martes, 30 de julio de 2013

Tres maestros rurales


Hace más de diez años El País publicó un artículo cuyo título era Tres maestros, de Olegario González de Cardedal, de La Lastra del Cano, cerca de El Barco de Ávila. Me parece oportuno traerlo a este cuaderno.

"¿Desde dónde se puede y se debe escribir la historia de España? ¿Qué atalaya permite columbrar más lejos, discernir más claro y penetrar más hondo en sus procesos, instituciones, problemas? Unamuno repetía que la historia del mundo se puede escribir desde los centros económicos, políticos y culturales de poder, para que la aprendan en la escuela los niños de Matilla de los Caños, o por el contrario, se puede escribir desde Matilla de los Caños, para que los protagonistas que deciden esa historia se enteren de cómo la gozan y sufren los pasionistas de sus decisiones soberanas. Porque hoy ya cada persona es un voto, y cada voto puede decidir el destino de una aldea o del país más poderoso del mundo. Por eso hay que volver la mirada a cada vida humana, porque en cada terrón de tierra, que se disuelve en el mar, está implicado el entero continente, y en cada muerte morimos todos los hombres.Al acercarse el final del siglo, es necesario realizar una operación de consumación del tiempo para que no se nos agote como se agota el agua de un cántaro, pasan las horas del reloj o cesa el temporal de lluvia. El tiempo sólo es humano, a diferencia del tiempo cronológico, si el hombre lo toma en su propia mano, si vuelve la mirada a su trayecto, discierne sus contenidos, reconociendo y rechazando lo que fue injusto, falso e inhumano, a la vez que reafirma lo que con él la libertad forjó de verdadero, limpio y eterno. Consumado de esta forma el tiempo, es acrecentamiento de conciencia y génesis de libertad, porque, así purificada la memoria y reconstruida la dirección de la vida, puede el hombre recobrar el tino. Lo que digo del individuo vale también de las instituciones y de los grupos, de las minorías de sentido y de las naciones.
Yo no puedo acercarme al final del siglo XX sin poner ante mis ojos lo que han sido las raíces de mi destino personal y las del destino del país en el que he vivido. Necesito recordar los elementos, nutricios del amor o generadores del odio, en medio de las personas entre las que he existido y pensado. Soy hijo de la República, crecí durante la guerra civil y me formé en los decenios subsiguientes. Fueron tan fieros esos tajos en la convivencia nacional, que sólo tras largos decenios dejaron de rezumar sangre las heridas. Y es tanta su hondura y tan frágil la sutura, que al primer temor profundo de conciencia o aparición de fenómenos inesperados, vuelven a supurar. Por eso es necesario recordar con lucidez, asumir con responsabilidad y, en el perdón que olvida, pasar a un siglo nuevo, que no sea víctima de las pasiones y desgarros de su predecesor. Esto no es ingenuidad, sino magnanimidad; no es negación de lo ocurrido, sino salto en libertad sobre la perversidad del corazón, afirmación actual de humanidad sobre la inhumanidad que prevaleció entonces.
Cuando vuelvo la mirada a mi origen, compruebo que nací en un lugar donde se estaba decidiendo el futuro de España a sangre y fuego. Lo vivido en mi más tierna infancia no son placenteros recuerdos de un patio de Sevilla, sino el silencio de muerte en las alturas de Gredos. Lo que entonces fue mudez y miedo, con los años he logrado conocerlo día a día, nombre a nombre, palmo de cuneta a palmo de cementerio. En los meses de julio y agosto de 1936 quedó fijado el frente de la guerra. En Ávila, la línea divisoria estaba en el puerto del Pico. En esos meses se enfrentaron hombres e ideas, situaciones y esperanzas, que habían llegado al convencimiento de ser inconciliables, necesitando unas anular a las otras para sobrevivir. En la vertiente norte de Gredos eran asesinados los maestros; en la vertiente sur eran asesinados los curas.
Voy a proferir tres nombres de maestros en la ladera norte y tres nombres de curas en la ladera sur, de los que yo me siento heredero y solidario, y a los que acompaño con amor a este fin de siglo para que, pronunciados sus nombres por alguien que alberga en sus entrañas el ser y las aspiraciones de ambos, se encuentren entre sí, ellos que fueron símbolos victimados de poderes que los excedían. Tres maestros de tres aldeas: don Luciano Alegre en Lastra del Cano, arrancado de su casa y fusilado en la carretera de Hermosillo. Don Antonio Muñoz, maestro en la escuela de Cardedal donde yo estudiaría luego, que, sintiéndose en peligro las semanas últimas del mes de julio, decidió cruzar de noche la sierra para unirse a la otra zona y, detenido por un guarda forestal, que lo entregó a la Guardia Civil, fue fusilado en la plaza Mayor de Barco de Ávila. Don Daniel Leralta, maestro de Navasequilla, el pueblo más alto de España, junto con Trevélez en Sierra Nevada, y desde el que se tiene la vista más sobrecogedora del pico Almanzor y de las crestas del macizo.
Don Daniel desapareció de Navasequilla una noche de julio, con el pretexto de querer dormir con la boyada en la sierra. Cogió una manta, y hasta hoy no se ha vuelto a saber nada más de él. En su casa quedaba una arqueta de madera con libros de historia, literatura, derecho, ciencias. Para sus padres, aquel arca era como un sagrario: ni a tocarla se atrevían. Era la presencia viva del ausente, del que ni siquiera se sabía si había muerto. ¿Qué hacer con ella? Sus padres, compañeros de los míos en trashumancias y agostaderos, se la entregaron para que el niño, que era yo, pudiera ir aprendiendo desde bien pequeño. Esperaban que su saber y su memoria, su pasión por la lectura y la verdad, prendiendo en mí, fueran semilla profunda, y así los libros de Daniel, y Daniel con ellos, tuvieran sucesión y vida perdurable. ¡De memoria los aprendí mientras cuidaba los ganados, guareciéndome detrás de retamas y torviscos de los cierzos que en aquella altura, dice Madoz, azotan fríos y violentos! Todavía hoy, cuando vuelvo a la arqueta para sacar un libro, se estremecen mis redaños y me pregunto cómo he administrado y correspondido a aquel legado de amor y muerte, de sabiduría y esperanza.
Mi infancia en la ladera norte de Gredos tuvo su continuación durante la adolescencia en la ladera sur, que tiene su centro en Arenas de San Pedro, y su símbolo, en el palacio del infante don Luis. Por él pasaron Goya y Boccherini, pintores, músicos y literatos. Allí aprendí letras, fe y otra historia también de sangre. En los mismos meses de julio y agosto de 1936 habían sido asesinados uno tras otro los sacerdotes de la zona. Enuncio sólo los nombres de tres de ellos. Para quienes mandaban en aquella zona, la religión era el símbolo de la reacción capitalista y de la alienación humana. Los sacerdotes eran considerados exponentes culpables, lo mismo que en la ladera norte los maestros eran vistos como los agentes de la República y de las ideas revolucionarias.
Cuando se cruza la sierra de Gredos por el camino que sale de Hoyos del Espino, se va a caer en El Arenal y El Hornillo. A este pueblo llegó en los primeros días de julio don Juan Mesonero, ordenado sacerdote el 6 de junio anterior. El día 15 de agosto caía en una cuneta de la carretera que va de Arenas de San Pedro a Candeleda. El día antes había muerto en el término de Pedro Bernardo don José García, párroco de Gavilanes. Tenía 27 años. El día 19 del mismo mes era despeñado, desde los altos riscos del puerto del Pico, don Damián Gómez, párroco de Mombeltrán. Si éste ya era mayor, los dos primeros acababan de llegar a sus pueblos: la eliminación no correspondía a un juicio sobre sus personas o la forma de ejercicio de su ministerio. Contra el precepto bíblico de no hacerse imagen de Dios ni del hombre, no se vio en estas personas rostros individuales, sino poderes enemigos: la República y revolución en los maestros; la Iglesia y la reacción en los sacerdotes.
La España real ha sido hasta ahora masivamente la España rural, a la que sólo se ha visitado para contar con sus votos y recoger sus contribuciones. Desde esas aldeas y hombres, hay que contar y comprender nuestra historia, también la reciente. Decidían en Madrid o Barcelona quienes eran hijos de la burguesía y habían estudiado en el Liceo Francés, la Escuela Británica o los colegios del Pilar, Areneros y el Recuerdo. La imagen que ellos tenían de la España rural era común: la propia de la burguesía, que mandaba siempre, con gobiernos de derechas o gobiernos de izquierdas, utilizando la cultura y la religión al servicio de sus programas. Los pobres de la tierra, incluidos maestros y curas, estaban lejos. Eran citados con desprecio o compasión: "pasar más hambre que un maestro escuela" o "llevar un traje más raído que la sotana de un cura de pueblo".
Esas dos laderas son el cuerpo que sostiene mi historia, magisterial y ministerial, y la historia de todos los niños del campo, que sólo merced al buen hacer de maestros (¡sobre todo de maestras!) y curas, hemos accedido a la cultura, y con ella, a la libertad. Por eso, al sentirme heredero y solidario de unos y de otros, hago memoria de todos al mismo tiempo y con la misma pasión. He escrito esos seis nombres reales, con lugares y días reales, para que con ellos queden nombrados, honrados y rescatados del olvido todos los que perdieron su vida. Delante de Dios y delante de los hombres cuento su historia, para dejarla en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que, concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz, acogimiento del prójimo y esperanza?
Cuento su historia, para dejarla en su divina mano creadora y recreadora; para hacerles justicia y confesar públicamente nuestra injusticia; para recoger sus ideales y trenzarlas como trama y urdimbre del futuro común. La España moderna no puede pensar en alternativas trágicas la cultura y la religión, el atenimiento a los imperativos cotidianos y la abertura a la trascendencia. Y pronuncio su nombre para que, concluido el siglo, la memoria de unos no sea nunca más denuesto de otros, para que nadie convierta el elogio de su correligionario en pedrada contra su adversario, las canonizaciones en recriminaciones y los recursos viejos en procesos nuevos. ¿Podré confiar en que esta historia mía sea la parábola de una España que, definitivamente resanada y reconciliada, cierre el siglo con paz, acogimiento del prójimo y esperanza?
Olegario González de Cardedal es miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.



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