Javier Bermejo acaba de publicar un libro titulado Ganadería
diplomada. Los lectores de este blog ya conocéis a Javi, pues las
crónicas de sus maratones suelen aparecer por estas páginas al menos dos veces
cada año.
Ganadería diplomada, novela publicada en 2019 por la editorial Oportet, puedes encontrarla en la Casa del Libro, en El Corte Inglés, en FNAC y en bastantes librerías españolas. También puedes adquirirla en diversos sitios de Internet a los que puedes acceder fácilmente buscando en Google.
Ganadería
diplomada fue presentada el miércoles 11 de septiembre de 2019, en
la Biblioteca Municipal Eugenio Trías, en El Retiro de Madrid. Aquí van unas
fotos de esa feliz tarde. Después, incluyo un enlace por si se quiere ver todo el desarrollo del acto. A continuación, ofrezco por
escrito mi intervención en dicha presentación.
(En la intervención de Javier Bermejo en el acto se señalan los nombres de quienes hicieron las fotos y el vídeo).
(En la intervención de Javier Bermejo en el acto se señalan los nombres de quienes hicieron las fotos y el vídeo).
Vídeo del acto
Mi intervención
en el acto de presentación del libro
1
Aquella tarde
de finales de junio de 1968 la recordaremos sobre todo porque hubo algo que se
alojó en nuestra cabeza y nos dejó marcados, como a las reses su hierro, para
siempre. Javi y yo habíamos salido de la estación de Atocha de Madrid en
un tren correo que, doce horas después, nos dejó en la estación de un pueblo de
la ribera navarra llamado Marcilla. Expectantes nos aguardaban los tres:
Maribel, nuestra hermanita, que apenas tenía nueve años, y ellos dos, nuestros
padres, por fin juntos después de un año de separación, madre y Maribel en el
pueblo, y padre en aquella granja navarra a la que se fue a trabajar cuando los
médicos lo desahuciaron para trabajar en el campo. Bueno, los médicos y las deudas
contraídas a raíz de su enfermedad.
Nada más llegar
a la estación, y después de sonoros besos, y alguna lagrimilla que se empeñaba
en aflorar, madre nos advirtió de la plaga de mosquitos que nos iba a recibir
en cuanto nos acercáramos a la granja, así que nos embadurnó cara y brazos con
una crema que llevaba preparada en el bolso para la ocasión. Montamos todos en
una furgoneta y, al ir llegando a nuestro destino, notamos en nuestra nariz un
olor penetrante e imponente, que no solo no menguaba al cabo de un rato sino
que crecía y crecía hasta colonizar nuestro cerebro. Aquel olor espantoso,
invasivo y dominante, que procedía de una inmensa cuadra de cerdos estabulados
industrialmente, nada tenía que ver con el de las pocilgas de los cochinos de
nuestro pueblo; aquel olor nunca te abandonaba a no ser que te diera por salir
de la granja o te marcharas adrede para que descansara la nariz. Aquel olor a
cerdo estabulado, los mosquitos guerreros que pretendía combatir inútilmente
nuestra madre y las ratas que cada día amanecían aplastadas por los camiones en
la carretera que cruzaba la granja eran el santo y seña de aquel lugar al que
llegó nuestro padre a trabajar en mayo del 67. Un año después, madre y Maribel
se unieron al padre cuando quedó libre una casilla. Y casio dos meses más tarde,
cuando terminó nuestro curso académico, Javi y yo completamos el cuadro
familiar que había emigrado desde Castilla hasta Navarra.
2
Pocos sabían en
los pueblos cercanos qué había en aquella granja y cómo se trabajaba allí.
Donde, en su día, hubo una explotación agrícola tradicional, que se llamaba La
Torre, un atrevido negociante navarro, protegido, empujado y afiado por un
general del ejército de tierra con muchos bemoles, y que respondía al apellido
de Campano, decidió invertir en aquel espacio una parte de su fortuna. Con
soberbia tecnológica, y sintiéndose dueño y señor de sus trabajadores
silenciosos, mandó levantar una central lechera futurista y, al lado, una sala
de ordeño casi automatizada, y digo casi porque en el foso de aquella sala
trabajaban, desde las cuatro de la madrugada hasta las nueve de la noche, media
docena de vaqueros casi mudos, que solo paraban en esas diecisiete horas las
estipuladas para comer y para solventar sus más pretorias necesidades.
Esos vaqueros,
llegados todos ellos de Castilla y de Extremadura, habían sido contratados en
origen y todos ellos estaban en una etapa de sus vidas en la que, ya fuera por
mala suerte o por enfermedad grave sufrida, iban a aceptar sin rechistar
cualquier cosa con tal de ganar un jornal diario, ya fuera con las vacas o con
los cerdos, tanto daba.
Al lado del
palacete de noble planta en el que se aposentaban el negociante y su familia
cuando bajaban de Pamplona, se arracimaban humildísimas casas bajas en las que
vivían los vaqueros, los porqueros y sus familias. Si no hubiera sido por la
tecnología futurista de lechería, cualquier visitante hubiera podido creer que
aquello nada había cambiado desde la baja edad Media; pero no, estábamos en
1968. Muy pocos conocían en Marcilla o en Peralta lo que allí se cocía y, menos
aún, que todo aquel tinglado estuviera asentado sobre un polvorín financiero.
3
Muchos años
después, al recordar aquel lugar lo comparábamos con el Macondo de García
Márquez, pero quiá, estábamos equivocados. En Macondo todo era nuevo y reciente,
y muchas cosas no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo. En aquella
granja todo tenía nombre, y allí aprendimos, según nuestra edad y
condición, lo concreto de algunos conceptos como esclavitud, explotación,
hipocresía, corrupción y tristeza. Pero Javi y yo éramos muchachos en plena
vitalidad adolescente y todo eso lo vivíamos solo en las vacaciones, y envuelto en
bicicletas, alegría, tebeos, algún trabajo ocasional y muchas ganas de
diversión. Y Maribel, nuestra hermanita, pasó aquellos años envuelta en la
inocencia de la infancia. Otro cantar era lo que pasaba por las mentes y el
corazón de los mayores, de los padres.
Tomando yo
prestadas unas palabras de Antonio Muñoz Molina, diré que Javier Bermejo ha
hecho suyo este espacio y, en silencio, en soledad y con plena soberanía ha
construido en él la ficción de Ganadería diplomada, porque en la
ficción el autor es libre para usar la realidad exactamente como a él le dé la
gana, y sin responder ante nadie, salvo ante él mismo, autor soberano y, a
veces, esclavo de su ficción.
Javier Bermejo
ha tardado casi 50 años en saber cómo contar lo que tenía que contar acerca de
todo aquello. Y creo que, por fin, ha descargado el fardo. Qué lástima que
aquello fuese así y no como ocurría en La Azucarera, junto a la estación del
tren, la fábrica en la que los dueños tenían sus justas ganancias, los obreros
un trabajo digno y donde todos vivían con la armonía de la obra bien hecha.
4
Hace veinte
años, después de mucho tiempo, regresé a aquella granja. Como si un huracán la
hubiera devastado, todo era pasto del abandono y hasta el tiempo se había
comido las paredes de la lechería. De repente, me sentí feliz. Pero no era
venganza fría, no. Es que allí no había plaga de mosquitos, ni ratas
aplastadas, ni aquel olor a cerdo que todo lo inundaba. Allí ya no se facturaba
leche certificada y a buen seguro que los habitantes de unos adosados
construidos junto a la carretera jamás habrían oído hablar de lo que en aquel
espacio hubo una vez.
En los pueblos
cercanos seguro que nada olvidaron de lo que hubo en aquella granja, porque
poco nada supieron, o prefirieron no saber. Y los vaqueros, que más tarde o más
temprano de allí emigraron, aunque nunca olvidaron nadie les ha oído jamás
contar cosa alguna de todo aquello. Otros, otras, salieron de allí ya sin
solución ante tamaña ruina humana. Por fortuna, Javier Bermejo no solo no lo ha
olvidado sino que ha elegido ese espacio para ubicar su ficción, una historia
en la que quedara constancia de lo que fue y de lo que pudo haber sido.
5
Javi nació en
Puerto Castilla, un pueblo serrano de Ávila cercano de la alta Extremadura, en
una familia de labradores. Desde chico apuntaba maneras de muchacho espabilado,
animoso y decidido. Estudió el bachillerato en Arenas de San Pedro, en Pamplona
y en el Ramiro de Maeztu de Madrid, y filología hispánica en la Universidad
Autónoma de esta misma ciudad.
Hasta conseguir
su plaza de profesor de instituto, le tocó trabajar en una empresa de mudanzas
llamada Gil Stauffer y en las urgencias de cierto hospital. También le tocó
correr bastantes veces delante de la policía, lo que desmiente que comenzó
a correr con 48 años. En Mallorca comenzó su fructífera etapa de profesor de
lengua, que se ha desarrollado desde los años 80 hasta 2016, sobre todo en el
Instituto Isaac Albéniz de Leganés, en el que varios miles de
adolescentes han tenido la suerte de contar con Javier Bermejo como profesor. Y
el departamento de Lengua, que dirigió años y años, funcionó como la seda, aunque
nunca Javier tuvo puño de hierro sino que siempre predicó con el ejemplo.
Al llegar el
uno de noviembre, todos loa años Javier montaba el Tenorio con su alumnado, y
tan especialista llegó a ser de esta obra que publicó en Edelvives en 1993 una
edición comentada y con guía de trabajo para estudiantes, y otra también sobre
El alcalde de Zalamea.
Ha ganado
diversos premios pero solo citaré uno temprano, el que en 1986 le otorgó el
jurado del Premio Prensa-Escuela: el primer galardón fue para él y su alumnado, por una serie de trabajos sobre el SIDA. Pero el premio mayor fueron
los nueve años del Plan de Lectura que coordinó en su instituto, en el que
participaron más de 2500 estudiantes de 13 y 14 años, quienes elegían qué
libros había que leer y cuyo compromiso consistía en ir una vez por semana a la
biblioteca y, en silencio, leer dichos libros.
Además de
profesor, Javier es un deportista nato. De pequeño, el fútbol; de joven, lo que
se terciase; y desde los 48 años, corredor de maratones. Ahí es nada: ha
corrido unos 25 en 15 años y su mejor marca, 2 horas y 59 minutos, cuando su
DNI decía que ya tenía 51 años. Como empezó tarde, Jabo se pregunta qué hubiera
podido hacer con 35 años si hubiese comenzado antes a correr. Y suele
contestarse con retranca que lo que es seguro es que ahora tendría las caderas
destrozadas. Su marca actual: Badajoz, 2015, 3 horas y 40 minutos; eso sí, el
primero de su categoría en dicha carrera.
Aunque Jabo
corre sobre todo por lo de la soberanía, la soledad y el silencio, como
decíamos a propósito de la escritura. Pero qué alegría esas quedadas del club
de la Tapia en la Casa de Campo, no lejos del cerro de Garabitas, porque
compartir al entrenar es vivir socialmente. Y, al final de cada maratón, la
crónica, siempre con un punto de ironía, humor negro o melancolía, y, a veces,
el descacharrare. Ahí, juntando esas crónicas tienes otro libro Jabo. Y ese
libro colectivo que es un primor y que se titula La Tapia de los jueves:
cuánto afecto compartido entre deportistas.
6
Como la memoria
tiene más que ver con el futuro que con el pasado y como el recuerdo es de poco
fiar y se va modificando permanentemente, según dice el quinto de Javier
Bermejo Antonio Muñoz Molina, Javier, nada más jubilarse, empezó a ir a la
biblioteca municipal Ana María Matute, en su barrio todas las
mañanas laborables, y se puso a cumplir con su compromiso: escribir Ganadería
diplomada.
Quizá la razón
última por la que hoy estemos aquí resida en aquellos tebeos leídos en silencio
durante la siesta en los veranos del pueblo, o en aquellos libros de Lafuente
Estefanía o de Martín Vigil, incluso aquellos fragmentos de novelas, cuentos y
poesías de ciertos libros de FEN, quién lo diría. “Sin la pasión con la que leí
todo eso no habría descubierto después todo lo demás”, dice Javier.
Escribir es un
desafío. Y en ese desafío Javier Bermejo ha tenido las de ganar porque, al
contrario que en los maratones aquí el listón ha podido ir subiendo y subiendo,
hasta que el autor decidió que “así es la rosa” y la novela ya estuvo lista.
Ahora,
publicada Ganadería diplomada, quizá sea bueno acordarse de un
escritor centenario vecino cercano de este lugar de El Retiro, Juan Eduardo
Zúñiga, quien en su libro Capital de la gloria repite un
mantra, a la manera cervantina, sobre la memoria y el olvido: “Pasarán muchos años y olvidaremos todo y lo que hemos vivido nos
parecerá un sueño y será un tiempo del que no convendría acordarse”. Así
se expresaba un personaje refiriéndose a los desastres de la guerra civil. Pero
el autor escribía y escribía y sigue haciéndolo a sus cien años. “Esto es
la guerra, hijo, para que no lo olvides”, afirma un personaje del último
cuento de Capital de la gloria. “Esto es la granja, hijos,
para que no lo olvidéis” -podría decir Javier.
7
Ahora ya solo
queda lo mejor: que lo que ha sido escrito con las tres eses, soledad,
soberanía y silencio, sea leído con gusto y con pasión. Esa pasión que, como
justicia poética, es capaz de acabar hasta con el más nauseabundo de los olores
y, por extensión, con todas las cloacas que hubo o pudo haber habido, y que, a
no dudarlo, sigue habiendo en este ancho mundo.
Aquel olor que
nos ofendió hace más de cincuenta años, un jueves de finales de junio de 1968,
sigue ofendiendo, como bien dicen en mi pueblo, la nariz de muchos
adolescentes, de mucha gente hoy día aún. Y ofendiendo su nariz, ofenden su
dignidad y señalan silenciosamente la injusticia y la infamia.
Muchas gracias
por escucharme.
Mi reseña del libro en julio de este año
https://roblesamarillos.blogspot.com/2019/07/ganaderia-diplomada-un-libro-de-javier.html
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