jueves, 1 de mayo de 2014

Otro maratón de Javi



Un año más y otro mapoma de mi hermano. Felicidades, Javi.


Esta es su Crónica.


Uno más

Que los pájaros no corren es un hecho que deberían explicarnos en la escuela. Un jilguero, vamos a suponer, se levanta por la mañana, reza sus oraciones, desayuna unos granos de cebada y luego ya se pone a gorjear un rato. Si acaso, se traslada unas ramas más allá para que el sol le vaya entibiando las plumas antes de ponerse a pensar en la tarea del día. Lo que no hace es ponerse a correr a lo tonto un maratón. No tiene por qué. Es un pájaro, claro, y ya se sabe lo que pasa en esos casos.

A lo largo de los cuatro meses de entrenamiento para el maratón, uno ha visto muchos pájaros, como se puede comprender. Sin ir más lejos, el catorce de febrero, en el bosque que bordea la carretera de Castilla, unas ochenta o cien urracas estaban dispuestas sobre el suelo del pinar como un batallón que acaba de ocupar un territorio recién conquistado. Cada una de ellas domina unos cinco o seis metros cuadrados, y el conjunto ofrece una imagen tan espléndida como amenazante. ¿Son los pájaros tan inocentes como creíamos? ¿Cómo se organizan para defender sus posesiones (¿o serán derechos?) ¿Hasta dónde llega su compromiso con la bandada? ¿Qué ocurre si una se desentiende de la tarea y se va, un suponer, a tomar unas cañas en lugar de dar el callo? ¿Cobran horas extra las urracas?

Uno se plantea estas cosas cuando encara el kilómetro treinta y cinco de un maratón, ese punto en que lo mismo te da por dormirte en los laureles que por acordarte del día en que decidiste entrar en la cofradía o por darte media vuelta aprovechando que la carrera pasa cerca de tu casa, y en tu casa hay un sofá.

Lo que pasa es que la carrera no ha comenzado, y entonces no vale, hay que ir por orden.

Correr el vigésimo maratón de tu vida después de diez años enfrentado a esa distancia podría considerarse una buena ocasión para buscarse uno las cosquillas, pero es tanto el respeto que se le tiene a la distancia que lo que uno quisiera es salir huyendo pretextando cualquier cosa, qué sé yo, se te ha olvidado la gorra, tienes que comprar el pan o el regalo de cumpleaños de la abuela, (¡ostras, el regalo de la abuela, ahora que estaba a punto de dictar testamento!), y cosas así. O que tienes una rodilla echada a perder, por decir algo: las lesiones de rodilla son muy socorridas en estos tiempos de andar de rodillas.





Lo que pasa es que nadie te creería, y entonces te toca correr. Quedas con Porfirio, ruedas unos minutos, os cruzáis con Emiliocomunero, que prepara su próxima carrera (a ver si lo digo bien: 238 kilómetros del tirón) y te da como una risa tonta, pero al cabo sales y enfilas la Castellana en medio de un pelotón en el que se han colado centenares de personas que van a un ritmo descaradamente inferior al del cajón de donde han salido, de modo que toca aguantarse y esperar a que se vaya aclarando el panorama. Dichosas las urracas, que saben distribuirse el territorio sin necesidad de aparatología digitalizada, simplemente mirando alrededor para hacerse cargo de la cosa.

Cosas de pájaros.

Sin mayores incidencias pasa el kilómetro diez, el doce, Serrano abajo, Almagro, subida por Santa Engracia, vuelta a bajar por San Bernardo, subida por Gran Vía, continuos toboganes que te van macerando la musculatura (de pajarito) a la espera de lo que viene;  o de lo que venga, a saber. El paso por Sol (ya con Óscar acompañándonos, ayuda inestimable) resulta tan emotivo como siempre. En la calle Mayor vemos a Paco J con Garabitas, tan vitales como de costumbre, dos corredores modélicos a los que uno querría parecerse sin que haya forma de conseguirlo. Palacio Real (con Toñi esperando a Miguel, a pesar del disgusto que le dio el martes por ese empeño suyo en “destrozarse el cuerpo sin necesidad, que es que no lo entiendo”), Ferraz, Rosales y Camoens, el remate de los quince kilómetros de ese sube y baja que tanto nos gusta, como queda dicho.

Fin de la primera parte. Visite nuestro bar.



Al paso por la estación del Norte, Gloria espera con algo de líquido para cruzar la Casa de Campo. Mira que conocemos la cuesta de entrada, que la hemos hecho centenares de veces, que la tenemos medida al centímetro; de poco sirve: es un estacazo en la nuca que te deja seco, el primer aviso de que Madrid no perdona. Aquí se viene a sufrir, y el que quiera otra cosa tiene maratones de sobra donde elegir. Lo nuestro es otra cosa, aunque no se sabe muy bien qué.

De modo que ahí vamos, trasteando como se puede entre los generosos castaños, tan acogedores, a la espera de rematar con más de lo mismo: la subida a Lago, otra broma pesada de esta mañanita primaveral. Menos mal que el intenso olor a romero supone un revulsivo inesperado para coronar (es un decir) la cuesta y enfilar la bajada (¿no decías que se habían acabado los toboganes?) hacia el río.

Aprovechas para soltar los brazos pensando en lo que ha de venir. En Virgen del Puerto, Porfirio afloja un poco. El estómago. Habrá que ver en qué queda la cosa. En el puente de San Isidro (tan cerquita de casa que dan ganas de confundirse de camino), aprovecho para tomar el último gel. Por el rabillo del ojo veo que se reengancha Porfirio, buena noticia, pero poco más allá me dice Óscar que va a tener que parar. Aflojo un poco por si vuelve, miro atrás, pero no los veo. Con lo que cuesta preparar esto (tantos  entrenamientos con días de perros, sacrificando tantas cosas) y todo al traste en un segundo.

Y con lo que queda aún. Pasito a paso subimos la calle Segovia y el paseo Imperial. En Pirámides espera Daniel, que me acompaña hasta el Retiro, y cómo se agradece. Como ya vamos bastante lentos, le digo que mire a ver si viene Porfirio, pero nada. Si la cosa no ha ido del todo mal (a veces, echarlo todo fuera es un alivio absoluto), nos pueden coger antes de Atocha o incluso en Colón, para hacer juntos el tramo final y la entrada en meta. Pero no les ve. Luego nos enteramos de que, efectivamente, limpió el estómago, remontó y  puso ritmo de 4.50, de modo que hemos entrado en meta prácticamente juntos, pero sin vernos. Bueno, eso nos asegura otra ocasión para intentarlo de nuevo. Antes o después tendrá que ocurrir.


No queda ya nada. Digo mal, queda el público que tanto y tan bien sabe dulcificar los kilómetros finales. Esta vez es un malagueño, en el 37:
- Ánimo, que ya lo tenéi’ en er borziyo.

Entrada al Retiro. La cabeza anda a lo suyo, aunque aún me da para ver de nuevo a Gloria, y algo más allá a Carlos y a Lara. A lo que anda la cabeza es al martes 25 de marzo a las dos de la tarde. Llueve a mares en el parque. No hay un alma. Bueno, están los pájaros, posados en el suelo. En una praderilla, juntos pero no revueltos, conviven docenas de gorriones con otros tantos estorninos y cotorras. Algo más allá, las urracas. Me pregunto qué hacen ahí, a quién esperan, por qué no buscan refugio.

Lo mismo se preguntarán ellos, seguramente.

En meta, un último pensamiento para Toño, con la esperanza de que no llegue lo peor


- Ánimo, que ya lo tenéi’ en er borziyo.