miércoles, 2 de julio de 2014

El árbol de la abundancia



Hace más de quince años publicó El País un escrito de Antonio Muñoz Molina sobre El olivo, sobre ese árbol que llaman en femenino allí donde se cultiva, La oliva. Espero que gustéis de su lectura ( o relectura).


Un millón de toneladas de aceite de oliva, dos millones de hectáreas de olivares, el empleo y el futuro de miles de familias. Un océano de oro líquido que da la vida a muchas provincias del sur de España que en los últimos tiempos no apartan su vista de los dictados de Bruselas: su subsistencia depende más que nunca de las decisiones de las autoridades comunitarias. El escritor Antonio Muñoz Molina hace un recorrido sentimental por una infancia no lejana en la que el olivo era la columna vertebral del hogar.

Una particularidad del habla campesina de Jaén es que en ella el árbol del olivo es femenino: la oliva. Esa diferencia de género gramatical permite distinguir a quienes tienen trato directo con la agricultura de los que se aproximan a ella desde una posición forastera o urbana. Cuando yo era pequeño, si se quería parodiar a quienes se habían ido a Madrid y regresaban queriendo fingir una actitud y un acento de ciudad, se les representaba siempre hablando de “olivos” y pronunciando muy fuerte y con muy poca habilidad la ese final. Creo que esa feminización de lo que suele nombrarse como masculino es idéntica a la que hace que la gente que vive del mar o en su cercanía más estrecha. Los de secano, los de interior, los literatos, decimos “el mar”, pero los pescadores y la gente de la orilla, que viven de sus frutos como nosotros vivíamos del los del olivo, lo llaman siempre “la mar”, que es una manera rápida y precisa de convertir en hembra y en madre fértil lo que para otros es masculino y adulto.
Hay algo más en común entre el mar o la mar y el olivo o la oliva. El uno y el otro -o la una y la otra- no son sólo el origen y el medio de donde viene la riqueza que sostiene la vida material, sino que constituyen también el paisaje y el horizonte, el punto de referencia privilegiado de la vida entera, de toda la cultura, en el sentido más preciso de representación del mundo. La mirada de los pescadores y de sus familias se dirige obligatoriamente al mar, lo tiene siempre como fondo. Para la gente de las tierras de olivares, éstos son, de cerca y de lejos, una presencia constante: no sólo una fuente de ingresos, ya digo, sino una manera de vivir. Se vive (se vivía antes más) del dinero ganado con la cosecha de aceite o con los jornales que se derivan de ella, pero también se vive a lo largo de todo el año con ese árbol femenino y adusto, porque hay que podarlo, que labrar la tierra a su alrededor, que regarlo, cuando se tiene la suerte de poseer un olivar de regadío, porque en otoño, por fin, hay que hacerlo los ruedos y en invierno hay que varearlo con una mezcla de contundencia y delicadeza para arrancarle las aceitunas, o que ordeñarlo cuando el árbol todavía es muy joven: se llama ordeñar la aceituna a irla desprendiendo de las ramas demasiado tiernas para varearlas, y la palabra de nuevo trae asociaciones antiguas de fertilidad: ¿qué clase de árbol es este al que se ordeña como si fuera una vaca, como si el líquido que se obtiene de él, el aceite, fuera un don tan primitivo y tan sagrado como la leche?
El propietario de pequeños olivares (en la provincia de Jaén, que es la más rica en producción de aceite del mundo, no hay grandes latifundios) puede establecer con sus árboles una relación casi tan individual y tan estrecha como los antiguos vaqueros con sus vacas, o como la que establecían los hortelanos y los campesinos en general con sus animales de trabajo y de carga, los mulos, caballos, y burros, a los que acababa uniéndolos una especia de ruda camaradería, manifestada en los nombres que les daban. La relación de intimidad era más estrecha aún cuando el dueño de los olivos los había plantado él mismo y los había ido viendo crecer. El olivo, la oliva, de recién plantado se llama estaca, o estaquilla, y tiene algo, en su flaqueza, en lo suave del tacto todavía liso y verde de su superficie, de la suavidad y la delgadez de las patas de un becerro recién nacido, de un potro. Si el olivo adulto, aun siendo de apariencia tan resistente y hasta tan huraña, requiere cuidados continuos, la estaca, la cría de olivo, por llamarla así, exige una atención absorbente y va creciendo muy despacio, pero en el curso de unos pocos años ya puede dar un primer fruto que su dueño celebrar los primeros pasos o las primeras palabras pronunciadas por un hijo. Hay que cavar unas pozas, hay que hundir en ellas a cierta profundidad la estaca cuidadosamente elegida y cortada, hay que dejar la tierra esponjosa, bien cernida, libre de malezas, hay que regar la poza, algunas veces trayendo el agua de lejos, antes en las aguaderas de esparto de los mulos o los burros, ahora en los land rovers. La rama del olivo muy joven tiene un color gris luminoso, una lisura de piel que sólo al cabo de los años se convertirá en esa especie de inmóvil furia retorcida de un tronco adulto. El primer puñado de aceitunas de una estaca se muestra al volver a casa como el puñado de monedas de un tesoro: igual que la primera rama con flores amarillas que hacia el mes de mayo es un anuncio de la cosecha que todavía tardará muchos meses en llegar.
Pero no debo capitular a la nostalgia, y menos todavía a la literatura. La vida en la tierra de Jaén giró en torno al olivo en los tiempos en que la sociedad era mayoritariamente agrícola, y no era precisamente una vida de abundancia y reposo, sino de trabajo y escasez, de mucho esfuerzo y poco resultado. En mi ciudad y en mi barrio, entre diciembre y febrero, la recogida de la aceituna reclamaba la fuerza de casi todos los brazos y determinaba todas las costumbres. Era precisamente al final de aquella campaña cuando empezaba la temporada teatral, porque las compañías llegaban al olor del dinero fresco de los jornales, y también cuando los tenderos cobraban las cuentas atrasadas. Durante todo el invierno, las mujeres salían de sus casas para dedicarse al único trabajo remunerado que les estaba permitido, que era el de granilleras, es decir, el de recogedoras de la aceituna caída al suelo antes del vareado o despedida tan lejos por la fuerza de los golpes que quedaba fuera de la extensión de los grandes mantones que se ponen alrededor de los troncos. Era muy raro que una mujer vareara, o que ayudara en esa tarea de arrastrar los mantones que se parece mucho, visualmente, a la de arrastrar por la playa las redes cargadas de peces. A las que hacían eso era frecuente que les cayera una fama hombrunas.
Los hombres adultos hacían de vareadores: los muchachos, mocicos, se encargaban de recoger las espuertas llenas de aceituna y de cribarla para separarla de las hojas y de las ramas rotas antes de guardarla en los sacos. Las mujeres y los niños eran los granilleros. Así, la división de sexos se mantenía rígidamente a pesar de la unanimidad en el trabajo. Los hombres manejaban las varas tremendas de brezo, fumaban, por lo común sin desprenderse el cigarrillo de los labios, respirando por la nariz en medio del esfuerzo físico, tenían conversaciones de hombres. Al llegar al olivar, a primera hora de la mañana, a veces todavía de noche, con todo el frío del invierno en las caras y en las manos ateridas, los hombres cortaban y amontonaban la leña entre dos filas de olivos, en un espacio despejado que se llama camada, y encendían un gran fuego al que nos acercábamos para calentarnos y que también servía para asar las provisiones del desayuno, que, por cierto, se llamaba el almuerzo (desayuno, igual que olivo, era una palabra de ciudad). Se espetaba un chorizo o un trozo de tocino en una vara fuerte y larga, se acercaba a las llamas, donde despedía chispas brillantes de grasa y un olor que ya era un anticipo suculento para los estómagos desalentados por el madrugón, se comía luego encima de un trozo de pan, con la ayuda de una navaja.
(Desde lejos, por las mañanas, del valle cuadriculado de olivares y gris en la distancia del aire invernal se veían subir las columnas de humo de las hogueras que encendían las cuadrillas. La primera vez que yo vi en el Prado el cuadro de Las lanzas me pareció que estaba viendo ese mismo paisaje de Jaén en las mañanas de aceituna, no una llanura holandesa asolada por la guerra).
Las mujeres, una vez al año, salían de la casa y se ganaban un jornal, inferior al de los hombres, desde luego, pero eso no las eximía de los trabajos domésticos. Antes de salir hacia el campo habían encendido la lumbre, despertado a los niños, calentado la leche, preparado la barja, que era el nombre que se daba a la comida que se llevaría al campo, y que solía estar hecha de sobras de comidas anteriores y de embutidos de la matanza reciente, que había tenido lugar en otoño. (Pero no paro de encontrarme palabras que fueron usuales para mí y que ya están perdidas. Barja, que ni siquiera viene en el diccionario, era el nombre del zurrón de esparto donde se guardaba la comida). Luego, ya en los olivos, las mujeres se pasaban el día arrastrándose de rodillas sobre la tierra, debajo de las ramas rígidas, picoteando aceitunas con los dedos muy rápidos, a la misma velocidad con las dos manos. Si había helado, lo que no era infrecuente, la tierra al principio estaba tan dura que se desollaba la piel de las rodillas de las manos, y se rompían las uñas tratando de arrancar las aceitunas de la costra helada. Conforme avanzaba la mañana, la escarcha se convertía en barro, y el simple acto de caminar era una tarea agotadora, las suelas tan pesadas como si llevaran plomo adherido.
Los hombres iban por delante, vareando; las mujeres y los niños, detrás, a una distancia de uno o dos olivos. Los hombres llevaban consigo el ruido seco de las varas, el otro ruido como de granizo de las aceitunas cayendo sobre la lona (luego, el plástico) de los grandes mantones, el olor del tabaco, el metal de las voces y de las risas masculinas. las mujeres, agrupadas y arrodilladas debajo de los olivos, activas en el movimiento incesante de las manos, llevaban consigo otra clase de rumor que no se parecía en nada al de los hombres y que el oído del niño distinguía con mucha facilidad, un rumor de conversaciones confidenciales o chismosas, que a veces interrumpían a coro carcajadas procaces. Las mujeres, para ir a la aceituna, solían vestirse de manera bizarra, con ropas viejas, con botas de hombres, con pañuelos a la cabeza, con pantalones a veces, lo cual muy pronto dejó de ser inusitado: la aceituna era uno de los pocos sitios donde a una mujer le estaba permitido ganarse un jornal, pero sin duda fue el primero en el que las mujeres de la clase trabajadora se pusieron pantalones…
Se volvía del campo a pie, en la época anterior a los land rovers y a las furgonetas Citroën (aún a principios de los años setenta yo me acuerdo de caminar una hora entera antes y después de la jornada de trabajo, caminatas que ya lo remataban a uno de agotamiento), y al llegar a la casa ya era de noche, los hombres se lavaban, se disponían para dormirse o para salir, pero las mujeres continuaban trabajando: había que preparar la cena, la comida del día siguiente. Una de las rarezas del tiempo de la aceituna era que se tomaba potaje o guiso de arroz para cenar: había que comer caliente, no era saludable alimentarse sólo de los fiambres que llevábamos al campo.
A no ser que lloviera, no se descansaba jamás: ni los domingos, ni en Navidad, ni Año Nuevo. Si llovía, no se cobraba el jornal. Si el tiempo estaba indeciso al amanecer, cubierto, lloviznando un poco, las cuadrillas aguardaban junto a los portales de los patrones esperando a que éstos tomaran una decisión. Cuando una lluvia fuerte sorprendía a las cuadrillas en el campo, la gente volvía a la ciudad por los caminos arriba con un abatimiento de retirada militar: los hombres, tapándose la cabeza y los hombros con sacos; las mujeres, con chales negros; los animales, chorreando agua por cuellos y lomos, los cascos hundiéndose  en la tierra empapada, en las rodadas que dejaban los carros. En los días de lluvia, de inactividad obligatoria, los hombres se reunían alrededor de la lumbre, asaban cosas, trozos de tocino, orejas de cerdo; si era en las navidades, se pasaban bandejas de mantecados y borrachuelos y copitas de anís, que dejaban un olor muy fuerte en el aire matinal de las casas.
Había pequeñas cuadrillas familiares, constituidas por los padres y los hijos, extendiéndose a veces a la trama de cuñados, nueras, sobrinos, abuelos. Había ingentes cuadrillas de casa grande, que se hacían aún más populosas los domingos, cuando mucha gente que trabajaba en talleres o en tiendas aprovechaba para ganarse un jornal extra. De noche, después de cenar, mientras las mujeres se quedaban cosiendo, con los dedos desollados e hinchados por tantas horas recogiendo aceitunas de la tierra, y se adormecían al calor del brasero, escuchando la radio, mirando los primeros televisores, los hombres iban a la plaza, a los soportales, donde fumaban sin quitarse los cigarros de las bocas y hablaban interminablemente de la aceituna, de los kilos recogidos, de los olivares que faltaban todavía por terminar, de los que habían sido comprados o vendidos. Tener dinero no era nada, o casi nada: la prosperidad de alguien se contaba en el número de los olivos que poseía, mejor si eran de riego que de secano, si estaban al sur de la ciudad que al norte. Había una geografía muy complicada de comarcas y nombres en aquella extensión que desde lejos parecía única, tan indivisible como un mar, y todo el mundo sabía de quién eran tales o cuales olivos, dónde estaban las lindes, las fronteras invisibles.
El último día de la recogida se celebraba una fiesta en el campo, que tenía el nombre sonoro y raro de butifuera. Había más comida, tortas de azúcar, de pimentón, de manteca, se bajaban en las aguaderas grandes damajuanas de vino tinto, las mujeres cantaban con voces ligeramente de falsete canciones que podían ser romances de varios siglos atrás, y que desaparecieron para siempre en unos pocos años. Las mujeres y los hombres, al calor del vino, de la comida y de la próxima holganza, se trataban con más soltura de la habitual, y los niños descubrían, entre desconcertados y burlones, las tonterías de las que eran capaces sus mayores bajo los efectos de la bebida. El butifuera era una celebración de un arcadismo rústico y algo bruto, que yo he reconocido luego en algunas comilonas campestres del Quijote, en las bodas de Camacho o en el banquete con que los cabreros agasajan a Don Quijote y a Sancho.
Pero todo esto se perdió en el gran cambio de los tiempos que a las tierras de Jaén llegó tan tardíamente, más o menos en la primera mitad de los años setenta. Poco a poco, la gente dejó de ir a la aceituna: primero la recogieron cuadrillas de gitanos, y cuando también a los gitanos les llegó un poco de holgura económica, las cuadrillas fueron de inmigrantes marroquíes. Ahora, bajo los soportales de la plaza, en las noches de invierno, se ven hombres de piel atezada, de ropas oscuras, de manos grandes, que sostienen cigarrillos, pero el rumor de las conversaciones suena a árabe.


El olivo, la oliva, ha dejado de ser el árbol mitológico, el centro simbólico de la vida en nuestra tierra interior, pero el aceite sigue sosteniendo nuestra economía. Los sábado y domingos, los días de fiesta en Navidad, familias que ya viven de trabajos más recogidos y clementes bajan a recoger la aceituna en los olivares que aún no se deciden a vender o para los que no encuentran comprador.  Ahora los olivareros, más que mirar al cielo en espera de lluvia, o atemorizados por la amenaza de una helada, a donde miran es a las oficinas inescrutables de Bruselas, donde se deciden las subvenciones, los cupos de producción, las penalizaciones por exceso, etcétera. De vez en cuando aparece en los periódicos un pálido funcionario de la Comunidad que augura fríamente la necesidad de abandonar cultivos, de talar árboles, de limitar un volumen de producción que no sólo supera irracionalmente las expectativas de consumo, sino que entra en conflicto con los intereses globales y las estrategias indescifrables de la Comisión Europea.
Pero a pesar de todo, para los que nacimos y crecimos allí, el olivo, la oliva, sigue teniendo algo de árbol sagrado, y su figura solitaria nos sobrecoge siempre, y el color y el aroma del aceite nos dan todavía una sensación de intemporalidad, casi de paraíso. Por algo creían los griegos que el árbol del olivo fue el regalo que la diosa Atenea le hizo a la especie humana.












No hay comentarios:

Publicar un comentario