Hace más de quince años publicó El País un escrito
de Antonio Muñoz Molina sobre El olivo,
sobre ese árbol que llaman en femenino allí donde se cultiva, La oliva. Espero que gustéis de su lectura ( o relectura).
Un millón de toneladas de aceite de oliva, dos millones de
hectáreas de olivares, el empleo y el futuro de miles de familias. Un océano de
oro líquido que da la vida a muchas provincias del sur de España que en los últimos
tiempos no apartan su vista de los dictados de Bruselas: su subsistencia
depende más que nunca de las decisiones de las autoridades comunitarias. El
escritor Antonio Muñoz Molina hace un recorrido sentimental por una infancia no
lejana en la que el olivo era la columna vertebral del hogar.
Una
particularidad del habla campesina de Jaén es que en ella el árbol del olivo es
femenino: la oliva. Esa diferencia de género gramatical permite distinguir a
quienes tienen trato directo con la agricultura de los que se aproximan a ella
desde una posición forastera o urbana. Cuando yo era pequeño, si se quería
parodiar a quienes se habían ido a Madrid y regresaban queriendo fingir una
actitud y un acento de ciudad, se les representaba siempre hablando de “olivos”
y pronunciando muy fuerte y con muy poca habilidad la ese final. Creo que esa
feminización de lo que suele nombrarse como masculino es idéntica a la que hace
que la gente que vive del mar o en su cercanía más estrecha. Los de secano, los
de interior, los literatos, decimos “el mar”, pero los pescadores y la gente de
la orilla, que viven de sus frutos como nosotros vivíamos del los del olivo, lo
llaman siempre “la mar”, que es una manera rápida y precisa de convertir en
hembra y en madre fértil lo que para otros es masculino y adulto.
Hay
algo más en común entre el mar o la mar y el olivo o la oliva. El uno y el otro
-o la una y la otra- no son sólo el origen y el medio de donde viene la riqueza
que sostiene la vida material, sino que constituyen también el paisaje y el
horizonte, el punto de referencia privilegiado de la vida entera, de toda la
cultura, en el sentido más preciso de representación del mundo. La mirada de
los pescadores y de sus familias se dirige obligatoriamente al mar, lo tiene
siempre como fondo. Para la gente de las tierras de olivares, éstos son, de
cerca y de lejos, una presencia constante: no sólo una fuente de ingresos, ya
digo, sino una manera de vivir. Se vive (se vivía antes más) del dinero ganado
con la cosecha de aceite o con los jornales que se derivan de ella, pero
también se vive a lo largo de todo el año con ese árbol femenino y adusto,
porque hay que podarlo, que labrar la tierra a su alrededor, que regarlo,
cuando se tiene la suerte de poseer un olivar de regadío, porque en otoño, por
fin, hay que hacerlo los ruedos y en
invierno hay que varearlo con una mezcla de contundencia y delicadeza para
arrancarle las aceitunas, o que ordeñarlo cuando el árbol todavía es muy joven:
se llama ordeñar la aceituna a
irla desprendiendo de las ramas demasiado tiernas para varearlas, y la palabra
de nuevo trae asociaciones antiguas de fertilidad: ¿qué clase de árbol es este
al que se ordeña como si fuera una vaca, como si el líquido que se obtiene de
él, el aceite, fuera un don tan primitivo y tan sagrado como la leche?
El
propietario de pequeños olivares (en la provincia de Jaén, que es la más rica
en producción de aceite del mundo, no hay grandes latifundios) puede establecer
con sus árboles una relación casi tan individual y tan estrecha como los
antiguos vaqueros con sus vacas, o como la que establecían los hortelanos y los
campesinos en general con sus animales de trabajo y de carga, los mulos,
caballos, y burros, a los que acababa uniéndolos una especia de ruda
camaradería, manifestada en los nombres que les daban. La relación de intimidad
era más estrecha aún cuando el dueño de los olivos los había plantado él mismo
y los había ido viendo crecer. El olivo, la oliva, de recién plantado se llama estaca, o estaquilla, y tiene algo, en su
flaqueza, en lo suave del tacto todavía liso y verde de su superficie, de la
suavidad y la delgadez de las patas de un becerro recién nacido, de un potro.
Si el olivo adulto, aun siendo de apariencia tan resistente y hasta tan huraña,
requiere cuidados continuos, la estaca, la cría de olivo, por llamarla así,
exige una atención absorbente y va creciendo muy despacio, pero en el curso de
unos pocos años ya puede dar un primer fruto que su dueño celebrar los primeros
pasos o las primeras palabras pronunciadas por un hijo. Hay que cavar unas
pozas, hay que hundir en ellas a cierta profundidad la estaca cuidadosamente
elegida y cortada, hay que dejar la tierra esponjosa, bien cernida, libre de
malezas, hay que regar la poza, algunas veces trayendo el agua de lejos, antes
en las aguaderas de esparto de los mulos o los burros, ahora en los land rovers. La rama del olivo
muy joven tiene un color gris luminoso, una lisura de piel que sólo al cabo de
los años se convertirá en esa especie de inmóvil furia retorcida de un tronco
adulto. El primer puñado de aceitunas de una estaca se muestra al volver a casa
como el puñado de monedas de un tesoro: igual que la primera rama con flores
amarillas que hacia el mes de mayo es un anuncio de la cosecha que todavía
tardará muchos meses en llegar.
Pero
no debo capitular a la nostalgia, y menos todavía a la literatura. La vida en
la tierra de Jaén giró en torno al olivo en los tiempos en que la sociedad era
mayoritariamente agrícola, y no era precisamente una vida de abundancia y
reposo, sino de trabajo y escasez, de mucho esfuerzo y poco resultado. En mi
ciudad y en mi barrio, entre diciembre y febrero, la recogida de la aceituna
reclamaba la fuerza de casi todos los brazos y determinaba todas las
costumbres. Era precisamente al final de aquella campaña cuando empezaba la
temporada teatral, porque las compañías llegaban al olor del dinero fresco de
los jornales, y también cuando los tenderos cobraban las cuentas atrasadas.
Durante todo el invierno, las mujeres salían de sus casas para dedicarse al
único trabajo remunerado que les estaba permitido, que era el de granilleras, es decir, el de
recogedoras de la aceituna caída al suelo antes del vareado o despedida tan
lejos por la fuerza de los golpes que quedaba fuera de la extensión de los grandes
mantones que se ponen alrededor de los troncos. Era muy raro que una mujer
vareara, o que ayudara en esa tarea de arrastrar los mantones que se parece
mucho, visualmente, a la de arrastrar por la playa las redes cargadas de peces.
A las que hacían eso era frecuente que les cayera una fama hombrunas.
Los
hombres adultos hacían de vareadores: los muchachos, mocicos, se encargaban de recoger
las espuertas llenas de aceituna y de cribarla para separarla de las hojas y de
las ramas rotas antes de guardarla en los sacos. Las mujeres y los niños eran
los granilleros. Así, la división de sexos se mantenía rígidamente a pesar de
la unanimidad en el trabajo. Los hombres manejaban las varas tremendas de
brezo, fumaban, por lo común sin desprenderse el cigarrillo de los labios,
respirando por la nariz en medio del esfuerzo físico, tenían conversaciones de
hombres. Al llegar al olivar, a primera hora de la mañana, a veces todavía de
noche, con todo el frío del invierno en las caras y en las manos ateridas, los
hombres cortaban y amontonaban la leña entre dos filas de olivos, en un espacio
despejado que se llama camada,
y encendían un gran fuego al que nos acercábamos para calentarnos y que también
servía para asar las provisiones del desayuno, que, por cierto, se llamaba el
almuerzo (desayuno, igual que olivo, era una palabra de
ciudad). Se espetaba un chorizo o un trozo de tocino en una vara fuerte y
larga, se acercaba a las llamas, donde despedía chispas brillantes de grasa y
un olor que ya era un anticipo suculento para los estómagos desalentados por el
madrugón, se comía luego encima de un trozo de pan, con la ayuda de una navaja.
(Desde
lejos, por las mañanas, del valle cuadriculado de olivares y gris en la
distancia del aire invernal se veían subir las columnas de humo de las hogueras
que encendían las cuadrillas. La primera vez que yo vi en el Prado el cuadro de
Las lanzas me pareció que estaba
viendo ese mismo paisaje de Jaén en las mañanas de aceituna, no una llanura
holandesa asolada por la guerra).
Las
mujeres, una vez al año, salían de la casa y se ganaban un jornal, inferior al
de los hombres, desde luego, pero eso no las eximía de los trabajos domésticos.
Antes de salir hacia el campo habían encendido la lumbre, despertado a los
niños, calentado la leche, preparado la barja,
que era el nombre que se daba a la comida que se llevaría al campo, y que solía
estar hecha de sobras de comidas anteriores y de embutidos de la matanza
reciente, que había tenido lugar en otoño. (Pero no paro de encontrarme
palabras que fueron usuales para mí y que ya están perdidas. Barja, que ni siquiera viene en
el diccionario, era el nombre del zurrón de esparto donde se guardaba la
comida). Luego, ya en los olivos, las mujeres se pasaban el día arrastrándose
de rodillas sobre la tierra, debajo de las ramas rígidas, picoteando aceitunas
con los dedos muy rápidos, a la misma velocidad con las dos manos. Si había
helado, lo que no era infrecuente, la tierra al principio estaba tan dura que
se desollaba la piel de las rodillas de las manos, y se rompían las uñas
tratando de arrancar las aceitunas de la costra helada. Conforme avanzaba la
mañana, la escarcha se convertía en barro, y el simple acto de caminar era una
tarea agotadora, las suelas tan pesadas como si llevaran plomo adherido.
Los
hombres iban por delante, vareando; las mujeres y los niños, detrás, a una
distancia de uno o dos olivos. Los hombres llevaban consigo el ruido seco de
las varas, el otro ruido como de granizo de las aceitunas cayendo sobre la lona
(luego, el plástico) de los grandes mantones, el olor del tabaco, el metal de
las voces y de las risas masculinas. las mujeres, agrupadas y arrodilladas
debajo de los olivos, activas en el movimiento incesante de las manos, llevaban
consigo otra clase de rumor que no se parecía en nada al de los hombres y que
el oído del niño distinguía con mucha facilidad, un rumor de conversaciones
confidenciales o chismosas, que a veces interrumpían a coro carcajadas
procaces. Las mujeres, para ir a la aceituna, solían vestirse de manera bizarra,
con ropas viejas, con botas de hombres, con pañuelos a la cabeza, con
pantalones a veces, lo cual muy pronto dejó de ser inusitado: la aceituna era
uno de los pocos sitios donde a una mujer le estaba permitido ganarse un
jornal, pero sin duda fue el primero en el que las mujeres de la clase
trabajadora se pusieron pantalones…
Se
volvía del campo a pie, en la época anterior a los land
rovers y a las furgonetas Citroën (aún a principios de los años
setenta yo me acuerdo de caminar una hora entera antes y después de la jornada
de trabajo, caminatas que ya lo remataban a uno de agotamiento), y al llegar a
la casa ya era de noche, los hombres se lavaban, se disponían para dormirse o
para salir, pero las mujeres continuaban trabajando: había que preparar la cena,
la comida del día siguiente. Una de las rarezas del tiempo de la aceituna era
que se tomaba potaje o guiso de arroz para cenar: había que comer caliente, no era saludable
alimentarse sólo de los fiambres que llevábamos al campo.
A
no ser que lloviera, no se descansaba jamás: ni los domingos, ni en Navidad, ni
Año Nuevo. Si llovía, no se cobraba el jornal. Si el tiempo estaba indeciso al
amanecer, cubierto, lloviznando un poco, las cuadrillas aguardaban junto a los
portales de los patrones esperando a que éstos tomaran una decisión. Cuando una
lluvia fuerte sorprendía a las cuadrillas en el campo, la gente volvía a la
ciudad por los caminos arriba con un abatimiento de retirada militar: los
hombres, tapándose la cabeza y los hombros con sacos; las mujeres, con chales
negros; los animales, chorreando agua por cuellos y lomos, los cascos
hundiéndose en la tierra empapada, en las rodadas que dejaban los carros.
En los días de lluvia, de inactividad obligatoria, los hombres se reunían
alrededor de la lumbre, asaban cosas, trozos de tocino, orejas de cerdo; si era
en las navidades, se pasaban bandejas de mantecados y borrachuelos y copitas de
anís, que dejaban un olor muy fuerte en el aire matinal de las casas.
Había
pequeñas cuadrillas familiares, constituidas por los padres y los hijos,
extendiéndose a veces a la trama de cuñados, nueras, sobrinos, abuelos. Había
ingentes cuadrillas de casa grande, que se hacían aún más populosas los
domingos, cuando mucha gente que trabajaba en talleres o en tiendas aprovechaba
para ganarse un jornal extra. De noche, después de cenar, mientras las mujeres
se quedaban cosiendo, con los dedos desollados e hinchados por tantas horas
recogiendo aceitunas de la tierra, y se adormecían al calor del brasero,
escuchando la radio, mirando los primeros televisores, los hombres iban a la
plaza, a los soportales, donde fumaban sin quitarse los cigarros de las bocas y
hablaban interminablemente de la aceituna, de los kilos recogidos, de los
olivares que faltaban todavía por terminar, de los que habían sido comprados o
vendidos. Tener dinero no era nada, o casi nada: la prosperidad de alguien se
contaba en el número de los olivos que poseía, mejor si eran de riego que de
secano, si estaban al sur de la ciudad que al norte. Había una geografía muy
complicada de comarcas y nombres en aquella extensión que desde lejos parecía
única, tan indivisible como un mar, y todo el mundo sabía de quién eran tales o
cuales olivos, dónde estaban las lindes, las fronteras invisibles.
El
último día de la recogida se celebraba una fiesta en el campo, que tenía el
nombre sonoro y raro de butifuera.
Había más comida, tortas de azúcar, de pimentón, de manteca, se bajaban en las
aguaderas grandes damajuanas de vino tinto, las mujeres cantaban con voces
ligeramente de falsete canciones que podían ser romances de varios siglos
atrás, y que desaparecieron para siempre en unos pocos años. Las mujeres y los
hombres, al calor del vino, de la comida y de la próxima holganza, se trataban
con más soltura de la habitual, y los niños descubrían, entre desconcertados y
burlones, las tonterías de las que eran capaces sus mayores bajo los efectos de
la bebida. El butifuera era una celebración de un arcadismo rústico y algo
bruto, que yo he reconocido luego en algunas comilonas campestres del Quijote,
en las bodas de Camacho o en el banquete con que los cabreros agasajan a Don
Quijote y a Sancho.
Pero
todo esto se perdió en el gran cambio de los tiempos que a las tierras de Jaén
llegó tan tardíamente, más o menos en la primera mitad de los años setenta.
Poco a poco, la gente dejó de ir a la aceituna: primero la recogieron
cuadrillas de gitanos, y cuando también a los gitanos les llegó un poco de
holgura económica, las cuadrillas fueron de inmigrantes marroquíes. Ahora, bajo
los soportales de la plaza, en las noches de invierno, se ven hombres de piel
atezada, de ropas oscuras, de manos grandes, que sostienen cigarrillos, pero el
rumor de las conversaciones suena a árabe.
El
olivo, la oliva, ha dejado de ser el árbol mitológico, el centro simbólico de
la vida en nuestra tierra interior, pero el aceite sigue sosteniendo nuestra
economía. Los sábado y domingos, los días de fiesta en Navidad, familias que ya
viven de trabajos más recogidos y clementes bajan a recoger la aceituna en los
olivares que aún no se deciden a vender o para los que no encuentran comprador.
Ahora los olivareros, más que mirar al cielo en espera de lluvia, o
atemorizados por la amenaza de una helada, a donde miran es a las oficinas
inescrutables de Bruselas, donde se deciden las subvenciones, los cupos de
producción, las penalizaciones por exceso, etcétera. De vez en cuando aparece
en los periódicos un pálido funcionario de la Comunidad que augura fríamente la
necesidad de abandonar cultivos, de talar árboles, de limitar un volumen de
producción que no sólo supera irracionalmente las expectativas de consumo, sino
que entra en conflicto con los intereses globales y las estrategias
indescifrables de la Comisión Europea.
Pero
a pesar de todo, para los que nacimos y crecimos allí, el olivo, la oliva,
sigue teniendo algo de árbol sagrado, y su figura solitaria nos sobrecoge
siempre, y el color y el aroma del aceite nos dan todavía una sensación de
intemporalidad, casi de paraíso. Por algo creían los griegos que el árbol del olivo
fue el regalo que la diosa Atenea le hizo a la especie humana.
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