En el capítulo 13 de Robles Amarillos, mi libro de memorias, narro cómo viví los años que van de 1974 a 1977. Sin duda aparece el 20-N de 1975. Aquí lo traigo en este día en el que se cumplen 50 años de todo aquello. Yo tenía 23 años. Así lo recreé hace dos, cuando, recordando detalles, escribí este capítulo.
"Después de cinco años en la Facultad, terminé
la carrera y empecé a buscar trabajo en colegios e
institutos de Madrid. En realidad,
me hubiera gustado
preparar las oposiciones para dar clase en la
enseñanza media, pero no podía dedicar todo mi tiempo a aquella tarea, tenía
que trabajar, había que traer a casa otro salario mensual, ya que se me había acabado la beca salario. Podría
haber pedido mi reingreso en el magisterio, pero mi plaza provisional estaba en Palencia
y el reingreso hubiera
significado trasladarme a vivir allí. No lo veía muy acertado pues aún era necesario en Alegría, debía permanecer en la casa familiar
algún tiempo más. Tampoco me apetecía mucho pedir el reingreso
en Palencia, pues María José vivía y trabajaba en Madrid, y yo no quería alejarme
de ella; lo que deseaba
era seguir allí y poder verla
todos los días. Por eso acepté un trabajo en un colegio subvencionado en el barrio
de Tetuán, se llamaba Liceo Castellano.
Me lo había proporcionado don Agustín, el músico del Divino
Maestro, que durante tres años había sido profesor en aquel centro.
El Liceo Castellano era un colegio pequeño en el que había una sola clase por cada curso, y todas ellas eran de chicos. No había matriculada ninguna chica, a pesar de que la ley de educación de 1970 establecía que las aulas debían ser mixtas, si bien es verdad que, después de tantos años de separación por sexos, se tardó bastante en normalizar la coeducación. Me propusieron impartir lengua a séptimo y octavo, un contrato de media jornada, lo que significaba que debía mantener mis clases particulares incluso ampliarlas. Menos mal que Tetuán y Chamartín estaban relativamente cerca, eso hacía más llevadero mi trabajo en los dos sitios.
Mi padre seguía trabajando de celador en el hospital
Clínico. Javi, que había terminado su bachillerato en el Ramiro de
Maeztu, estudiaba Filología Hispánica en la Universidad Autónoma. En cuanto a
Maribel, seguía en el colegio de las Hijas de la Caridad cursando el último año de EGB. Ya llevábamos más de tres años en Alegría, yo había empezado a trabajar y
me planteé a mitad de curso cómo actuar
en aquella nueva
etapa de mi vida, en la que mis
hermanos ya estaban encaminados, mi padre tenía su trabajo fijo y la situación
económica estaba asegurada.
Según avanzaba el curso,
María José y yo comprobamos que apenas teníamos tiempo para nosotros, solo un rato cada día
al finalizar nuestras tareas. Había que cambiar y dar un salto cualitativo; por
eso decidimos que nos iríamos a vivir juntos, cosa que solo podríamos hacer
si nos casásemos por la iglesia, como era
costumbre, pues para hacerlo por lo civil
había que apostatar
de la religión católica y
aquello nos hubiera creado muchos problemas.
Vimos pisos para alquilar y nos decidimos por uno que estaba en el barrio de Vista Alegre, cerca de la Vía Carpetana. Entregamos una señal para no perderlo y decidimos informar a las dos familias de nuestros planes para el verano. Preparamos los papeles en el registro, apalabramos la ceremonia con un cura de Moratalaz y reservamos una sala en un bar para tomar unos aperitivos, nada de banquete, no teníamos dinero para ello, y nuestras familias no lo iban a pagar: una porque no disponía de aquel dinero, y la otra porque nunca ofreció ese regalo. Nuestros padres y hermanos, algunos de los familiares más cercanos y unos cuantos amigos nos acompañaron en la boda y brindaron con nosotros. Teníamos veintitrés años, un trabajo fijo y muchas ganas de una vida nueva.
Al día siguiente, nos fuimos en
un autobús hasta Soria y pasamos allí una semana, recorriendo la ciudad y
visitando sus monumentos. Nos gustó mucho dar paseos siguiendo las caminatas de
Antonio Machado, unas veces desde san Polo a san Saturio, a orillas del Duero,
otras, desde la iglesia del Mirón hasta el instituto de enseñanza media. Nos
veíamos muy felices, tan jóvenes, ya casados y de viaje por Soria.
Al volver, planificamos un viaje
de dos semanas. Se trataba de ir a Lisboa y conocer de
primera mano todo lo que estaba sucediendo en Portugal
desde la revolución de los claveles.
«Venga, animaos, venid a conocer Lisboa ahora», nos dijo Tino el día de
nuestra boda cuando se despidió. Nos recordó que en Lisboa tenían
alquilada una casa varios becarios españoles, y que durante el verano algunos
no iban a estar en la vivienda.
Sí estarían él mismo
y Olivia, y también Mariví y Manuel. Mariví y yo nos conocíamos de la facultad;
a veces habíamos coincidido en el autobús o en los pasillos, pero apenas
habíamos tenido trato directo, aunque al contar con amigos comunes,
Tino entre ellos,
nos considerábamos más
cercanos.
Así que lo preparamos todo y tomamos un tren expreso que llegó a la estación de santa Justa a primera hora de la mañana, donde nos estaban esperando Tino y Olivia. Subimos a un autobús que nos llevó por la Baixa y enfiló la avenida da Liberdade camino del barrio de Campolide, en una de cuyas calles estaba el piso que tenían alquilado. Mientras avanzábamos, veíamos animados grupos de personas en las plazas hablando y discutiendo, y muchos carteles, pancartas y pintadas. Nos llamaba la atención toda aquella vitalidad, así como la diversidad de libros y revistas que se observaban en el quiosco de periódicos que había cuando pasábamos junto a A Valenciana, un restaurante muy popular donde nos esperaban Manuel y Mariví. Durante la comida, hablamos de las cosas que podríamos hacer juntos aquellos días, y decidimos ir por la tarde a una concentración en defensa de la reforma agraria que había en la plaza del Rossio y, al día siguiente, a un mitin del PCP de apoyo al primer ministro, Vasco Gonçalves. Y el domingo, a las playas de Caparica.
En la plaza del Rossio había un
gran bullicio; muchos grupos de personas
distribuidos en la plaza discutiendo con pasión, sí, pero
con una contención desconocida para nosotros, una contención que, a lo largo de
aquellos días, veríamos que era típicamente portuguesa. Según pasábamos de un
grupo a otro, íbamos observando opiniones muy distintas: si en un primer grupo parecía que en Portugal iba a
desencadenarse una revolución proletaria, en el siguiente, los revolucionarios
más apasionados ponían a caldo a los comunistas, quienes se mostraban precavidos en un tercero, y defendían su
proyecto de un Portugal muy parecido a Cuba. Todos ellos, en fin, consideraban
a los socialistas de Mario Soares, como unos reformistas infiltrados al
servicio de las democracias europeas occidentales.
Asistimos al mitin del PCP y nos llamó la atención aquella multitud impresionante y atronadora que aplaudía con entrega el discurso de Álvaro Cunhal y luego cantaba La internacional con una pasión tal que parecía que a continuación se iba a producir el asalto al palacio de invierno. Menos mal que desde la misma tribuna rogaban por el micrófono mesura y contención al terminar el acto.
Con el fin de descansar de tanta
fiebre política y en el afán de conocer otros lugares, el domingo fuimos
a la costa de Caparica, un larguísimo espacio litoral
al que llegamos en autobús, y donde un trenecillo, nos dejó en la playa do Rei, donde primero
nos dimos un buen baño y
después comimos en un chiringuito azul. Tino y Olivia se marcharon a Brasil,
pero nosotros nos quedamos unos días más en Lisboa.
Con Mariví y Manuel volvimos a
Caparica otra vez, y una tarde nos llevaron a la Fundación Gulbenkian, un
importante museo y centro cultural inaugurado hacía unos años y que tenía una
colección de pintura muy estimable. Logramos afianzar una cierta amistad
entre los cuatro
y nos contamos algunos de nuestros
proyectos. El propósito de Mariví y Manuel era seguir viviendo juntos en
Lisboa, donde él iba a abrir un despacho de abogados y ella iba a solicitar dar
clases en la Facultad de Letras. Al despedirnos, quedamos en volver a vernos
pronto, quizá en las navidades, cuando fuesen a ver a la familia. Regresamos a
Madrid en autobús, con algunos libros prohibidos en las maletas, pero el paso
por la frontera resultó tranquilo, ya que no registraron nuestro equipaje.
Empecé mi nuevo curso en el Liceo Castellano impartiendo clases de lengua y sociales a séptimo y octavo. María José y yo retomamos nuestra rutina diaria y veíamos a nuestras familias los fines de semana. Avanzado el mes de noviembre saltó a los medios de comunicación la noticia sobre la mala salud de Franco. Parecía que estaba en unas condiciones bastante complicadas, con hemorragias y problemas circulatorios graves. Toda España se contraía, casi se paralizaba, la gente nunca hablaba en alto de la enfermedad del Jefe del Estado, se dejaban los comentarios para el espacio íntimo y había mucha aprensión y bastante precaución, pues no se sabía cómo iban a reaccionar el ejército y las otras fuerzas vivas del país.
Pasadas unas semanas, las noticias sobre la enfermedad de Franco ya formaban parte de la rutina, hasta que una
madrugada saltó la noticia,
«Franco ha muerto», una noticia
que oímos por la radio cuando
estábamos desayunando. Camino del trabajo había un silencio especial y en el
vagón del metro todo el mundo iba callado y circunspecto. María José y yo nos
mirábamos, y en nuestros ojos mostrábamos la alegría que sentíamos, pero también
cierta preocupación. Al llegar al Liceo Castellano, la directora nos mostró a todos los profesores un telegrama del ministerio en el que se
disponía la suspensión de las clases durante tres días, así que me fui
al barrio de la oficina
de María José y la esperé en el bar de abajo, pues se habían declarado tres
jornadas laborales de luto. Cuando ella bajó, pedimos
un café y vimos en la televisión al Presidente del Gobierno, Arias Navarro, haciendo
pucheros mientras informaba
a toda España de lo que toda España ya estaba informada; era la
confirmación de una noticia largamente esperada por muchos, temida por
bastantes y que mantenía a todo el país como sin respiración, porque no se
sabía qué iba a pasar.
Desde el bar, nos volvimos a casa y pensamos en cómo organizarnos en aquellos tres días libres. Llamamos por teléfono a nuestras familias y a algunos amigos, entre ellos a Pedro, a quien conocíamos desde hacía algún tiempo por mediación de Javi. Con él y con su novia preparamos una comida en nuestra casa, en la que brindamos no solo por la muerte de Franco, sino por la nueva etapa que parecía que se iba a abrir en España. La televisión retransmitía las nutridas colas de despedida del fallecido, así como el funeral completo, un funeral presidido por el cardenal primado, Marcelo González, cuyo sermón resultó ser una loa a la figura de Franco y su régimen.
Dos días después del entierro en la basílica del Valle de los Caídos, también por televisión retransmitieron la coronación del rey Juan Carlos en la iglesia de los Jerónimos de Madrid, presidida por el cardenal Enrique Tarancón, una figura muy mal vista en los círculos políticos más retrógrados. El recién coronado rey expuso en su discurso ante las Cortes franquistas una nebulosa idea de libertad, y terminó con unas palabras que se hicieron muy famosas: «Si todos permanecemos unidos, habremos ganado el futuro.» El rey fue proclamado Jefe del Estado, pero confirmó en su cargo a Arias Navarro, quizá con el objetivo de ganar tiempo, aunque muchos lo entendieron como un error.
Enseguida se empezaron a mover los hilos de la política y de la sociedad, una ebullición de opiniones de lo más diverso, que aparecían solo parcialmente en los medios de comunicación, ya que una buena parte procedían de los partidos de izquierdas y de los sindicatos, todos ellos ilegales. Se convocaron huelgas y manifestaciones, cuyos motivos siempre eran asuntos muy concretos: por la subida de los sueldos, en defensa de la mejora de las condiciones de trabajo o contra la carestía de los productos básicos. En realidad, convergían todos ellos en la exigencia de libertad y democracia. En una de aquellas manifestaciones, convocada en el barrio de Carabanchel un sábado de mayo, fue detenido Javi, mi hermano, que asistía a ella con varios amigos y compañeros. La manifestación se desarrollaba, como todas, sin permiso previo, y unas doscientas personas pararon la circulación en la avenida de Oporto exigiendo libertad y elecciones libres ya.
Los coches de la policía cercaron
el perímetro y los grises comenzaron a pegar con sus porras a los allí concentrados, quienes corrían hacia donde se podía. Algunos
se refugiaron en los portales y en los bares,
pero Javi tuvo la mala suerte de que le dieron con la
puerta en las narices en uno de ellos, así que lo inmovilizaron dos policías y
se lo llevaron, con algunos manifestantes más, en los coches celulares. En Alegría echaban
de menos a Javi por la noche, y como no llegaba, Maribel me llamó
a ver si yo sabía algo. Oliéndome lo peor, le dije que estaba en casa de Pedro,
su amigo, que se me había olvidado
decírselo. Inmediatamente llamé
a Pedro y me dijo que, en
efecto, a Javi lo habían detenido. Traté de averiguar más y me tranquilizó algo un abogado amigo, quien me dijo que seguramente
el lunes lo pondrían en libertad. Y así fue, el lunes Javi quedó libre y enseguida
me llamó por teléfono. Mientras tanto, en Alegría recibieron una
llamada de un amigo de mi hermano, y fue mi padre quien contestó:
—¿Han puesto en libertad
ya a Javi? —preguntó aquel
amigo.
—¿Qué? Yo no sé nada— respondió mi padre. El amigo colgó el teléfono y mi padre me llamó de inmediato.
—¿Sabes algo de Javi? —me preguntó.
—Ha estado con Pedro este fin de semana, ya se lo dije a Maribel —contesté.
—¿Con Pedro? Vaya, voy a ser yo el último en enterarme de que a Javi lo han detenido —me echó en cara.
Yo me quedé
aturdido, me rehíce
como pude y le repliqué:
—Sí, lo detuvieron el sábado
en una manifestación y le han dejado libre hace un rato.
—¿Y por qué no has dicho nada?
—Para que no os preocupaseis, por eso —añadí.
Javi, sus amigos, sus compañeros, María José y yo, millones de españoles nos sentíamos
partícipes de aquel vendaval de lucha por la libertad, un cambio que no parecía
que fuera a propiciarse fácilmente desde el poder, de ahí que la oposición
social y política presionase por todos los medios de los que disponía. Nos
veíamos a nosotros mismos como una pequeña parte de aquel todo destinado a
hacer que el franquismo finalizase de una vez, y que España se abriese a la
libertad y a la democracia.
María José, que participó
en las elecciones sindicales del año
anterior y salió elegida delegada, observó cómo los jefes de su empresa,
después de algunos titubeos, decidieron actuar: iban a tenerla la jornada entera de manos cruzadas, no le darían ninguna
tarea. Así que, desde el mes de marzo, entraba
todos los días en su oficina y permanecía en el despacho
sin hacer nada, lo que propició
que, pasados unos meses, desde el bufete laboralista de Paca Sauquillo le aconsejasen negociar
el despido, la indemnización y el
subsidio de paro.
En cuanto a mí, cuando llegó el
mes de abril de aquel año, 1976, me vi envuelto en un movimiento general en la
enseñanza que exigía mejoras salariales. Se convocaron varias jornadas de paro,
ilegales, claro, en las que participé, y se creó una coordinadora en la que yo representaba a los profesores de Tetuán y
Valdezarza. Asistí a muchas reuniones de la coordinadora y a bastantes asambleas de profesores, sobre todo en iglesias de barrio.
Aquellas movilizaciones, y otras muchas desembocaron en la destitución de Arias Navarro
como presidente del Gobierno y en el nombramiento para ese cargo de Adolfo
Suárez. Llegado el fin de curso, la directora
del Liceo Castellano me llamó a su despacho
para informarme de que habían decidido fusionar el colegio con otro
cercano para lograr una mejor subvención, y que, debido a ello, no podíamos continuar todos los
profesores; por eso iban a prescindir de los más recientes, entre ellos yo. Y añadió:
«Estamos muy contentos contigo,
pero no puedes
seguir con nosotros. Eso sí, vamos a firmar el despido, para que puedas percibir la indemnización que te corresponde y el subsidio
que marca la ley».
Fue así, en medio de aquella
vorágine social y política, como a comienzos del curso María José y yo
nos encontramos de manos cruzadas en casa. Aunque la indemnización y el cobro del paro nos
aseguraban cierta tranquilidad económica, a nivel personal consideramos que la
situación era una bofetada de considerables dimensiones. Nos sentíamos víctimas
de aquella vorágine y pagamos la novatada por falta de astucia y exceso de
sinceridad. Así que tomamos algunas decisiones importantes, entre ellas, mi
reingreso en el magisterio. Lo único que me preocupaba era que mi plaza estaba en Palencia, pero me
aconsejaron en ámbitos del Ministerio cómo proceder para cursar la instancia de
solicitud y poder reingresar por Madrid. Me lo jugué todo a aquella carta,
pues tenía esperanzas fundadas
de que saldría bien, ya que mi consejero
conocía a fondo la administración educativa. María José, por su parte, buscó un
puesto de secretaria bilingüe y recorrió bastantes empresas, tratando de elegir
la más acorde con sus intereses. Mientras tanto, ni ella ni yo queríamos vernos
inmovilizados en nuestra casa, así que, con otros compañeros, creamos la asociación de vecinos de nuestro
barrio, y nos involucramos en la lucha
por la mejora de sus
condiciones de vida.
Comenzó 1977 y en España todo sucedía muy rápido. En enero, un grupo ultra asaltó un despacho de Comisiones Obreras y asesinó a varios de sus abogados, lo que produjo una consternación enorme en todo el país y lo mostró ante un precipicio indeseable. Decidimos acudir al entierro y participar en la marcha fúnebre, una concentración multitudinaria, silenciosa y pacífica. Poco después, el gobierno de Suárez decidió dar un salto adelante, legalizó los partidos políticos y convocó elecciones generales para el quince de junio, elecciones que se vivieron en toda España como un luminoso ejercicio de libertad.
Los resultados no dejaron lugar a
dudas: en el primer Congreso de los Diputados constituido democráticamente después
de la guerra civil dominaba UCD, el partido del Gobierno, pero había una fuerte
representación de la izquierda. El PSOE obtuvo muchos más diputados que el PCE,
a pesar de que este partido había sido el principal bastión de la oposición
antifranquista. La decisión popular hizo reflexionar a mucha gente acerca de
por dónde iban a ir las cosas en el futuro.
María José y yo, que en abril nos
habíamos afiliado al PCE en la agrupación de nuestro barrio, vimos pasar todo
aquello con mucha ilusión: por fin en España había democracia y libertad. Y en
cuanto a nuestra situación profesional, nos llegaron dos buenas noticias en aquel verano:
María José logró
un contrato de secretaria
de dirección en una empresa
de Torrejón de Ardoz y yo obtuve
una plaza provisional de maestro en un colegio público de Madrid. El
optimismo aparecía de nuevo en nuestro camino".
Jesús Bermejo
Robles Amarillos
Editorial Mundo Libre Libros, 2024

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