sábado, 17 de diciembre de 2011

Cesaria Évora para siempre





Acabo  de enterarme de que Cesaria Évora ha muerto. Y he sentido como una punzada de sorpresa y de tristeza. Enseguida me he acordado de cuando en noviembre de 1994 supe de ella por primera vez al oírla cantar en el coche de Mariví, yendo de Covarrubias a Silos. Me gustó tanto que he seguido todos sus discos y he ido a algunos de sus conciertos en Madrid. Me gusta su forma de cantar, su voz, su presencia en el escenario y su manera de estar en la vida.

Hace dos años fui a verla en el programa de los veranos de la Villa de Madrid, en la Casa de Campo, y escribí una pequeña crónica, que traigo aquí como recuerdo de esta gran cantante.

"Ayer, en la Casa de Campo, estuvimos viendo y oyendo a Cesaria Évora y su grupo, en un recital limpio, profesional, muy conjuntado y en el que todos los músicos mimaban siempre la voz de la cantante caboverdiana.
Desde 1994 vengo siguiéndola, y tengo que decir que cada día me parece mejor cantante. Y además quiere a su público, sabe darle sus canciones y sigue cantando descalza, como cuando cantaba en el puerto de San Vicente en su Cabo Verde. Hace una paradita para fumar, mientras sus músicos rozan la perfección.
En los bises nos levantó y nos hizo bailar a todos. Me gustó verla, saber que sigue cantando, lo de antes, mornas, y lo nuevo, donde va dando cabida al saxo, al violín y al clarinete.
¡Qué versión de "Angola, Angola"! Era la perfección: voces, cavaquiño, guitarra, piano, batería, percusión, clarinete, violín, bajo...Todo era un ensamblaje que rozaba lo sublime.
¡Viva África!
¡Viva Cabo Verde!
¡Viva Cesaria Évora!

sábado, 3 de diciembre de 2011

Maratón en Donosti





Como siempre por estas fechas Javier, mi hermano, me acaba de enviar su crónica sobre el maratón donostiarra. Enhorabuena una vez más, Javi.

El paso de la oca

No fue mala la idea de Pipilutxi de hacernos la foto de familia fuera de la pizzería, justo ante el escaparate de Euronovias, porque, visto el panorama general, el riesgo de este maratón estribaba en quedarse compuesto y sin euro, quiero decir, sin medalla ni camiseta, a tal punto hemos llegado. De este modo, la cita histórica quedó registrada ante la maniquí de blanco y ante la de negro (cada quien con su prima, sin demasiado riesgo), para celebrar (im)previsibles triunfos y fracasos seguros en carrera.
 Lo cierto es que esta vez la preparación se me había quedado algo corta de kilómetros; entre los problemas laborales y el frustrado paso por quirófano a finales de agosto, me presentaba sin haber hecho los deberes como a uno le gusta hacerlos, de manera que decidí salir reservón y esperar a ver lo que la mañana iba dando de sí. Al primer paso por Anoeta, me encuentro con Luis y David, que van con la euforia de la primera vez y por lo tanto con ganas de verlo todo y compartir impresiones. Como a uno no le molesta hacer de guía y cicerone durante esta fase relajada de la carrera, acompaso mi ritmo al de ellos y viajamos juntos hasta el 27, clavando kilómetros a 4.50, que es lo previsto.
 El doble paso por Gros, una novedad en el recorrido, me descubre una nueva cara de la ciudad, otro aliciente en esta mañana fresquita y con viento en calma, ideal para correr, así que casi sin advertirlo pasamos la Concha y enfilamos la bajada por Tolosa hasta la universidad. De vuelta, Gloria y Daniel esperan con algo de alimento para ir cerrando la primera vuelta, ese punto de carrera que siempre se me ha atascado en Donosti. Pasamos la media según lo previsto, y ya de paso decido romper el maleficio: avivo un poco el ritmo en cuanto cruzamos el estadio.
 Al contrario que otras veces, apenas tengo molestias bajando por Urbieta, lo que interpreto como un síntoma de que las cosas no van a salir del todo mal. En el cruce con Libertad, espera de nuevo la familia. Hay mucha gente en esa esquina, así que levanto la vista y les busco sin reparar en que uno debe ir mirando el suelo por donde pisa. Total, le pego una patada a un cono, que sale disparado hacia la acera. Lo primero que pienso es que se me ha chafado el pie y que voy a darme de bruces con el asfalto, pero esta vez la prima de riesgo está de mi parte, y todo queda en susto. En ese momento, ya sé que la carrera es mía, aunque falte casi un tercio del recorrido para llegar a meta.
 El nuevo paso por la playa me trae a la memoria el maratón del año pasado, apenas con un grado de temperatura, las manos heladas y el cielo plomizo. Hoy, sin embargo, el sol templa la isla de Santa Cristina, última morada de suicidas y otros pecadores de antaño. A ellos me encomiendo para sobrellevar los males que siempre acechan una vez traspasada la maléfica frontera del km30, una lotería que hasta ahora nunca me ha tocado, aunque todo el mundo sabe que antes o después te premiará con el gordo. ¿Y si fuera hoy?



 



Entramos en la zona definitiva de carrera: son siete kilómetros de soledad en los que el corredor se enfrenta a todos sus fantasmas en forma de calambres, náuseas, contracturas, mareos varios, inseguridades y zozobra general. Como además no hay apenas público, no queda más remedio que ir lamiéndose cada quien sus propias heridas en silencio, apenas con la ayuda de la euforia musical de AC-DC, un clásico de esta carrera en los dos kilómetros  más desoladores.

 Como ya me sé el cuento, echo mano de una de las imágenes que he ido guardando a lo largo de estas semanas de preparación. Ocurrió en el parque de Polvoranca el viernes cuatro de noviembre en mitad de una de esas sesiones largas de entrenamiento que tango gustan al maratoniano porque ofrecen la oportunidad de ir desconectando de todas las preocupaciones cotidianas y le dejan a uno con la cabeza despejada. Pues iba yo ese viernes así como a las tres y cuarto de la tarde pensando en las musarañas mientras bordeaba el lago, y mire usted por dónde se me cruza en el camino una procesión de ochenta o cien ocas transitando desde el cristalino lago hasta la fresca pradera verde. Sin inmutarse, ya digo, las ochentaitantas señoriales ocas no me dejan más alternativa que atropellarlas o pararme para verlas  pasar, impávidas ellas y atónito yo  mismo ante el insólito espectáculo a una hora del viernes en la que la gente normal sufre un atasco de tráfico, pega una cabezadita o recoge los trastos para cerrar la semana laboral. Y allí me tienes, clavado delante de todas aquellas elegantes damas de blanco, solicitando educadamente su permiso para continuar la marcha, si bien ninguna de ellas se daba por aludida, y todas proseguían su imperial desfile entre el lago y el césped, sin inmutarse por la estúpida presencia de un tipejo que a esas horas tendría que haber estado en un atasco, en su sillón o en la oficina.