miércoles, 22 de octubre de 2025

En la Puerta del Sol de Madrid el Gobierno de la Nación crea un lugar de Memoria Democrática: La Dirección General de Seguridad de la dictadura

En el Boletín Oficial del Estado de hoy se publica el Acuerdo de 20 de octubre de 2025, de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática, por el que se declara Lugar de Memoria Democrática «La extinta Dirección General de Seguridad franquista que tuvo su sede en la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol, en Madrid».

La Dirección General de Seguridad (DGS) en Madrid desempeñó un papel central en la represión política y social durante varias etapas de la historia contemporánea de España, especialmente durante la dictadura franquista. Este edificio, ubicado en la Puerta del Sol y actual sede de la Comunidad de Madrid, se convirtió en un símbolo de la represión del régimen franquista, donde miles de personas fueron detenidas, interrogadas y sometidas a tortura por motivos políticos e ideológicos

https://boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2025-21288

Hace cinco años publiqué un artículo en este blog sobre este asunto y reivindicaba dicho espacio como Lugar de Memoria democrática. 

https://roblesamarillos.blogspot.com/2020/10/en-la-puerta-del-sol-de-madrid-falta.html?m=1

Hoy me siento agradecido después de haber leído el BOE: es de justicia reconocer a las víctimas. Gracias al Gobierno de la Nación, que ha convertido en oficial lo que era una demanda social. Hoy no es día de venganza ni de victoria; es día de reconocimiento y de recuerdo.

Aquí va el proyecto de placa que en su día hice. Vaya en memoria de todos los perseguidos por el régimen dictatorial que gobernó España entre 1939 y 1977.



El Gobierno de la Comunidad de Madrid se opone a que la antigua DGS  sea un Lugar de Memoria:

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Carolina; verano y sol (2025)

     

Han pasado cuatro años y ahora, cuando va terminando el verano, podría escribir sobre ti, Carolina, el mismo artículo de 2021. Cambian un poco los juguetes, las actividades y las canciones, pero, en esencia, todo sigue igual. Por eso traigo aquí aquel artículo, me gusta leerlo de nuevo y ver que el torbellino de tu vitalidad sigue siendo inagotable. Este ha sido el verano en el que te has divertido en la piscina, haciendo largos y llegando hasta el fondo. También el verano de Formigal y de Caparica. El verano de las estrellas desde la sierra del Santo. El del teatro de La Celestina y el de la canción El himno de mi peña. Y, sobre todo, el verano en el que vino a tu vida Cleo, la gatita blanca con manchas negras.  Besitos, Carol.





                                          
                                                                  (Fotos primera y última: ARdA)

2 de septiembre de 2021

Llegas con la fuerza y la alegría de un tiempo de verano por delante, a tu ritmo y en el pueblo, ocupando todo el tiempo y el espacio mientras nosotros aplazamos nuestras rutinas para atenderte.

Tú, Carolina, la niña de los abrazos largos en el regazo de tu abuela al levantarte, la de los dibujos animados, los paseos, los regalos, las comidas compartidas, los juguetes, los baños en la piscina de la herrén, los horarios alargados, las terrazas por la noche, el merendero de Beni, la paella en Las Becerras y el tobogán y la piscina de agua fría, las siestas en el sofá rojo, con dibujos animados de Masha y sus cuentos.

Tú, Carolina, la niña de los recortes de las revistas, la de las pegatinas, el coloreado, la bañera y tu resistencia al secador, los vestidos y otras ropas elegidos cada día a tu gusto, las mañanas animosas y las tardes lentas y larguísimas, las buenasnoches de la abuela con cuento dentro, el columpio de los mayores en el parque, el tobogán y la atracción nueva, las visitas a la tienda de Any y a la de Marisol, los paseos por el mercadillo los jueves, las visitas a la tienda de los chinos, los paseos con Pipo, la nueva muñeca de Barbie, la jaula de los pájaros cantores, la carroza de los príncipes, las revistas, la cocinilla, las cajas y los libros de la troje, las bolas, los cuadernos, los trajecitos, los juguetes.

Tú, Carolina, la niña cuya tristeza alguna vez asomaba, las peleas con el abuelo, el hablar y hablar y hablar, la alegría resuelta y mantenida, el violonchelo, el piano, las canciones repetidas, Verano y sol, La playa estaba desierta, Para ser conductor de primera, tus explicaciones sobre el ritmo sincopado de Antón Pirulero, el no parar, la casa llena de revistas, de libros, de lápices, de rotuladores, de trastos, de palabras, todo lleno, todo lleno de cosas, de ti, el silencio de la noche y la pausa hasta el día siguiente.

Y un día viene tu madre al pueblo, hace la maleta, te montas en el coche, te despides y regresas con ella a Lisboa, os quiero mucho, abuelos, mis amores, nos dices, mientras te asoman unas lagrimitas, nos coges de la mano, adiós abuelo, adiós abuela, y el coche se pierde por la calle de Olivares.

Todavía con los ojos húmedos vamos recogiendo la piscina, los juguetes, las revistas, los libros, los cuadernos y las muñecas,  colocamos todo en la troje, reorganizamos las habitaciones, la cocina, el porche, el pasillo, el patio, todo vuelve a su  rutina, la casa vuelve a estar en nuestro silencio, recuperamos con ganas nuestra vida diaria y, a la vez, te añoramos, nos sentimos bien y, a la vez, te echamos de menos, apreciamos más nuestro silencio, pero hay un sinfín de palabras tuyas por toda la casa.

Hasta pronto Carolina, besitos, verano y sol que se acaba, Antón Pirulero que seguirás cantando sincopado, como te gusta, animoso y vivaz, hasta pronto, Carolina, besitos de tus amores, tus abuelos.

 Antón, Antón, 

Antón Pirulero,

cada cual, cada cual, 

que atienda su juego,

y el que no lo atienda, 

pagará una prenda.

Antón, Antón…

                                                                             

 Jesús Bermejo

Los Navalmorales, 2 de septiembre de 2021

                        


               















martes, 26 de agosto de 2025

Puertas y ventanas de Los Navalmorales

Hay días del otoño en los que, de buena mañana, paseas sin prisas por el pueblo y te fijas en las viejas y en las nuevas construcciones. Vas así dándote cuenta del grado de conservación de la vivienda tradicional. Contemplas casas de uno o dos pisos, con muros de piedra y tapiales anchos, densos y maternales, y puertas y ventanas distribuidas con armonía y gran belleza rítmica, sólo afeada por cables de todo tipo que las asedian sin pudor. 

Casas que son señales de una forma de concebir la existencia, con portales, alcobas y cocinas en la planta baja, cerca del patio, alrededor del cual gira la vida doméstica. Miras con parsimonia las puertas de madera, ese don de la naturaleza que, de forma implacable, va siendo sustituido por el hierro o el aluminio. Las ves en casas humildes y nobles, en herrenes y corrales. Y te emocionas ante algunas que, de puro viejas, pareciera que fueran a venirse abajo, pero resisten gracias a la nobleza de su factura y a las manos de sus dueños.

Sin prisas, te paras ante esas ventanas, unas sencillas, otras primorosamente enrejadas, que agilizan las paredes y abren huecos sabiamente orientados. Te encaramas a los lugares más insospechados y contemplas esos tejados que perfilan perspectivas desconocidas y conservan las tejas viejas, esas tejas que preservan del calor y cobijan del frío mejor que muchos materiales nuevos. 

Subes a la Sierra del Santo y observas el verde de los patios y el rojo de los tejados. Y la torre, fina y majestuosa, destacando por su lozanía y por ser referencia obligada para señalar todo.

Al terminar tu paseo, entras en la taberna y bebes una cerveza a la salud de los que mantienen las casas tradicionales, las remozan y las renuevan. Saben que así están disfrutando de la sabiduría de sus antepasados. 

Jesús Bermejo 

Otoño de 2001


          


       

        

lunes, 25 de agosto de 2025

Gregoria

En el verano de 2000 escribí un cuento inspirado en Gregoria, una señora de 87 años a la que conocí cuando la Mesa de Trabajo por Los Navalmorales publicó un libro de poesía suyo titulado Desde mi casita vieja. Este cuento lo subí al blog en 2011. Hoy, al acordarme de Gregoria, lo traigo de nuevo aquí, veinticinco años después, en su memoria.  



Al tocar el timbre, leo un papel pillado con el marco de la puerta: “Estoy en casa, llámame por la huerta”. Me acerco y, por una rendija de la puerta falsa, veo a Gregoria entre flores y árboles, repartiendo el agua con su surtidor como una diosa griega.

—¡Gregoriaaa!— No contesta. Insisto. Al poco rato, sale a mi encuentro, mañanera y sonriente.

—Te estaba esperando, aquí, entre los tomates y las calabazas. Todavía no me he puesto el aparato, hasta mediodía voy sin él, por eso no te oía.

Viste un blusón de color negro, ancho y fresco, que luce un pavo real destacando en la negrura. Lleva el pelo recogido bajo una gorra de béisbol de visera amarilla, y los pies calzados con unas zapatillas de deporte blancas.

Ya ves, en pleno verano y con calcetines de lana, así me duele menos la pierna.

Gregoria tiene 87 años, varios hijos y nietos, dos perros, un gato y una casa de pueblo, con un patio alegre y fresco y una huerta verde al lado. En cuanto apunta la primavera, deja la ciudad y se viene a vivir a su aire hasta que llegan las primeras heladas. Aquí cuida de sus plantas y de sus animales, come lo que le gusta, habla con quienes la visitan y escribe cuando le llega la inspiración.

La casa es su vivo retrato. La hicieron entre ella y su marido, y aún se ve la ilusión sembrada en los rincones. Entras en el portal y te transportas a su edad joven, los baldosines de los cincuenta, las paredes jalbegadas, las puertas de gris, los cuartones sujetando el techo de ladrillos rojos... Es una casa de jornaleros.

—Al salir de la cárcel, a mi marido, pobrecito mío, estaba ensangrentado como el Señor en la pasión cuando fui a verlo donde la Catalana, solo le daba jornales el abuelo de tu mujer. Pero aquello no bastaba, así que tuvimos que irnos a Madrid. Allí pasé veinte años, los mejores de mi vida, cuidando a una señora inválida. Hasta que murió y decidimos volvernos al pueblo.

Avanzas por el portal y surge, a la derecha, la alcoba: una cama grande, una mesilla de noche y una cortina blanca que protege la intimidad del descanso. Al lado de la ventana, una mesa redonda, un sillón mullido y unos cuantos cuadernos recogen su imaginación y la convierten en poesía.

En el cuarto de enfrente, ves una chimenea y dos sofás, en los que Gregoria pasa buenos ratos descansando, atizando la lumbre, viendo la televisión o leyendo. Unas anillas, que penden del techo, le permiten hacer frente a los chasquidos de las articulaciones y mantener su pierna en buen estado.

La cocina es un remanso de libertad. La única regla consiste en comer cuando hay hambre, cosas sanas, un poco de todo, que todo es bueno.

—Estuve diez años tomando sólo verde, nada de carne ni pescado, pero ahora como lo que quiero.

Al lado de la cocina, el jardín, una fuerza de misterio que ella cuida con primor: rosas, jazmines, petunias, claveles, geranios, lirios, gladiolos... El pozo, que trae agua de lo profundo mediante un sistema ingenioso, le permite regar durante toda la mañana. Recluidos en la leñera, mientras dure mi visita, los perros quedan atrás.

Gregoria me hace pasar a la huerta y me enseña su peral, su manzano, —se cae la fruta porque este año no he fumigado— el albaricoquero, las calabazas de cabello de ángel, los tomates, los pimientos, las cebollas...

—Antes cogía todos los albaricoques, ninguno se pudría. Al levantarme, iba al árbol y comía hasta que no podía más, me gustaban mucho. Ahora, sólo dos o tres. Ya nadie los quiere, ayer los varearon para los cerdos, aún no han venido por ellos. Al final, ya verás, abriré un hoyo y los enterraré, yo ya no estoy para llevarlos al contenedor.

Se agacha y arranca una planta para que la siembre en mi jardín, dice que da unas flores azules muy bonitas y que apenas hay que cuidarla.

—Hasta hace poco, todo esto lo tenía sembrado y limpio, no había ningún hierbajo. Ahora, aquí me ves, sufrida en el azadón, que es ya más bastón que herramienta. Me tendrán que enterrar con él.

Ya en el frescor del portal, Gregoria me cuenta cosas de su vida, penalidades y alegrías, que de todo ha habido.

—Una vez me dijo un médico: “Señora, lo que tiene que hacer usted es olvidarse de las cosas malas y acordarse sólo de las buenas. Es como mejor se vive”. Yo creo que tenía razón aquel doctor, pero es imposible llevarlo a cabo. 

Gregoria disfruta con la casa y con la huerta, con el jardín y con su imaginación. El año pasado le publicaron Desde mi casita vieja, un libro que recoge sus mejores poesías y que, claro está, se sabe de memoria.

—Yo disfruté mucho aquellos días, mucho. Me decía la gente: “Vamos, mujer, a tu edad, vas y escribes un libro”.

Gregoria me dice que este invierno ha estado escribiendo cuentos.

—De niña, mi madre me entretenía con algunos, por ejemplo, el de la cigarra y la hormiga. Yo los arreglo a mi manera, doy nombre a los personajes y me invento cosas— dice con picardía ladeando la visera de su gorra.

Sentada en su silla, mientras habla relajada y contenta, me fijo en su mirada y en sus manos, en su voz y en su apariencia, una sinfonía de atrevimientos tan libre y personal como cuando sale a la calle, con su moño alto, su blusa de encaje y su pantalón negro.

—Ya no puedo andar mucho, me falla la pierna. Al ir a algún recado, a veces me tengo que volver desde la plaza, porque no puedo más. Estoy torpe, me canso mucho cuando salgo.

—Ya quisiera mucha gente agacharse como tú lo hacías hace un rato— le digo.

—A mí eso no me cuesta trabajo, lo he hecho toda la vida, y además me viene bien para las piernas.

Me habla de la Residencia, y de cómo una monja que en ella trabaja le comentó que tenía que ingresar pronto, que allí estaría mejor atendida.

—Sí, le dije, pero si yo me levanto hoy con gana de comer pimientos fritos, voy a la huerta, los corto, los frío y me los como. En la Residencia me aviarían con un vaso de leche y unas galletas, velahí la diferencia.

Después de un buen rato conversando, me despido de Gregoria y la invito a ir a mi casa. Ella se sumerge en la soledad de la suya, como hacemos todos cuando, cerradas las puertas y calladas las voces, seguimos conviviendo con nosotros mismos”.

                 

 

 

 

miércoles, 30 de julio de 2025

El renacer de la higuera y el árbol del amor después de una poda radical



 

Hoy le envié a mi amigo Juan Pablo un mensaje por wassap y unas fotos. Un buen rato estuvimos de cháchara sobre los árboles podados en diciembre:

Jesús:

“Al venir del bar Avenida, se ven en tu calle los árboles que podaron en invierno, con muchas ramas y un verdor desatado. Y aquí, en casa, también ese verdor desatado, tras meses de tristeza por la poda a la que fueron sometidos la higuera y el árbol del amor”.

 

Juan Pablo: 

“¡Ha sido fertilizador!  ¡Qué vigor y qué alegría en esas ramas brotadas! ¡Enhiestas hacia el cielo! ¡Exuberante!”

 

Jesús:

“Bien creí, por momentos, que me los había cargado. Tú me animabas...Yo, con ironía, os decía que me abrazaba al tronco de la higuera como para darle fuerzas...”

 

Juan Pablo:

“Lo recuerdo. Pero siento decirte que tus afectos no fueron causa de su esplendor sino resultado de la insensible poda radical”.

 

Jesús:

“Esa insensible posa radical fue la causa de mis abrazos, como disculpa y descargo...” 

 

Juan Pablo:

¡Renacieron de sus esqueletos! 


     










 

Dos artículos sobre el libro Robles Amarillos

En el número 47 de la revista Forja, de Los Navalmorales, publicada en julio de 2025, aparecen un par de artículos dedicados a Robles Amarillos. Uno de ellos es de Isidoro Moreno; el otro es de Tomás Fernández (seudónimo de Javier Bermejo). Traigo aquí los dos como recuerdo de la presentación de mi libro en la Biblioteca Municipal Eugenio Trías de Madrid, en febrero de 2025 y en la Biblioteca Municipal de Los Navalmorales en marzo del mismo año. Gracias a los dos por vuestras palabras y por vuestros elogios.


  

¿POR QUÉ ME HUBIERA GUSTADO ESCRIBIR ROBLES AMARILLOS?

Después de leer y releer Robles Amarillos, mi conclusión fue muy clara: “Me hubiera gustado escribirlo”. Lo primero que me sedujo fue esa fluidez de palabras siempre oportunas con unos giros poéticos que sorprenden y enamoran: “[...]de una alicaída estancia llena de melancolía”. Y es que Jesús juega con el idioma y nos atrapa en ese juego, juego profundo que resalta aún más el contenido.

“En cuanto entrabas en aquel portal ˗mitad pasillo hacia la escalera, mitad comercio cerrado y fantasmagórico˗ y contemplabas el mostrador despejado y silencioso, echabas de menos el rumor de las conversaciones de tío Benja con sus clientas, el olor de los tejidos, el roce de las telas, y sentí as una melancolía desconcertante ante aquel vacío de estanterías tristes, como mi pueblo después de la función, como la mirada demandante de los niños huérfanos”.

“La melancolía después de la función”. ¡Qué cercanas sentimos esas palabras los que tenemos la suerte de tener un pueblo! Por cierto, Aravalle, el pueblo de Robles Amarillos, aunque tiene solo 114 habitantes, tiene tres barrios como nuestro Navalmorales, pero tan separados que podrían ser tres pueblos. Nosotros fuimos dos pueblos, pero ellos siempre fueron uno y ya veréis qué interesante resulta moverse por esos tres barrios singulares y escuchar al tío Pepe.

“Nos acercábamos a tío Pepe, un viejecito que se sentaba en la ventana del maestro a tomar el sol, y le decíamos: «Tío Pepe: nos cuente un cuento». Y tío Pepe nos llevaba con sus palabras muy lejos del pueblo, tanto que, cuando el sol ya iba embocando por la sierra y nos teníamos que ir a nuestras casas, para dar de comer a las gallinas y a los cerdos, lo dejaábamos en su rincón, pero seguíamos imaginando sus viajes a África o sus aventuras en la guerra de Cuba”.

Pues ahora el contador de historias es el tío Jesús Bermejo y nos produce el mismo deslumbramiento que les producía a ellos el tío Pepe. Y es que el tío Jesús realiza un atinado retrato fisiológico, sociológico y sicológico del mundo de Aravalle ˗tan cercano al nuestro˗ y de los estertores de una sociedad plagada de prejuicios y arbitrariedades.

“La educación sentimental, en la sociedad en la que yo fui creciendo, no consistí a en conocer y encauzar algunos instintos desde la infancia sino en negarlos sin más; era la impostura de la sinrazón contra la naturaleza de las cosas, que solo podía traer como consecuencia la hipocresía o la angustia. [...]

¡Qué pena que, viniendo de un acto de placer, se nos negase el gozo de conocer con naturalidad de dónde venimos!”

Robles Amarillos ayuda a vivir y a revivir ese tiempo ˗amarillo pálido˗ cuyo colofón es la ilusionante llegada de la democracia, que fue capaz de superar embestidas como el golpe de estado del 23F.

“Casi toda España respiró ilusionada. Se notaba que, por fin, se iba asentando la democracia. [...] Tenía claro que la vida es un camino ya andado que se estrena cada mañana. Un camino en el que se cumple aquel verso de Antonio Machado que quedó grabado en mi cabeza cuando apenas lo entendía y que, por fin, vi claro algún tiempo después: «Hoy es siempre todavía»”.

Las personas jóvenes van a vivir estos Robles Amarillos intensamente, y las contemporáneas del autor, como yo, los vamos a revivir apasionadamente. El minúsculo- majestuoso mundo de Aravalle ya forma parte de nuestro imaginario, como aquel lejano Macondo de nuestra juventud o ese lugar de la Mancha que seguimos buscando obstinadamente.

Para Jesús Bermejo, Robles Amarillos es el paraíso perdido de la infancia; para nosotros, el paraíso encontrado en la madurez. Cuando el niño parece que ya puede viajar hasta esos inalcanzables Robles Amarillos, donde viaja es a Madrid y allí también descubrirá otra sierra, ahora alcanzable.

“Hace muchos años que llevo conmigo las dos sierras, mis contertulios fieles y discretos: Robles Amarillos, la sierra de mi infancia, el temblor de lo escondido, y Guadarrama, la conquista de lo nuevo, el secreto de la juventud”.

Pues esos secretos de juventud los compartimos allá en lo alto de Robles Amarillos y del Guadarrama. Confieso que lo he leído con la misma pasión que si fuese una novela de altura, con la ventaja de que, al terminarlo, no se hace borrón y cuenta nueva; sino que se rumia sabiendo que gran parte de aquello pasó y sigue pasando. El amor y las contrariedades se repiten, y, gracias a poner los ojos en esas alejadas sierras, vamos descubriendo en el horizonte que merece la pena soñar. Y sí, me hubiera gustado escribir Robles Amarillos, pero he disfrutado aún más leyéndolo y releyéndolo. Y es que me fascina escribir, pero ˗todavía más˗ leer; aunque confieso que leyendo El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, me quedé desconcertado con las palabras de Cervantes: “y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio”. Pues a eso es a lo que os invito, a que perdáis, a que perdamos el juicio caminando entre estos Robles Amarillos para llegar a esos paraísos perdidos y encontrados, para vivir entre sus ramas los amores y los desamores, el arraigo y el desarraigo, las grandezas y las miserias de lo cotidiano, en definitiva: la vida.

Gracias a José Antonio Fernández de la Orden y a su editorial Mundo Libre Libros por esta edición tan bella y cuidada. Y, sobre todo, gracias a Jesús por ofrecernos estos inspiradores Robles Amarillos, símbolo de amistad, fuerza y belleza natural.

     Isid(o)ro Moreno Sánchez

  


UN TIEMPO RECIENTE QUE CONVIENE NO OLVIDAR

 

Presenta Jesús Bermejo las memorias de sus primeros treinta años de vida con un título en verdad sugerente, Robles Amarillos. Alude con ese nombre a la sierra que se contempla desde el balcón de su casa infantil, en tierras de Gredos, una sierra primordial que con el paso del tiempo acabó emparejándose con otra no muy lejana, la de Guadarrama, bien visible desde Madrid, su residencia desde los diez años hasta hoy. Con la vista clavada en esos dos paisajes de fondo, que señalan un límite o una frontera imaginaria, el autor va desgranando los pormenores de una biografía que, por sí misma, es también retrato de una época tan cercana en el tiempo como lejana en sus formas, una época que, por desgracia, las nuevas generaciones desconocen en gran medida. De ahí la necesidad de obras como esta, tan pegadas a los detalles concretos, tan necesarias para saber de dónde venimos, quiénes somos y por qué debemos valorar en su justa medida lo que tenemos.       

Organizado en dos partes, el libro abarca los treinta primeros años del autor con una estructura interna ajustada a esas tres décadas: la infancia de Jesús en su pueblo de Aravalle, una segunda década de formación, en Madrid, y los diez años posteriores a la muerte de su madre, un golpe del destino que marcó un antes y un después en la vida de Jesús Bermejo y su familia.

Como en tantos otros casos, la infancia es en estas memorias una evocación del paraíso perdido, un paisaje espléndido en el que la vida transcurre sin más sobresaltos que los pequeños contratiempos de la vida diaria. De este modo, el autor va describiendo las costumbres de la vida rural, las incidencias familiares, los grandes descubrimientos de una mente despierta (y la del autor lo es en grado sumo), los contratiempos que ponen en entredicho el orden del que hablábamos (el episodio de la ‘rodancha’, las fechorías de ‘Golío’) o las anécdotas amables que dibujan un mundo cerrado y perfecto (los abuelos zurdos, la feria de ganado, las primeras letras…).

Cumplidos los diez años, el paisaje cambia por completo. Como en tantos otros casos, la deficiente red educativa de aquella época obliga al autor a viajar lejos de casa para continuar su formación escolar. Tras obtener una beca, condición necesaria para costear los estudios, Jesús abandona su aldea y se traslada a Madrid, la capital legendaria, tan distinta de Ávila o Plasencia, más cercanas a su natal Aravalle. Paradójicamente, la inmensa capital queda reducida a las cuatro paredes del internado donde el autor vive recluido durante nueve meses al año. Pero todas las paradojas tienen su réplica en esta vida, porque entre esas cuatro paredes Jesús va descubriendo un mundo nuevo asociado al conocimiento y a su curiosidad insaciable. Con un detalle añadido, las salidas dominicales al cine organizadas por el colegio, todo un caudal de vivencias que expanden hasta el infinito las reducidas dimensiones del internado.

En este nuevo panorama, que viene a sustituir al de los primeros años, irrumpe como un ángel exterminador la grave enfermedad del padre del autor, una circunstancia que provoca, primero, la ruina familiar (no hay seguros, ni pensiones, ni ayudas de ningún tipo, como bien ignoran muchos de nuestros jóvenes de hoy) y, más adelante, la emigración en condiciones extremas (jornadas de quince horas de trabajo, sin días de descanso, sin vacaciones). Entretanto, la evolución académica de Jesús Bermejo alcanza la excelencia, hasta el punto de conseguir el Premio Nacional de Magisterio, un éxito que, a pesar de las dificultades de la familia, termina asociado de forma natural a los nuevos horizontes de juventud (el amor, los amigos, los Beatles…).

Pero la rueda de la Fortuna vuelve a golpear, y la muerte de la madre rompe definitivamente el equilibrio: colapso de la familia y nueva emigración obligada. Con diecinueve años, el joven profesor toma el toro por los cuernos y se convierte en el sostén económico y emocional de la familia, con el padre intentando ajustarse a las dificultades de una ciudad inhóspita y los hermanos menores tratando de adquirir nuevas rutinas en sus nuevos colegios.

Paso a paso, sin desfallecer ante las dificultades, la familia va encontrando un nuevo equilibrio. Jesús Bermejo desgrana en esta fase final de la obra los pormenores de un tiempo nuevo en el que, casualidades del azar, el final de la dictadura coincide con la recuperación de la familia. Son los años en los que Jesús ejerce ya como profesor titular, disfrutando de la vocación soñada y de la libertad recién conseguida, una promesa de futuro en el que los zarpazos del destino no tendrían por qué condenar a nadie a la miseria y la desolación. En este sentido, como se dijo al principio, estas memorias resultan ser un documento único para conocer los entresijos de un tiempo reciente que conviene no olvidar.

Pero antes y después de su valor como documento, estos Robles Amarillos son una delicia para el lector, un regalo de primavera del que, sin duda alguna, podrán disfrutar quienes se acerquen a sus páginas.

    Tomás Fernández, Plasencia