Salvando el árbol es el título que he dado a un vídeo grabado por Luís Soares cuando, en los días de la tormenta Filomena de enero del año veintiuno, él mismo limpió de nieve las ramas del árbol del patio de la casa de Los Navalmorales. Hace algún tiempo lo edité en youtube acompáñandolo de la pieza musical Morning, de Grieg, y luego lo subí a este blog. Unos días después, volví sobre el asunto y escribí en un cuaderno un pequeño relato, al que ayer puse fin. Lo he subido también al blog, pues he observado que se complementan bien vídeo y relato. Ahí están, a vuestra disposición. Y, sobre todo, ahí están para que Carolina disfrute viendo a su padre hacer cosas propias de un príncipe azul guardián de la Tierra.
Salvando el árbol
Jesús Bermejo
Érase
una vez un pueblo castellano en el que casi nunca nevaba. Muchos niños y niñas
apenas habían visto nevar alguna vez, y tan poca nieve cayó en aquellos casos
que apenas cuajaron algunos copos en los arriates del parque y en contados
olivares. En fin, qué se le iba a hacer, las cosas eran como eran y no como uno
querría que fuesen así que, en aquel pueblo, si los niños querían ver la nieve,
la tenían que buscar en los cuentos que leían en el cole o en sus casas, y si
querían divertirse con ella solo podían hacerlo cuando veían alguna película de
aquellas en las que chicos muy rollizos y niñas presumidas solían corretear por
sitios en los que la nieve llegaba puntual al comenzar cada invierno, donde parecía que siempre eran muy felices
pues todo llegaba a su tiempo. Aunque también a veces en aquellas tierras donde
nevaba tanto, sucedían cosas extrañas pues, en determinadas ocasiones, se veían
en sus calles montones de nieve muy sucia o se paraban los camiones en algunas
autopistas, en las que solía haber bastantes accidentes e incluso se daba el
caso de tener que cerrar los colegios algunos días debido a la imposibilidad de
acudir a ellos de tanta nieve como había caído. Qué cosas pasaban en esos
países, decía la abuela, aunque también ella se acordaba de que, de chica, en
el pueblo caían unas buenas nevadas, pero eso ocurría solo algunas veces, había
dicho mientras iba callando camino de la ventana para ver atardecer. Fuera como
fuera, en aquel pueblo castellano, los niños y las niñas de la
clase de Carolina, todos ellos de segundo de infantil, no habían visto
nevar ni una sola vez en su vida, y los de la clase de Marta, su vecina, que ya
estaba terminando la primaria, apenas algunos se acordaban de que,
unos años atrás, aunque había estado nevando durante toda la tarde, al
amanecer del día siguiente ya no quedaba ni rastro de la nieve.
La vida en el pueblo había ido
transcurriendo plácidamente, pues aquel era un sitio tranquilo y agradable, un
buen lugar para vivir, hasta que, de repente, en marzo del año veinte, llegó un
virus terrible y malvado que puso todo patas arriba. Al temor y al desasosiego
tan grandes causados por el covid, que era así como se llamaba la enfermedad
causada por el virus, se había ido acostumbrando casi todo el mundo y también
se habían ido haciendo a la nueva forma de vivir, que parecía ya como algo
rutinario y cotidiano, a pesar de que el miedo al contagio y la pena por todos
los fallecidos tenían a toda la población triste y apesadumbrada. Y, de
repente, como si el comienzo del año nuevo hubiera sido una señal, otro
asunto grave iba a amenazar la existencia de las gentes del pueblo, pues por
aquí y por allá todos decían que, en los días venideros, iba a nevar mucho,
mucho y mucho. Vaya por Dios, oían lamentarse a los más alarmistas, el virus,
la tormenta, pareciera que al pueblo estuvieran llegando una a una las siete
plagas de Egipto. No habían parado de avisarlo en la radio y en la televisión,
en los talleres y en el el súper de Tono, en la tienda de Juanfra y en todos
los bares, en el Día y donde los Sánsanos, en la ferretería y en Los Caños, en
El Rollo y en Las Flores, en el Ayuntamiento y en el Centro de Salud, en Las
Cruces y en Tierra Toledo, en todos los sitios se había ido diciendo que iba a
caer una nevada de las de aquí te espero, que iba a estar tres días con sus
tres noches nevando. Así que la gente se parapetó en su casa, llenó de comida
la nevera, se aseguró una buena calefacción y se asomó a la ventana, a la
espera de ver cómo el pueblo se iba a ir vistiendo de blanco. Después vendría
lo de pasear por la nieve, jugar con ella, hacer un muñeco, agotar la cámara
del móvil de tirar tantas fotos y divertirse yendo de acá para allá, como si no
hubiese un final.
Iba a nevar de lo lindo, iba a estar
cayendo nieve sin parar durante más de dos días, repetían una y otra vez los
parlanchines, o los que, queriendo o sin querer, disfrutaban un poco al
anunciar la tormenta. Y así fue, estuvieron cayendo copos sin parar durante más
de dos días, y qué copos, tan gordos como palomitas y tan abundantes que apenas
se veía nada más allá de tan densos que caían. Fue poco después de Reyes cuando
la Aemet había estado avisando, una y otra vez, de que se avecinaba una
borrasca intensa y fuerte, de nombre Filomena, sí, Filomena, qué grandes son
los de la Aemet, ahora dan nombre a todos los fenómenos atmosféricos que se les
pongan por delante, se ha oído que hasta quizá tendrían un protocolo para este
asunto, nada de improvisar a ver quién era el más ocurrente o la más graciosa.
Dos días seguidos iba a estar cayendo nieve sin parar, una hora, otra,
otra y otra, así hasta la madrugada del tercer día. Lo que al principio escondía
aquel punto de misterio que tenía la nieve cuando empezaba a caer allí donde no
acostumbraba a hacerlo, aquel silencio que parecía irreal y que convertía la
mirada de todos en una especie de ensoñación infantil y paralizante, luego se
había ido convirtiendo en juego y algazara. Bien es verdad que, después de dos
días intensos de nevada y con más de cuarenta centímetros acumulados, la cosa
ya iba a ser para tomársela muy en serio, pues a aquel volumen asombroso de
nieve se iban a ir uniendo poco a poco el hielo y el frío.
Fue por ello por lo que, ya en casa y
caída la noche, el padre de Carolina, Luis, había ido a la herrén y había
sacudido con un escoba recia y resistente las ramas de la oliva y,
luego, en el patio, las del árbol del amor. Y a la mañana siguiente,
apenas amanecido, Luís se calzó las katiuskas, se abrigó bien, se puso los
guantes, se ató la capucha del impermeable, cogió el cepillo y salió al patio a
ver qué árbol pudiera necesitar de su socorro. Y como viera que, en la herrén,
una rama de la oliva se había tronchado, la apartó hacia un rincón donde no iba
a molestar, y después se fue acercando, animoso, al árbol del amor,
cuya rama más potente estaba doblada hasta el suelo de pura carga insoportable,
y empezó su labor salvífica quitándole la nieve poco a poco, poquito a poco,
para que nada se tronchara. Y así, paso a paso, Luís fue sintiendo el vértigo
de ver cómo el árbol, al perder peso, elevó poquito a poco su agobiada rama, y
esta, al erguirse, rugió como una leona que se estuviera librando de una
temible trampa, y lanzó al aire un grito libertario después tantas horas de
fría y blanca nieve. Agradecida, la rama antes vencida, fue despojándose poco a
poco de la nieve, que se iba desmenuzando hacia el suelo como si estuviera hecha
de una especie de polvo misterioso e hipnótico, nieve en polvo que caía y caía
suavemente, luego más recia, hasta desplomarse después en tromba, sobre todo la
que estaba refugiada en la copa del árbol al abrigo del cepillo de Luis, quien,
calientes ya las manos, soltó la herramienta, agarró al árbol por su tronco, lo
abrazó y, al moverlo con energía, logró que se despeñara de su copa un montón
de nieve a punto ya de congelarse. Conmocionado, el árbol respiró hondo, elevó
del todo sus ramas y ofreció gustoso el tronco a quien quisiera abrazarlo. Ni
qué decir tiene que al primero que abrazó, agradecido y emocionado, fue a Luis. Y
después, fue enlazando con sus ramas uno a uno a todos los de la casa, y los
abrazó enternecido. Abrazó a Mariví, y aprovechó la ocasión para darle las
gracias por cuando pidió a Chicho aquel cepellón donde él ya venía en génesis;
abrazó a Carolina, que ese día había jugado mucho con la nieve y que no sabía
aún que los árboles también abrazaban; abrazó a Ana, que había ido viéndolo
crecer y crecer durante años y años en el patio de la casa; y abrazó al abuelo,
que era quien solía cuidarlo y quien mejor conocía el secreto de la extraña
curva de su tronco y el orgullo de sus ramas enhiestas apuntando hacia el
cielo.
Al día siguiente, las máquinas y las
palas habían ido retirando poco a poco la nieve de las calles, para que los
coches y las personas pudieran transitar evitando peligros, y los que se habían
atrevido a ir a los olivares o se habían acercado a las verjas del parque del pueblo,
volvieron a sus casas entristecidos al contar a los demás los enormes destrozos
causados por la tormenta Filomena: árboles rajados, ramas jarrás, toda
la cosecha arruinada, labradores desconcertados y todo el pueblo quieto y mudo
ante tanto desastre. El cuarto día, después de comenzada la tormenta, amaneció
reluciente y con mucho hielo. Los tractores y las máquinas, los agricultores y
las jardineras, los empleados del Ayuntamiento y las barrenderas se pusieron
manos a la obra para dejar las plazas y el parque limpios y los árboles curados
y cuidados. Sin embargo, en el patio de los abuelos de Carolina, salvo atender
un poco a la oliva, no hubo necesidad de curar a ningún árbol más, pues el del
amor, salvado por Luis en la víspera del desgarro y del hielo, estiraba sus
ramas triunfante y orgulloso. Nada contó ni dijo nada, porque de natural era
aquel un árbol discreto, aunque, eso sí, Luis nunca iba a olvidar el grito
prolongado de su liberación limpia y preclara. Todos los de la casa, incluidos
los perros Pipo y Balú, en el sueño de aquella madrugada de invierno, tampoco
iban a olvidar nunca el grito del sufrido y recobrado árbol del amor que había
sido protegido del desgarro de la tormenta por el príncipe Luis, un
príncipe azul y ecologista de origen portugués cuya hija, la princesa
Carolina, guardiana de la Tierra, lista y guapa, había jugado
en la herrén con la nieve por primera vez en su vida la mañana siguiente a
aquella noche larga de invierno de comienzos del año veintiuno, cuando
la bruja Filomena fue dejando caer mansamente sobre aquel pueblecito
castellano una alfombra blanca, fría y grande. Y colorín, colorado, este
cuento se ha acabado.
Jesús
Bermejo
Maravilloso y real !!
ResponderEliminarPrecioso el cuento real,que suerte para Carolina ver erguido el árbol del AMOR.
ResponderEliminar¡Qué lindo! ¡Mil gracias por compartir!
ResponderEliminar¡Uuaaauuuu! ¡¡Qué bonito y real!!
ResponderEliminarPrecioso texto. Precioso vídeo. Precioso momento.
ResponderEliminar¡Qué suerte poder expresar aquella situación dramática -el árbol se rompe- con tanta ternura!