Estaba en la troje, metida en una bolsa y resguardada del tiempo, junto a otras carteras, más grandes y menos viejas, cerca de libros y cuadernos que te acompañaron en la escuela de tu pueblo y en el colegio de Madrid, en la escuela de magisterio y en la universidad, no muy lejos de los listados de notas de tus alumnos, cuarenta años de clases y de niños, todo cerca, lo que aprendiste y lo que enseñaste, todo junto en un armario grande del desván.
Es la cartera de cuero, pequeñita y arramblada, resistiendo con
valor el paso del tiempo y dando cuenta de lo pesado de su tarea con sus
descosidos y sus profundas cicatrices. Con casi sesenta y cinco años, estaba
pidiéndote a gritos que la bajases de la troje y la colocaras cerca de tu mesa
y, a ser posible, a la vista, para provocarte de vez en cuando con su memoria y
con sus achaques.
Así que, en un día frío de estos de primero de febrero, la bajas
a la cocina, la pones de costado encima de la mesa de mármol y piensas en cómo
traerla a la vida después de tantos años sin trabajo ni tarea. A pesar de su
lamentable estado, ves que su cuero va resistiendo con valor los envites que le
vas dando al tratar de estirarla y de recomponerla, así que decides buscar una
aguja gorda y un cabo de cuerda, y con ellos vas cosiendo con paciencia todas
las costuras que lastimosamente dan cuenta de los muchos años pasados, de los
tirones que en su tiempo joven se llevó sin duda, de los empellones contra la
mesa del pupitre, de los arrastrones por los suelos de la casa de las vacas de
tu padre, de las patadas de Golío y de la lluvia y el frío de Aravalle. Una
puntada, otra y otra más, torpemente y como pidiéndole disculpas, poco a poco das
forma a toda la parte inferior y luego a los laterales, que se resisten tenaces,
sobre todo los ángulos inferiores, allí donde deberías haber escondido, y no en
tu boca, aquellas tres pesetas que tu madre te dio para pagar la mutualidad a
doña Mari, tres pesetas que te tragaste y que tuviste varios días en tu
barriga hasta que las cagaste en el orinal, qué alegría.
Después viene el darle lustre, así
que, armado de una camiseta vieja, vas deslizando sobre el cuero ungüento de grasa de caballo, y lo esparces parsimoniosamente por la
parte de fuera y por el asa, donde, al acercar la nariz, percibes que aún huele
a tus manos de niño, por las hebillas y los bordes del cierre, por el lomo y el
vientre, una mano y dos y tres, hasta que, saciada de tanta grasa, te dice
déjame, para ya, que me ahogas.
Al día siguiente, miras tu cartera y la acaricias mientras buscas
en la troje lo que pudo albergar en su seno cuando te la regalaron tus padres al cumplir cinco años, pero no encuentras nada de entonces, dónde habrán ido a
parar tu pizarra y tu pizarrín, el cuaderno de rayas, tu lapicero, cuya punta
afilaba tu padre con su navaja pequeña y brillante, tus cromos de animales
salvajes, que recortabas de las cajas de cerillas, algunos de los cuales
llevabas a la escuela para cambiarlos por otros, el del león africano, que
salía mucho, por el del antílope sable, que os faltaba a casi todos, la onza de
chocolate y el cachillo de pan que tu madre te había puesto para el recreo, el
olor a niño limpio y listo, con aquellos besos de tu madre al encamparte cuando
ya ibas solo por el Camino del barrio hacia la escuela, y con el olor a heno y
a calostros de tu padre, cuando en días de nieve o de lluvia te recogía de la
escuela al venir de las vacas y te subía a costillas, te tapaba con el capote
viejo y te acercaba a casa, tu alegría de ir a la escuela de doña Mari, aquella
maestra cuyos ojos brillaban cuando os daba las lecciones de letras, de números
y de canciones.
Buscas pero no encuentras y, sin mucho convencimiento, metes en la cartera la enciclopedia del tercer grado, esa que se daba en la escuela de don Faustino mientras te viene a la memoria que, cuando pasaste a la clase de los mayores, tuviste a la vez una alegría y una tristeza; la alegría, que el maestro, después de unos meses, te pasó directamente a la enciclopedia de tercer grado, para qué va a perder el tiempo el muchacho en la del segundo grado, les dijo a tus padres; la tristeza, que en la escuela de don Faustino solo hubiera niños pues las niñas se iban a la de doña Conchi, no entendiste nunca aquello pero en seguida te hiciste. Esa enciclopedia no es la que tú usaste en la escuela, la compraste con algo de melancolía en la cuesta de Moyano hace algunos años; la tuya pasaría con el tiempo a tu hermano, y quizá luego a tu hermana, a saber qué fue de ella. Por eso, la sacas de la cartera y la juntas con otros libros de aquellos tiempos también comprados de nuevas, Corazón: Diario de un niño, el Catón y El florido pensil.
Y alojas en su interior blandito y agradecido tres o cuatro
cosas que te gustan mucho, objetos de un después, que nunca estuvieron en ella,
porque cuando llegaron a tu vida la cartera estaba ya olvidada en el desván del
pueblo. Colocas con mucho cuidado el libro de lengua de primero de bachiller
elemental, aquel en el que leíste por primera vez una poesía de Antonio Machado
y un capítulo de Platero y yo, ese libro libre y bello de Juan
Ramón Jiménez. Y después, un cuaderno de prácticas de enseñanza, aquel que
elaboraste con don Teodoro Agustín Rubio cuando estudiabas magisterio, y que tanto has usado en tus
cuarenta años de profesor: cómo estudiar romances y leyendas, por qué aprovechar
las canciones de moda en clase, cómo enseñar ortografía, caligrafía,
vocabulario y la gramática, todo igual que un cuento, como la vida, que siempre iba
en serio, aunque eso tus alumnos lo empezarían a comprender más tarde, mucho
más tarde que tú.
También vas colocando con esmero un cuaderno que hicisteis en un
campamento del Frente de Juventudes, la rama joven del único
partido político del régimen de Franco, que se llamaba FET y de las JONS, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de
Ofensiva Nacional Sindicalista, vaya nombre tan largo y tan feo, pensabas. Durante
catorce días del verano del 68 permaneciste en aquel campamento específicamente
dedicado a estudiantes de magisterio, quienes obligatoriamente debíais
acreditar, al terminar la carrera, que habíais cumplido con dicho requisito.
Dos semanas de verano en la sierra de Guadarrama hubieran sido unas magníficas
vacaciones, pero lo fueron solo a medias, pues buena parte del tiempo lo
dedicasteis a un sinfín de tareas destinadas a hacer de vosotros unos maestros sumisos,
católicos y tradicionales. O al menos así lo pretendían aquellos monitores, sus
jefes y sus programas, si bien la cuadrilla de vuestra tienda, buenos amigos
todos de la escuela de magisterio, supisteis nadar y guardar la ropa, o sea, como hacía casi todo el mundo en aquel larguísimo tiempo de siega y de
silencio. Pasadas las dos semanas, os dieron el diploma y os fuisteis del
campamento, pero has de decir, con orgullo y alegría, que nada de lo que contiene ese cuaderno lo pusiste en práctica en tus años de maestro. Aunque, eso sí, siempre
lo tuviste muy en cuenta, pues nada en este mundo te enseña más que aquello que
te espanta.
Campamento del Frente de Juventudes en Guadarrama. Hacia 1965
Quién te iba a decir que aquel campamento que te descubrió la sierra de Guadarrama lo evocarías con ternura cuando, bastantes años después, supiste que dicha sierra ya había sido, mucho antes de aquel verano, escuela activa de futuros maestros, alumnos como tú que iban acompañados de sus profesores de la Institución Libre de Enseñanza, un proyecto fundado en 1876, cuyo objetivo era la transformación de España a través de la educación y que, con la victoria de Franco, fue abolido, sus maestros perseguidos con saña y su semilla extirpada de raíz. La Institución, aquella insigne obra creada por Francisco Giner de los Ríos, a quien Antonio Machado dedicó unos hermosos y agradecidos versos cuando al maestro le llegó su hora:
Murió?... Solo sabemos
que se nos fue por una
senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!
Excursión de la Institución Libre de Enseñanza por Guadarrama. Hacia 1925
Cuatro cosas has metido en tu cartera, cuatro: dos libros, el de
lengua y El niño zurdo, y dos cuadernos, el de prácticas y el del
campamento. Cuatro cosas que llenan el espacio que un día ocuparon tu pizarra y
tu pizarrín, el cuaderno de rayas y el lapicero, la onza de chocolate y los
cromos de animales. Cuatro cosas en tu cartera, que ahora
reluce erguida y recobrada.
Jesús Bermejo
Marzo de 2022
Quiero agradecer a Mariví Navas sus varias lecturas y propuestas de corrección y de reescritura de este relato, que tanto lo han mejorado sin duda. Gracias, Mariví.
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