domingo, 16 de diciembre de 2018

Los Navalmorales, tu otro pueblo




Si Aravalle es para ti el principio, el mundo en pequeño, Los Navalmorales es tu otro pueblo, una referencia de tu segunda edad. Es un pueblo castellano de unos tres mil habitantes, con diversos comercios e industrias y una riqueza que a ti te parece extraordinaria: sus olivares. Los Navalmorales, un pueblo al que te unen muchos afectos: la amistad dulce y duradera, el amor de la edad madura, unas gentes que te recibieron bien, una naturaleza rojiza y verde y unos árboles que van tejiendo tu amistad año tras año: olivas y almendros, membrillos y albaricoques, naranjos y limoneros, higueras, cerezos, encinas, madroños... 

Dos imágenes te vienen a la cabeza para representar este pueblo: una, sus olivas, así, en femenino, como la gente de la tierra llama a los olivos. Rugosas, de tronco mineral y retorcido, de verde y plata presencia centenaria, dan un aceite de calidad superior, obtenido después de generaciones y generaciones de esmerado cultivo. Olivas, verdes olivas, alineadas en las tierras, trepando por las laderas y dispuestas cada invierno al vareo y la almazara. La otra imagen es la de su torre, esbelto y espigado edificio que, con su gracia aérea, parece cobijar y apacentar el caserío de teja y los sombreados patios y plazuelas. La has visto desde todos los sitios: desde la sierra del Santo y desde el cerro Gorra; surgiendo de repente al doblar una esquina o paseando por las calles de Tierra Toledo; apareciendo por sorpresa al venir por el camino de Santa Ana o destacando majestuosa al llegar de Los Navalucillos. Te has acercado a ella y has admirado su verticalidad y su elegancia, la geometría y el dinamismo de su vuelo. Es la buena moza, el edificio más noble de la villa. 

Hay días del otoño en los que, de buena mañana, paseas sin prisas por el pueblo y te fijas en las viejas y en las nuevas construcciones. Vas así dándote cuenta del grado de conservación de la vivienda tradicional. Contemplas casas de uno o dos pisos, con muros de piedra y tapiales anchos, densos y maternales, y puertas y ventanas distribuidas con armonía y gran belleza rítmica, sólo afeada por cables de todo tipo que las asedian sin pudor. Casas que son señales de una forma de concebir la existencia, con portales, alcobas y cocinas en la planta baja, cerca del patio, alrededor del cual gira la vida doméstica. Miras con parsimonia las puertas de madera, ese don de la naturaleza que, de forma implacable, va siendo sustituido por el hierro o el aluminio. 


Las ves en casas humildes y nobles, en herrenes y corrales. Y te emocionas ante algunas que, de puro viejas, pareciera que fueran a venirse abajo pero resisten gracias a la nobleza de su factura y a las manos de sus dueños. Sin prisas, te paras ante esas ventanas, unas sencillas, otras primorosamente enrejadas, que agilizan las paredes y abren huecos sabiamente orientados. Te encaramas a los lugares más insospechados y contemplas esos tejados que perfilan perspectivas desconocidas y conservan las tejas viejas, esas tejas que preservan del calor y cobijan del frío mejor que muchos materiales nuevos. 


Subes a la Sierra del Santo y observas el verde de los patios y el rojo de los tejados. Y la torre, fina y majestuosa, destacando por su lozanía y por ser referencia obligada para señalar todo.




Al terminar tu paseo, entras en la taberna y bebes un vino a la salud de los que mantienen las casas tradicionales, las remozan y las renuevan. Saben que así están disfrutando de la sabiduría de sus antepasados.

Jesús Bermejo 


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