Como siempre por estas fechas Javier, mi hermano, me acaba de enviar su crónica sobre el maratón donostiarra. Enhorabuena una vez más, Javi.
El paso de la oca
No fue mala
la idea de Pipilutxi de hacernos la foto de familia fuera de la pizzería, justo
ante el escaparate de Euronovias, porque, visto el panorama general, el riesgo
de este maratón estribaba en quedarse compuesto y sin euro, quiero decir, sin
medalla ni camiseta, a tal punto hemos llegado. De este modo, la cita histórica
quedó registrada ante la maniquí de blanco y ante la de negro (cada quien con
su prima, sin demasiado riesgo), para celebrar (im)previsibles triunfos y
fracasos seguros en carrera.
Lo
cierto es que esta vez la preparación se me había quedado algo corta de
kilómetros; entre los problemas laborales y el frustrado paso por quirófano a
finales de agosto, me presentaba sin haber hecho los deberes como a uno le
gusta hacerlos, de manera que decidí salir reservón y esperar a ver lo que la
mañana iba dando de sí. Al primer paso por Anoeta, me encuentro con Luis y
David, que van con la euforia de la primera vez y por lo tanto con ganas de
verlo todo y compartir impresiones. Como a uno no le molesta hacer de guía y
cicerone durante esta fase relajada de la carrera, acompaso mi ritmo al de
ellos y viajamos juntos hasta el 27, clavando kilómetros a 4.50, que es lo
previsto.
El
doble paso por Gros, una novedad en el recorrido, me descubre una nueva cara de
la ciudad, otro aliciente en esta mañana fresquita y con viento en calma, ideal
para correr, así que casi sin advertirlo pasamos la Concha y enfilamos la
bajada por Tolosa hasta la universidad. De vuelta, Gloria y Daniel esperan con
algo de alimento para ir cerrando la primera vuelta, ese punto de carrera que
siempre se me ha atascado en Donosti. Pasamos la media según lo previsto, y ya
de paso decido romper el maleficio: avivo un poco el ritmo en cuanto cruzamos
el estadio.
Al
contrario que otras veces, apenas tengo molestias bajando por Urbieta, lo que
interpreto como un síntoma de que las cosas no van a salir del todo mal. En el
cruce con Libertad, espera de nuevo la familia. Hay mucha gente en esa esquina,
así que levanto la vista y les busco sin reparar en que uno debe ir mirando el
suelo por donde pisa. Total, le pego una patada a un cono, que sale disparado
hacia la acera. Lo primero que pienso es que se me ha chafado el pie y que voy
a darme de bruces con el asfalto, pero esta vez la prima de riesgo está de mi
parte, y todo queda en susto. En ese momento, ya sé que la carrera es mía,
aunque falte casi un tercio del recorrido para llegar a meta.
El
nuevo paso por la playa me trae a la memoria el maratón del año pasado, apenas
con un grado de temperatura, las manos heladas y el cielo plomizo. Hoy, sin
embargo, el sol templa la isla de Santa Cristina, última morada de suicidas y
otros pecadores de antaño. A ellos me encomiendo para sobrellevar los males que
siempre acechan una vez traspasada la maléfica frontera del km30, una lotería
que hasta ahora nunca me ha tocado, aunque todo el mundo sabe que antes o
después te premiará con el gordo. ¿Y si fuera hoy?
Entramos en la zona definitiva de carrera: son siete kilómetros de soledad en los que el corredor se enfrenta a todos sus fantasmas en forma de calambres, náuseas, contracturas, mareos varios, inseguridades y zozobra general. Como además no hay apenas público, no queda más remedio que ir lamiéndose cada quien sus propias heridas en silencio, apenas con la ayuda de la euforia musical de AC-DC, un clásico de esta carrera en los dos kilómetros más desoladores.
Como ya
me sé el cuento, echo mano de una de las imágenes que he ido guardando a lo
largo de estas semanas de preparación. Ocurrió en el parque de Polvoranca el
viernes cuatro de noviembre en mitad de una de esas sesiones largas de
entrenamiento que tango gustan al maratoniano porque ofrecen la oportunidad de
ir desconectando de todas las preocupaciones cotidianas y le dejan a uno con la
cabeza despejada. Pues iba yo ese viernes así como a las tres y cuarto de la
tarde pensando en las musarañas mientras bordeaba el lago, y mire usted por
dónde se me cruza en el camino una procesión de ochenta o cien ocas transitando
desde el cristalino lago hasta la fresca pradera verde. Sin inmutarse, ya digo,
las ochentaitantas señoriales ocas no me dejan más alternativa que atropellarlas
o pararme para verlas pasar, impávidas
ellas y atónito yo mismo ante el
insólito espectáculo a una hora del viernes en la que la gente normal sufre un
atasco de tráfico, pega una cabezadita o recoge los trastos para cerrar la
semana laboral. Y allí me tienes, clavado delante de todas aquellas elegantes
damas de blanco, solicitando educadamente su permiso para continuar la marcha,
si bien ninguna de ellas se daba por aludida, y todas proseguían su imperial
desfile entre el lago y el césped, sin inmutarse por la estúpida presencia de
un tipejo que a esas horas tendría que haber estado en un atasco, en su sillón
o en la oficina.
Así pues, aferrado a los detalles del singular suceso y buceando en sus innumerables aristas, cuando me quiero dar cuenta estoy ya de vuelta y nada menos que en el cruce de San Martín con Easo, esa esquina mítica de la carrera en la que el gentío (que sabe bien que un corredor a esas alturas es un fantasma o un cadáver) anima en voz en grito a los que van llegando para enfilar definitivamente la bajada al estadio. Son esos gritos los que me despiertan de mi ensimismada reconstrucción del episodio ocarino que me ha mantenido afortunadamente en Babia durante los seis kilómetros más encarnizados de la carrera.
Lo
mejor de todo es que durante la segunda media he ido limando segundos, y al
paso por el k40 caigo en la cuenta de que, por primera vez, puedo hacer mejor
tiempo en la segunda mitad, una meta que ansía todo aquel que quiere ganarle la
partida al maratón. Ahora se trata de apurar un poco más la zancada y limar de
paso un minuto a la marca de los dos últimos años. Ya que estamos…
Sin
pensármelo dos veces, me lanzo tras mi particular prima de riesgo, que no es
otra que la de calentar el pulso hasta niveles óptimos para saldar las deudas,
siempre bajo la protección de las euronovias (no la de Merkel) e invocando sin
cesar el nombre de la proverbiales ocas gamberroides que finalmente deciden
tener un detalle conmigo después de tres meses de penitencia premaratoniana. Con
la ayuda de tan particulares hadas (madrinas), entro felizmente en 3h22’55”,
con 48” de renta favorable en la segunda media.
Y es
que en esta vida conviene cumplir dos normas sobre todas las demás, a saber:
hay que elegir el fondo adecuado para una foto, la primera; y es obligado ceder
el paso a las ocas en todo tiempo y lugar.Como siempre
por estas fechas Javier, mi hermano, me acaba de enviar su crónica sobre el
maratón donostiarra. Enhorabuena una vez más, Javi.
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