jueves, 28 de febrero de 2019

Un buen corte de mangas: Maratón en Sevilla




Javi Bermejo, mi hermano, me envió el otro día la crónica de su nuevo maratón, esta vez en Sevilla. Y, una vez más, Javi acierta con su carrera y con su crónica. Enhorabuena, de nuevo, y ánimo para el siguiente.

Un buen corte de mangas

Todo el mundo sabe que una maleta es una incógnita: lo mismo puede regalarte un tesoro de valor incalculable que servirte a media noche un cadáver convenientemente descuartizado. Nadie te asegura que, buscando lo primero, acabes por encontrar lo que menos deseabas.

Eran las seis y cuarto de la mañana de aquel domingo de febrero en una casa rural de Mairena del Alcor. Desayunábamos junto a la chimenea los cinco amigos que pretendíamos correr horas más tarde el maratón de Sevilla, cuya salida estaba prevista a las 8:30. Teníamos tiempo de sobra para ultimar el repertorio de rituales y supersticiones que cada corredor considera necesarios para que todo vaya lo mejor posible. Luego había que cubrir treinta y dos kilómetros para llegar a la ciudad, aparcar el coche y recorrer a pie un par de kilómetros hasta la salida de la prueba. Todo bien controlado, todo medido con la precisión que conviene para no pasar apuros de última hora. 

Pero había una maleta, y las maletas no siempre se comportan como cabría suponer. La de este cuento descansaba sobre una repisa de mi habitación, a la espera de un par de operaciones rutinarias: sacar las zapatillas de carrera y guardar las babuchas que me habían caído por Reyes. Eran las 7:12. La salida del grupo estaba prevista para tres minutos más tarde. Todo reglado, todo perfecto y en orden. En maratón, lo peor son los despistes, las improvisaciones y los descuidos. Pero uno ya es veterano y no suele caer en errores de ese género. 

O eso pensaba yo.

 Estaba sobre la repisa, sí, pero no abierta. Reflexioné un momento, como si dijéramos. A las once y diez de la noche, justo antes de apagar la lámpara de la mesilla, yo había echado un vistazo en torno y había comprobado que, en efecto, la maleta me dejaba ver su contenido, especialmente las zapatillas de carrera, dispuestas también ellas a descansar, a la espera del más que previsible tute horas más tarde. 

La noche previa a un maratón es difícil que alguien pueda dormir con un mínimo de sosiego. Con suerte, puedes encajar un par de ciclos cortos de sueño superficial. Todo el cuerpo vive ya esas horas en estado de alerta, como si de velar armas se tratara, a sabiendas de que, cuando salga el sol, puede que traiga consigo una pizca  de gloria o una catástrofe rotunda. No es nada raro, por tanto, que a lo largo de la noche uno despierte media docena de veces para comprobar cuánto falta para salir a jugarse el pellejo.

Pues bien, durante la madrugada pude comprobar hasta en cinco ocasiones que la maleta seguía en su estado, el mismo en que permanecía un poco más tarde cuando sonó el despertador y bajé a desayunar. Pero algo, alguien, durante esa media hora de ausencia, lo había trastocado todo. ¿Quién podía tener interés en una cosa así? ¿El fantasma de la alquería, un espíritu errante y taciturno empeñado en sacar de quicio a los recién llegados, o quizá el ánima herida del mastín que vigila la casa y que ayer tarde nos miraba con aparente indiferencia aunque en el fondo era incapaz de disimular su inquina? Eso ya nunca lo sabremos, pero lo cierto es que la maleta estaba cerrada.

Y eso no era lo peor.

Lo peor era que no había forma de abrirla. Ni ajustando la clave, ni apretando aquí o allá, ni susurrándole al oído la más ardiente de las coplas del bajo Guadalquivir. Que no y que no.

Desde la ventana llamé a Dani, que ya se disponía a arrancar el coche. Sube un momento, por favor, le supliqué. Subió. Le confesé mis pesares: la maleta era lo de menos; el problema era que estaba sin zapatillas para correr. Y bueno, es cierto que desde hace unos años se han podido ver por los caminos y veredas de la Casa de Campo gentes no del todo insensatas que deambulan por aquellos sotos con sendas piezas de cuero atadas de cualquier forma sobre los empeines de una y otra pierna. A mí no me convence mucho esa manera de calzarse para correr un maratón, pero vete a saber, puede que sea cómodo e incluso eficaz, cosas más raras se han visto. Claro que, en este momento, lo mismo daba, porque por allí no se veía pieza de cuero alguna susceptible de recorte y ajuste a la planta de un pie de la talla cuarenta y tres y medio.

Había que abrir la maleta cuanto antes, de la forma que fuese.

Como persona sensata que sin duda es, Dani echó un vistazo al cuerpo enfermo y me comunicó el diagnóstico. Quien fuera que hubiese cerrado la maleta, había dejado pillada la manga de un jersey, como ya habrás podido advertir tú mismo por tu propia cuenta, dijo, sin ninguna malicia, ni retranca, ni retintín. Ah, sí, intenté balbucir sin que trascendiera del todo la sonrojante verdad y se hiciera público lo evidente, esto es, que, en mi habitual atolondramiento, no solo había cerrado la maleta sin venir a cuento, sino que encima me había dejado fuera media manga del jersey, con el consiguiente atasco del mecanismo de apertura y cierre del monstruo.

Eran las siete y veinte.

Bajamos a la cocina para iniciar las maniobras. Lo intentamos de mil modos, haciendo palanca con el mango de un cazo, con un destornillador, con la espumadera, con una rama de olivo recién cortada, con el palo de la escoba, qué sé yo, hasta con el mando de la tele, por si al fin sonaba la flauta. 

Pero no había forma.

De nuevo las neuronas de Dani (porque parece ser que la mayor parte de los humanos tienen de eso) se pusieron a funcionar. Había que reintroducir la manga del jersey en la maleta o, en su defecto, cortar por lo sano y esperar a ver. La pretendida reintroducción no parecía factible, ni siquiera aplicándole a la manga un algoritmo que encontramos por allí perdido entre cajas de leche y una bolsa de mandarinas. Por lo visto, tampoco el algoritmo tenía hoy su mejor día, y hubo que desistir.

Habrá que cortar, pues, propuso Dani, mientras miraba de reojo el reloj de la cocina, que iba ya por las siete treinta y dos.

No había tiempo que perder. Abrimos el primer cajón del mueble que teníamos delante y extrajimos lo primero que vimos a mano, en concreto un cuchillo de matarife envuelto en las páginas centrales de un antiguo Playboy. Más que intentar un corte limpio, opté por serrar a destajo. Luego ya, con la punta del propio cuchillo, fuimos empujando hacia adentro los restos del jersey, primero Dani, luego otro poco yo mismo, hasta que, por esas cosas de la vida, cedieron los cierres y saltó la tapa de la maleta, libre al fin de su atasco.

Sin tiempo para meter los pies en las zapatillas, corrimos hacia el coche. Con su habitual discreción, David, Hugo y Jesús me miraron en silencio. Durante unos cincuenta segundos, cincuenta y cinco quizá. Sin demasiada acritud, diría yo. Con gran asombro, eso sí: son discretos, ya digo.

 Eran las siete cuarenta y seis.

Amanecía risueña la mañana sobre los campos andaluces cuajados de invernal escarcha. Ya se vislumbraban a lo lejos la Torre del Oro, la Real Maestranza y toda esa colección de cosas que suele haber en las oficinas de turismo. No obstante, las luces intermitentes de la Policía Local anunciaban desde el otro lado del río el inmediato cierre de los accesos al centro de la ciudad, porque, al parecer, estaba a punto de empezar por allí cerca un maratón.

Creo que nuestro coche fue el último en cruzar el puente de las Delicias. 

Estábamos a salvo. Pero el espíritu de la maleta ya me había encharcado los músculos, así que los primeros kilómetros fueron un desastre sin paliativos. Luego ya la cosa se fue entonando, pasito a paso, y llegó incluso un momento en que pude disfrutar de la carrera. Un momento en el que me pareció advertir por el cielo de Sevilla una maleta que iba derramando sobre los hombros de doce mil atletas infinidad de pétalos. Pero no de blanco azahar, sino de lana virgen.

(Dedicado a Hugo y a Guille)
                                                                                       Javi Bermejo


Mi lectura
Justo antes de acostarme he leído tu crónica, a la vez cuento de terror y compasión, que logra cerrarse con esa metáfora final tan cabal. Puestos a elegir, al azahar prefiero la lana virgen: es más suave al tacto, más duradera y más útil; su sutil olor, más acaricia que invade. Así es la crónica: suave, sutil y cariñosa. Y llena de humor socarrón. Enhorabuena. Por la carrera. Y por la crónica.
                                                                                               Jesús Bermejo

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