En su casa quedaba una arqueta de madera con libros de historia, literatura, derecho, ciencias. Para sus padres, aquel arca era como un sagrario: ni a tocarla se atrevían. Era la presencia viva del ausente, del que ni siquiera se sabía si había muerto. ¿Qué hacer con ella? Sus padres, compañeros de los míos en trashumancias y agostaderos, se la entregaron para que el niño, que era yo, pudiera ir aprendiendo desde bien pequeño. Esperaban que su saber y su memoria, su pasión por la lectura y la verdad, prendiendo en mí, fueran semilla profunda, y así los libros de Daniel, y Daniel con ellos, tuvieran sucesión y vida perdurable. ¡De memoria los aprendí mientras cuidaba los ganados, guareciéndome detrás de retamas y torviscos de los cierzos que en aquella altura, dice Madoz, azotan fríos y violentos! Todavía hoy, cuando vuelvo a la arqueta para sacar un libro, se estremecen mis redaños y me pregunto cómo he administrado y correspondido a aquel legado de amor y muerte, de sabiduría y esperanza.
Mi infancia en la ladera norte de Gredos tuvo su continuación durante la adolescencia en la ladera sur, que tiene su centro en Arenas de San Pedro, y su símbolo, en el palacio del infante don Luis. Por él pasaron Goya y Boccherini, pintores, músicos y literatos. Allí aprendí letras, fe y otra historia también de sangre. En los mismos meses de julio y agosto de 1936 habían sido asesinados uno tras otro los sacerdotes de la zona. Enuncio sólo los nombres de tres de ellos. Para quienes mandaban en aquella zona, la religión era el símbolo de la reacción capitalista y de la alienación humana. Los sacerdotes eran considerados exponentes culpables, lo mismo que en la ladera norte los maestros eran vistos como los agentes de la República y de las ideas revolucionarias.
Cuando se cruza la sierra de Gredos por el camino que sale de Hoyos del Espino, se va a caer en El Arenal y El Hornillo. A este pueblo llegó en los primeros días de julio don Juan Mesonero, ordenado sacerdote el 6 de junio anterior. El día 15 de agosto caía en una cuneta de la carretera que va de Arenas de San Pedro a Candeleda. El día antes había muerto en el término de Pedro Bernardo don José García, párroco de Gavilanes. Tenía 27 años. El día 19 del mismo mes era despeñado, desde los altos riscos del puerto del Pico, don Damián Gómez, párroco de Mombeltrán. Si éste ya era mayor, los dos primeros acababan de llegar a sus pueblos: la eliminación no correspondía a un juicio sobre sus personas o la forma de ejercicio de su ministerio. Contra el precepto bíblico de no hacerse imagen de Dios ni del hombre, no se vio en estas personas rostros individuales, sino poderes enemigos: la República y revolución en los maestros; la Iglesia y la reacción en los sacerdotes.
La España real ha sido hasta ahora masivamente la España rural, a la que sólo se ha visitado para contar con sus votos y recoger sus contribuciones. Desde esas aldeas y hombres, hay que contar y comprender nuestra historia, también la reciente. Decidían en Madrid o Barcelona quienes eran hijos de la burguesía y habían estudiado en el Liceo Francés, la Escuela Británica o los colegios del Pilar, Areneros y el Recuerdo. La imagen que ellos tenían de la España rural era común: la propia de la burguesía, que mandaba siempre, con gobiernos de derechas o gobiernos de izquierdas, utilizando la cultura y la religión al servicio de sus programas. Los pobres de la tierra, incluidos maestros y curas, estaban lejos. Eran citados con desprecio o compasión: "pasar más hambre que un maestro escuela" o "llevar un traje más raído que la sotana de un cura de pueblo".
Esas dos laderas son el cuerpo que sostiene mi historia, magisterial y ministerial, y la historia de todos los niños del campo, que sólo merced al buen hacer de maestros (¡sobre todo de maestras!) y curas, hemos accedido a la cultura, y con ella, a la libertad. Por eso, al sentirme heredero y solidario de unos y de otros, hago memoria de todos al mismo tiempo y con la misma pasión. He escrito esos seis nombres reales, con lugares y días reales, para que con ellos queden nombrados, honrados y rescatados del olvido todos los que perdieron su vida. Delante de Dios y delante de los hombres cuento su historia, para dejarla en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que, concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz, acogimiento del prójimo y esperanza?
Cuento su historia, para dejarla en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que, concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz, acogimiento del prójimo y esperanza?
Olegario González de Cardedal es miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.



viernes, 5 de julio de 2013

Los Navalmorales: El patio de la casa...y la herrén




El seis de octubre de 2011, me publicaron en la página, cuaderno lo llama él, de Antonio Muñoz Molina, mi escrito “El patio de la casa”. Y fue bastante leído y comentado. Nadie sabía quién soy,  Antonio Aravalle, un seudónimo mío, como el de otro cualquiera, un lector más de Muñoz Molina y de su cuaderno.
Dos años después, aprovechando que era verano, y que el texto nos situaba en otro  verano, me pareció bien subir aquí de nuevo el texto, y también algunos comentarios publicados al respecto en el cuaderno de Muñoz Molina, eso sí, sin el nombre o seudónimo del comentarista. 
Hoy, seis años después de publicarlo en este blog, lo traigo de nuevo, por ser verano, por el texto y por los comentarios. Todo junto forma una miscelánea jugosa y llena de vida.

 

"Estoy en el patio de la casa del pueblo. Son las siete de la tarde de un caluroso y seco domingo de agosto. Sentado a una mesa redonda de patas cortas, alrededor de la cual hay cuatro sillitas bajas de anea, de esas que se usan para salir a la fresca, en las noches de verano, a darle al pico con los vecinos, miro pausadamente el patio y, en la placidez de la tarde, intento darle un apunte al pintor que un día pretenda dibujar este espacio apacible y añejo.

Enfrente de mí hay una pared blanca y una puerta que une el patio con la herrén y las cuadras. Al fondo se ve un cobertizo con tejado árabe, sobre el que resbalan los rayos amarillos, aún intensos, del sol. En un rincón, más a la derecha, testigo de los años y ajena a las tormentas, hay una parra vieja y abandonada a su suerte durante mucho tiempo. Está sin podar pero tiene animosas ramas verdes, que van avanzando como lianas persistentes por las guías que les hemos marcado para ayuda y sostén, y rugosos troncos, como sarmientos viejos, de los que penden racimos cumplidos de uvas color miel, que aquí llamande cojón de gato. A estas horas todavía nos cobija del calor, pues está sabiamente plantada y eficazmente orientada hacia la sierra del Santo, desde donde por la mañana el sol tempranero inunda el pueblo de luz y de calor.

Al lado de la parra hay dos puertas. La situada a la izquierda nos abre el paso a una cocina de pastor, con chimenea de tiro rápido y diestro trazado, que sólo devuelve el humo de la lumbre en los ratos de tormenta aparatosa y de ventarrones otoñales. Es una habitación de unos dos metros de altura, cuyo tejado descansa en un entramado de cuartones y cañizo. Un ventanuco que da a la herrén, dos faroles antiguos que jalonan la repisa de la chimenea y las tenazas y las trébedes traen recuerdos imposibles de su dueño antiguo, el tío José Melchor, que, con su familia, pasaría aquí las largas noches de invierno, contemplando hipnotizado el lento discurrir de las llamas, el borboteo de algún puchero y el paralelo fluir de silencios y conversaciones.

A la derecha de la parra hay una puerta antigua de madera, curtida por el tiempo, con dos campanillos que suenan cuando se abre y se cierra. Da acceso a una cuadra, con pesebre de mampostería y una cama persistente de paja en el suelo. Aún se conservan en ella algunas garrafas, que en su día servirían para el acarreo del aceite de oliva desde el molino hasta las tinajas ubicadas en la troje, donde el tiempo iría aportando color y densidad al líquido.

En la pared de mi derecha hay un amplio ventanal, desde el que se vislumbra una sala de estar y una cocina moderna, que aprovecha la luz del patio para disfrutarla, a buen cobijo, en las apacibles mañanas de invierno y en las tardes de primavera y otoño. En esta estancia había una chimenea,  ahora habilitada como lugar que concita  miradas y oídos, pero no para ver las brasas de la  lumbre, ni para oír el chisporroteo de los troncos, sino para ubicar la televisión y las cadena de sonido, esos medios modernos que cumplen la misma función que el fuego de las chimeneas después de cenar: la ensoñación de imágenes lejanas y ruidos diversos, aportados antes con el relato de algún experto en cuentos y chismes, y hoy con el mecanismo de un interruptor que acciona la entrada en la casa de mundos ajenos e idiomas de todos los lugares.

A mi espalda está el hastial posterior de la casa, con una puerta de cristales rectangulares, protegida por una cortina, que da acceso al portal, umbrío y fresco en verano y luminoso y cálido en invierno. En la parte inferior de la pared, una ventana desahoga el baño de olores y humedades, y lo llena de luz filtrada por una persiana de madera. Este hastial, blanco de cal, contrasta con la fachada delantera, de color beige, como las demás viviendas de labradores y pastores del pueblo. De dos plantas, la casa conserva su sabor antiguo, si bien en sus tripas lleva tuberías de calor y de agua, de electricidad y de gasóleo, para permitir una vida más cómoda sin perder la estructura antigua. El portal es de baldosín viejo y tiene techos de madera y ladrillo visto. Este espacio da acceso a dos dormitorios amueblados sobriamente y en los cuales destaca algún detalle antiguo, como un cabecero de hierro con adornos dorados o unas ventanas de madera, con sus postiguillos, que atenúan la luz en la siesta y producen sensaciones placenteras de claridades y de sombras. Al lado de los dormitorios, un baño espacioso, elegantemente distribuido y decorado, da a la casa un toque señorial en el lugar más visitado después del patio.

Desde el portal, subiendo por una escalera de empinados escalones, llegamos a la troje, cuyo techo es un entramado de madera y cañizo, como el de la cocina de pastor, pero abierto a dos aguas y con una altura respetable. Hay tres ventanucos, que permiten contemplar la sierra del Santo, los tejados del pueblo y un plácido semblante de patios encalados, que se extienden hacia las llanuras del sur, salpicadas del verdor de las higueras y de las parras.

Y por fin, a la izquierda de la mesa desde la que esto escribo, está la puerta falsa, por donde en su día entraban y salían las ovejas y las cabras. Al contemplarla en este momento de la tarde, se puede oír, en la melancolía de los tiestos y en el silencio de las piedras, los balidos de las ovejas y sus campanillos rumorosos y sosegados, y se puede ver el reguero de cagarrutas que dejaban, e incluso sentir cómo su olor, dulzón y algo desabrido, penetra por la nariz. Aún hoy, Linda, nuestra perra, descendiente de careas, se pasea por la herrén y por las cuadras olisqueando rincones, persiguiendo quizá el rastro de algún perro antiguo y pusilánime, o acaso en celo.

Y cerca, muy cerca de la parra, bajo su sombra, en una sillita baja, Mariví cose una cortina para la puerta de la calle, y lejos de sus artículos, de su ordenador y de sus clases, evoca la higuera y el patio de su abuela La Fraila, donde, siendo niña, un día aprendió a bordar. Sintiendo el rumor profundo de sus raíces, mira a su alrededor y evoca desde este espacio vivo, y sin embargo antiguo, aquello que se fue, la infancia, y lo que queda de ella en este patio, que aún conserva el pilón del agua de la sierra deslizándose entre líquenes verdosos.

Así es el patio de la casa, irregularmente cuadrado y plácidamente sombrío, a estas horas de la tarde. Aquí pasamos los atardeceres de agosto, oyendo el reloj de la torre de la iglesia, el canto de algún gallo, el pregón del último buhonero o el rumor de las conversaciones de los vecinos.

Cuando ya ha anochecido, la temperatura desciende y es el momento de reponer fuerzas cenando gazpacho, algo de carne guisada y fruta fresca. Y después, un paseo con los amigos y una animada tertulia con un buen vaso en la mano. Y en la madrugada, cuando se tercie, volver tranquilos a casa, tender una manta en el suelo del patio, echarnos en ella para contemplar las estrellas y después acostarnos sin prisas y sin despertadores."
     
Antonio Aravalle
Verano de 1995
Dedicado a Mariví

 
Comentarios

1
Qué apacible vida Antonio. Y qué hermoso cuadro. Lo describes tan bien que casi llega el olor de las uvas en la parra y los restos del ganado en la piedra. Espero sigáis disfrutando de esa bonita casa de pueblo en las noches estrelladas. Gracias por compartirlo.

2
¿Eres Antonio de la Mancha? Muchas gracias por tu escrito. Lo has pintado como lo haría Antonio López.


3
Tengo que buscar el significado de alguna de las palabras, no creo haberlas oído antes: “hastial”, “herrén”, “troje”.


4
Nosotros también teníamos cuadras, y una gloria (en el diccionario de la RAE no aparece ninguna explicación que me guste para la gloria), que era un cuarto bajo cuyo suelo se quemaba la basura de la casa y tenía las baldosas ardientes incluso en pleno invierno. A nuestra Linda (se me ha hecho un nudo en la garganta cuando he leído su nombre) le gustaba parir en el cuartucho de las ovejas dentro de la cuadra y nos obligaba a mezclar las ovejas con la mula durante unos días para que estuviese tranquila.
Tenemos aún un par de tumbillas en el palomar, que es como seguimos llamando al desván (es curioso que sí aparezca como conozco la “tumbilla” y no la “gloria”, en el diccionario).


5
Tengo aún recuerdos de subir a coger pichones, desplumarlos sentadas en una de las sillas que menciona, con un caldero entre las piernas y echarlos después al arroz.
Quién me iba a decir a mí que me iba a acordar hoy de estas cosas, que acabo de venir de coger setas con los polacos, en un bosque soleado a menos de 5 grados.
Sin querer he ido dibujando mentalmente el cuadro. Lo que más me gusta es el color miel que me ha quedado para las uvas. De “cojón de gato”, nunca lo había oído. Sólo conozco las ciruelas “de cojón de fraile”. Un abrazo.

6
Yo encuentro todavía más palabras que no conozco que Serapio, “careas”, por ejemplo.
Es un mundo que me resulta muy exótico.
Y “tumbilla” y “gloria”, que maravilla de palabras.
Un saludo, Antonio, y gracias.

7
He entendido que careas es la anterior perra/o, un progenitor de La Linda. No sé.
“Antes de acostarse Teresa su tía calentaba la cama con una jaula de madera, en el centro de la cual había suspendida una gamella con fuego. A aquel artefacto le llamaban “la tumbilla” y cuando estaba puesto daba al lecho una apariencia de túmulo funerario. No quería verlo Teresa y entraba en su cuarto cuando lo habían retirado ya.”

“La puerta grande”. Ramón J. Sender.


8
La tal Teresa hacía muy bien. Es que nunca hay que estar dentro de la habitación con la tumbilla, porque si se quema mal el rescoldo, te atufas (es un decir, se genera CO en lugar de CO2 y es tóxico y fácilmente mortal. Bloquea el lugar de unión del oxígeno -el grupo hemo- de la hemoglobina (Nobel en 1962 a Perutz y Kendrew por cristalizarla), de los glóbulos rojos y nos ahogamos).


9
Me comento a mí misma. Pero me parece que el Sender igual no llegó a usar una. “Con fuego”, dice. Si llega a ser con fuego, buena se hubiese puesto la abuela si le quemas las sábanas. Se pone rescoldo, las brasas que quedan de la lumbre por la noche y se las tapa con ceniza para que no saquen llama y la líen.

10
Una vez nos invitaron a pasar un día en Consuegra. Paseando por sus calles veíamos en las alturas, como centinelas imponentes, los molinos de viento que tanto sulfuraron a Alonso Quijano. Nuestros amigos vivían en una casa como la que tan bien has descrito. Ahora bien, todas las estancias: cuadras, herrenes –tampoco lo había escuchado nunca; es lo que tiene ser de ciudad- y demás, estaban dedicadas a trasteros y habitaciones. Me parecía, en cuanto he comenzado a leer tu entrada, que era esa misma casa. Las parras, las plantas, la cantidad de puertas alrededor del gran patio, como dando paso a sitios secretos… Muy bonito; pero cuando nos fuimos de allí supimos que no nos gustaría vivir en una casa como esa.

Me ha gustado, Antonio.

 

11
Qué difícil es hacer eso que comenta, que una chimenea sólo devuelva el humo cuando el tiempo está rabioso. Con los ladrillos que recogimos de las antiguas chimeneas de Altos Hornos de Vizcaya (como mucha otra gente, aquello parecían los pabellones desolados de Detroit poco después de su cierre) hicimos una chimenea nueva en el palomar. Los ladrillos son estupendos, pero las vueltas que dimos para que tirase bien. Hasta que no vinieron varios “entendidos” por casa y nos solucionamos el problema, estuvimos un buen tiempo teniendo que abrir la puerta para que hiciese tiro y el humo se fuese chimenea arriba.

12
Hay una cosa curiosa de las chimeneas de pueblo que yo he experimentado. En las noches frías, en esas en las que el aire, de puro frío, vibra como si fuese un diapasón al menor ruido, los sonidos del hogar ascienden por el tiro y se disemina en el aire recogiéndose en la caperuza de otras chimeneas, introduciéndose en los lares vecinos. Por todos es sabido que no hay que contar secretos junto a la lumbre de la chimenea, si no se quieren dispersar como humo al viento.
No sé por qué me da que yo hoy sueño con patios, pozos, cocinas de humo y hasta con esas uvas que nunca he tenido la suerte de ver ni de probar.

13
Por todos no era sabido, que yo me acabo de enterar ahora y habrá más gente que lo ignore.
Y tanto que hay muchos mundos, ¿eh?
:))

14
Siempre me ha atraído contemplar el fuego vivo en una chimenea. La luz , el calor que desprende y ese movimiento misterioso me atraen poderosamente. Tiene que ser maravilloso descansar con un libro o en una tertulia junto al fuego. Y también con una copa de vino bueno. :-)

15
Una noche horrorosamente fría estaba leyéndole “La Regenta” a mi abuela junto al fuego. En un momento dado me dio por escribir con un tizón nuestros nombres en la campana de la chimenea, por dentro, en un ladrillo.
Están todavía ahí. Cada vez que vuelvo lo compruebo. Antes nos gustaba mirarlo año tras año a las dos.
Salir de casa, con el frío, y empujar la carretilla con leña hasta el portal.
A alguien le habrá tocado esta noche, como casi todas a partir de agosto. O a lo mejor este año está siendo inusualmente cálido por todos lados. No sé.
Yo me quedaba siempre dormida junto a la chimenea, con un tebeo, mientras los mayores hablaban y hablaban. A la mañana siguiente me despertaba en la cama. Sin saber cómo habría llegado hasta allí.


16
En el patio de mi casa, con mis padres, conversa un arriero que porta en un costal cinco o seis quesos curados. El vendedor lleva en la cabeza una boina negra y viste una blusa ancha del mismo color. Tiene al hijo haciendo la mili en Jaca (Huesca), y la niña se ha ido este verano a servir con unos señores de la capital de muchos posibles.

Ha dicho que la cuenta del queso la haga el muchacho, y el muchacho soy yo.
En la escuela me manejo bien con los problemas de matemáticas que hay en los libros, pero cuando me plantean estas operaciones con el queso delante y con gente extraña, hay veces que me salen cantidades raras que no cuadran con el peso del queso o el precio del kilo.

No me gustan estos exámenes caseros…

17
Entro aquí y leo y por un rato, mientras los leo, siento que soy una intrusa, que estoy espiando unas vidas tan distintas de la mía. Una intrusa espiando, metiéndome en la intimidad de unas vidas ajenas. Y pienso: mis abuelos sabrían el significado de todas estas palabras que yo tengo que buscar en el diccionario. Mis abuelos habrán tenido vidas parecidas a estas, habrán hablado con palabras parecidas a estas, habrán vivido en casas parecidas a estas. Qué habrán añorado, de qué se acordarían todavía cuando ya eran muy viejos y todo aquello había quedado tan atrás, tan del otro lado imposible del mundo. Con quién hubieran podido hablar de sus recuerdos, a quién hubieran querido tener cerca para poder charlar de esas cosas que sus hijos y sus nietos ignorábamos.
Gracias por estos recuerdos. De alguna manera oscura son también son los míos, aunque yo sea una intrusa.

18
¿Leyendo “la Regenta” con tu abuela junto al fuego? Qué momento inolvidable y mágico. :-)

19
Parece que en cualquier momento van a aparecer por el patio a ‘bacinear’, Plinio, el jefe de la GMT y su compañero de aventuras don Lotario.
Esta entrada hubiera tenido toda la consideración de Fco. García Pavón. Sin duda.
:-)
Sí, bueno, con el libro que más disfrutamos fue “Fray Perico y su borrico”, de Juan Muñoz Martín. Pero es que las abuelas suelen tener muchísima paciencia.

20
Todos los libros son buenos. :-)

21
Es impresionante la vastedad de cosas que confluyen en cada persona.
Congrats!
                         
 




lunes, 1 de julio de 2013

La Bajada de El Hierro



Julio de 2013
Fieles a la tradición, otra vez más, que ya han pasado cuatro años, los herreños se disponen a celebrar la fiesta de la isla: La Bajada. Como esta vez no podremos estar allí, quiero traer aquí lo que en este blog escribí hace cuatro años, con algunas fotos nuevas.
Isabel, Juan Pablo…disfrutad de ese gran día y brindad por todos cuando los de El Pinar consigan, por fin, que los de Sabinosa les entreguen la virgen. Brindad por todos, cantad y bailad. Carpe diem.
Un abrazo y saludos para todos los que os reunáis en el autobús y en la comida de la Cruz de los Reyes.



Julio de 2009
Es la segunda vez que visitamos la isla de El Hierro, invitados por nuestros amigos Isabel y Juan Pablo. Cuando hace más de siete años Mariví, Mercedes y yo fuimos por primera vez, nos comprometimos a participar en una próxima Bajada, que tiene lugar cada cuatro años. Y este año hemos logrado cumplir nuestro objetivo.

El Hierro, esa isla remota, la más lejana, considerada por algunos como la isla perdida en medio del océano Atlántico, es la más desconocida, y sin embargo la más singular de todas las Islas Canarias, entre otras cosas porque ninguna tiene una Bajada tan singular y tan larga, en el espacio y en el tiempo.

Visitar esta isla con nuestros amigos es un privilegio: Con Isabel, cuya familia materna es de aquí; y con Juan Pablo, que lleva en esta tierra casi treinta años, toda su vida profesional.
Un privilegio por todos los lados, con estos guías inmejorables: la Casa del Monte, donde nos alojaron, en Aguadara; La Caleta, donde tienen una casa hecha con primor, cariño y conocimiento, con su mar al lado y sus piscinas de agua salada; Valverde, la capital, esta vez de fiesta; La Restinga, con su playa, su paseo marítimo, su reserva marina y sus restaurantes; El Pinar, ese pueblo tan singular y tan solidario; San Andrés, donde conocimos a una pareja de amigos de Juan Pablo e Isabel verdaderamente especiales.

El Julan, ese parque natural explicado con conocimiento profundo y un cariño evidente por su guía Emilio, donde aprendimos mucho acerca de los aborígenes de la isla, de sus costumbres y de los lugares que frecuentaban. La Mar Océana por todas partes: Mar de las calmas, mar de nubes, mar azul, mar e islas al fondo, mar de luna llena.

El parador, varado junto a la orilla del mar; el pueblo de Frontera, en El Golfo, sus playas y el hotel más pequeño del mundo. El Mirador de la Peña, desde el que transportamos en una bolsa un lagarto, sin saberlo, tal fue su osadía y nuestra sorpresa; El árbol santo, el Garoé, con sus nubes bajas y la lluvia horizontal. El poblado de La Albarrada, que fue el primer pueblo de la conquista.



Echedo, Mocanal, el Pozo de las Calcosas, El Tamaduste, donde se nos pinchó una rueda, y tuvieron que ayudarnos a cambiarla; el renovado puerto de La Estaca; Tiñor, Guarazoca, Isora; Sabinosa, donde las sabinas crecen horizontales, tal es el viento de la zona; el faro de Orchilla, por donde pasaba el meridiano cero (es decir, lo más al oeste del mundo conocido hasta que Colón descubrió América), arrebatado por Londres cuando los  ingleses eran los amos del mundo…

Pero todo esto no es sino el territorio, un territorio hecho día a día, conquistado, trabajado por generaciones y generaciones, que han dado como consecuencia un paisaje singular y un paisanaje con gran personalidad.

Podría hablaros aquí de lo aprendido en El Julan: los rebaños de ovejas, su disposición los alares, los guanines, los guíos, lo esencial en la isla: el agua indispensable (como en todas partes, pero ellos lo saben desde siempre), los aranfaibos, las goronas, los óranes, la muda, los bimbaches, el señor Betancourt, la corona de Castilla, los números, los letreros, los caracteres líbico-bereberes de las inscripciones, el Tagoror, el conchero, las lapas…Pero este escrito no es una guía turística, sólo pretende ser algo así como Impresiones y Paisajes.
Podría escribir largo y tendido sobre lo visto en el Museo Etnográfico, en la Casa de las Quinteras, sobre la forja y el telar, sobre el tesón, las artes, la flema y la habilidad de los herreños, ellos y ellas, según decía Urtusáustegui; de talegas, costales, alforjas y majos; de bateas, cordoncillos, traperas, novelos y miñuelos; de mudadas, gánigos y de una tía abuela de Isabel, la señora Emeteria Fleitas Gutiérrez, la última ollera de la isla.

Hablar, podría hablar de unos preciosos octosílabos recogidos en el museo


Verde no se arranca el lino,
Ni seco, sino amarillo.


O en un bar cubano:



Con un mojito estoy bien,
Con dos me siento sabroso,
Con tres estoy pegajoso,
Con cuatro no sé qué hacer.


O explicar que el nombre del primer poblado, La Albarrada, viene del vocablo árabe ‘al-barrada` y éste a su vez del latín `parata`, que significa “cerca de piedra seca”, tal y como lo vimos in situ. Y aprovechar para extenderme en eso que tanto me gusta, la toponimia, esa especie de arqueología del las lenguas.




Pero mi intención hoy y aquí es, sobre todo, contar mis impresiones acerca de La Bajada del cuatro de julio de 2009. A ello vamos, pues.

“Nos hemos levantado a las dos de la madrugada. La risa de ayer noche preparando los bocadillos y la emoción de la víspera apenas nos ha dejado dormir. En la cocina, Juan Pablo hace unos huevos fritos. “Hay que desayunar contundentemente, que luego, ya veréis como ataca el hambre”, dice, mientras chisporrotea la sartén y huele a invitación de pan y yema rota. Mariví y yo preparamos café, bollos y fruta, y los tres nos sentamos a desayunar en silencio; poco después aparece Juan Pablo segundo, quien va acomodando en su estómago un surtido de alimentos sanos y de tradición juvenil.

Media hora más tarde llegamos a Valverde, la capital de la isla, en cuya estación de guaguas esperamos la nuestra entre varios cientos de personas ilusionadas y somnolientas, esa guagua que nos llevará hasta la ermita de La Virgen de los Reyes, en la otra punta de la isla. Es tal el atasco que hay, que en la Cruz de los Reyes, lugar donde se celebrará la comida de mediodía, nos desvían por un camino de tierra, en el que nos cruzamos con muchos coches cuyo tránsito es difícil por lo angosto del camino y por las anchuras de la guagua. A las cuatro de la mañana, entre pinos canarios y con la luz cegadora de los faros de los coches, nuestro aspecto de romeros especiales cobra existencia, sobre todo cuando nuestro guía dice en voz alta que ya no vamos a llegar a nuestro destino a la hora prevista, cuando los de Sabinosa piden al cura de la ermita la venia de la Virgen y lleven a ésta en silencio, ubicada en su corso, hasta la Silla del Corregidor.

A unos trescientos metros de la ermita nos dejó la guagua, tal era el atasco, y a buen paso conseguimos llegar cuando la romería avanzaba ya camino de la Silla. Un gentío variopinto y silencioso, con predominio de jóvenes, avanzaba lento y expectante, guiado solamente por los pasos de los de delante y algunos focos anónimos.

Embutidos en nuestros jerseis, a propuesta de Juan Pablo nos fuimos abriendo paso por un lateral, con el fin de avanzar y llegar, más adelante, a situarnos cerca de los danzantes. De repente, se hizo oír el guío de Sabinosa, mientras una herreña gritó de júbilo

Que viva la Virgen, viva


  


Y todos los pitos, unos quince hombres con una especie de flauta travesera, empezaron una melodía, que, con otras tres o cuatro, íbamos a oír a lo largo de más de quince horas y caminando casi treinta kilómetros por todo el espinazo de la isla.

A los pitos, introduciendo el ritmo, se unieron las percusiones de más de quince tambores y bombos, y como la música está hecha para sentirla con el cuerpo y con la mente, más de veinte hombres y mujeres se lanzaron a danzar cuesta arriba y cuesta abajo, y apenas pararon hasta la Raya, donde, después del pique correspondiente, dieron la venia a los del pueblo siguiente, los de El Pinar, quienes acercaron a su santo hasta el corso de la virgen y tomaron nuevos bríos para seguir adelante con la Bajada, entregar el corso en otra Raya a los del siguiente pueblo, y así sucesivamente, hasta llegar a la capital, Valverde, donde pitos, tambores, bombos y danzantes de toda la isla se unirían y pondrían el vello de punta a todos, después de tantas horas de música y danza, de camino y de piques, de sed y hambre, de comida y bebida abundante, de frío y de calor, de día y de noche, de polvo seco y de humedad lluviosa, de camino pedregoso y de sotos arbolados.


Emilio, el guía de El Julan nos dijo que la Bajada sigue los mismos pasos que un rebaño: En éste hay dos ovejas guías, quienes por indicación del pastor dirigen el rebaño yendo a izquierda o derecha según aquél indique. Y las ovejas y demás miembros del rebaño que se descaminen son de inmediato obligadas por el perro a seguir la orden del pastor. En la Bajada, los guíos dirigen a los pitos y los danzantes, y el papel del perro lo representan los tambores y los bombos, que marcan el ritmo incansablemente a lo largo de toda la romería. Es ésta por tanto una fiesta antigua, una fiesta de pastores.




Esta experiencia no podría seguirse si no hay una preparación física y mental, pero tampoco lo sería sin una contundente comida y una bebida abundante. Pero no es sólo una aventura personal, lo es también social: Puedes dejarte invadir por la música, la percusión, la danza y el buen ambiente; puedes recogerte y sentirte mejor contigo mismo, incluso cuando el cansancio, la sed y el hambre atacan. A veces miras el mar de nubes, la mar debajo, otra mar al otro lado y el polvo de los romeros en medio del lomo de la isla, y te emociona que este ritual se haya conservado como seña de identidad desde los antiguos bimbaches, llegados desde el Atlas marroquí, con sus ovejas, sus cabras, sus cerdos, su cultura y su música, y que rítmicamente cada cuatro años, se siga al milímetro el protocolo establecido, manteniendo la ancestral costumbre de reunirse en día tan señalado todos los miembros de la comunidad isleña.




Porque de eso se trata, de festejar que se vive en comunidad y que, aunque todas las comunidades tienen mucho en común, es lo específico lo que las mantiene vivas, porque la uniformidad las empobrece y las desliga de la tierra. Por eso la celebración central de la Bajada, en la Cruz de los Reyes, es el acto cumbre: Allí se tienden los manteles y se abren las cestas, que de buena mañana se han portado hasta el lugar, para comer en familia y con los amigos, charlar con los conocidos, saludar a los vecinos y agasajar a los forasteros.

Qué lección de armonía y de hospitalidad, de convivencia y de festiva participación es esta ritual costumbre de la Bajada. 


Lo que pasa es que aquí, en El Hierro, la Bajada es más que una fiesta, es una gran escenificación de cómo los vínculos de una sociedad aislada, que durante muchos años tuvo que sobrevivir y autoabastecerse, permanecen en el conjunto de los isleños, los gratifica con su solidaridad y los protege de sus propios temores. Luego todo esto fue santificado por la Iglesia católica, pero en el ritual de la Bajada sólo intervienen los curas y las autoridades al principio y al final de la romería. En realidad, la Bajada es todo lo que hay entre el principio y el final: Ahí radica su interés. Ahí y en sus raíces, bereberes en este caso, como, a mi parecer, en Camuñas.


Qué topónimos tan sonoros dan nombre a los sitios de la Bajada o a los que se ven desde ella: Sabinosa, La Montaña de los Humilladeros, Los Llanos, La Raya de Binto, El Julan, El Tagoror, Mencáfete, Tanganasoga, Malpaso, El Pinar, La Cruz de los Reyes, El Golfo, Frontera, La Raya de la Llanía, El Bailadero de las Brujas, La Raya de la Mareta, Asomadas, La Montaña de los Frailes, Timbarombo, El Mirador de Jinámar, La Raya de la Cruz del Niño, La Montaña de Afosa, La Meseta de Nisdafe, San Andrés, La Raya de las Cuatro Esquinas, La Albarrada, La Raya de Tejeguete, Ventejís, Tiñor, El Árbol Santo del Garoé, El Gamonal, La Caldereta, Tesine y, por fin, Valverde.



En Valverde, todos los guíos, dirigidos por el de la capital, todos los pitos, los tambores, los bombos y los danzantes sacan fuerzas de sus adentros y tocan y bailan con más bríos aún. Es la apoteosis, el final de la Bajada. Después vendrá la Subida, con ganas pero algo tristes, hasta rehacer el camino y dejar a la Virgen en su ermita, allá en La Dehesa. Y a esperar que otros cuatro años pasen, para que los familiares, vecinos y amigos puedan de nuevo verse en La Cruz de los Reyes, hasta que de nuevo salte el guío de Sabinosa y una espontánea herreña, llena de vida y dulzura, diga de nuevo

Que viva la Virgen, viva.