Si Aravalle es para ti el principio, el mundo en pequeño, Los Navalmorales es tu
otro pueblo, una referencia de tu segunda edad. Es un pueblo castellano de unos
tres mil habitantes, con diversos comercios e industrias y una riqueza que a ti
te parece extraordinaria: sus olivares. Los Navalmorales, un pueblo al que te
unen muchos afectos: la amistad dulce y duradera, el amor de la edad madura,
unas gentes que te recibieron bien, una naturaleza rojiza y verde y unos
árboles que van tejiendo tu amistad año tras año: olivas y almendros,
membrillos y albaricoques, naranjos y limoneros, higueras, cerezos, encinas,
madroños...
Dos imágenes te vienen a la cabeza para representar este pueblo:
una, sus olivas, así, en femenino, como la gente de la tierra llama a los
olivos. Rugosas, de tronco mineral y retorcido, de verde y plata presencia
centenaria, dan un aceite de calidad superior, obtenido después de generaciones
y generaciones de esmerado cultivo. Olivas, verdes olivas, alineadas en las
tierras, trepando por las laderas y dispuestas cada invierno al vareo y la
almazara. La otra imagen es la de su torre, esbelto y espigado edificio que,
con su gracia aérea, parece cobijar y apacentar el caserío de teja y los
sombreados patios y plazuelas. La has visto desde todos los sitios: desde la
sierra del Santo y desde el cerro Gorra; surgiendo de repente al doblar una
esquina o paseando por las calles de Tierra Toledo; apareciendo por sorpresa al
venir por el camino de Santa Ana o destacando majestuosa al llegar de Los
Navalucillos. Te has acercado a ella y has admirado su verticalidad y su
elegancia, la geometría y el dinamismo de su vuelo. Es la buena moza, el
edificio más noble de la villa.
Hay días del otoño en los que, de buena mañana, paseas sin prisas
por el pueblo y te fijas en las viejas y en las nuevas construcciones. Vas así
dándote cuenta del grado de conservación de la vivienda tradicional. Contemplas casas de uno o dos pisos, con muros de piedra y
tapiales anchos, densos y maternales, y puertas y ventanas distribuidas con
armonía y gran belleza rítmica, sólo afeada por cables de todo tipo que las
asedian sin pudor. Casas que son señales de una forma de concebir la
existencia, con portales, alcobas y cocinas en la planta baja, cerca del patio,
alrededor del cual gira la vida doméstica. Miras con parsimonia las puertas de
madera, ese don de la naturaleza que, de forma implacable, va siendo sustituido
por el hierro o el aluminio.
Las ves en casas humildes y nobles, en herrenes y
corrales. Y te emocionas ante algunas que, de puro viejas, pareciera que fueran
a venirse abajo pero resisten gracias a la nobleza de su factura y a las manos
de sus dueños. Sin prisas, te paras ante esas ventanas, unas sencillas, otras
primorosamente enrejadas, que agilizan las paredes y abren huecos sabiamente
orientados. Te encaramas a los lugares más insospechados y contemplas esos
tejados que perfilan perspectivas desconocidas y conservan las tejas viejas,
esas tejas que preservan del calor y cobijan del frío mejor que muchos
materiales nuevos.
Subes a la Sierra del Santo y observas el verde de los
patios y el rojo de los tejados. Y la torre, fina y majestuosa, destacando por
su lozanía y por ser referencia obligada para señalar todo.
Al terminar tu paseo, entras en la taberna y bebes un
vino a la salud de los que mantienen las casas tradicionales, las remozan y las
renuevan. Saben que así están disfrutando de la sabiduría de sus antepasados.
Jesús Bermejo
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