Durante estas tres
semanas de septiembre hemos tenido exámenes, evaluaciones, matrículas, reparto
de carga lectiva, listados nuevos... con el fin de comenzar el curso según el calendario establecido.
Se empeñan nuestros gobernantes en empezar el curso cuanto antes aunque sea a costa de hacerlo con precipitación. En ello llevarán la penitencia: por su ineficacia, por su ineficiencia, por su prepotencia y por su cinismo, pues lo que pretenden es minar la educación pública. Esa es la batalla; pero están lejos de haberla ganado.
Nos veremos en octubre, en la huelga general de toda la enseñanza pública en toda España.
Se empeñan nuestros gobernantes en empezar el curso cuanto antes aunque sea a costa de hacerlo con precipitación. En ello llevarán la penitencia: por su ineficacia, por su ineficiencia, por su prepotencia y por su cinismo, pues lo que pretenden es minar la educación pública. Esa es la batalla; pero están lejos de haberla ganado.
Nos veremos en octubre, en la huelga general de toda la enseñanza pública en toda España.
No tengo tiempo de escribir sobre la cascada continua de despropósitos que se van dando a todos los niveles; pero sí de traer aquí algunos artículos.
Recurro a mis favoritos, claro está.
De Antonio Muñoz Molina
1. Marca España
Hombre, por fin un asunto en el
que los del PP y los del PSOE dejan a un lado diferencias para unirse en
la reivindicación de lo que es común a todos, lo que está por encima de la
greña partidista, lo que merece preservarse en tiempos difíciles, lo singular,
lo que es nuestro, lo que no existe en ninguna otra parte: ambos partidos
defienden en Tordesillas, con el mismo fervor, por razones culturales e
identitarias que se remontan, cómo no, a varios siglos atrás, la tortura de un
pobre animal y el jolgorio bárbaro de una ciudadanía embrutecida. Había que ver
en la televisión al sujeto que había alanceado al toro hasta matarlo y al
alcalde -socialista- del pueblo. Luego nos quejamos de nuestra mala imagen en
el mundo.
2. Una aspiración
Una cosa seria a la que aspiro
en la vida es a tener algún día un huerto como el de mi tío Juan. En Úbeda, en
lo que queda de patrimonio popular después de la devastación a la que llevan
sometiéndola no sé cuántas décadas ayuntamientos vandálicos, arquitectos romos,
concejales sinvergüenzas, especuladores rapaces e ignorantes, se encuentran a
veces casas de fachada modesta que tienen al fondo, más allá del portal, una
claridad que viene del huerto, un huerto secreto desde el que no se ve nada
desde la calle, un paraíso cerrado como el de Soto de Rojas en
Granada, con ese sentido doble de recreo y recato que probablemente viene de la
cultura musulmana de al-Andalus. Al fondo de la penumbra fresca del portal, en
casa de mi tío, se vislumbra la claridad del huerto, que es pequeño y es un
mundo, con una gran higuera, con un apartado para las gallinas, con un aljibe
cubierto por una parra, con filas prietas de tomates, pimientos, berenjenas,
judías verdes, pepinos, calabazas, con macetas de plantas aromáticas, con
bastidores de cañas en los que se secan ristras de ajos.
Para espantar a los pájaros mi tío cuelga entre los racimos de uvas trozos de cintas viejas de cassete que brillan al sol y se mueven con la brisa. También cuelga cosas un poco más extravagantes: una alcachofa de bombona de butano, un pájaro muerto, un grifo inservible. Un barreño viejo lleno de tierra fértil le sirve como vivero. En botes usados de nescafé almacena hojas secas de orégano para las ensaladillas. Cada racimo de uvas lo protege con un capuchón de papel o una bolsa de plástico recortada a medida. En estos tiempos de crisis mi tío se acuerda de que cuando él y mi padre eran niños lo que salvó del hambre a muchas familias trabajadoras era tener un huerto, por pequeño que fuera. Él vive en el suyo con una autosuficiencia de Robinson Crusoe. Mi tía Catalina y él recogen todo tipo de botes de cristal y de plástico para guardar todas las conservas que luego reparten a sus hijos. Como fertilizante poderoso usan el estiércol de las gallinas. Cuando me voy a marchar mi tío Juan pone a una bolsa de plástico un fondo cuidadoso hecho de hojas de higuera y sobre él apila el don magnífico de los higos recién madurados, rezumantes de azúcares. También me da unos tomates tremendos de la casta que a mi padre le gutaba tanto cultivar, los carne de doncella. Uno solo de esos tomates, con aceite de oliva, con sal gorda, con unas briznas de orégano, es un festín supremo para los sentidos. Yo quiero hacerme viejo cultivando un huerto como el de mi tío Juan.
3. De lo que no se habla
Da escalofrío entrar en los
comentarios de los lectores a cualquier noticia o columna que tenga que ver con
El Asunto. Y asombra que los periódicos, por ahorrar un dinerillo en filtros
eficaces, permitan que bajo el amparo de sus páginas se difunda tanto odio,
tanta ignorancia, tanta inmundicia. La ética y la estética de la pintada de
retrete usurpando el debate, infectando el espacio público con un hedor de
meadas y vómitos en mañana de sábado. Odiándose tanto, esos españolistas y
antiespañolistas son exactamente iguales en su grosería, y se necesitan los
unos a los otros como alimento mutuo de su mala leche.
Y mientras se gasta tanta furia
y tanta saña en peleas identitarias que parecen exigir la eliminación del
contrario no se discuten los problemas reales, lo cual es una gran ventaja para
los explotadores y los corruptos. El otro día, en la primera página de la
edición para Cataluña de El País, la noticia de que el Clínico de Barcelona
reducía no sé cuántas camas y las desviaba a hospitales privados ocupaba la
esquina menos visible: un pequeño recuadro abajo, a la izquierda. Todo lo demás
estaba lleno de banderas.
La izquierda política le ha
hecho en todos estos años un inmenso favor a la derecha y los dueños del mundo,
olvidando la realidad de las clases sociales y la vindicación estricta de los
derechos civiles para consagrarse a celebrar incondicionalmente
identidades colectivas exageradas o del todo ficticias. Mientras tanto,
se agrandaba una desigualdad entre los seres humanos reales que no había existido
desde antes de la Gran Depresión.
4. Noche indonesia
En un depravado
universo paralelo veteranos de las SS o de los escuadrones de la muerte
argentinos llegan a la vejez rodeados de la admiración respetuosa de sus
vecinos y participan en alegres programas en vivo de la televisión en los que
el público les aplaude desde el graderío del estudio. Están tan orgullosos de
sus hazañas pasadas que no sólo las cuentan a cara descubierta en un
documental, mostrando a la cámara con detalle cómo llevaban a cabo sus torturas
y ejecuciones. También aceptan con agrado la invitación a convertirse en
intérpretes de dramatizaciones para el cine, en las que unas veces repetirán
sus papeles de verdugos y otras, como por juego, se pondrán en el lugar de las
víctimas, dejándose desfigurar con crudos maquillajes de efectos especiales,
truculencias de películas ínfimas de terror.
El ambiente de las
entrevistas y de los ensayos en el plató irá de lo nostálgico a lo festivo.
Algún joven torturador y asesino de entonces, ahora viejecillo enjuto de una
elegancia anticuada, pasará fluidamente de simular un estrangulamiento a dar
unos pasos de baile. Sus zapatos muy lustrados improvisarán sin música quiebros
de chachachá sobre un suelo de cemento que hace casi cincuenta años fue un
lodazal de sangre. Los veteranos de aquellas organizaciones paramilitares que
entonces se ocuparon con tanto éxito de las operaciones de limpieza contra el
enemigo interno se unen a los jóvenes reclutas uniformados en actos
multitudinarios en los que participan desde la tribuna ministros del Gobierno
actual. Botas negras, boinas ladeadas, uniformes de combate con manchas de
camuflaje como a llamaradas naranjas y negras. Hace mucho calor siempre y todo
el mundo suda y fuma Marlboro. Los veteranos declaran sin disimulo alguno su
doble condición de patriotas y de gánsteres. El gobernador de la provincia en
la que viven los agasaja en su residencia oficial y declara que los gánsteres
son elementos muy valiosos en la sociedad.
Una de las hipótesis
más intrigantes y menos plausibles de la Física es la existencia de un número
ilimitado de universos simultáneos. El que acabo de esbozar, no sin repulsión,
está situado en Indonesia y lo ha explorado cámara en mano, durante nueve años,
el cineasta Joshua
Oppenheimer. El resultado es una película, The act of killing,
que apenas puede describirse, y que en algunos momentos casi no puede mirarse,
y no porque se complazca en la habitual pornografía de la crueldad, la sangre y
las vísceras. Tampoco permite la coartada virtuosa de ponerse sin esfuerzo del
lado de las víctimas y en contra de los verdugos, previamente alejándolos a
todos en el blanco y negro de los documentales sobre atrocidades de hace mucho
tiempo, en una narración consoladora y hasta ejemplar en el que después del
crimen viene alguna forma de castigo, de redención o expiación. Después de
Auschwitz vienen los juicios de Núremberg, el proceso de Eichmann; después de
la guerra sucia en Argentina, la frágil figura heroica del fiscal Julio César
Strassera; incluso en el genocidio de Ruanda o en el Camboya ha habido formas
incompletas o rudimentarias de restitución, al menos una conciencia universal
aproximada de lo que sucedió.
En Indonesia, en algo
menos de un año, entre 1965 y 1966, alrededor de un millón de personas fueron
asesinadas a consecuencias de un golpe de Estado militar. Como los militares
declaraban levantarse para salvar al país del comunismo contaron con el apoyo
inmediato y generoso de los principales Gobiernos occidentales. La Embajada de
los Estados Unidos en Yakarta suministró a los sublevados listas de millares de
sospechosos de pertenecer al Partido Comunista. Pero no eran sólo militares los
que mataban, y las víctimas no sólo eran comunistas. Incitados por sus mulás,
musulmanes devotos mataban para erradicar la amenaza siempre funesta del ateísmo.
En la isla de Bali, de mayoría hindú, los altos sacerdotes hinduistas
reclamaban sacrificios humanos para satisfacer a los espíritus ofendidos por
años de sacrilegio y desorden social. En algunas zonas del país los cristianos
se unían a los musulmanes y a los hindúes en la persecución de posibles
comunistas. En otras los cristianos eran asesinados como infieles por
musulmanes y por hindúes. Activistas sindicales, profesores, librepensadores,
artistas, gente rara, campesinos descontentos, cualquiera podía ser condenado
sin remisión y ejecutado sobre la marcha, sus casas incendiadas, sus familias
perseguidas hasta el exterminio. En Bali murieron asesinadas unas ochenta mil
personas, el cinco por ciento de la población. Las ejecuciones en masa se
celebraban a veces acompañadas por orquestas de la bellísima música gamelán
—sus percusiones etéreas se harían más rotundas para animar a los asesinos y
ahogar los gritos—.
Los miembros de la
minoría china —forasteros, comerciantes, identificables— eran el chivo expiatorio
perfecto. Uno de los verdugos lo recuerda en la película de Oppenheimer con
cierta nostalgia: iba por la calle y mataba a todos los chinos a los que veía;
su novia de entonces era china: aprovechó la ocasión para matar a su suegro.
Pero ni él ni sus amigos eran militares, ni particularmente devotos del islam.
Eran chorizos de medio pelo, aficionados a las películas americanas, las de
gánsteres y las de vaqueros, los musicales de Elvis Presley. En lugares remotos
del mundo el cine violento americano induce sueños de heroísmo y vocaciones
sanguinarias. En Yugoslavia, en Chechenia, en los años noventa, matones
provistos de apresurados uniformes y causas patrióticas ejecutaban a inocentes
poniéndose la cinta roja en el pelo y las gafas de Rambo. En una provincia
indonesia, hacia la mitad de los sesenta, delincuentes de barrio que en
circunstancias normales no habrían llegado a más que a dar miedo a algunos
tenderos se convierten de la noche a la mañana en señores de la muerte, y
aprovechan para poner en práctica lo que han visto en viejas películas mal
proyectadas y mal dobladas en cines al aire libre, igual que los rambos de otra
generación futura verían las suyas en copias piratas de VHS. Al principio
mataban a palos, explica uno de ellos, pero era muy fatigoso y se llenaba todo
de sangre. Pero entonces se acordaron de cómo mataban los mafiosos en las
películas americanas, y empezaron a estrangular a sus víctimas con un hilo de
alambre o de plástico. Se cansaban de matar y cruzaban la calle para ver en el
cine una película de John Wayne, de Marlon Brando o de Elvis. Salían del cine y
cuando volvían a matar se imaginaban que seguían viviendo en el interior de la
película, persiguiendo indios por una pradera en cinemascope, encerrados con un
chivato al que tendrían que hacerle cantar a golpes mientras lo deslumbraba la
luz de un flexo, como en una de gánsteres. Ahora el lugar de las ejecuciones es
una tienda de deportes, abierta de noche e inundada de neón. Frente a ella el
antiguo cine que trae tantos recuerdos lleva cerrado mucho tiempo: una verja
extensible, sujeta con candados, clausura la puerta, tapada por capas de viejos
carteles deteriorados y rasgados. Cinema Paradiso.
La pesadilla es tan
poderosa que dura más que la película. Salgo del cine, en Madrid, a un callejón
trasero, y me parece que he desembocado en esa noche indonesia, en un universo
paralelo, de pronto no inverosímil, en el que habrá genocidas que se conviertan
en estrellas de reality show.
Cada primer lunes de
septiembre, un clamor de tragedia: en la casa contigua hay una guardería.
Dentro de una o dos semanas la situación se habrá apaciguado, y si trabajo con
la ventana del estudio abierta oiré de fondo cantos a coro y voces de maestras,
discos de canciones infantiles, risas y carreras a la hora del recreo. Pero
hoy, desde primera hora, no han parado los llantos, llantos unánimes como
balidos y berrinches individuales, llantos de casi bebés con pulmones de
poderío tremendo y llantos de niños que por primera vez se separan de los
padres, llantos que parecen cesar y que arrecian de pronto, mientras se oyen
las voces de las maestras que gritan nombres recién aprendidos, siempre muy
semejantes, Álvaro, Alba, Alex, rebasadas por los acontecimientos, como
queriendo organizar un naufragio. Y a uno, que también llevó a niños asustados
de la mano en la primera mañana de guardería, le da congoja pensar en todos los
años escolares que esas criaturas del otro lado del jardín tienen por delante,
todos los madrugones con sueño, todos los primeros de curso, a veces con una
ilusión cándida de nuevo comienzo, después de esos veranos tan largos de la
niñez que equivalen a cambios de época . Y qué furia primitiva de supervivencia
en esos llantos, qué abismos de pena.
6. Voces en un jardín
Mientras intentaba sanear algo
un jazmín que se ha desmelenado estos meses oía en la casa contigua la melopea
de llantos, alaridos y berrinches de los últimos días, ya algo apaciguada,
aunque las pobres maestras estén afónicas llamando al orden, impartiendo
consuelos, cantando canciones mientras intentan que la confusión de los niños
plañideros se ordene en un corro. Hay uno que debe de ser un pinta, porque su
nombre es el que más oigo: “¡Pepe!” Pepe por aquí y Pepe por allá. Pepe que no
se calla o que no obedece o que le tira del pelo a alguien. Un niño que en
estos tiempos de alejandros y sergios y arones se llama Pepe, sin más, ya
tiene mucho ganado, como una promesa de porvenir inconfundible.
Cuidando plantas y escuchando
voces y cantares de niños se van las horas en un ensimismamiento que lo
apacigua y lo fortalece a uno. Cómo me gusta el sinsentido burlón de las
canciones infantiles antiguas, esa poesía de la máxima sencillez irónica que
sedujo lo mismo a García Lorca que a Emily Dickinson.
El patio
de mi casa
es particular.
Cuando llueve se moja
como los demás.Chocolate
molinillo
corre corre
que te pillo.
es particular.
Cuando llueve se moja
como los demás.Chocolate
molinillo
corre corre
que te pillo.
A
estirar, a estirar
que el demonio va a pasar.
que el demonio va a pasar.
Las voces infantiles suenan
exactamente igual que hace cincuenta o veinte o diez años, detrás de un muro de
jardín, verde de hiedra, de glicinia y bambú, en un tiempo estático que es el
de la niñez.
7. Todo por la patria
La casta política que gobierna en Madrid privatiza la sanidad, desguaza la escuela pública, despilfarra en tonterías el dinero de todos, recorta o elimina prestaciones sociales, ampara la corrupción, fomenta la incompetencia y el clientelismo, ahoga la investigación científica, favorece servilmente a los poderosos y esquilma a los débiles.
La casta política que gobierna en Barcelona privatiza la sanidad, desguaza la escuela pública, despilfarra en tonterías el dinero de todos, recorta o elimina prestaciones sociales, ampara la corrupción, fomenta la incompetencia y el clientelismo, ahoga la investigación científica, favorece servilmente a los poderosos y esquilma a los débiles -y abandera triunfalmente la liberación nacional de Cataluña.
Ante semejante muestra de talento político sólo cabe el brindis de admiración del borracho de Luces de Bohemia:
-¡Me quito el cráneo!
8. Esponsorizados
Sugiere Malaquías en que estos
tiempos de crisis los padres en apuros pongan a sus hijos nombres de marcas
comerciales, pero no se trata de una fantasía. Juan Sardá ya escribió una
novela de ciencia-ficción en la que los países adoptan nombres de empresas que
los patrocinan. Sin necesidad de ir al futuro, el metro de Madrid -”Metro de
Madrid”, perdón: hay que evitar siempre que se pueda la vulgaridad del
artículo- ha convertido el hermoso nombre de la estación de Sol en
Vodafone-Sol, lo cual me parece uno más de ultrajes a los que esta ciudad viene
siendo sometida por los vándalos que la desgobiernan desde hace tanto tiempo.
Qué buena suerte ha tenido Madrid en la literatura, y qué mala en la historia,
incluida la contemporánea. ¿Para cuándo Puerta de Alcalá- Kentucky Fried
Chicken, o “Moviestar Parque del Retiro? Hasta en los nombres están dispuestos
a entrar a saco en su propósito de malvenderlo todo a intereses corporativos.
Cada vez que monto en el metro y veo en la nomenclatura pública del mapa la
intrusión de ese logo de la lagrimita o la comilla me llevan
silenciosamente los demonios. Esta tarde, por ejemplo, cuando he tenido que
bajarme en Vodafone-Sol para visitar a mis amigos de la librería Méndez en la
calle Mayor. ¿Por qué no Mayor-McDonald’s? Me he comprado un libro de Seamus
Heaney y en el camino de vuelta me he puesto a salvo leyendo poesía, que es un
refugio contra la intemperie del mundo.
¡Qué gusto leer estas cosas!
ResponderEliminarSaludos.