Un año más y otro mapoma de mi hermano. Felicidades, Javi.
Esta es su Crónica.
Uno más
A lo largo de los cuatro meses de entrenamiento
para el maratón, uno ha visto muchos pájaros, como se puede comprender. Sin ir
más lejos, el catorce de febrero, en el bosque que bordea la carretera de
Castilla, unas ochenta o cien urracas estaban dispuestas sobre el suelo del
pinar como un batallón que acaba de ocupar un territorio recién conquistado.
Cada una de ellas domina unos cinco o seis metros cuadrados, y el conjunto
ofrece una imagen tan espléndida como amenazante. ¿Son los pájaros tan
inocentes como creíamos? ¿Cómo se organizan para defender sus posesiones (¿o
serán derechos?) ¿Hasta dónde llega su compromiso con la bandada? ¿Qué ocurre
si una se desentiende de la tarea y se va, un suponer, a tomar unas cañas en
lugar de dar el callo? ¿Cobran horas extra las urracas?
Uno se plantea estas cosas cuando encara el
kilómetro treinta y cinco de un maratón, ese punto en que lo mismo te da por
dormirte en los laureles que por acordarte del día en que decidiste entrar en
la cofradía o por darte media vuelta aprovechando que la carrera pasa cerca de
tu casa, y en tu casa hay un sofá.
Lo que pasa es que la carrera no ha comenzado, y
entonces no vale, hay que ir por orden.
Correr el vigésimo maratón de tu vida después de
diez años enfrentado a esa distancia podría considerarse una buena ocasión para
buscarse uno las cosquillas, pero es tanto el respeto que se le tiene a la
distancia que lo que uno quisiera es salir huyendo pretextando cualquier cosa,
qué sé yo, se te ha olvidado la gorra, tienes que comprar el pan o el regalo de
cumpleaños de la abuela, (¡ostras, el regalo de la abuela, ahora que estaba a
punto de dictar testamento!), y cosas así. O que tienes una rodilla echada a
perder, por decir algo: las lesiones de rodilla son muy socorridas en estos
tiempos de andar de rodillas.
Lo que pasa es que nadie te creería, y entonces
te toca correr. Quedas con Porfirio, ruedas unos minutos, os cruzáis con
Emiliocomunero, que prepara su próxima carrera (a ver si lo digo bien: 238
kilómetros del tirón) y te da como una risa tonta, pero al cabo sales y enfilas
la Castellana en medio de un pelotón en el que se han colado centenares de
personas que van a un ritmo descaradamente inferior al del cajón de donde han
salido, de modo que toca aguantarse y esperar a que se vaya aclarando el
panorama. Dichosas las urracas, que saben distribuirse el territorio sin
necesidad de aparatología digitalizada, simplemente mirando alrededor para
hacerse cargo de la cosa.
Cosas de pájaros.
Sin mayores incidencias pasa el kilómetro diez,
el doce, Serrano abajo, Almagro, subida por Santa Engracia, vuelta a bajar por
San Bernardo, subida por Gran Vía, continuos toboganes que te van macerando la
musculatura (de pajarito) a la espera de lo que viene; o de lo que venga, a saber. El paso por Sol
(ya con Óscar acompañándonos, ayuda inestimable) resulta tan emotivo como
siempre. En la calle Mayor vemos a Paco J con Garabitas, tan vitales como de
costumbre, dos corredores modélicos a los que uno querría parecerse sin que
haya forma de conseguirlo. Palacio Real (con Toñi esperando a Miguel, a pesar
del disgusto que le dio el martes por ese empeño suyo en “destrozarse el cuerpo
sin necesidad, que es que no lo entiendo”), Ferraz, Rosales y Camoens, el
remate de los quince kilómetros de ese sube y baja que tanto nos gusta, como
queda dicho.
Fin de la primera parte. Visite nuestro bar.
Al paso por la estación del Norte, Gloria espera
con algo de líquido para cruzar la Casa de Campo. Mira que conocemos la cuesta
de entrada, que la hemos hecho centenares de veces, que la tenemos medida al
centímetro; de poco sirve: es un estacazo en la nuca que te deja seco, el
primer aviso de que Madrid no perdona. Aquí se viene a sufrir, y el que quiera
otra cosa tiene maratones de sobra donde elegir. Lo nuestro es otra cosa,
aunque no se sabe muy bien qué.
De modo que ahí vamos, trasteando como se puede
entre los generosos castaños, tan acogedores, a la espera de rematar con más de
lo mismo: la subida a Lago, otra broma pesada de esta mañanita primaveral.
Menos mal que el intenso olor a romero supone un revulsivo inesperado para
coronar (es un decir) la cuesta y enfilar la bajada (¿no decías que se habían
acabado los toboganes?) hacia el río.
Aprovechas para soltar los brazos pensando en lo
que ha de venir. En Virgen del Puerto, Porfirio afloja un poco. El estómago.
Habrá que ver en qué queda la cosa. En el puente de San Isidro (tan cerquita de
casa que dan ganas de confundirse de camino), aprovecho para tomar el último
gel. Por el rabillo del ojo veo que se reengancha Porfirio, buena noticia, pero
poco más allá me dice Óscar que va a tener que parar. Aflojo un poco por si
vuelve, miro atrás, pero no los veo. Con lo que cuesta preparar esto
(tantos entrenamientos con días de
perros, sacrificando tantas cosas) y todo al traste en un segundo.
Y con lo que queda aún. Pasito a paso subimos la
calle Segovia y el paseo Imperial. En Pirámides espera Daniel, que me acompaña
hasta el Retiro, y cómo se agradece. Como ya vamos bastante lentos, le digo que
mire a ver si viene Porfirio, pero nada. Si la cosa no ha ido del todo mal (a
veces, echarlo todo fuera es un alivio absoluto), nos pueden coger antes de
Atocha o incluso en Colón, para hacer juntos el tramo final y la entrada en
meta. Pero no les ve. Luego nos enteramos de que, efectivamente, limpió el
estómago, remontó y puso ritmo de 4.50,
de modo que hemos entrado en meta prácticamente juntos, pero sin vernos. Bueno,
eso nos asegura otra ocasión para intentarlo de nuevo. Antes o después tendrá
que ocurrir.
No queda ya nada. Digo mal, queda el público que
tanto y tan bien sabe dulcificar los kilómetros finales. Esta vez es un
malagueño, en el 37:
- Ánimo, que ya lo tenéi’ en er borziyo.
Entrada al Retiro. La cabeza anda a lo suyo,
aunque aún me da para ver de nuevo a Gloria, y algo más allá a Carlos y a Lara.
A lo que anda la cabeza es al martes 25 de marzo a las dos de la tarde. Llueve
a mares en el parque. No hay un alma. Bueno, están los pájaros, posados en el
suelo. En una praderilla, juntos pero no revueltos, conviven docenas de
gorriones con otros tantos estorninos y cotorras. Algo más allá, las urracas.
Me pregunto qué hacen ahí, a quién esperan, por qué no buscan refugio.
Lo mismo se preguntarán ellos, seguramente.
En meta, un último pensamiento para Toño, con la
esperanza de que no llegue lo peor
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