martes, 23 de febrero de 2021

23-F: Cuarenta años después

Hace ya cuarenta años de aquella tarde aciaga. Yo estaba, como de costumbre al llegar el calendario a esa fecha, en vísperas de mi cumpleaños, que hasta entonces siempre había sido el día 24 de febrero pero que, por lo que sucedió aquella tarde, desde entonces quedaría asociado al 23-F, debido sola y exclusivamente a la contigüidad de la fecha, ya te digo, llevo esa carga desde entonces, qué cosas, verdad, esta manía de los humanos de buscar referencias y de celebrar cifras redondas, como estos cuarenta años de aquel golpe, como si ayer 22 de febrero no hubiera que recordar la muerte en el exilio de Antonio Machado, porque son 82 y no 80 los años que hace de aquellos días azules y aquel sol de la infancia.

                          

Cuarenta años transcurridos desde entonces son muchos años, es media vida vivida, es pasar de los 29 que estaba yo a punto de cumplir aquella tarde a los 69 que mañana espero alcanzar. Me he hecho mayor, sí, he pasado de ser aquel joven maestro impetuoso que había tomado posesión de una plaza definitiva de maestro de Lengua Castellana y Literatura en el Colegio Público Antonio Machado de Madrid, y que, con toda la vida profesional por delante, sentía que ese iba a ser mi lugar en el mundo para poder cambiarlo algo desde mi trabajo diario, dando lo mejor de mí mismo en la educación de los chicos y chicas de aquel barrio de Carabanchel Alto, he pasado, digo, de ser aquel joven maestro a este señor que ahora mismo está escribiendo estas líneas, un abuelo que vive con ganas sus años dorados de  jubilación apacible después de cuarenta años ininterrumpidos de ir al colegio y al instituto a dar clase con ganas y con ilusión, siempre con la idea optimista de conseguir la meta de una tarea bien hecha. ¿Lo lograste siempre? ¿Conseguiste mis objetivos? Pues ten la certeza de que la respuesta a esa pregunta no la tienes tú sino los más de cinco mil alumnos y alumnas que tuviste la suerte de conocer en tus clases, y que, cuando con ellos estabas trabajando, nada había para ti más importante ni más valioso, y también que, cuando a casa te ibas cada tarde, procuraba en la medida de lo posible no llevarte problemas de ningún tipo sino el solo recuerdo de lo mejor del día.

Cuarenta años son muchos años, también para un país como España, un  país que venía de una guerra civil trágica y cruel que duró tres años, y de una dictadura cuartelera y sanguinaria que se alargó un año tras otro hasta llegar a los cuarenta y que, francamente, muerto el jefe de todo aquello, no podía sino abrirse  al mundo y alcanzar las libertades. Y con la mano estaban ya tocando los españoles esas banderas, después de cinco años conflictivos, que luego fueron conocidos como los años de La Transición, cuando unos autocares llenos de guardias civiles aparcaron ilegalmente en las aceras del Congreso de los Diputados y, como si  fueran de visita a la sede del poder legislativo, de ellos bajaron los uniformados y entraron en el hemiciclo y, diciendo todos al suelo, dispararon unas ráfagas de tiros al techo dando a entender que aquello era un golpe de estado y que, por tanto, el poder ya no iba a residir en aquel salón de plenos o, por mejor decir, en aquellos que se sentaban en los sillones de aquel salón, que se sentaban en ellos porque habían sido elegidos por todos los españoles en votación democrática, las terceras después de cuarenta años, el poder, decíamos, ya no iba a residir en aquel salón sino en el sillón del jefe militar que mandaba de verdad sobre aquella tropa. Al día siguiente de allí salieron derrotados y detenidos los uniformados y, meses después, otros uniformados, eso sí, togados, los sentenciaron a largos años de condena por la ilegalidad de su felonía.

                          

También la democracia española se ha hecho mayor, es verdad, pero los países no se jubilan como si fueran personas, no, han de seguir adelante porque la vida sigue y las generaciones  se suceden unas a otras, como no podría ser  de otra manera, e igual que se han ido renovado las casas, y los trabajos, y las carreteras, y los juegos, y los juguetes, y los tanques, y los libros, y los reyes, y los políticos, y los maestros, y los médicos, y los mecánicos, y donde dije estos nombres en masculino ponlos tú, lector, en femenino, y luego en plural, y verás que España ha cambiado mucho, tanto en lo bueno como en lo malo, bien que el balance es, sin dudarlo, muy positivo. Y en esas está España, en los trompicones de ver cómo renovar su sistema político y ponerlo al día, dónde tocar y dónde no retocar, dónde poner y dónde quitar, cómo sacarle lustre a quienes tienen  visión de futuro y cómo neutralizar a tanto populista de apellidos variados, puigdemones, rufianistas, iglesuelas, abascalios, casadillos u oteguianos, que actúan en el Congeso de los Diputados como la señora de aquel chiste de Forges que decía literalmente: “Madre, no me toque los cojones que vengo de vendimiar”. Pies eso, que España, decimos, está en proceso de cambio, y eso es bueno; eso es bueno solo si se acierta a hacerlo bien. Y para que saliera bien, sería necesario que cada española, que cada español, cuando fuera a la urna a depositar su papeleta, no la depositara votando contra alguien, o para joder a otros, sino eligiendo a aquellos que, a su buen saber y entender, mejores ideas tengan para renovar, con los pies en el suelo, este país antiguo y nuevo llamado España, un espacio privilegiado en la península Ibérica cuyos habitantes no son sino el crisol de tantos pueblos que a lo largo de su historia aquí vivieron, una ciudadanía moderna y respetuosa que cada cuarenta años, más o menos, se para un rato a ver cómo se renueva para seguir conviviendo en este país de sol y mar, de luz y olivas, de vino y pan, de respeto y democracia, de alegría y de solidaridad, de fiesta y de silencio, de paz. Sí, de paz, España se merece vivir en paz, las españolas, los españoles deberíamos de una vez por todas madurar definitivamente y convertirnos en una ciudadanía libre, pacífica y solidaria. Ahí es nada. Vale.  


Y ahora, aquí va lo que escribí hace nueve años a propósito del 23-F, un artículo que los más fieles seguidores de este blog pudisteis leer en esa fecha de 2011. Ahí va, sin añadir apenas más que unos retoques. 

                     

Llego a casa después de un duro día de trabajo. En la cocina, preparo merienda con fruta y un café con leche. Paso al estudio con mi bandeja y voy comiendo mientras ojeo el periódico; oigo de fondo una letanía monótona de síes y noes, es la votación en el Congreso de los Diputados para elegir Presidente del Gobierno a Leopoldo Calvo Sotelo, después de la grave y fulminante dimisión del Presidente Adolfo Suárez. De repente, se oye por la radio un ruido muy fuerte, como un portazo o un tiro. Dejo de leer y de comer mientras oigo la voz del locutor, una mezcla de sorpresa y de miedo. Dice que un teniente coronel acaba de entrar en el hemiciclo y, pistola en mano, se dirige a la tribuna.

 

“¡Quieto todo el mundo!” se oye claramente. El locutor se queda mudo mientras una algarabía de tiros y un jaleo de voces siembra el pánico: “¡Al suelo! ¡Al suelo!” Después se oye una voz que dice: “¡Corta, que esto se mueve!” Y se acaba la transmisiones directo. Aparto la bandeja y el periódico de la mesa. Me quedo pensativo. Está claro, parece el golpe de estado del que tanto se ha venido hablando. Pienso en qué puedo hacer ahora mismo. ¿Quedan en casa papeles comprometedores de los años pasados en el partido?
¿Habrá problemas en la carretera de Burgos, de donde tiene que venir Pepi?  ¿Suspenderá el hermano de Alberto la mudanza, quedó en venir a recoger la cama mueble? 

  

        


La radio ha quedado muda de noticias y la tele también. En onda corta nada de nada, al menos hasta ahora. Tomo un papel y, algo intrigado, hago unas cuentas: desde el 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la segunda República hasta el 18 de julio de 1936, el comienzo de la guerra, transcurrieron cinco años, tres meses y cuatro días. Desde el 20 de noviembre de 1975, día de la muerte de Franco, hasta hoy, 23 de febrero de 1981, han transcurrido exactamente cinco años, tres meses y tres días. No es posible, no puede ser. ¡Qué coincidencia! Esta vez no puede triunfar algo así, me digo una vez y otra. Y sale en mi consuelo aquello que dijo Karl Marx: “La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa”. Ninguna información nueva. Llega Pepi, sin problemas. Hago algunas llamadas y recibo otras, entre ellas la de Dámaso, un compañero del Colegio que conoce mi compromiso y que me ofrece su casa por si fuera necesario, gracias, Dámaso, le contestas, emocionado y agradecido. Alberto llega con su hermano y se llevan la cama mueble.



De madrugada veis el discurso del Rey por televisión. Parece ir fracasando el golpe. Por la calle ni un alma. Noche de frío y de ausencia. Os acordáis de tantas manifestaciones pidiendo mil cosas en 1976, en 1977. Ahora, todo paralizado. De nuevo el miedo. De nuevo. Nos acostamos sin saber más detalles. El sueño no llega ni en la madrugada. Ponemos la SER y sigue sonando música clásica, y en la tele siguen dando documentales de animales salvajes. 


        






2 comentarios:

  1. Dicen que los buenos escritores son aquellos que recuerdan, rememoran lo que más intensamente han sentido. Se habla y se comunica bien cuanto más sincero se es. No cuando construyes o redactas mejor. Y esto está conseguido, y el lector, yo, agradece lo que lee porque lo entiende y lo siente. Gracias!! Y muchas felicidades por tu cumpleaños!! Celebremoslo y celebremos también que fracasara aquel intento de rompernos la incipiente democracia. Queda, por tanto, una buena referencia para recordar tu 24F

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    1. Muchas gracias por todo lo que dices y, también por la simpatía que muestras. Ahora prefieren decir empatía, cuando en origen, simpatía es exactamente lo que tú señalas y, además, agradeces. La simpatía, lo sabes, es mutua, viene de muy lejos. Y gracias por tu felicitación de mi cumpleaños, el último encabezado por un seis, es decir, que hoy es mi primer día de la década de los setenta, ja, ja, ja.

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