Artículo escrito por Rubén Amón y publicado en El País (14.1.16)
https://elpais.com/politica/2016/01/14/actualidad/1452774372_070418.html
No han transcurrido tantos años desde que José Bono afeó al compañero Miguel Sebastián la decisión de personarse en el Congreso desprovisto de corbata, insistiendo incluso en que el atuendo informal contravenía las "normas de decoro recomendadas en esta Cámara".
https://elpais.com/politica/2016/01/14/actualidad/1452774372_070418.html
No han transcurrido tantos años desde que José Bono afeó al compañero Miguel Sebastián la decisión de personarse en el Congreso desprovisto de corbata, insistiendo incluso en que el atuendo informal contravenía las "normas de decoro recomendadas en esta Cámara".
Cuesta imaginar el esfuerzo de paciencia y de
tolerancia que le supondría ahora al propio Bono sobreponerse a la
heterogeneidad estética del Parlamento. Y hasta al desaliño premeditado con que
la nueva política ha convertido la corbata en una expresión inequívoca y
trasnochada de la casta.
Se la han puesto ayer, quede claro, tanto Albert
Rivera como Pedro Sánchez, pero su propio decoro, que diría Bono, forma parte
de los argumentos iconográficos con que Pablo Iglesias los ha alojado en
el búnker.
Hay que cambiar la política. No ya atribuyéndose
Podemos y las mareas el mérito de habernos traído la verdadera democracia
representativa, sino destronando las antiguas formalidades. Que son la corbata,
tratarse de usted y renegar de las convenciones. La identificación con el
ciudadano corriente requiere vestirse como el ciudadano corriente. Y más aún
cuando se trata de acomodarse en la Cámara que los representa. ¿Es realmente
así?
Podemos encontrarnos ante el enésimo malentendido. O
ante una concepción demasiado superficial de la liturgia. No basta vestirse de
Hermès para ejercer la política con aseo, pero tampoco es suficiente renunciar
a la corbata y colgarse una mochila para convertirla en cercana y honesta.
La razón por la
que Bono reclamaba la corbata a
Sebastián obedecía a la dignidad de la responsabilidad
legislativa. No se trata de distinguirse del ciudadano común con el alarde de
un traje caro —o de un abrigo Chester como el de Bárcenas—, sino de plantear un
respeto al espacio donde se formalizan las leyes, como ocurre con el esfuerzo
de la oratoria.
La toga y la peluca que se pone un abogado inglés
pretenden subrayar el escrúpulo hacia el Derecho. Les sucede a los músicos de
una orquesta. Y al director. No les uniforma ninguna distinción social a los
espectadores. Les identifica la aspiración de solemnizar el culto a la música
misma.
Las formas son el fondo en su propia superficie. Es
verdad que el papa Francisco abjura del boato y del fulgor, pero las
pretensiones de la contrarreforma en la búsqueda de un impacto estético y del
delirio barroco aspiraban a despertar la fe desde la sugestión estética, creer
por los sentidos, concebir en la tierra la bóveda celestial.
Un torero estaría más cómodo en chándal, si no fuera
porque el hilo de oro y la seda redundan en la dramaturgia heroica de su propia
misión. Podría decirse lo mismo de una geisha. O de un luchador de sumo en su
sobriedad y su peinado remotos.
La casta tiene un vestuario. Y lo tienen los políticos
corruptos. Y los no corruptos. Cuenta Yasmina Reza en su diario de convivencia
con Sarkozy —El alba, la tarde o la noche— que buena parte de las
conversaciones entre los parlamentarios y estadistas de altura se consumían
presumiendo de traje y de reloj, trivializando como maniquíes las emergencias
de altura.
No es un
problema francés, sino de obsesión universal por el estatus particular. El
estatus frívolo, engominado, perfumado, que banaliza el compromiso original de
hacer de la política un espacio sagrado, aunque cuesta trabajo asumir que la
manera de regenerarlos —la política y el espacio— consista en degradar el
decoro institucional. Ocurre con la estética subversivo-abertzale.
Sucede con el vestuario premeditadamente desaliñado de la CUP. Y también pasa con la indumentaria
"proletaria" de Podemos. Son diferentes porque se visten como
nosotros. Y nos ofrecen un camino de identificación epidérmico. Y nos tutean.
Escribe Saint-Exupéry en El principito que
los científicos cuestionaron arbitrariamente el hallazgo del asteroide B-612
porque el astrónomo turco que lo descubrió iba inadecuadamente vestido. Parece
una moraleja idónea contra el exceso de ortodoxia, pero también decía Karl
Kraus, de ortodoxos hablamos, que una mancha de aceite en la camisa de un
canciller puede originar una guerra. No digamos ya si Bush y Aznar deciden
poner los pies sobre la mesa o si Fidel Castro y Maduro concluyen que el
chándal Adidas es la prenda más cómoda para gobernar, entre eructos y
palabrotas.
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