domingo, 10 de diciembre de 2023

Jorge Semprún y la clandestinidad: La caída de Simón, un relato dentro de la Autobiografía de Federico Sánchez

                                                

En 1977 la editorial Planeta publicó el libro Autobiografía de Federico Sánchez, cuyo autor, Jorge Semprún, no había querido darlo a la imprenta hasta que en España hubiese un régimen democrático, en el que el PCE fuese un partido legalizado. Desde entonces se han escrito muchos artículos, sesudos análisis y varias tesis sobre dicho libro, que en su día supuso un vendaval político de considerables proporciones.

Hace un par de años leí que se va a hacer una serie sobre Jorge Semprún basada en la biografía Ida y vuelta de Soledad Fox Maura, publicada en 2016, pero que el proyecto estaba pasando por ciertas dificultades, según se desprendía de las palabras de Agustín Díaz Yáñez, posible guionista de la serie citada. Al oír hablar de todo ello, pensé en los muchos personajes que ha sido Jorge Semprún y me hizo recordar la lectura de sus diversos libros. Pero, sobre todo, me acordé de Federico Sánchez, el protagonista de la Autobiografía, libro que no leí cuando se publicó, sin duda influido por quienes salían malparados en el mismo. Años después, en 1993, Jorge Semprún, que fue ministro de Cultura en el gobierno socialista, dejó su cargo y escribió Federico Sánchez se despide de ustedes, libro que sí leí en su momento y que me abrió la puerta para entrar en la Autobiografía de Federico Sánchez. Pero como estaba descatalogado, lo busqué en librerías de viejo, lo compré el 3 de julio de 1994 y lo leí de un tirón. Curiosamente lo que más me atrajo, sin duda, no fue la diatriba contra Carrillo, Pasionaria y la cúpula del PCE en torno a su expulsión del partido, debate y lucha que conocía en parte, sino la narración de su experiencia clandestina en España desde 1952 a 1963.                    

Ahora, en diciembre de 2020, una vez leída la biografía de Semprún, Ida y vuelta, he regresado a la Autobiografía de Federico Sánchez y tengo que decir que sigue siendo un libro válido para muchas cosas y por muchas razones, pero quizá no haya envejecido bien. Lo que más valor tiene hoy, al menos para mí, no es la diatriba política que tanta repercusión tuvo en 1977, cuando se publicó, sino la narración de la experiencia clandestina de Jorge Semprún en España, vivida con una potencia vigorosa llena de energía y seducción. En la Autobiografía, la clandestinidad está siempre presente, pero inmersa y diluida dentro de un texto escrito sobre todo para que Jorge Semprún contestase adecuadamente a quienes lo expulsaron del PCE doce años antes.                 

Durante estos últimos días, he intentado leer la Autobiografía de Federico Sánchez saltándome todo lo que no fuese la narración de la experiencia clandestina. Pero no ha sido tarea fácil, por la estructura circular del libro y por la permanente intervención de su doble narrador, unas veces Federico Sánchez, contando sus experiencias clandestinas, y otras Jorge Semprún,  contando diversos acontecimientos de su vida, declamando contra Carrillo y Pasionaria o intercalando relatos, poesías, discursos y documentos políticos. Después de un trabajo arduo con el texto completo de la Autobiografía, he extraído del mismo todo lo que tiene que ver con la experiencia de la clandestinidad de Federico Sánchez. Y me han salido tres capítulos: La caída de Simón, El largo viaje y Julián Grimau.

La caída de Simón es, en mi opinión, de las tres extracciones que he realizado, el relato más completo y trepidante, el que mejor refleja la clandestinidad. Federico Sánchez nos cuenta en él su relación con Simón Sánchez Montero, otro dirigente clandestino del interior. Más concretamente, nos muestra la tensión sobrevenida cuando Simón no acude a una cita clandestina el 17 de junio de 1959. En la Autobiografía, la detención, la caída de Simón, aparece a lo largo de todo el libro, desde la página 33 hasta la 335, si bien la parte más extensa está incluida en el capítulo 3, titulado Concepción Bahamonde número cinco. A lo largo de todo el libro se invoca la noche de la detención una y otra vez, como un mantra que muestra a Simón en su integridad, un personaje bien distinto de los otros dirigentes comunistas, a ojos de Federico Sánchez, con una ética de la resistencia y una integridad muy por encima de cualquier otro miembro de la dirección. Jorge Semprún lo invoca una y otra vez en su diatriba política, a pesar de las discrepancias y, a veces, de las descalificaciones. Pero Federico Sánchez no polemiza, actúa, y nos cuenta, con precisión, energía y tensión, todo lo ocurrido en aquella noche fatídica. Eso, precisamente eso, todo junto y sin interrupciones, es lo que me he permitido entresacar o extraer de la Autobiografía.

                                                                                                Este trabajo que he realizado a lo largo de unos cuantos días ha de tomarse como un juego, uno más, con los textos que a uno le gustan. Así, por ejemplo, leer la primera parte del Quijote saltándose uno las novelas cortas intercaladas.  El caso de mi extracción de La caída de Simón de la Autobiografía de Federico Sánchez, supongo que a Jorge Semprún no le disgustaría, ya fuera como ejercicio retórico o como selección de lo más interesante de su libro, tal y como se haría si fuera un guion de cine, al fin de cuentas un texto literario más. Eso sí, con las palabras escritas por Jorge Semprún.

Federico Sánchez, uno de los muchos personajes de Jorge Semprún, fue quizá el más activo, el más seductor y el más sagaz. Ese personaje que, actuando como agente comunista clandestino en la España de los cincuenta, se va dando cuenta de que sus convicciones se van ablandando, porque la realidad le hace poner los pies en el suelo. Eso le llevará, más temprano que tarde, a despedirse de su actividad y de su partido, haciendo mutis por el foro.

Visto desde hoy, diciembre de 2020, Federico Sánchez sigue más vivo que nunca, porque su narración contiene verdad y respira tensión. Es la narración de la clandestinidad en aquellos años cincuenta, una narración viva e intensa. Un regalo del escritor Jorge Semprún, cuyo narrador, Federico Sánchez, quizá le hizo vivir al autor los años más felices de su vida pues la clandestinidad le permitió regresar al país de su infancia. Y regresó, clandestino, con elegancia y sin miedo, con prudencia y arrogancia, con inteligencia y camaradería. Era los ojos y los oídos del PCE en España. Y como oidor, oía hablar a su alrededor en su lengua materna, el español de Madrid, después de muchos años de exilio, también lingüístico. Toda esa experiencia social, personal y política sin duda fue forjando su identidad como escritor. Vivió clandestino, pero no como un topo. Fue tan listo, y tan disciplinado, que nunca lo detuvieron en sus once años de clandestinidad, aunque hay que reconocer que tuvo suerte, ya que ningún compañero lo delató. También, a qué dudarlo, algo ayudaría su doble vida, la de un buen burgués, llamado Georges Semprun establecido en París, que nada sabía del agente clandestino Federico Sánchez. Eso, además, le permitió ser elegante y atrevido. Pero, sobre todo, nunca dejó de emplear la inteligencia como motor de su supervivencia. Una supervivencia que en los años cincuenta encontraba su espacio “en los paisajes de mi infancia” y su tiempo en “la terca y obstinada alegría del trabajo político clandestino.”                                                                  Jesús Bermejo. Diciembre 2020   

                            

                   

La caída de Simón 

Fragmentos de la Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún

(Edición de Jesús Bermejo) 

"Levantas la cabeza de los papeles y miras a Pasionaria, que ha pedido la palabra. Miras a tus compañeros del Comité Ejecutivo, erigidos en tribunal del Santo Oficio. Los vas mirando uno por uno, en este instante decisivo. Pero es verdad que faltan dos. Falta Romero Marín, que no dignó molestarse. En Madrid, decía, era indispensable su presencia: iban a producirse, de un momento a otro, acontecimientos decisivos, un poderoso movimiento de masas, decía. Lo de siempre, vamos, el santísimo y puñetero cuento de nunca acabar. Todavía estamos esperando ese dichoso movimiento arrollador. Lo que ocurrió, en realidad, es que Romero Marín tenía bastante experiencia para saber cómo iba a terminar la comedia. No se molestó, en una palabra. Falta también Simón Sánchez Montero, pero por otras razones. Simón está en el penal del Dueso, desde que le volvieron a detener en aquella noche de junio de 1959. Entonces, al pensar en Simón, y en aquella noche de junio, te acuerdas de Concepción Bahamonde, número 5 (...)

Siempre te ha hecho gracia eso de vivir en Concepción Bahamonde: la cárcel de Ventas está ahí, a la vuelta de la esquina. Bueno, también te hacía gracia, unos años antes, vivir en la Travesía del Reloj. Bajabas a veces a la peluquería y estaba el barbero afeitando a los soldaditos de guardia en el Tribunal Especial del coronel Eymar, de la calle del Reloj. Si te llegan a coger en esa época, treinta metros escasos separaban tu diminuto ático —con azotea y vista panorámica sobre el paisaje del norte de Madrid, pero por  su  reverso velazqueño, o sea, por el reverso del perfil que a Velázquez se le ha ocurrido pintar —, treinta metros separaban ese domicilio clandestino del tribunal que habría de juzgarte. Luego, en Concepción Bahamonde, a finales de los años 50, lo que tenías a mano era la cárcel de Ventas.

Es verdad que es una cárcel de mujeres y que a ti no te tocaría ir a la cárcel de Ventas. Te tocaría ir a la Provincial de Carabanchel, para empezar. Algunas veces has contemplado la cúpula de Carabanchel, desde una buhardilla de Cinco Rosas, cuando allí te entrevistabas con Ignacio Romero y los camaradas del comité universitario. Contemplabas la cúpula del edificio de la cárcel y siempre había compañeros dentro. Por la imaginación, identificándote con alguno de los que estuvieran en ese momento allí dentro, ya habías estado en la cárcel de Carabanchel (...)

Pero esa noche de junio de 1959, al pasar por delante del garaje del Parque Móvil de Marina, en Marqués de Mondéjar, al acercarte a la entrada de la calle de Concepción Bahamonde, no tenías ni tiempo ni ganas de evocar, con evidente regodeo narcisista, tus propios recuerdos carcelarios. Y es que ocurría algo mucho más importante: Simón Sánchez Montero había desaparecido unas horas antes.

Todo empezó a las nueve y media de la noche, en el cruce de Martínez Campos con la Castellana, junto al quiosco de periódicos. A las nueve y media en punto de la noche, el 17 de junio de 1959, llega Aurelio al lugar de la cita. Más exacto sería decir que aparece, que surge, que se hace súbitamente visible. Porque Aurelio no llega a una cita, sino que está, de pronto, en el lugar de la cita, sin que parezca que haya estado, antes, viniendo, desplazándose, hacia ese lugar. Allí está, de pronto, Aurelio (...) y surge con ese gesto suyo de los malos momentos. La crispación de la boca, el semblante inerte, opaco, de los malos momentos.

Dice Aurelio:

—Simón no ha venido a la cita.

Así, sin preámbulo.

Y tú:

—¿Cómo dices?

Has entendido perfectamente las palabras de Aurelio, que son perfectamente comprensibles, que no plantean ningún problema de interpretación. «Simón no ha venido a la cita.» Una frase, un conjunto de palabras totalmente transparentes, desprovistas de ambigüedad. Si has preguntado «¿cómo dices?», sólo es para ganar tiempo, para que el sentido de esas palabras se vea amortiguado por ese darse tiempo, ganar tiempo, como si fuera posible introducir entre el sentido explosivo de esas palabras y su explosión real en la conciencia ese mínimo espacio de tiempo amortiguador:

Insiste Aurelio:

—Simón, que no ha venido.

Y tú:

—La cita era a las nueve ¿no?

Y Aurelio:

—A las nueve, eso.

Y tú:

—¿Qué otras citas tenía Simón esta tarde?

Habéis echado a andar por uno de los paseos laterales de la ancha avenida, entre los árboles, después de haber torcido a la izquierda al desembocar en esa ancha avenida.

Aurelio:

—Sé que tenía una cita a las siete, con los camaradas de la construcción, y una después no sé con quién.

Tú:

—Yo he visto a Simón a mediodía.

Aurelio:

—Yo a las cinco, como convenido.

No es corriente, claro está, tantas citas en cadena, en un solo día, entre vosotros tres. No conviene, claro está, que los tres miembros del Ejecutivo presentes en Madrid se reúnan tan a menudo. Y en la calle además. Os reunís habitualmente una vez por semana, en alguna de las casas absolutamente seguras, cuya existencia sólo conocéis vosotros tres. Pero estamos en junio de 1959, el 17 de junio, y mañana es el día en que se ha convocado la Huelga Nacional Pacífica. La Hache Ene Pe. Por ello, excepcionalmente, habéis estado estos últimos tiempos reuniéndoos con mayor frecuencia. A veces, en alguna de las casas, en Concepción Bahamonde o en López de Hoyos, por ejemplo. Se trataba en este caso de reuniones de discusión y de análisis de la situación, de los progresos de la acción proyectada, de las dificultades que fueron surgiendo. Reuniones «con papel y lápiz», como dice Dominguito para hablar de las reuniones de este tipo. Otras veces, os veíais, de dos en  dos,  en  rápidos  contactos  en  la  calle,  para  intercambiar  informaciones  o puntualizar algún problema de detalle. Así, hoy, 17 de junio, víspera de la acción proyectada, tú has visto a Simón a mediodía, Aurelio le ha visto a las cinco y tenía que volver a verle a las nueve, y mañana, a las diez, teníais que reuniros los tres, en López de Hoyos, para analizar los primeros resultados de la Huelga Nacional Pacífica en Madrid. Pero entre las cinco y las nueve le ha ocurrido algo a Simón. Como si te resistieras a aceptar esa idea, vuelves a hablar, mientras camináis entre la sombra de los árboles de la ancha avenida. En las terrazas de los quioscos de refrescos hay gentes sentadas, a la sombra nocturna de los árboles. Familias, novios, lo de siempre. Se oyen palabras sueltas, risas, palmadas. Una noche de junio, sin más, apacible. Vuelves a hablar.

Tú:

—Sólo un retraso, tal vez.

Aurelio:

—Tal vez.

Pero mueve la cabeza con un gesto dubitativo. Tú insistes:

—O una confusión. ¿No puede haber confundido el lugar de la cita?

Aurelio, tajante:

—No, eso no. Estaba claro. Ni hablar.

Bueno, estaba claro, no puede haber sido una confusión. Pero te aferras a esa idea, desesperadamente.

—Puede haber llegado tarde a la cita contigo. Haberse ido luego a casa.

Aurelio ya no dice nada.

    Habéis salido de entre la sombra de los árboles, habéis cruzado la ancha avenida, subís hacia la plaza de la República Argentina en silencio. Oculta en el silencio yace la verdad hiriente, brutal. Unos cuantos hechos, indiscutibles, jalonan la progresión de esa verdad brutal. Tú has visto a Simón a las doce. Aurelio a las cinco de la tarde. A las nueve, Simón no ha aparecido. Entre las cinco y las nueve, Simón tenía otras citas. En cualquiera de ellas puede haber pasado algo. Si lo piensas bien, en cualquier cita puede siempre pasar algo. Entre las cinco y las nueve ha ocurrido algo, sin duda.

Os habéis metido por Vitruvio y al llegar a Serrano, Aurelio habla de nuevo.

—Bueno —dice Aurelio.

    Y es que ha llegado el momento de tomar decisiones, salir de este silencio, moverse, buscar a Simón, intentar saber por dónde viene el golpe, si es que ha habido golpe. Decidís que Aurelio busque a Pascual, uno de los camaradas responsables del sector de la construcción, con el cual tenía Simón cita a las siete. Hay que saber si Pascual ha visto a Simón a esa hora. Si Pascual ha desaparecido también, eso querrá decir que el golpe viene por el sector de la construcción. Mientras tanto, tú vas a ir a la casa donde duerme Simón estas últimas semanas. Te es fácil. Esa casa la has encontrado tú cuando se decidió que Simón dejara la suya en previsión de alguna redada ciega de la policía. Tú le has buscado a Simón un refugio provisional en casa de Gabriel Celaya y Amparo Gastón, en la calle de Nieremberg.  Vas a ir a Nieremberg.

Finalmente, decidís encontraros de nuevo a las once, en el paseo de Ronda, por la acera central, entre General Oraá y Juan Bravo, para confrontar vuestras informaciones. Habéis llegado a la plaza y os despedís. Aurelio cruza hacia la esquina de Commodore, por donde suelen bajar taxis.

Recordarás ese momento. Encendías un pitillo, Aurelio acababa de dejarte. Habías visto ese banco de piedra, en la acera de Serrano, a mano derecha, según se iba hacia la plaza. Te acordabas de algo, confusamente. La visión de ese banco de piedra te recordaba algo, confusamente. Luego, el recuerdo se esclarecía.

Aquí, sentado en ese banco, tenías cita con Francisco Bustelo en los últimos días de marzo de 1956. Te habías sentado en el banco de piedra tres minutos antes de la hora y Bustelo llegaba a la hora en punto. Le veías llegar y ya sabías que era él, porque Javier Pradera te lo había descrito minuciosamente. Además, Bustelo tenía que preguntarte algo, de forma convenida, y tú tenías que darle una respuesta, también convenida. Bustelo llegaba, a la hora en punto. Le veías llegar, le veías acercarse al banco de piedra, le  oías preguntarte: «¿Hace  mucho  que  pasó  el trolebús?» Y tú, levantándote, cogiendo el paquete que habías dejado en el banco, a tu lado, le contestabas: «Ya no pasan trolebuses.» Y echabais a andar, juntos, hacia la plaza, y luego por Joaquín Costa. Un poco más lejos, a la entrada de la primera boca calle que volvía hacia Serrano, Bustelo te cogía el paquete y se iba, diciéndote: «Suerte.» Y tú le decías lo mismo: «Suerte.» Y ya estaba, ya se había ido Bustelo por esa bocacalle. Se llevaba el paquete con unos cuantos cientos de ejemplares del llamamiento del Primero de Abril, que la Agrupación Socialista Universitaria había aprobado, y que iba a difundir también (...)  

Así, mientras Aurelio cruzaba hacia la esquina de Commodore, en busca de un taxi, tú recordabas esa primera entrevista con Francisco Bustelo. Luego había habido tras muchas. Bustelo tenía un cuatro-cuatro, te recogía en la plaza de España, te llevaba hasta la Casa de Campo. Dejabais el coche, ibais paseando. Dabais la vuelta al lago, acaso, discutiendo, o tal vez os adentrabais entre los árboles, entre el rumor vegetal de la primavera. Ese año y otros años, esa primavera y otras primaveras.

Con Aurelio, pensabas mientras Aurelio cruzaba hacia Commodore, la Casa de Campo se poblaba de rumores de guerra. La frondosidad de los árboles estallaba en el continuo tronar de las explosiones. Las compañías, los batallones, las brigadas, se desplazaban como muchedumbres de de fantasmas en los relatos de Aurelio. Los desniveles y altozanos se convertían en cotas, y al fondo del paisaje, como un rumor de resaca, como un horizonte encrespado de tormentas, la artillería de Garabitas seguía martilleando los edificios de Madrid. Aurelio se animaba, con el recuerdo de aquellos días del invierno de 1936.

Pero con Bustelo no podía ocurrir nada semejante. La Casa de Campo desplegaba inocentemente sus lomas olorosas, bajo un cielo de un azul cambiante: de añil denso o de azul velazqueño, según las estaciones. Con Bustelo, la Casa de Campo era la primavera, el otoño, las encinas, los robles: un paisaje sin moros ni cristianos.

Encendías un pitillo, te apartabas de ese banco de piedra, mirabas hacia la esquina de Commodore, veías que Aurelio estaba montándose en un taxi. Estabas solo. Hace siglos, te parece que son siglos, terminaba aquí la línea del tranvía y eso era casi campo.

Se estaban levantando las primerísimas casas de la Colonia del Viso en el descampado. Los tranviarios se bajaban y el cobrador tiraba de la cuerda del trole para colocarlo en posición inversa, mientras el conductor se desplazaba con la manivela de dirección, que iba a ajustar en el bloque de hierro negro del motor eléctrico, en la otra plataforma del tranvía. Cuando ibas junto al conductor podías leer el nombre de la ciudad en que se habían construido esos artefactos y era una ciudad extranjera: Charleroi. Luego los tranviarios se ponían a liar un cigarrillo, esperando la hora de salir de nuevo para el centro de Madrid.

Te apartabas de ese banco de piedra, Aurelio se iba en un taxi y esto era un descampado. Levantaba el viento de la Sierra torbellinos de polvo y hojarasca. Pasaban, acaso, rebaños de corderos, que venían desde los campos lejanos, como en tiempos de la Mesta, para cruzar por Madrid siguiendo el itinerario de las cañadas reales.

Pero te apartabas de ese banco de piedra y de ese lejanísimo paisaje de tu infancia. Te encontrabas solo y echabas a andar hacia la casa de Amparo y Gabriel, en Nieremberg. Pasabas por delante del edificio del NO-DO, iluminado, cruzabas, y estabas cerca de la cafetería Béisbol.

Aquí, a veces, te habías visto con Simón. Durante un cierto período de estos últimos años, aquí, por las mañanas, solías encontrarte con Simón. Así  como las  eras  de  la  historia  natural  se  hacen  legibles  en  los  estratos geológicos, ciertas épocas de tus largos años de entrevistas con Simón cristalizaban, en el recuerdo, en torno a determinados lugares: una cafetería, un trozo de acera, una verja de jardín una fachada brutalmente blanqueada por el sol de las tres de la tarde. Más tarde te ha ocurrido, ante algún lienzo de Tapies, ver cómo se despertaba en ti esa misma sensación de contacto directo, casi físico, doloroso quizá, con algún elemento material del universo: una superficie rugosa, densa, lisa o arañada por las huellas del tiempo, o del trabajo, o del mero uso, como si en ese limitado paisaje material, inexpresivo de por sí, se hubieran ido incrustando sentimientos, proyectos humanos, como si se reconstruyera en torno a aquellas superficies arenosas una memoria, como si esa materia inerte hubiese sido humanizada por una memoria posible. Así, de esa misma manera, la pared desconchada, con manchas de humedad, huellas grisáceas, de la cafetería Béisbol es en tu memoria como una pantalla en la que  se  proyecta  el recuerdo  de  tus  entrevistas  con  Simón,  de  todos  los acontecimientos, las imágenes, las vivencias de aquellos días.

Pero ya habías dejado atrás la cafetería Béisbol, ya estabas en la glorieta, ya te metías por López de Hoyos, con el propósito de entrar en el locutorio telefónico que hay a medio camino de la casa de Amparo y Gabriel.

La encargada te ha puesto una ficha en el mostrador y ha cogido el dinero sin mirarte siquiera.

Habías dicho:

—Una ficha, por favor.

La encargada estaba hablando por teléfono ella misma. Había buscado una ficha en una cajita metálica que tenía en su mesa. Seguía hablando.

—El médico del seguro dice que no es nada, pero él, hija, no puede con su alma. Recogías la ficha, te apartabas.

—Entiéndeme, no puede materialmente con su alma, y el médico que nada, que no es nada, que descanse, que ya pasará, qué fácil ¿verdad?

Te apartabas hacia los teléfonos y seguías oyendo la voz de la encargada a tus espaldas. Veías la hilera de teléfonos que ocupaba todo el fondo del locutorio. En el último teléfono de la derecha hay una jovencita recostada en el tablero de madera que se encuentra debajo del aparato, y que está hablando, cuchicheante. Vas hacia el otro extremo del locutorio y metes la ficha y marcas el número, pero está comunicando.

En ese momento se vuelve la chica que está hablando por teléfono y te mira. Te parece que te sonríe esa chica morena que está hablando por teléfono, en el último aparato de allá, que te hace un guiño, o un gesto, como si te conociera. Tú no te acuerdas. Vuelves a marcar, pero sigue comunicando. Si está hablando Amparito, tenemos para rato.

La chica morena se ha vuelto enteramente hacia ti y ha puesto la mano izquierda en el aparato, tapándole la boca al aparato.

—¿Qué tal?

—Pues bien —dices tú, sin llegar a acordarte de esta chica morena.

Ella se da cuenta.

—No me reconoces ¿verdad?

Haces un gesto dubitativo.

—Nos hemos visto este invierno, en casa de Carlos Saura.

Tal vez, no sabes bien.

—Pues claro, mujer, perdona, estaba distraído.

Ella se ríe, mientras sigue tapándole la boca al aparato con su mano izquierda.

—Estoy hablando con mi novio —dice ella.

Y se ríe.

—Es capaz de estar hablando solo horas enteras, diciéndome cursilerías.

Y se ríe.

—Yo, nada, con decirle de vez en cuando «sí, cielo», «claro, cielo», se queda tan a gusto.

Quita la mano izquierda del aparato y dice:

—Sí, cielo; claro, cielo.

Vuelve a tapar el teléfono con su mano izquierda y se ríe.

—Las horas tontas ¿no te lo digo?

Un novio así es una ganga.

Pero has vuelto a marcar el número y Amparo ha terminado de hablar y Amparo misma descuelga en seguida.

—¿Amparichu? —dices, bajando la voz casi sin darte cuenta.

Ella dice que sí y pregunta quién es y tú dices que Rafael y ella que buenas noches, Rafa.

—¿Cómo estáis todos? —preguntas.

Y Amparo dice que muy bien, y preguntas si está Ángel, por ese nombre conocen a Simón ella y Gabriel, y Amparo dice que le están esperando para cenar, y preguntas si puedes acercarte, y Amparo dice que pases cuando quieras, que no faltaba más, Rafa.

Has salido a la calle.

Enfrente, las luces de una cafetería iluminan crudamente un trozo de acera, un escorzo de fachada que se difumina, más arriba, en la sombra. Recortadas con absoluta nitidez, en el local fluorescente, como peces exóticos en un acuario, las siluetas de unos cuantos hombres se mueven junto a la barra de la cafetería de enfrente. La calle, de acera a acera, es un túnel de calor esponjoso. Bastaría con cruzar ese espacio nocturno, denso, cálido, para entrar en el local refrigerado, sentarse frente a la barra, pedir una cerveza. De pronto se te ha encendido en la garganta una sed extrañamente angustiosa. Como si la garganta, el estómago, todo el interior de tu cuerpo se hubiese convertido en una materia pizarrosa, se hubiera desmenuzado en arenilla gris, crujiente bajo el sol. Como si vivir no fuera más que un largo caminar por las afueras, entre material de derribo, cascos de botella verdosos y brillantes, tolvaneras, erosionadas lomas de tierra seca. Como si vivir fuese esta angustia que te invade, cuyo origen conoces, pero que siempre resulta sorprendente por su brutal inmensidad.

Echas a andar, calle abajo, hacia la entrada de Nieremberg, a lo largo del túnel espeso de la noche y te asalta la sospecha terrible —la certidumbre, más bien— de que va a ser un fracaso la huelga de mañana. Una cierta relación causal, inexplicable, se establece absurdamente entre esa sensación de extrañamiento que te ha invadido al salir del locutorio y el presentimiento —la convicción— de que mañana va a ser un fracaso la Huelga Nacional Pacífica.

Tres horas más tarde, a la una de la mañana, entrabas por Marqués de Mondejar y pasabas por delante del garaje del Parque Móvil de Marina. La entrada de Concepción Bahamonde te esperaba, desierta, a mano derecha, en el silencio cálido de junio (...)

Como siempre, sin casi darte cuenta, tu aproximación al portal de la casa en que vivías obedeció a las normas que un día, hace ya meses, te habías impuesto. Eran ya gestos mecánicos, condicionados. Se trataba, sencillamente, de evitar el encuentro con el sereno. Tú tenías una llave del portal y, de todas formas, con darle una peseta al sereno se limitaría a saludarte, comentar el estado del tiempo, y acaso, en alguna ocasión más solemne, extraviarse en cierto comentario taurino o futbolístico. Sin embargo, desde el día en que viniste a vivir aquí habías decidido que el sereno no te conociera físicamente, que no pudiera nunca describir tu apariencia física. Hasta ahora lo habías conseguido.

Era como un juego de niños, en cierto modo, como aquellos que se desarrollaban en el Retiro, antaño —y en su parte más intrincada y frondosa, entre el Palacio de Cristal y el tramo del paseo de Coches que va de la plazoleta del Ángel Caído a la Casa de Fieras—, sigilosos, acaso brutales, cuando se trataba de rescatar a algún prisionero, o de asaltar alguna fingida diligencia, como en las novelas de Zane Grey y las películas del Oeste.

Todo consistía en esperar que el sereno se recostara en algún portal alejado, o que entrara a charlar un momento en cualquiera de los bares abiertos a aquellas horas y por aquellos contornos, o más sencillamente, que las palmadas de algún vecino le atrajeran fuera de la calle de Concepción Bahamonde, para, entonces, recorrer a grandes zancadas la distancia que te separaba del portal del número cinco.

Hasta ahora lo habías conseguido y tu única relación con el sereno era auditiva: del sereno sólo conocías el ruido bien característico del chuzo golpeando las losas de la acera, allá al fondo, en la inmensidad diminuta de la noche.

Hoy, sin embargo, en el corto trecho que separa el garaje del Parque Móvil de Marina, en Marqués de Mondéjar, de la entrada de Concepción Bahamonde, no cruza por tu cabeza el recuerdo de juegos infantiles, ni tampoco ese otro, sonoro, asociado con ellos: el recuerdo del croar de las ranas en el estanque del Palacio de Cristal. Tu atención, esta noche, al mundo en torno, tu mirada hacia los huecos de los portales, tu escucha del sonoro silencio, van cargadas de una tensión que te arranca de ti mismo, de tu propia memoria.

Y es que Simón ha desaparecido.

A las once en punto habías vuelto a encontrarte con Aurelio, en la acera central del paseo de Ronda. Tú empezaste en General Oraá, él en Juan Bravo. Aurelio ha hablado con Pascual, el camarada de la construcción. Pascual ha visto a Simón a las siete, como estaba previsto. Han hablado del día de mañana de la dichosa Hache Ene Pe. Estando con Pascual, en un bar, Simón ha ido a telefonear. Ha vuelto diciendo que tenía que ir a una cita urgente. «¿Con quién? — has preguntado—, ¿dijo algo Simón?» Aurelio mueve la cabeza, afirmativamente. «Simón dijo que tenía que ver urgentemente a un camarada de artes gráficas», dice Aurelio. «¿De artes gráficas? —dices tú—, ¡pues debe de ser Fulano!» Fulano es un viejo comunista que Simón conoce de la cárcel y que es uno de los enlaces del partido en el sector de los trabajadores de artes gráficas. Estos últimos tiempos, con motivo de la preparación de la Hache Ene Pe, Simón lo ha visto con mayor frecuencia. Eso lo sabéis.

Lo que no sabéis todavía es que Fulano ha entregado a Simón a la Brigada Social. Lo que suponéis en ese momento, al pasearos por la acera central del paseo de Ronda, hacia Manuel Becerra, en la noche calurosa del 17 de junio de 1959, es que tal vez  a Fulano le haya seguido la policía, que ha montado, eso sí que lo sabéis, estas últimas semanas, un servicio de vigilancia en torno a algunos viejos militantes salidos de las cárceles y relativamente fáciles de controlar. Suponéis que Fulano habrá llevado sin quererlo tras de sí a la Brigada y que Simón ha caído casualmente en una ratonera. No  sabéis todavía  que  Fulano,  presionado  por  la  policía,  ha  entregado deliberadamente a Simón, que le ha atraído a una cita pretendidamente urgente para entregarlo a la policía.

Al día siguiente, el 18 de junio, por la tarde, estando tú con Manolo Suárez, que estaba empleado en Aguilar y que conocía también a Fulano, llamasteis por teléfono a la imprenta en la que trabajaba éste.  Era necesario saber si Fulano había desaparecido también. Pues no. Fulano estaba en la imprenta. Se puso al aparato y habló Manolo Suárez con él. Le preguntó de forma alusiva, sin dar nombres propios, si había visto a Simón la víspera, si había pasado algo. La reacción de Fulano fue brutal. Gritó que no sabía nada, que no había visto a nadie, que se le dejara en paz. Y luego colgó.

Así fue como comenzasteis a sospechar de Fulano, el de artes gráficas. Pero eso fue al día siguiente.

Esa noche, la del 17 de junio, hablando con Aurelio en la acera central del paseo de Ronda, una sola cosa estaba clara. Y es que a las siete y media de la tarde, estando con Pascual en un bar, Simón había llamado por teléfono a un camarada de artes gráficas (bueno, en ese momento todavía podía creerse que era un camarada). Al volver del teléfono, le había dicho a Pascual que tenía que irse en seguida. Habían salido del bar y Simón se había montado en un taxi. Luego, a las nueve, no había aparecido en la cita con Aurelio. Entre las siete y media y las nueve, por tanto, Simón había comenzado a desaparecer.

Y tal vez tuviera esa desaparición algo que ver con una cita urgente y un tanto imprevista con alguien de artes gráficas. Eso era lo único que estaba claro para vosotros.

Vais andando hacia Manuel Becerra, como de paseo, entre las gentes que van realmente de paseo, en la noche calurosa de junio, y se establece un largo silencio entre vosotros. Luego, le dices a Aurelio que Simón no ha vuelto a Nieremberg, a casa de Gabriel y de Amparo. Ya estaba claro que Simón no podría volver a la casa de Celaya, en Nieremberg. Pero se lo confirmas a Aurelio, para que conste.

Estuve esperando un rato a Ángel, en Nieremberg. Ángel era uno de los seudónimos de Simón. Por Ángel le conocían Gabriel y Amparo. Estuvimos los tres tomándonos unos vasos de vino tinto. Esperando a Ángel. Hablando de cualquier cosa. Pasó el tiempo y Ángel no llegaba. Pronto tendría que irme a reunirme de nuevo con Aurelio.

Les tuve que decir que tal vez Simón no volvería, que tal vez habían detenido a Simón. A Ángel, quiero decir. Que era probable que hubiesen detenido a Ángel. Nos tomamos otro vaso de vino tinto. De pie, apiñados, pensando en Ángel sin duda. Más unidos aún que antes, ciertamente. Como si la posible desaparición de Ángel nos reuniera aún más. Hubo un silencio.

Me miró Amparo y me preguntó qué hacer. ¿Qué hacer? Pensé que si habían detenido de verdad a Simón ya estarían seguramente interrogándole. Miré a Amparo y les dije que si preferían dormir fuera de casa, que durmieran fuera de casa. Era lo lógico, lo conveniente, dormir en otro sitio. Para ver venir. Pero añadí que Simón no hablaría. Bueno, Ángel. Que Ángel no hablaría. Yo no pensaba moverme de mi casa, añadí. Y Ángel conoce mi domicilio, les dije. Apuramos el vaso de vino tinto. Nos abrazamos. Me fui (...)

Pero es la noche del 17 de junio de 1959 y has entrado en Marqués de Mondéjar, hacia Concepción Bahamonde. De pronto, al acercarte al portal del número cinco de Concepción Bahamonde, comprendes con toda claridad por qué has decidido venir a dormir aquí, a pesar de que Simón conozca este domicilio clandestino.

Lo habías hablado con Aurelio una hora antes.

—¿Tienes algún otro sitio a donde ir a dormir? —había preguntado Aurelio.

—Tengo varios —habías dicho tú.

—Pues vete a alguno de esos sitios —había dicho Aurelio.

—Simón no habla —habías dicho tú.

Aurelio había movido la cabeza.

—Seguro —había dicho Aurelio.

Había seguido moviendo la cabeza.

—Seguro que no habla Simón —había dicho Aurelio.

Luego estuvisteis callados un instante.

—A pesar de todo —había dicho Aurelio—, es una cuestión de método.

Y tenía razón: es una cuestión de método.

¿No habíais decidido tomar todas las medidas posibles para que la caída de Simón tuviese un mínimo de consecuencias, en caso de repercutirse?

¿No habíais mandado salir de sus casas a ciertos camaradas para protegerlos del golpe policiaco, pasara lo que pasase? Claro que es una cuestión de método.

Cuando se produce una caída, lo primero que se hace es intentar cortar todas las vías posibles de repercusión de esa caída en el sistema organizativo. Cuando se produce una caída, siempre se parte de la hipótesis de trabajo más pesimista. Y eso es lo que habíais estado haciendo desde que fue evidente que Simón había desaparecido.

En la cadena de medidas lógicamente deducibles de dicha hipótesis de trabajo, la de no dormir en Concepción Bahamonde era el último eslabón, la última consecuencia lógica.

—Y tú ¿qué vas a hacer? —le preguntaste a Aurelio.

Aurelio te había mirado. Tuvo esa sonrisa, fugitiva, que a veces le transformaba el semblante, severo en general, adusto inclusive.

—Yo me quedo —había dicho Aurelio.

Ya la sonrisa había desaparecido.

—Me quedo en casa —repitió Aurelio.

Simón, naturalmente, también conocía la casa de Aurelio.

Y eso fue todo, ya no volvisteis a hablar del asunto aquella noche.

Pero ahora, al entrar en el portal de Concepción Bahamonde número cinco, comprendes por qué has venido a dormir aquí, a esta casa que Simón conoce, o sea, que también la Brigada Social puede llegar a conocer hipotéticamente. No has venido tan sólo por sentirte en ella seguro, partiendo de ese convencimiento de que a Simón no se le arrancará una palabra, ni una sola palabra. También por lo contrario, por saberte en esta casa hipotéticamente en peligro. Como si el arrostrar ese peligro hipotético fuese la única manera de ayudar a Simón, como si el ponerte en peligro fuese la única posibilidad de compartir con Simón el sufrimiento suyo, de participar, en cierto modo, en dicho sufrimiento, aliviando a Simón de una parte, aunque mínima, de ese sufrimiento.

Te habías imaginado a ti mismo en los locales de la Dirección General de Seguridad. No era un esfuerzo imaginativo considerable. Te los habían descrito muchísimos camaradas esos locales. Además, a cada momento podías encontrarte en esa situación. Cada mañana, durante aquellos años, al comenzar la jornada habitual de entrevistas y reuniones, habías pensado que ese día podías caer. Nunca habías rehuido ese pensamiento. Nunca habías intentado ocultarte esa verdad. La habías contemplado, habías intentado prever, para prepararte íntimamente, en qué momento de la jornada podrías ser detenido. Y es que, a veces, tenías que acudir a citas establecidas con algún camarada semanas antes. Y no siempre era posible verificar que a aquel camarada no le había ocurrido nada durante esas semanas. Tal vez había sido detenido dicho camarada. Tal vez, interrogado, torturado, ese camarada ha dicho a los tipos de la Brigada que tiene cita, tal día, a tal hora y en tal sitio, con un dirigente del partido. El camarada sabe poco de ti. Ni siquiera sabe que eres Federico Sánchez. Te conoce por un nombre, sin más. «Rafael», pongamos por caso. Pero sabe que eres un cuadro dirigente del partido. Pues bien, el camarada se ha doblado y entrega esa cita a la policía. Todavía faltan ocho días para esa cita. Es en otoño, ¿por qué no?, hace un tiempo tibio, suave como una seda. Estás alegre, por las mañanas, tomándote un café cortado en un bar de Manuel Becerra. Te crees libre. Te asalta, incluso, después de tantos años de clandestinidad, la sospecha de que eres inmortal. O insumergible, en todo caso. Te sonríes solo, sorbiendo lentamente el café cortado y no sabes que ya se ha puesto en marcha el mecanismo de tu caída. Ya has caído, de hecho. Ya ha montado la Brigada Social la operación destinada a cazarte. Ya está inscrita tu caída en la trama de los días venideros. Has estado en Buchholz mirando libros, pero tu libertad es mera apariencia. Ya has caído. Has estado reunido con los camaradas de Getafe y se ha constituido el primer comité de partido de la zona. Esta noche vas a cenar con Domingo y con Javier, en Ferraz. Van a hablar contigo, como si existieras aún, como si no fueras sólo la sombra de ti mismo. Te quedan unas cuantas horas de libertad, pero no lo sabes. Llegará el día de esa cita. Es en Gaztambide, esquina Cea Bermúdez. Por la mañana pensarás que no tienes noticias del camarada con el cual estás citado y que no puedes saber nada de él antes de ir a esa cita en Gaztambide, esquina Cea Bermúdez. Pensarás que ése es uno de los momentos de tu jornada en los que puede ocurrir tu detención. Bueno, qué le vas a hacer. Media hora antes de la cita, entras en el Café Inglés, en la glorieta de San Bernardo. Nunca vas directamente, con los minutos contados, a las citas de ese tipo. Vas lentamente, dando rodeos, husmeando el ambiente del barrio, observando desde lejos el lugar de la cita. Sales del Café Inglés, vas hacia el lugar de la cita, siguiendo un itinerario caprichoso. Nadie te va siguiendo, de eso puedes estar seguro, al cabo de dos o tres bruscos cambios de dirección. Llegas por Cea Bermúdez, cinco minutos antes de la hora establecida. Hay un quiosco de periódicos en la acera de enfrente, la de los números pares. Te detienes a contemplar los titulares de los periódicos de la tarde para hacer tiempo. Compras un periódico de la tarde, te alejas lentamente, unos cuantos pasos, ; contemplando el lugar de la cita, del otro lado de la calzada de Cea Bermúdez. No notas nada sospechoso. Ningún coche insólito, ningún movimiento inhabitual, ningún transeúnte yendo y viniendo extrañamente en torno al lugar de la cita. Pareces absorto en la lectura de las crónicas deportivas del periódico de la tarde, mientras observas tu entorno. Tú eres tú y tu circunstancia, piensas con una leve sonrisa. Ahora sí que es cierto. Ha llegado la hora de la cita. No aparece el camarada. Pasan los minutos, interminables, y no aparece el camarada con el que tenías cita, en Cea Bermúdez, esquina Gaztambide, en la acera de los impares. Has terminado las crónicas deportivas del periódico. Ya no vendrá el camarada.

Y es que ha sido detenido, en efecto. Mañana sabrás que ha sido detenido. Mañana sabrás también que no ha hablado de esa cita contigo en los interrogatorios a que ha sido sometido. Vuelves a estar libre. Vuelves a prepararte para otro momento siempre posible de peligro. Vuelves a reflexionar en lo que es la libertad. Bueno, tu libertad en estas circunstancias concretas. Tu libertad es el silencio de los camaradas detenidos. Ellos son los que mantienen tu libertad. Su silencio en los locales de la Dirección General de Seguridad la hace posible. Tu libertad depende de los demás. Los otros son tu libertad lo sabes muy bien. Nunca lo olvidarás.

Entonces, bruscamente, te entra el loco deseo de ser detenido alguna vez, por fin, para que la libertad de los otros, de los camaradas que contigo trabajan, dependa de tu resistencia. De tu voluntad de ser libre, de no capitular ante la tortura. Te entra el loco deseo, orgullo, narcisista tal vez, de estar en condiciones de regalar la libertad a otros camaradas, de asegurarla y confirmarla con tu silencio en los locales de la Puerta del Sol.

Durante años, has  estado  imaginando  concretamente,  para  prepararte  a ella moralmente, la tortura a la que podrías ser sometido. No te es difícil imaginar. Ya  tienes cierta experiencia de la tortura. Ya has estado en manos de una policía tan hábil y tan experta, por lo menos, como la nuestra en esos menesteres. Has estado en manos de la Gestapo. Quince días largos de interrogatorios de la Gestapo te habían dado ya, años atrás, una relativa experiencia de la tortura, un relativo conocimiento de lo que significa resistirla  sin  denunciar  ningún  nombre,  ningún  dato  de  la organización clandestina. Era en otoño, también, en Auxerre, en 1943. Había rosas otoñales en el jardín de la villa de la Gestapo en Auxerre. Hoy, sin embargo, cuando piensas en la tortura posible no recuerdas las rosas del jardín de la Gestapo, ni la dentadura aurífera de Haas, el jefe de la Gestapo. Cuando piensas en la tortura, no piensas en el pasado, sino en el porvenir. Y el porvenir tiene un nombre. Se llama Conesa. La imagen de Conesa surge ante ti. Es una imagen genérica, tú no conoces a Conesa. Simón Sánchez Montero te ha hablado de Conesa. Lobato te ha hablado de Conesa. Antonio Pérez te ha hablado de Conesa. Antonio te lo ha descrito con mucho detalle.  Te  ha  dicho  que  era  de  una  palidez  enfermiza.  Durante  el  primer interrogatorio, allá por los años durísimos que siguieron a la victoria de Franco, mientras Gilabert le golpeaba, Antonio vio cómo Conesa removía una cucharilla en un vaso de agua bicarbonatada con un aire ausente. Antonio se fijó en los ojos desvaídos de Conesa, grises o pardos, que acentuaban el cansancio aparente de la figura. En realidad, todos los camaradas que han pasado por los sótanos de la Puerta del Sol desde 1939 te han hablado de Conesa. Pilar Claudín también te ha hablado de Conesa. Ahora los estudiantes comienzan a hablar de otros tipos de la Brigada: Campanero; o «el de la mancha morada». Otros tipos, otros nombres, otros apodos. Pero Conesa sigue siendo el nombre, la imagen genérica de un pasado de violencia y de sangre. Y ese pasado puede ser tu porvenir. Si te detienen, es probable que Conesa se moleste para ocuparse de un miembro del Comité Ejecutivo del PCE.

Conesa, como imagen genérica, multiforme, personificación de la Brigada Social, vaga confusamente, al acecho, por la geografía de Madrid. En la calle tal hay una guarnicionería, un pequeño taller artesanal donde trabaja una familia nuestra.No conviene pasar por allí, porque Conesa se descuelga, a veces, para husmear el ambiente, para intentar enterarse de algo. Así, Madrid, algunos barrios de Madrid, están como constelados de puntos neurálgicos, gangliones infecciosos, luces de peligro que se encienden, alucinadoramente, en la noche: hay que evitarlos. Con Simón, por ejemplo, no puedes pasear por ciertos barrios, ciertas calles. Hay que ir bordeando, dando de lado, esos barrios y calles. Como en los mapas antiguos las zonas aún inexploradas —hic sunt leones—, ciertos rincones de Madrid se cubren mentalmente de manchas grisáceas, o de color sepia: desiertos peligrosos. Desiertos evitados para no darse de bruces con los peligros que vienen del frío del pasado, los nudos que el pasado ha ido tejiendo en la trama de los años que pasan. Y Conesa, como imagen genérica, multiforme, de la Brigada Social, es el pequeño dios astuto, despiadado, de esa geografía mental que recubre, como una sutil rejilla translúcida, las casas y los barrios, las avenidas y las plazas de Madrid.

Por eso al imaginar a Conesa, esta noche en que ha desaparecido Simón Sánchez Montero, habías pensado que, de encontrarte tú mismo en la Dirección General de Seguridad, tu resistencia, tu capacidad de silencio, se habrían multiplicado si hubieses tenido la certeza que los camaradas contaban con tu silencio, que lo daban por descontado.

Habías vuelto, por tanto, a esta casa de Concepción Bahamonde, número cinco, para no dejarle solo a Simón, para no abandonarle. Para que entre Simón y tú siguiese habiendo, como un secreto compartido, este lazo, este vínculo, esta relación.

Y es que Simón sabe dónde estás. Conoce esta habitación, con su cama de hierro, su armario, su mesilla de noche. Conoce la habitación contigua, en la que trabajas: una  mesa,  una  silla,  la  máquina  de  escribir,  algunos  libros.  Conoce  estas  dos habitaciones  diminutas,  desnudas.  Él  ha  vivido  en  esta  casa  de  Concepción Bahamonde antes de que tú vivas en esta casa. Y cuando tú dejes de vivir en esta casa, Julián Grimau vivirá en esta casa.

Aquí, en estas dos habitaciones, ya ha vivido Simón. Es decir, en este mismo momento,  Simón,  si  se  le  antoja,  puede  imaginarte  en  alguna  de  estas  dos habitaciones. Puede suponer que estás aquí, desvelado, en vela, atento a los rumores cálidos de junio, intentando adivinar, o deducir, lo que vaya a pasar mañana. Bueno, hoy ya. Ya es mañana, ya es hoy: 18 de junio de 1959

Simón puede imaginarte en cualquiera de estas dos habitaciones, puede suponer que aún estás despierto, que estás pensando vagamente, arrastrado por un flujo de imágenes mentales, en lo que vaya a pasar mañana —hoy, al amanecer— o en lo que, tal vez, no vaya a pasar. Simón puede, también, imaginar a Aurelio en su casa, también de él conocida. Uno por uno, puede imaginar, en esta noche de junio, a todos los camaradas. Simón, en los locales de la plaza de Pontejos, con una luz brutal en los ojos, ensordecido, tal vez, por el confuso griterío de los tipos de la Brigada, quizá a punto de desmayarse; Simón, quizá al salir de su desmayo; Simón, encerrado en su silencio, envuelto en su silencio victorioso, puede proyectar sobre la geografía de Madrid las luces  tenues,  trémulas,  de  unas  cuantas  habitaciones,  unas  cuantas  lámparas encendidas: señales, signos, mensajes, centinelas, en esta noche de junio.

Por eso has venido a dormir aquí, a esta calle de Concepción Bahamonde. Para que en la memoria de Simón, interrogado, torturado, pueda encenderse esta lámpara tuya, esta lámpara entre otras fraternales. Para que Simón no esté solo. Para no estar solo tú tampoco. Para estar con Simón esta noche.

Para estar juntos esta noche de junio (...).

Diez años más tarde volviste a ver a Simón Sánchez Montero. Fue en el verano de 1969, en Madrid. Habían pasado muchas cosas desde aquella lejana noche de junio. Tú ya no eras Federico Sánchez. Había desaparecido ese fantasma. Tú eras de nuevo tú mismo: ya eras yo (...).

Diez años después, como decía, de aquella noche de junio en que fue detenido en Madrid Simón Sánchez Montero, volví a encontrarme con él. Era a finales del verano. Me mandó un recado por medio de Domingo Dominguín. Me mandó decir que le gustaría volver a verme. A mí también, desde luego. Nos vimos, pues. Estuvimos toda una larga tarde juntos.

Fue en Pozuelo de Alarcón, en una casa muy lujosa y muy cursi que Elias Querejeta había alquilado para un actor francés, amigo mío, Jean-Louis Trintignant, que estaba actuando en una película de Antón Eceiza, Las secretas intenciones. Fue en parte culpa mía —y digo culpa porque la película de Antón resultó flojísima, a pesar  de  un  estupendo  guión—  que  Trintignant  aceptara  rodar  con  Eceiza  y Querejeta. Yo les había presentado en París a comienzos de aquel verano.

Sea como sea, estuvimos Simón y yo toda una tarde hablando en el jardín de aquella casa tan cursi, junto a una piscina que quería darse aires holivudianos sin conseguirlo. Desde luego, aquello no era Beverly Hills, aquello era Pozuelo de Alarcón. Pero, vamos, el entorno era lo de menos. Lo importante es que estuvimos hablando Simón y yo. Fue Simón el primer dirigente del PCE  que quiso hablar conmigo desde mi expulsión. Lo cual no debería sorprender a nadie.

A mí, al menos, no me sorprendió.

Lo primero que me preguntó Simón Sánchez Montero, esa tarde de finales de verano en 1969, fue lo que había hecho aquella noche de junio tan lejana. ¿Había vuelto a dormir a mi casa, a Concepción Bahamonde?

Estábamos  en  el  jardín,  en  unas  tumbonas  dispuestas  sobre  el  césped  en tecnicolor. Se oía murmurar el agua que fluía en la piscina. Miré a Simón y él también me miraba. Un instante, refulgió un rayo de sol en los espesos cristales de sus lentes.

Aquel destello luminoso me recordó algo, confusamente.

Pues sí, claro. Muchos años antes, en 1956, en febrero. En Doctor Esquerdo, en la acera central, frente al hospital. Tenía cita con Simón. Le vi llegar, riéndose, de lejos. Una risa como un estallido de alegría. Y la luz del sol, destelleante, en los cristales de las gafas de Simón, desde lejos. Un aire delgado, frío, nos envolvía. Simón traía en la mano un ejemplar de Arriba  que  reproducía  un  artículo  de  Federico  Sánchez, publicado  en  Mundo Obrero  semanas  antes,  sobre  la  actividad  política  de  los comunistas en la Universidad. Eran los días de las manifestaciones estudiantiles. Al fin desembocábamos en la lucha de masas, abierta. La alegría de Simón por aquel éxito nuestro,  uno de los primeros que podíamos apuntarnos en Madrid desde hacía tiempo.

Miré a Simón. El refulgir del sol en sus espesos lentes me recordó muchos años de encuentros, de discusiones, de ilusiones, de tejer y destejer la trama de los días y de los sueños. Un segundo, como una eternidad, me ensimismé en esa memoria. Luego contesté a su pregunta.

Sí,  aquella  noche  de  junio  de 1959 había  vuelto  a  dormir  a  Concepción Bahamonde. Le expliqué por qué había vuelto. Simón me miraba, movía la cabeza. «Supuse que harías eso», me dijo. «Esperé que volverías a tu casa», me dijo. «Me daba fuerzas pensar que estabas en tu casa», me dijo.

Hubo un silencio. El sol ya no refulgía en sus lentes, sino en el agua color azul de cromo de la piscina.

—A la mañana siguiente —le dije a Simón— salí a la calle muy temprano. ¡La Huelga Nacional Pacífica era un fracaso rotundo! (...)

En los años siguientes volví a ver a Simón Sánchez Montero, de tarde en tarde. La última vez surgió de nuevo entre nosotros el fantasma de la huelga mitológica, de la Hache Ene Pe, bajo las especies entonces de la Acción Democrática Nacional. Simón parecía convencido de su posibilidad concreta en las semanas venideras, e intentó infructuosamente convencerme a mí. Fue durante un almuerzo en el hotel Suecia, en Madrid. Era en noviembre de 1975, durante la interminable agonía de Francisco Franco, pocos días antes de que la policía política volviera, por enésima vez, a detener a Simón. Madrid se estaba quieto, como si retuviera su respiración. Madrid, pasivamente, con un suave terror interiorizado —extrañamente gozoso, masoquista— vivía de esa agonía. Estaba claro ya, menos para los dirigentes del PCE  que seguían con su obsesión de acción apocalíptica, que nadie movería un dedo, como si la parálisis de la muerte de Franco se extendiera progresivamente por toda la ciudad, como si se cumpliese, al fin, la antigua afirmación poética de Dámaso Alonso: Madrid era aquellas semanas, en efecto, una ciudad de no sé cuántos millones de cadáveres".

 

 

 


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