En el periódico
El País de hoy publican un artículo de Antonio Muñoz Molina que suscribo al
completo. Aquí lo traigo:
El Primero de Octubre era una de las fechas señaladas
en una especie de calendario patriótico que venía al final de la Enciclopedia Álvarez, el libro de texto usado en
mi escuela. Estaba también el Día del Estudiante Caído, y el de la Fundación de
la Falange en el teatro de la Comedia, y el del nacimiento de Su Excelencia el
Jefe del Estado, que fue el 2 de diciembre de 1892. La memoria humana, que para
tantas cosas es tan frágil, se empeña en preservar tonterías. Como la mía era
entonces muy buena, yo la tenía llena de nombres propios y de efemérides de
batallas y de todo tipo de acontecimientos gloriosos, todos ellos ahora
olvidados. El Estudiante Caído se llamaba Matías Montero, y era, junto a José
Calvo Sotelo, uno de los “protomártires de la Cruzada”. Protomártir era una de
aquellas palabras de muchas sílabas y difíciles de pronunciar que formaban
parte del vocabulario franquista que se nos infligía sin miramiento a los
escolares, y que volvía indescifrables las letras de los himnos que cantábamos
en las formaciones pseudomilitares del patio. La Cruzada era la Guerra Civil,
título épico y a la vez sagrado que por esta vez no venía de la burocracia de
la propaganda fascista, sino del Santo Padre en persona, el papa Pío XII, que
había tenido a bien identificar la sublevación de los militares facciosos de
julio de 1936 con las guerras medievales contra los infieles.
Todo es cuestión de palabras. El franquismo cultivaba
una retórica entre de arenga cuartelaria y lirismo falangista que lo empapaba
cotidianamente todo, los discursos, los artículos de periódicos, las noticias
de la radio y luego de la televisión. La guerra era la Cruzada de Liberación;
el golpe de Estado, el Movimiento Salvador; la dictadura, Democracia Orgánica;
los obreros, “productores”; las víctimas leales al bando triunfal, caídos,
protomártires o mártires; el general Franco, el Generalísimo de los Ejércitos y,
en ocasiones, el Centinela de Occidente. Y aquel 1 de octubre alzado sobre
mayúsculas que nosotros nos aprendíamos de memoria era el Día de la Exaltación
del Generalísimo Franco a la Jefatura del Estado. A otros los eligen, los
designan, los nombran. La llegada de Franco a la cabeza de una junta de
militares golpistas tenía que ser mucho más: era una Exaltación, como un
alzarse milagrosamente él mismo, casi como una Ascensión a los cielos. Muy
celestial tenía que ser el personaje para que las máximas autoridades de la
Iglesia católica lo recibieran bajo palio a la entrada de sus catedrales o
basílicas, y para que en las monedas, en torno a su perfil, hubiera aquella
leyenda que era una de las primeras cosas que los niños aprendíamos a leer de
corrido: “Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios". Las monedas de una época desaparecen tan sin rastro de
la circulación como desaparecen las palabras y expresiones específicas. A estas
alturas el Primero de Octubre ya era solo el nombre de un hospital, pero ha
tenido que venir nada menos que el Tribunal Supremo a recordarnos el sentido
originario de la fecha. No he visto que los supremos magistrados usen en su
dictamen la palabra “Exaltación”, lo cual sin duda es de agradecer. Pero a uno
no le hace falta ser un radical —un exaltado, podríamos decir— para que la
sangre se le hiele en las venas al enterarse de que el Tribunal Supremo, el templo
civil de la legalidad democrática, el cónclave de las mentes jurídicas más
sabias y más escogidas del país, considera que aquel día
primero de octubre de 1936 el jefe del Estado de España era el general Franco.
Lo leía y no podía creérmelo. Lo leía y me acordaba de mi enciclopedia escolar
abierta sobre la tapa de madera tosca de un pupitre, en un aula presidida por
un crucifijo y por las fotos simétricas de Franco y de José Antonio Primo de
Rivera (otra muestra de vocabulario: El Ausente). Y luego ya no me hizo falta
volver a leerlo porque pensé en los defensores de aquella legalidad republicana
que según el Tribunal Supremo no debía de existir, ya que en aquel momento, en aquel
octubre, quien representaba al Estado no era el presidente elegido por el
Parlamento de acuerdo con la Constitución, sino un militar perjuro, nombrado
por una junta de generales que habían desatado con un levantamiento la quiebra
irreparable de la vida civil y toda la tragedia y la destrucción de una guerra.
Pero no es un asunto de opinión. A los juristas les
gusta aleccionarnos sobre lo impersonal y objetivo de las leyes, y nos riñen a
los legos cuando mostramos discrepancia o escándalo por decisiones jurídicas en
las que intuimos, en nuestra ignorancia, el sesgo de la ideología o de la
sinrazón. Lo llamativo de este Tribunal tan celoso de las leyes es la
desenvoltura con que las ignora: en octubre de 1936, que se sepa, a pesar de
las consecuencias desastrosas del golpe militar, el único Estado legalmente
establecido era el republicano, el único reconocido internacionalmente, miembro
soberano de la Sociedad de Naciones. Que dos años y medio después, incluso
antes del final de la guerra, los países democráticos empezaran a reconocer al
régimen de Franco, es sobre todo una prueba de la escandalosa soledad
internacional en la que se encontró la España republicana, solo comparable a la
Checoslovaquia entregada en 1938 a Hitler. Pero en octubre de 1936 solo la
Italia fascista, la Alemania nazi y el Portugal de Salazar reconocieron a
Franco como jefe del Estado. Gran compañía para los magistrados del Supremo.
Historiadores a los que respeto muestran una extraña
aquiescencia con este dictamen. Si el jefe del Estado en aquellos días era
Franco, Azaña sería un usurpador, y los que luchaban por la República serían
sublevados. Nada más conveniente, pues, que dejar a Franco en el Valle de los
Caídos, y que secundar a la derecha española en su negativa a reconocer la inmensa
ilegalidad de casi 40 años, la crueldad y la vergüenza de la dictadura. Es
llamativo que quienes reivindican a Don Pelayo, a los conquistadores de
América, a los Tercios de Flandes se quejen de la obsesión por el pasado y por
los muertos cuando se intenta restablecer una memoria democrática, por
equilibrada y rigurosa que sea. No es decente que al cabo de casi medio siglo
la tumba de un dictador sea un monumento público. No es decente ni es lícito, y
ni siquiera creo que sea legal, aunque lo autorice el Tribunal Supremo.
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