Os deseo a todos los que entráis en este blog una feliz Navidad en compañía de vuestros familiares y amigos y un año 2019 lleno de salud, paz y prosperidad.
lunes, 24 de diciembre de 2018
lunes, 17 de diciembre de 2018
Número 34 de Forja, la revista de Los Navalmorales
Como ya sabéis, en Los Navalmorales hay
una asociación, la Mesa de Trabajo, que edita una revista
llamada Forja. El número 34 ha salido el 14 de diciembre. Si
queréis leerla, pinchad en este enlace:
http://www.losnavalmorales.com/mesa/pdf/Forja34_web.pdf
Entrada al Parque Municipal La Huerta del Convento
Entrada al Parque Municipal La Huerta del Convento
En sus sesenta páginas hay muchos
artículos, pero destaca uno dedicado a la Historia del Convento. Así
comienza dicho artículo:
“En el
anterior número de Forja hablamos de la fundación del Convento de san Joaquín
en Navalmoral de Pusa; en este número comentaremos los hechos más
sobresalientes de la presencia de la Orden de los Capuchinos Menores en la
villa hasta su desamortización.
Desde muy
pronto descubrirían los navalmoraleños el poder que la citada Orden tenía sobre
las instituciones civiles. Un hecho significativo de esa influencia fue la
canalización de agua desde el sitio denominado Retamosa hasta el Convento”.
Aznar, anticonstitucional
Acabo de enviar una carta a la directora de El País, para su posible publicación en los próximos días. La traigo aquí porque estoy harto de pontífices que ponen el país patas arriba cuando no gobiernan. Y que cuando están en el poder bien que muestran sus debilidades y sus arrogancias. No me gustan las personas que se creen imprescindibles para un país. Dime de qué presumes y te diré de qué careces.
"Estimada
directora:
Últimamente se
le ve muy activo al señor Aznar pontificando como radical inspirador del
tridente Ciudadanos-PP-Vox. Y hasta sentencia qué partidos son
constitucionalistas y cuáles no.
Es el mismo señor
Aznar que se manifestó en 1978 contra la aprobación de la Constitución. El que,
al llegar a la Presidencia del Gobierno, habló catalán en la intimidad, negoció
con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco, nos embarcó en la guerra de
Irak y declaró edificable todo el territorio nacional. El que presidió unos Gobiernos
muchos de cuyos ministros han sido condenados por corrupción.
El señor Aznar
pertenece a esa derecha que patrimonializa el Gobierno y que intenta poner el país
patas arriba cuando son otros los que gobiernan, aunque así lo hayan decidido
la mayoría de los diputados, tal y como se contempla la Constitución, esa que
atacó en 1978.
Atentamente,
Jesús Bermejo"
domingo, 16 de diciembre de 2018
Los Navalmorales, tu otro pueblo
Si Aravalle es para ti el principio, el mundo en pequeño, Los Navalmorales es tu
otro pueblo, una referencia de tu segunda edad. Es un pueblo castellano de unos
tres mil habitantes, con diversos comercios e industrias y una riqueza que a ti
te parece extraordinaria: sus olivares. Los Navalmorales, un pueblo al que te
unen muchos afectos: la amistad dulce y duradera, el amor de la edad madura,
unas gentes que te recibieron bien, una naturaleza rojiza y verde y unos
árboles que van tejiendo tu amistad año tras año: olivas y almendros,
membrillos y albaricoques, naranjos y limoneros, higueras, cerezos, encinas,
madroños...
Dos imágenes te vienen a la cabeza para representar este pueblo:
una, sus olivas, así, en femenino, como la gente de la tierra llama a los
olivos. Rugosas, de tronco mineral y retorcido, de verde y plata presencia
centenaria, dan un aceite de calidad superior, obtenido después de generaciones
y generaciones de esmerado cultivo. Olivas, verdes olivas, alineadas en las
tierras, trepando por las laderas y dispuestas cada invierno al vareo y la
almazara. La otra imagen es la de su torre, esbelto y espigado edificio que,
con su gracia aérea, parece cobijar y apacentar el caserío de teja y los
sombreados patios y plazuelas. La has visto desde todos los sitios: desde la
sierra del Santo y desde el cerro Gorra; surgiendo de repente al doblar una
esquina o paseando por las calles de Tierra Toledo; apareciendo por sorpresa al
venir por el camino de Santa Ana o destacando majestuosa al llegar de Los
Navalucillos. Te has acercado a ella y has admirado su verticalidad y su
elegancia, la geometría y el dinamismo de su vuelo. Es la buena moza, el
edificio más noble de la villa.
Hay días del otoño en los que, de buena mañana, paseas sin prisas
por el pueblo y te fijas en las viejas y en las nuevas construcciones. Vas así
dándote cuenta del grado de conservación de la vivienda tradicional. Contemplas casas de uno o dos pisos, con muros de piedra y
tapiales anchos, densos y maternales, y puertas y ventanas distribuidas con
armonía y gran belleza rítmica, sólo afeada por cables de todo tipo que las
asedian sin pudor. Casas que son señales de una forma de concebir la
existencia, con portales, alcobas y cocinas en la planta baja, cerca del patio,
alrededor del cual gira la vida doméstica. Miras con parsimonia las puertas de
madera, ese don de la naturaleza que, de forma implacable, va siendo sustituido
por el hierro o el aluminio.
Las ves en casas humildes y nobles, en herrenes y
corrales. Y te emocionas ante algunas que, de puro viejas, pareciera que fueran
a venirse abajo pero resisten gracias a la nobleza de su factura y a las manos
de sus dueños. Sin prisas, te paras ante esas ventanas, unas sencillas, otras
primorosamente enrejadas, que agilizan las paredes y abren huecos sabiamente
orientados. Te encaramas a los lugares más insospechados y contemplas esos
tejados que perfilan perspectivas desconocidas y conservan las tejas viejas,
esas tejas que preservan del calor y cobijan del frío mejor que muchos
materiales nuevos.
Subes a la Sierra del Santo y observas el verde de los
patios y el rojo de los tejados. Y la torre, fina y majestuosa, destacando por
su lozanía y por ser referencia obligada para señalar todo.
Al terminar tu paseo, entras en la taberna y bebes un
vino a la salud de los que mantienen las casas tradicionales, las remozan y las
renuevan. Saben que así están disfrutando de la sabiduría de sus antepasados.
Jesús Bermejo
domingo, 9 de diciembre de 2018
El Dozabo
En
1946 Antonio Palomeque publica en Madrid
el libro El Señorío de Valdepusa y la concesión de un privilegio de villazgo al
lugar de Navalmoral de Pusa en 1653, un estudio minucioso de la historia de los
pueblos del Pusa que tendría su continuación en otros trabajos de investigación
dedicados a estas tierras del suroeste toledano. Una buena parte de los datos
que expone el profesor Palomeque en El Señorío de Valdepusa procede del Archivo
municipal de Los Navalmorales, un archivo que, en su opinión, contiene un
respetable número de legajos de particular importancia.
En las
páginas 72 y 73 del citado libro, Antonio Palomeque explica con detalle los pleitos habidos entre el señor y sus
vasallos desde el mismo momento en el que el rey Felipe IV concedió a
Navalmoral de Pusa el privilegio de villazgo. Tales pleitos tuvieron causas muy
variadas pero, con el tiempo, la más importante sería la decisión de no pagar
el Dozabo (la doceava parte) de las cosechas de aceite que exigía el señor a sus
súbditos.
Según las
cartas pueblas del Señorío, los vasallos debían pagar al señor el Dozabo de
todos los cereales y semillas que cosechaban. Con inteligencia y astucia, los
navalmoraleños decidieron ir cambiando poco a poco de cultivo y plantaron olivos
donde antes hubo cereal. De esa forma se ahorrarían el pago de dicho tributo,
pues nada especificaban las cartas pueblas sobre la aceituna ni sobre el
aceite.
En
documentos fechados en 1772 consta que el señor de Valdepusa exigió el pago del
Dozabo de todos los frutos, por razón de señorío. El Concejo de Navalmoral
recurrió al Real Consejo y este dictó un auto favorable a los vasallos. A pesar
de ello seguirían los pleitos hasta 1827, cuando concluye el litigio y acaban
los privilegios del señor al firmarse la Concordia entre el Señorío y los
Ayuntamientos de Navalmoral de Pusa, San Martín y Santa Ana. Diez años después
fueron abolidos los señoríos en toda España. Aunque las Cortes de Cádiz así lo
habían aprobado en 1811, solo fue en 1837 cuando se hizo efectiva dicha
abolición.
Desde que
leí el libro de Antonio Palomeque, no he dejado de ponderarlo siempre que he
tenido ocasión. Pero hoy quiero destacar mi admiración por los navalmoraleños,
que desde la concesión del villazgo se dieron cuenta de cómo, sin salirse de la
ley, podían ahorrarse el pago del Dozabo cambiando la siembra de cereales por
la plantación y el cuidado de olivos, acertando, además, con el cultivo cabal
para estas tierras.
Desaparecieron
el Dozabo y los señoríos, y el aceite pasó a ser el santo y seña de Los
Navalmorales. Y al decir aceite me refiero al ADOVE (Aceite De Oliva Virgen
Extra), no a otros aceites cuyos humos bien merecerían no solo un Dozabo
ecológico sino una nueva demostración de la inteligencia y la astucia de los navalmoraleños.
Jesús Bermejo
viernes, 7 de diciembre de 2018
Fuente de los Seis Caños de Los Navalmorales: Una foto de 1902
En una fotografía de Hermenegildo Fernández, fechada en 1902 y publicada en un periódico de Madrid, del cual tenía un ejemplar Telesforo Navas, aparece la Fuente de los Seis caños. En 1995, su hija Mariví vio dicho periódico y se hizo con una buena fotocopia que conservara la imagen, ya muy deteriorada. En 2001 yo restauré a lápiz dicha copia e hice una segunda versión coloreada.
Se puede observar la Plaza de los Seis caños, con el herradero a
la izquierda, y a continuación varias casas, una de las cuales tiene un reloj,
el primer reloj público en España de 24 horas, tal y como se indica en otra
fotocopia, que aquí tenéis para poder ampliar y leer, si o deseáis. Aunque
con dificultad, se ve la Fuente de los Seis caños, con su pilón y un animal
abrevando.
Desde aquí queremos señalar la importancia de la Fuente, por su antigüedad (siglo XVII) y por su sencillez. Sería muy necesario restaurar este monumento, mantenerlo siempre limpio y ordenar su entorno, impidiendo que se aparque a su vera y procurando que nada, ni los árboles, destaque más que la propia Fuente, .
Proponemos que se planifique en su perímetro un área peatonal, que
se alumbre convenientemente y que sea, de toda la plaza, lo que más destaque.
Sería una manera cabal de obrar: Cuidar más aquello que da nombre a esta plaza
tan emblemática, la Fuente de los Seis caños.
miércoles, 28 de noviembre de 2018
Caminando por Madrid: Desde El Retiro hasta el Paseo de Marcelino Camacho
Entro a
media mañana en El Retiro, caminando a buen paso. Al llegar junto al estanque voy más
despacio mientras contemplo el monumento a Alfonso XII y la línea de árboles
del fondo, cuyas sombras contrastan con la tenue luz que se abre entre las
nubes y se refleja en la superficie de las aguas del estanque. La gente
ralentiza su caminata o su carrera, e incluso algunos se sientan en los bancos,
a pesar del frío húmedo de la mañana. Una melodía de acordeón suena tranquila al
fondo del paseo recordándonos a muchos aquella memorable película sobre
mafiosos titulada El Padrino. La melodía se va apagando cuando paso junto al
músico ambulante, un eslavo bajito y con sombrero que se toma un descanso antes
de iniciar otra conocida canción, La tarara, que empieza a sonar cuando ya voy
llegando al Palacio de Cristal.
Lo que
veo desde esta orilla es una imagen de belleza templada y cabal: nada sobra y nada
falta. No hay chorro de agua, no hay mucha luz, noviembre se está yendo y los
cipreses de agua apenas pueden sujetar ya sus hojas antes de que el primer
vientecillo y unos grados menos se lleven las que les quedan a la superficie
del estanque, que rebosa de hojas en este otoño ya avanzado. No es una imagen
fría, no, es la expresión de una armonía
lograda por la conjunción de artistas y artesanos, de arquitectos, paisajistas
y jardineros trabajando en favor de una estética durable, refinada y elegante,
que no es lujosa ni aplastante sino producto de la fusión del refinamiento culto
y la sabiduría popular.
Junto a
la estatua de Galdós, mientras contemplo la fidelidad de la escultura y recorro
la viveza de las rosas que acompañan tan feliz homenaje a don Benito, pienso
que este se sentirá feliz al ver que los madrileños lo tratan bien. Justo es que
así sea, gratitud pequeña comparada con su imponente tarea dando cuenta
de lo que era entonces Madrid, sus gentes, sus fortunatas y sus miaus.
Avanzo
a buen ritmo y ya diviso, al fondo del paseo de Fernán Núñez, el monumento al
Ángel caído, emplazado en medio de la glorieta del mismo nombre. Ante la
imponente y bella escultura del ángel, que en su esplendor está siendo
condenado por su atrevimiento, me viene a la memoria la singularidad de que sea
Madrid la única ciudad del mundo que cobija un monumento al diablo. Y aunque la
esencia de la estatua es su belleza, pero sobre todo de su
derrota, pienso en como las malas lenguas contaban allá en los noventa la
anécdota de aquel alcalde beatón de apellido frutero que, con el fin de
desagraviar tamaño atrevimiento, accedió a la propuesta de una sociedad
integrista de erigir una imagen de la virgen del Pilar en un barrio cercano, imagen
de un valor estético acorde con la memoria que el pueblo de Madrid tiene de
aquel devoto regidor.
Voy dejando atrás la quietud de El Retiro, saludo a Baroja, centinela que es de la cuesta de Moyano, y me zambullo un rato en los recién abiertos escaparates de las casetas de la Feria permanente de libros de Madrid, bostezantes aún sus libreros y rebosantes sus anaqueles de libros, revistas y grabados de todo tipo. Al ver algunos libros de viejo cuya lectura me acompañó hace ya muchos años, pienso en cuánto de lo que soy estará reunido en estas casetas, y no me imagino mi vida sin esta cosa de la lectura, un vicio que me acompaña desde aquella tarde en que doña Mari, la maestra de parvulitos, me dijo que ya sabía leer bien.
Atravieso
Atocha y subo por el barrio de las Letras, caminando al buen tuntún por sus
animadas calles, entro en un café, desayuno otra vez y camino a buen paso
después hacia la Plaza Mayor. En la plaza de la Provincia decido bajar por una
calle estrecha, santo Tomás, que me lleva a toparme con la Imprenta Municipal,
edificio que me trae a la memoria aquel día, allá por los ochenta, cuando fui
con un grupo de alumnos a visitar aquel lugar para mí desconocido, y al que
después he ido varias veces, siempre a ver exposiciones muy interesantes.
Y,
de repente, zas, en la calle de Concepción Jerónima advierto una placa que
recuerda que en aquella casa vivió Velázquez cuando llegó a Madrid en 1623.
Desde aquí, el insigne pintor recorrió el camino madrileño que le llevó a
Palacio, a sus tareas diversas en la Corte hasta llegar a la cumbre de Las
Meninas. Enredado en esta sorpresa sigo mi camino pensando en aquello que dijeron una vez en
Roma al ver su retrato de Juan Pareja, "a voto de todos los pintores de
todas las naciones [a la vista del cuadro] todo lo demás parecía pintura, pero
este solo verdad".
Como
ya llevo casi tres horas andando y mi objetivo último es llegar a la casa de
mi padre para hacerle una visita, tomo un autobús que me dejará cerca de su
barrio, allá por Carabanchel. Me acomodo en el bus y, a la vez que en el presente, viajo al pasado pues este
recorrido lo hice muchísimas veces en los setenta y en los ochenta, cuando
aquel también era mi barrio. No es el momento ahora de traer aquí mis recuerdos,
pues presente y pasado se juntan y se complementan, de tal forma que voy de
aquí a allá y de allí a acá sin contemplarme ni más viejo ni más joven, pues
uno va siendo de todos los sitios donde ha vivido y, en fin, no solo se
yuxtaponen las vivencias sino que entre ellas se entabla a veces, como ahora, una sutil y, si se está
atento, provechosa conversación.
Me bajo del autobús en la parada del hospital Gómez-Ulla y empiezo a recorrer el paseo que me llevará hasta la calle del General Ricardos, en el tramo que va paralelo a la preciosa verja que permite la contemplación de la finca Vista Alegre. Inicio mi recorrido por el paseo y levanto la vista hasta la placa de la calle: donde hace un año ponía Paseo de Muñoz Grandes ahora dice Paseo de Marcelino Camacho. Justicia poética. Justicia política. Justicia social. En todas las intersecciones aparece la citada placa, novísima, sencilla, clara y directa. Para todos los que abominan de los cambios de los nombres de las calles les diré que parece justo y necesario que donde se homenajeaba al que creó la División Azul, un general de conocidas inclinaciones nazis y franquista de rancio pedigrí, hoy se recuerde la figura del sindicalista valiente, del preso político más conocido, del luchador por las libertades, cuyo lema rezaba: "Ni nos domaron, ni nos doblaron ni nos van a domesticar". Y que, además, vivió muy cerca de este paseo y permaneció muchos años en la cárcel de Carabanchel, el penal de la memoria antifranquista en cuyo solar algún día se recordará a todos los que sufrieron por la defensa de la libertad y la justicia y a sus familiares.
Según me acerco, pienso en sus valientes arengas en las fábricas de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, y en la risotada que soltaría Marcelino, con su vozarrón de abad, si alguien le hubiera anticipado que darían su nombre a este paseo. Y también me imagino su íntima emoción si hubiera llegado a verlo en vida, paseando con Josefina por esta calle como un jubilado viejecito más. Pero han tenido que pasar cuarenta años de democracia para que, al fin, haya podido ser así.
Avanzo junto a la verja de Vista Alegre y me consuelo pensando en que a veces la verdad resplandece. Y fantaseo con la posibilidad de que cuando un niño, una niña, pregunte a sus padres quién era ese Marcelino Camacho, al final de la respuesta, sea cual sea el camino para averiguarlo, esa niña, ese niño, se interese por el personaje y deduzca que, a veces, para ser famoso, lo que cuenta es la valentía y la generosidad.
jueves, 15 de noviembre de 2018
domingo, 28 de octubre de 2018
Los Navalmorales: El arte del mazapán
Obrador de Luis Menor
Obrador Mazapanes Valdepusa
Artículo mío aparecido en la revista Forja de Los
Navalmorales, nº 34, p. 48
sábado, 27 de octubre de 2018
Estuario de invierno, de Francisco del Puerto
Amigas
y amigos de Los Navalmorales: Buenas tardes a todos y gracias por asistir a
esta velada en la que se presenta Estuario de invierno, el último
libro de poesía de Francisco del Puerto.
Mi
intervención en este acto, una invitación de Lourdes y del propio autor, no
pretende hacer un análisis exhaustivo del poemario; eso ya se hace, y muy bien,
en el acertado prólogo de Jesús Cobo. Mis palabras intentan mostrar las
impresiones que me surgieron cuando leí el libro, y podrían ser la antesala de un
coloquio con el poeta, pues en el Taller de lectura sé que han leído recientemente
este poemario. En todo caso, quiero que sean, ante todo, palabras de
agradecimiento al autor, por hacernos partícipes de sus emociones y por
dejarnos disfrutar de su poesía, ese arte de orfebre tan singular como
misterioso.
Estuario de invierno comienza
con un poema titulado Las palabras,
en el que, a modo de presentación, el poeta afirma:
Se me van
las palabras,
se me
mueren…
Y eso sucede sin previo aviso, sin fecha ni
espacio, como viniendo a ser
el primer anticipo del silencio.
Los lectores, avisados desde un principio de esa
huida de las palabras de la pluma del poeta,
vamos leyendo pacientemente el libro y, unas horas después, al acabar
nuestra lectura, podemos afirmar con rigor que
el primer anticipo del silencio
es solamente eso, un primer aviso, lejano aún del
silencio definitivo, de ese momento que en ocasiones ha vislumbrado el poeta en
su existencia. Y es que, llegados al final del poemario, en su último texto, Señales, el autor quisiera dejar huella
definitiva de su paso por la vida y verla toda ya en pasado, tal y como afirma
en su primer verso:
Habité
limpiamente los paisajes.
Pero, no
obstante, se siente vivo aún, vivo y presente:
Por eso
duele esta señal que el tiempo
ha establecido
cruel en los volúmenes…
este
lento fluir de ancianos bueyes
por un
camino que ya sabes corto
en los
ojos humildes de la pena.
Parecía, al empezar el poema, que ya todo estaba
hecho, que todo fuera pasado
Habité limpiamente los paisajes.
Pero aún permanece la vida, aún sigue la vida, un
lento fluir, un camino ya corto, pero camino aún, unos ojos vivos y humildes que
todavía ven los paisajes y que, aunque duela la señal del tiempo, por doler,
vive, y por vivir aún mira y, quién sabe, si ese primer anticipo del silencio
no dará para otros estuarios antes de
que ese
Habité
limpiamente los paisajes
Sea de verdad un pasado perfecto y final.
Estuario de invierno es un
libro que quiere ser resumen, y yo creo que lo logra, de una forma de estar en
el mundo, de una forma de vivir y de mostrar esa vida mediante las palabras,
mediante la poesía. Es una poesía de la experiencia, un camino trazado desde
una ética personal y con un estilo que madura en su contención y en su huida
permanente del ruido de las palabras, del estilo sin alma.
Francisco del Puerto divide su libro en cuatro
partes: Predio abierto, Ángeles fueron labios, Esa oscura manera de mirar el
espejo y Últimos poemas. En mi opinión, cada parte tiene una entidad autónoma
pero hay un hilo que las une, y ese hilo es precisamente el poema Adiós. En ese texto, el poeta se nos
muestra “con los ojos de arena” viendo el mar alejarse y afincado en el estuario
de invierno, ese estuario que da nombre al libro, ese espigón desde el
que el poeta contempla el horizonte, quieto y quedo, saludando a un barco
lejanísimo y diciendo:
Adiós, amor, adiós desde la arena.
Estuario de invierno quiere
ser eso, un contemplar, de forma queda y quieta, cómo la vida va alejándose. Una
despedida tranquila y sosegada de la vida, pero que se muestra, pudorosa,
Lejano ya el temblor de otros
levantes.
De eso va este libro, en el fondo del mismo late
la vida, el vivir, las palabras. Quizá un buen resumen de todo el poemario esté
contenido en Palabras, un texto de la última parte.
Si Tú me dejas,
te
hablaré del corazón,
entonces puedo
acordarme del campo, de la casa,
de las
manos abiertas que invitan al amor…
Nos parece que en este poema hay algo más que un lejano
temblor, hay mucho más que un horizonte lejano y taciturno.
Poética, un
texto con reminiscencias del Retrato,
de Antonio Machado, es toda una declaración de intenciones de Francisco del
Puerto; con sencillez y determinación, y sin atisbo ninguno de soberbia, resume toda la poética de nuestro autor:
Escribo
como escribo,
porque
apenas me miro en el espejo.
Y, después de enumerar espacios brillantes y
ciudades poéticas, afirma humilide pero rotundo:
Pero nací
y el mundo
me pertenece
ahora.
Por eso, porque nació, niño que nació y poeta que quiso
ser, se siente dueño del mundo, de su mundo, y nos lo entrega en palabras. Y
ese mundo nos lo muestra con Contención,
renunciando al odio, al resentimiento y a la indiferencia, esperando recomponer
la condición del aire, del fuego y de la nieve, del agua y de la tierra. Así se
expresa en Contención:
Para
vivir sin yugos ni condenas
impuestas por el miedo
de los dominadores
que, en nombre de los dioses, inventaron
para la usurpación de nuestro espacio
a lo largo del tiempo.
Contención y claridad. Ética y estética que no
quiere volver al paraíso de la tierra primera, pero que no renuncia a la
memoria, a la historia y al silencio activo y orgulloso.
Hay un texto, titulado Hombrepollino, que estoy seguro que nació mucho antes de que el
autor leyera por primera vez Platero y yo.
Seguramente yendo hacia El Pobo, el poeta
niño vería burros pacientes, burros con
ojos tristes y cansados. Años después, ya adulto, el poeta escribió el endecasílabo
glorioso con el que comienza su poema:
Aguanta el burro toda su tristeza
Al que siguen otros:
desde el orgullo anciano en sus orejas,
el tiempo detenido en su mirada,
la sucia mansedumbre de sus lomos
que el dueño cuida y firma feudalmente
cuando llegan las fiestas o las lluvias…
Pobre burro, animal paciente, triste y explotado,
sucio y sublime en su condición. Animal transfigurado y convertido en hombre
paciente, triste y explotado, también
sucio y sublime, ¿hasta cuando tu día, tu abandono de esclavo, tu
sosegado aguante y tu concierto? Un clamor esencial, un grito de alerta, una
llamada a la emancipación.
Ese niño Paco, convertido en poeta, desde su
madurez sosegada nos dice:
Me gusta
la palabra casa,
Cómo
suena, su idea también…
su techo,
sus ventanas, la silla
en que mi
madre se sentaba
para
coser, que es un poema
tranquilo
en que me miro,
El poeta contempla la casa vivida, las huellas de
la vida, la silla, los techos, las ventanas, los rincones, las sombras, la cama,
la mesa. Y, al contemplarla la convierte en poema y nos lo hace saber.
Espejos de la vida, un gozo feliz, precario,
transitorio, un contemplar a la manera de Antonio Machado cuando este nos mostraba,
desde su madurez, lo que sus ojos niños veían:
Y volver a sentir en nuestra mano,
aquel latido de la mano buena
de nuestra madre... Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva.
La vida como camino. En el poema Paisajes, nuestro autor afirma:
Tu lugar
eres tú,
no hay
espacio más ancho
ni más
alto ni hondo,
lo demás
es la tierra,
lo demás
es la noche
por eso
es tan hermoso
moverse, caminar.
Tú eres tu
lugar pero has de traspasar los límites de ti mismo para alcanzar lo que falta a
tus ojos, lo que tu cuerpo pide, lo que las mañanas esconden. Con una armonía clásica,
y una disposición nada áulica, nuestro poeta se encamina por la senda del soneto
en diversas ocasiones. Así sucede en el poema Calvo, en el que ironiza sobre el paso de la edad:
donde hubo pelo, clama calavera.
Y de la aparente levedad de Calvo pasamos a la gravedad testamentaria en el soneto Retiro:
Aquí
quedan las huellas de una historia,,,
no fue lo
que soñé, y no me quejo…
“Más me llevo que di”, afirma con humildad, “Es la
alegría/ del sembrador que vio crecer el trigo”. Una despedida no es. Más
parece una contemplación del pasado bastante satisfecha, y un alentar todavía
en un presente que dura.
En el soneto Vivir,
el autor se reafirma en la vida como destino:
Vivir, vivir la vida hasta el quebranto
y el verdadero dueño, que se
adueñe.
En el soneto Sandalia,
el poeta nos emociona con ese calzado humilde de verano del que nadie hablará, de
su dibujo infantil o de cuando se fue al pozo de la noria y el niño camina con
su perro en un regreso a casa temeroso y callado.
En El abuelo,
el poeta contempla el tiempo lento de ese hombre de un sabio andar cansado, un
hombre en cuyo mirar el poeta entiende que por su cuerpo ha pasado la vida y se
ha alegrado.
En Final,
el autor contempla con serenidad su muerte, cayendo en la marea lenta y triste
de otoño. Lo recogerá la tierra muda y en ella será olvido y paz. Recogerán los
libros de la mesa, abrirán las ventanas
de la casa y no habrá más cera que la que arde, y Dios dirá qué pasa, si es que pasa. Se
contempla el final, el morir, y el poeta juega con la ironía, “no hay más cera
que la que arde”; juega con las palabras y su aliteración, “angustia que me pesa, Dios dirá lo que pasa; y juega con la incertidumbre: “si
es que pasa”.
El rosario de sonetos que salpica el libro termina
con Corazón cansado, en el que el
autor dialoga con su corazón e intenta refrenarlo y callarlo. Y desde ese
reposo, esperar que vuelvan las
emociones.
Por momentos, el autor se crece en la resistencia,
como sucede en Fortaleza:
Si la
desgracia viene a visitarnos
que no se
descomponga
más de la cuenta nada.
Confiemos, dice, “con la fortaleza de los pobres”,
sepamos esperar y no dejemos que las
lágrimas rieguen las semillas del dolor.
Y cuando
llegue el tiempo del fin y la ceniza,
que el
aire que nos lleve, confunda generoso
la
memoria y la ausencia del valor de vivir.
En otros momentos el poeta homenajea al Horacio de Carpe diem, aprovecha el día. Así se muestra en Mirada.
Deja que
la vida te envuelva
considera
que nada ha terminado
no
olvides lo aprendido
el dolor
y el amor, los adioses, los sueños,
Y procura
avanzar mientras respires
por un
camino que huya
de los paraísos falsos, de las
arenas movedizas.
En algún caso, como sucede en Súplica, nuestro autor juega con los contrarios:
Si el búho equivoqué con la
paloma…
Y asume que si se equivocó en su vida, ahora ya
está ganado con el cepo de la pena. Y los demás, vosotros, dice el poeta,
no os olvidéis de mantener el
fuego
de acomodar el sueño de los niños
inquietos
de ocupar los inviernos en la
siembra del trigo
de conocer el bosque con sus secretos
pasos
para que continúe el tiempo de la
espera.
Hay huellas del Federico García Lorca de Poeta en Nueva York en estos versos que
no suenan a pesadumbre ni a despido sino a exigencia para que el mundo siga y
se supere.
Y en el poema Entra,
sal y camina nuestro autor transita
por la misma senda:
Para vivir en una tierra que amas
ejerce la piedad menuda con las gentes
que hoy la habitan…
y agradece las manos que se abren.
No te arrogues la condición
de sabio ni de esclavo tampoco,
deja abierta la puerta, deja encendido
el fuego,
entra sal y camina
para reconocernos como hermanos.
En
Decantación, uno de los poemas más logrados del libro, el autor ya no exige
nada a los demás. Se dirige a él mismo:
Cuando
ves que la vida…
va
perdiendo sus alas…
va olvidando
la sed…
y lo que
fue jardín
amenaza
los pozos y sus norias
recuerda
que se acerca
lo que
siempre anhelaste:
desvelar
tus orígenes, condición, tu destino
y lo
harás tan desnudo, tan leve,
que solo
será un flujo velado por la sombra.
El poeta atesora fuerza y trata de que, en este periodo
final de su vida, perdure y esté claro lo único que en verdad le importa: dejar
constancia clara y leve de lo que uno ha sido en su vida. Esa es la finalidad
de este libro, dar cuenta de lo único que vale la pena: la singularidad de cada
ser humano, en este caso la singularidad del poeta.
Las cosas cotidianas, las sillas, las mesas, los
libros, la casa, conforman los lugares íntimos que generan emociones contenidas
en el poeta. Así ocurre en la poesía El
muro:
Tantos
años, desvelos, sueños y pensamientos
para
seguir sentado frente al muro del jardín
y no
saber de él sino que está como yo estoy…
El poeta entabla un diálogo particular con el muro
cuya respuesta muda constituye su defensa; gracias a él la casa dejó de ser un
predio abierto y se convirtió en celoso guardián de su intimidad.
En Estuario de invierno abunda el dolor
manso y la tristeza del tiempo que se acaba, pero también hay poemas en los que
se exalta el momento presente y el aprovechamiento dichoso de la vida diaria.
Así sucede con Dicha, un poema en el
que el poeta se desdobla y se invita a sí mismo, y a sus lectores, al Carpe
diem que más atrás citábamos:
Vive el
momento
breve,
fugaz, tan frágil, quebradizo,
y olvida
calendarios, relojes,
que te
impidan
este
tranquilo
respirar,
mirar por la ventana…
Deja de lado aquello que te impida olvidar que
estás vivo, la rara dicha de estar vivo, de ser presente todavía.
Pero, ¡ay! en Melancolía
nuestro poeta vuelve al tema preferido, el momento de partir, el final:
Cuando me vaya
no volveré a escuchar la melodía
que los pájaros cantan...
esa efímera ofrenda tan hermosa y tan
libre.
Esa emoción de la despedida la encontramos en
muchos poetas. Pero son pocos los que la convierten en un crisol. En esa
melancolía de despedida suenan ecos de Lorca:
Cuando yo
me muera,
enterradme
con mi guitarra
bajo la
arena.
Y de El
viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez:
Y yo me
iré. Y se quedarán los pájaros
cantando…
Rotundo se muestra Federico: “Cuando yo me muera”;
Francisco del Puerto prefiere una transición discreta: “Cuando me vaya”. Juan
Ramón nos dice “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”. Paco siente
melancolía porque en ese final no volverá a oír a los pájaros cantando, esa
efímera ofrenda tan hermosa y tan libre.
Eso será
el silencio
que
apagará la dicha.
En el poema Madre
nuestro autor parafrasea a Antonio Machado:
Mi infancia es el recuerdo
de
un frágil esqueleto
dispuesto
a derrumbarse
ante cualquier acoso.
Nuestro poeta se recuerda niño frágil, ni bueno ni
malo, frágil y torpe, inútil, despistado. Y, después de ese rosario de adjetivos
negativos, nuestro autor rinde homenaje a su madre con dos versos hermosos que
cierran el poema:
Pero tú
me mirabas
como si
fuera único.
La madre como motor de la identidad positiva, como
guía y camino, la mirada amorosa que redime de todo dolor.
Poemas de homenajes: a la madre, al padre; reconocimiento
de lo auténtico, de los orígenes, del destino. Y homenaje también a la tierra
como lugar y principio, a la tierra como germen del fruto, a la tierra como
mundo.
Y poemas de amor, melancolía del pasado que rezuma
en el poema Aquella juventud:
Recuerdo
las desnudas playas
de
nuestros buenos años
cuando
abandonamos los cuerpos
sin precaución.
Ahora, en el presente, las cartas ya están
marcadas. Pero el recuerdo del amor cimenta el presente y difumina el tránsito
hacia el momento final.
Estamos en esa parte del libro titulada Ángeles fueron labios, poemas de amor
cuyo título enmienda discretamente aquel poemario de Vicente Aleixandre, Espadas como labios.
Cree el
enamorado que el amor es momento…
llama que
no se acaba…
todo
calla como consintiéndolo
¡qué
lejos de los sueños! ¡qué lejos de la vida!
Todo parece acompañar al enamorado, los árboles,
el ruiseñor y su música, o así lo cree él. El enamorado concibe el amor como un
descuido dichoso, como un derroche sin tasa. Todo lo que el universo tiene de
vida y esperanza el enamorado lo condensa en sí mismo. Pero llega un momento en
que el enamorado está quieto y todo está como huérfano y se siente ¡tan cerca
de la vida! ¡tan cerca de la muerte! ¡tan cerca de los sueños!
En ese deseo del poeta por mostrarnos su lucha
ante el reto de definir la emoción del amor, nos hace partícipes de esa magna
tarea:
Desde muy
joven siempre
quise
escribir el gran poema
del amor.
Vano
empeño, vano sueño.
Si
hubiera leído Bécquer
este metapoema,
lloraría,
como
lamento yo pensar ahora
tanto
tiempo perdido buscando referencias…
Debería
renunciar al gran poema
de amor
si fuera consecuente.
En su texto, Francisco del Puerto nos muestra la
imposibilidad de ese gran poema del amor. Pero en un requiebro grácil y
respingón, cuando ya nos había convencido de que era imposible hacerlo, en dos
versos acrisola ese poema deseado:
Por eso y
mientras tanto
solo
quiero decirte que te amaba.
En Tiempo de
rincones el poeta afirma que:
Tal vez
fuera beneficioso llorar hacia adentro.
Son
tiempos de mansedumbre y humildad
de pasos
silenciosos, de rincones,
de
cultivar el pequeño huerto.
Un poema curioso, con ímpetu atemperado, es el
titulado Bienaventurados, que parece
una relectura del sagrado texto haciéndolo presente y próximo:
Bienaventurados
seamos todos los hombres,
porque
vivimos sin saber por qué.
El que
siembra, el que siega, el que trabaja,
porque
verá sus manos florecidas.
Los que
luchan y no tienen ojos
llenos de
odio,
porque
anunciarán la primavera.
Los que
se niegan a empuñar la espada,
porque
creen en la vida y en su savia.
Una lectura positiva, optimista y vital, un
programa para una humanidad más libre, un programa de paz y de futuro.
En el poema Sueños
se observa una potencia rítmica
que en algunos textos anteriores ya se apuntaba. Francisco del Puerto no es
solo ese poeta melancólico que contempla el pasado y se va despidiendo con
mansedumbre; aquí rompe los moldes y golpea con sus versos nuestras conciencias.
Y como un visionario nos hace saber:
He soñado,
sabedlo, manos abiertas, complacidas.
Miradas, núbiles encuentros, plazas
donde la
luz y el aire se remansan.
Ese mundo nuevo de cárceles sin rejas, de árboles abundantes,
de niños que en las escuelas explicaban el gozo a sus maestros, nos lo muestra el
poeta tal cual lo soñó. Y nos lo repite:
Sabedlo:
lo he soñado, aunque ahora tenga frío
y las
aguas resuenen hasta poder ahogarme.
Todo un canto al futuro, aunque su vida acabe. Un
poema con fuerza telúrica, que desde el primer día que lo leí me recordó el
ímpetu del Lorca de Poeta en Nueva York.
Y esa huella la encuentro también en el poema titulado ¿Quién?
¿Quién se
atreve a decir al niño herido
que no llore,
que aún
existen los juegos y los parques
y que la
pierna, que le fue segada
por una flor de acero,
va a ser
sustituida sin gran inconveniente?
Un clamor contra la guerra, contra el dolor que
ocasiona sobre todo en los más débiles y desprotegidos.
Uno de los últimos últimos textos de Estuario
de invierno es el poema El vivir,
un himno a la vida, quizá el más optimista de todo el libro:
Si es un
regalo (el vivir)
¡cómo
ponerlo día y hora!
Lo tienes
y te basta.
Lo has
poseído siempre y no lo valorabas
Tiene (el
vivir) una luz hermosa…
y aunque
fuera un insolente engaño
un genial
trampantojo, un sueño
bien
urdido, una añagaza
se
muestra tan verdad, este momento,
que lo
aceptas y callas satisfecho.
Es el
vivir, la vida, su latido preciso.
El vivir y las palabras, ese es el tema de Estuario
de invierno, un vivir mostrado con el temblor de las palabras, un vivir
completo que, sin duda, a todos nos llevará a un final, pues la muerte no
es sino el silencio que clausura las palabras.
Muchas gracias.
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