El domingo, 14 de noviembre de 2021, corrieron
por Madrid 15317 personas en el Medio Maratón, una carrera que reanudaba una costumbre anual, suspendida, como tantas cosas, por culpa del coronavirus.
Y en dicha carrera ha participado Javi Bermejo, mi hermano, con sus 65 años bien cumplidos, con muchas ganas y mucho
control. Jabo, que así es como se le conoce en el ambiente de las carreras,
llegó a la meta en el puesto 5776 (el 5342 entre los hombres), y de entre los
mayores de 65 años quedó en el puesto 33. Tardó en recorrer los 21,097 kilómetros
una hora, 53 minutos y 13,234 segundos. Ole por Jabo. Y ¡olé!
Aquí traigo su crónica, escrita el mismo
día de la carrera, como parte de sus actividades de recuperación después de un
esfuerzo tan especial.

VOLVER, VOLVER, VOLVER
Por Javier Bermejo
Salir de una pandemia no es algo que
ocurra demasiado a menudo, pienso yo, como tampoco es muy normal que estemos
volviendo a la normalidad semana tras semana desde hace quince meses. O más. El
caso es que se celebraba el medio maratón de primavera en pleno otoño, por la
cosa de recuperar la normalidad, es decir, el negocio propiamente dicho, que a
fin de cuentas es lo que de verdad nos emociona, para qué negarlo. Porque, si
te soy sincero, la normalidad de esta mañana ya no era lo que en su día pudo
llegar a ser normal en nuestros corazones, o en nuestros intestinos, es decir,
el paraíso aquí en la Tierra, no en vano ha transcurrido casi una eternidad
desde que nos vimos encadenados al virus apestoso, y ya de paso, a docenas de
sorteos extraordinarios de la ONCE que nos han vuelto a todos algo más
precavidos, o algo menos ilusos, o más calvos, vaya usté a saber. Así que allá
íbamos, Castellana arriba, dejándonos engullir por una multitud que andaría
incubando en ese mismo instante millones de virus de toda índole, una
circunstancia en otro tiempo insólita que nos forzaba a buscar un hueco en la
avenida por el que circular más o menos a salvo hasta ver cómo evolucionaban
los acontecimientos. Que evolucionaban, Bravo Murillo abajo, a la buena de
dios, o sea, como siempre, envuelto el personal en ese aroma dulzón de churros
y de café con leche que se adensa en las esquinas de Valdeacederas solo en los
meses de otoño, y que te invita a olvidar las zapatillas para refugiarte en lo
que de verdad importa en esta vida, es decir, el calor del amor en un bar. Ay,
los bares, y las pandemias, y la libertad... El caso es que nadie te había
dicho que la nueva normalidad fuera a premiarte con churros y café con leche;
menos aún, con un pulso ordenado y discreto, porque no sería una normalidad lo
que se dice estrictamente normal. Llega, pues, inequívoco, el aviso cotidiano,
en Quevedo, por elegir una plaza al tuntún. Y para consolarte un poco tras el
pulsus interruptus, te sumerges otra vez en el río de sangre que corre todavía
por la acera de Fernando el Católico, un crimen entre hojalateros cuyas voces
amortiguan levemente esta mañana los cánticos de la animosa juventud alistada
en la Bripac, esas docenas de soldados en pantalón corto que relatan al trote
un repertorio de tragedias a cual más bufa, historietas que provocan la risa y
el aplauso de la (escasa) concurrencia que ha salido a ver quién alborota la
calle a esta hora tan intempestiva. Por lo demás, ya digo, no hay mucho público
en las aceras. El público que antes era habitual terminó aprendiendo que en
tiempos de pandemia era mejor quedarse en casa hasta la hora del aperitivo, de
modo que Madrid es casi un desierto habitado solo por esa marea de colorines que
avanza ya en silencio Alcalá arriba pensando que quizá lo más adecuado habría
sido quedarse en casa y dejar para más adelante toda esta tontería de gastar
sin ton ni son las pocas fuerzas de que uno dispone a día de hoy, y que
seguramente habría que ir ahorrando hasta que los chinos sean capaces de
fabricar a lo bestia los chips que haga falta o hasta que los rusos abran del
todo el grifo del gas para calentarnos los pies en los meses más crudos del
inevitable invierno. Para qué gastar a lo tonto la energía que pudimos acumular
ayer con ese arroz caldoso o o con ese cocido de tres vuelcos que nos devolvió
de veras a la normalidad siquiera durante las dos horas de siesta preceptiva.
En esas profundas y melancólicas meditaciones andábamos sumergidos, allá por
Mariano de Cavia, cuando de las lumbares llegó una voz aguda, una amenaza como
de punzón que quisiera horadar lo que vaya quedando de materia orgánica entre
las vértebras L4-L5 y L5-Sacro. Esto no puede ser normal, se oyó decir al
interfecto: a ver por qué razón tiene uno que seguir pateando el suelo con esta
cruz a cuestas, pudiendo estar tumbado en un sillón y pensando en las
musarañas, o consultando los movimientos de la bolsa con un puro entre los
dientes, como hacen esos tipos que con rigor podríamos calificar como
indiscutiblemente normales... De eso se trataba, a fin de cuentas, de encontrar
algún atisbo de normalidad entre tanta anomalía. Y mira por dónde, la subida de
Atocha hacia Colón se ofreció graciosamente a recordarnos que hubo otro tiempo,
en su día normal, en que nos gobernaban principios y leyes de la naturaleza un
poco más normales, un tiempo que se congeló sin previo aviso, arruinando sin
piedad toda la maquinaria de músculos y de pulmones que nos había mantenido año
tras año en pie, y que quizá por mera inercia, a pesar de virus y de filomenas,
aspiraba aún a sobrevivir tan solo fuera un minuto más en medio de la herrumbre
circundante. ¿Seguro? Quise pensar que sí; que, a pesar de todas las jugarretas
del maldito huésped, estos metros finales de la carrera nos devolvían un poco
de aquel dolor sabroso del pasado, una pizca de aquella rabia, o de aquella
alegría, tan visceral, un ligero indicio de la antigua inocencia, es decir, de
la eterna ignorancia, con el que nos consolábamos cuando todo alrededor era
casi normal.
