domingo, 22 de diciembre de 2024

Dos artículos en El País sobre una placa dedicada a Miguel Hernández en Madrid y un par de posdatas

El 21 de diciembre de 2024, publicó El País un artículo de Antonio Muñoz Molina titulado "Lobotomía democrática", que comienza hablando de una placa dedicada al poeta Miguel Hernández. El 31 de diciembre de 2019, Nieves Concostrina escribió en el mismo periódico otro artículo sobre dicha placa, cuyo título era "La cárcel de Torrijos". Ahí van los dos.

 

Lobotomía democrática

Antonio Muñoz Molina

"En una fachada de Madrid, en la esquina de Juan Bravo y Conde de Peñalver, hay una de esas placas modestas en las que no se fija casi nadie a no ser que vaya a propósito. Son placas más apropiadas para el olvido que para el recuerdo. Están muy altas, de modo que uno puede pasar al lado sin verlas, y como la letra es pequeña no todo el mundo tendrá la vista suficiente para descifrarlaLa que yo miro siempre que paso por ahí nunca deja de conmoverme y de indignarme. No la puso el Ayuntamiento, como yo creía recordar, sino la Sociedad General de Autores, he comprobado esta misma mañana. Y dice, literalmente: “Miguel Hernández (...) compuso en este lugar las famosas ‘Nanas de la cebolla’ en septiembre de 1939″. Como en el edificio hubo una clínica, y ahora una residencia de ancianos, alguien poco informado podrá imaginar que Miguel Hernández estuvo internado allí a causa de alguna dolencia, que no debía de ser muy grave si le dio tiempo y sosiego para escribir un poema célebre. En 1985, la SGAE, no el Ayuntamiento, entonces socialista, tuvo el arranque de conmemorar la escritura de uno de los poemas de verdad esenciales de la literatura española del siglo, pero por algún motivo consideró inoportuno, o innecesario, recordar que el poeta estaba condenado a muerte y muriéndose de tuberculosis, de frío y de hambre, y que esa clínica de muros de ladrillo y jardines amables había sido una de las prisiones que se multiplicaban por Madrid y por toda España para encerrar a los centenares de miles de vencidos de la guerra que no pudieron escapar o esconderse. En medio de esa innumerable multitud, el poeta Miguel Hernández, espíritu libre y soldado del ejército de la República, escribía unas nanas para su hijo hambriento y escuchaba cada noche la lista de los que iban a ser ejecutados, temiendo a cada momento que su nombre estuviera en ella.

La democracia española quiso poner sensatamente todo su acento en la reconciliación, pero desde el principio fue mezquina y olvidadiza con las víctimas de la posguerra y de toda la dictadura, con los represaliados, los exiliados, los militantes antifascistas, los luchadores del sindicalismo clandestino, hombres y mujeres de un coraje y una integridad más firmes todavía porque en lugar de extraviarse en los desvaríos teóricos universitarios se concentraban en la lucha por los derechos de los trabajadores. Ahora la derecha asegura que por delante de la memoria pone la concordia, y que si se niega a honrar a las víctimas del franquismo es para no abrir heridas, para no fomentar el odio. Pero quienes desde muy pronto hablaron de reconciliación no fueron los vencedores ni sus herederos, sino los derrotados y los perseguidos. El presidente Manuel Azaña pidió “paz, piedad, perdón”, en su discurso estremecedor en Barcelona en julio de 1938. Y fue el Partido Comunista, en 1956, con miles de militantes en las cárceles, el que promovió una política de reconciliación nacional entre los vencedores y los vencidos.

La triste verdad es que, durante muchos años, de las víctimas y de los luchadores no quería acordarse casi nadie, y no por culpa de ese cobarde “pacto de silencio” del que se ha hablado y escrito tanto. No hubo ningún pacto de silencio por la triste razón de que no hacía falta. Con unas cuantas excepciones, todo el mundo, y no solo en la política, sino también en el ámbito confuso en el que se cruzan la actualidad y la cultura, prefería no acordarse de los que más habían sufrido, ni mostrar gratitud hacia los que más habían luchado, ni reconocimiento a los que habían escrito en la clandestinidad o el destierro. Y fue una cuestión de moda. Había que desprenderse cuanto antes de un pasado inmediato que de la noche a la mañana se había quedado arcaico. Había que ser moderno sin interrupción, como el dandi de Baudelaire, y todo lo que sonara a antiguo, a rancio, a provinciano, a sombrío, era un estorbo en la afiebrada modernidad de los años ochenta. Había que dejar cuanto antes atrás no solo el franquismo, sino también el antifranquismo, y del mismo modo que se descartaron las chaquetas de pana, las barbas espesas y el tabaco negro —todo lo cual era de agradecer— se despreció el legado formidable de la cultura liberal, republicana y emancipadora que se extinguió con la guerra, con sus severas exigencias éticas y su insistencia en el laicismo y la instrucción pública.

La persistencia de la corrupción, el desdén hacia el conocimiento y el secuestro de una parte creciente de la educación por intereses especulativos y clericales tienen que ver con la pérdida de esos principios que la izquierda dejó de hacer suyos justo cuando más oportunidad tuvo de recuperarlos, en los largos años de mayorías socialistas. Se desdeñaron los principios, con la disculpa de la urgencia de las tareas prácticas, pero también se desdeñó y se olvidó a quienes los habían hecho suyos, los exiliados que volvieron para ser recibidos por la indiferencia, los veteranos cuyas historias nadie quería ya escuchar, los dañados por la prisión y la tortura que no recibieron compensación moral alguna, y todavía menos recompensa material que no fuera tardía o miserable, o inexistente.

Ahora llega el medio siglo de la muerte de Franco y la buena voluntad, por fin oficial, de la memoria democrática choca con el inconveniente de la brevedad de la vida humana, porque una gran parte de los que sufrieron y merecían reparación han muerto. Y choca más todavía con la dureza de corazón de una derecha a la que no le basta con un empeño activo de lobotomía histórica y política, con una indiferencia inhumana hacia el sufrimiento y el heroísmo de quienes se atrevieron a jugarse la vida para enfrentarse a un régimen que no dejó nunca de celebrar vengativamente su victoria en la Guerra Civil, ni dejó de torturar y matar hasta más allá de la muerte del tirano. Ahora, además, ha descubierto el sarcasmo. Núñez Feijóo, el hombre de la blanda máscara de goma, fuerza un conato de sonrisa para explicar que el pasado le da mucha pereza, porque lo suyo es el mañana, y que la izquierda es tan retrógrada que se muere de nostalgia por los años cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los setenta. Se ve que la izquierda añora las cárceles, los juicios sumarísimos, las condenas sin misericordia, la persecución, el despojo de los bienes y de los puestos de trabajo, las torturas, las cabezas rapadas, la pérdida de todos los derechos, incluyendo el derecho a la vida.

No hay en Europa partidos conservadores que sean hostiles al recuerdo de los horrores de las dictaduras y que se nieguen a honrar a sus víctimas. Sería inaudito que alguien en la derecha portuguesa dejara de condenar la dictadura de Salazar, o que en Francia o Alemania no participara en la conmemoración de las víctimas y los luchadores de la resistencia. Ese negacionismo está reservado estrictamente a la extrema derecha. En Alemania, la antigua sede de la Stasi es un museo, y también lo es en Lisboa la sede de la PIDE, la policía política de Salazar, donde están las fotos y los testimonios de quienes sufrieron cautiverio y tortura en sus celdas. En Madrid, en lo que fue la Dirección General de Seguridad, hay una placa que celebra el levantamiento del 2 de Mayo de 1808, pero ni una sola huella, ni un recuerdo, a toda la gente que pasó por esas celdas y esos siniestros despachos en los que se torturaba y en ocasiones se asesinaba. El portavoz del Gobierno regional, que tiene su lujosa sede en el edificio, acaba de anunciar que no permitirán que sea designado como “lugar de la memoria democrática”, ni que sea usado el próximo año para ningún acto conmemorativo. Pero cuanto más niegan, borran, ignoran, desprecian, más revelan sin darse cuenta la fealdad de lo que son".

 

La cárcel de Torrijos

Nieves Concostrina

"La Sociedad General de Autores y Editores, esa institución tan, tan, tan prestigiosa, creyó rendir un merecido homenaje al poeta Miguel Hernández cuando, a mediados de los ochenta, instaló una placa de mármol en una vieja fachada de ladrillos de la calle del Conde de Peñalver, casi esquina con Juan Bravo. La leyenda de la lápida dice: “Al poeta Miguel Hernández, que compuso, en este lugar, las famosas “Nanas de la cebolla” en septiembre de 1939 (…) Se inauguró está placa el 15 de octubre de 1985…). El motivo era el homenaje nacional a Machado, Lorca y Hernández.

Aquel pretendido homenaje nacional, seguramente con tan buenas intenciones como mal calculado, con los reyes presidiendo, el vicepresidente Alfonso Guerra clausurando, y con una rimbombante comisión formada por apellidos tan rimbombantes como Alberti, Buero Vallejo, Laín Entralgo… fue puro fuego artificial. Mejor dicho, fue un completo fracaso. Eso sí, a ojo, aquel batiburrillo de ciento y pico actos con más jefes que indios debió de costar una pasta gansa.

Como testimonio de aquella ruinosa convocatoria cultural (quizás solo superada por la del cuarto centenario de Cervantes en 2016) queda esa placa en la calle del Conde de Peñalver que, más que servir como recuerdo, ofende la memoria histórica en general y la de Miguel Hernández en particular.

Ese “lugar” al que se refiere la placa… esa fría palabra que el diccionario define como “porción de espacio”, era una cárcel. Parece mentira que esa cobarde redacción en homenaje a un poeta que, ya es sabido, fue represaliado, encerrado en varios “lugares” y finalmente abandonado a su suerte y a su tuberculosis hasta dejarlo morir en otro “lugar”, saliera de esa institución privada que presuntamente vela por los intereses de los autores.

Miguel Hernández, efectivamente, compuso “Nanas de la cebolla” durante su encierro en la cárcel de Torrijos. Así se la conocía en Madrid durante la guerra civil porque estaba en la calle de Torrijos, de José María Torrijos, el liberal al que fusiló el cretino borbón Fernando VII. A principios de los cuarenta desahuciaron al constitucionalista de su calle y se la dedicaron al conde. Obvio.

En esa cárcel, en ese “lugar” al que se refiere eufemísticamente la SGAE, accedían las visitas por la entrada que hay a unos metros de esa placa para llevar a los rojos allí encerrados el paquete semanal con una muda, cuatro cigarrillos y cien gramos de chicharrones. Eso es lo que mi madre, con ocho años, le llevaba a mi abuelo en septiembre del 39, que estaba allí, en ese “lugar”, compartiendo patio, piojos y rancho con Miguel Hernández. Sin saberlo, claro. Mi abuelo era analfabeto, pintor de brocha gorda y no se trataba con poetas.

Todos los que pasaron por aquella prisión de la dictadura merecen que a las cosas se las llame por su nombre. Aquello no fue un “lugar”. Aquello fue la cárcel de Torrijos".

  

Parque del Oeste. Monumento a Miguel Hernández

Este monumento se levantó en 1985 como homenaje al popular poeta de Orihuela, que tan sólo vivió entre 1910 y 1942, y en tan corto tiempo escribió algunas de las mejores páginas de la literatura española. A iniciativa de la asociación de Ex-presos Represariados Políticos se erigió e inauguró el 30 de Marzo de 1985 este homenaje, en un momento de reivindicación de los poetas víctimas de la Guerra Civil y de la represión del bando vencedor.

Autores

DOMÍNGUEZ UCETA, Enrique (Arquitecto)

LÓPEZ CALLEJA, Miguel Ángel (Escultor)

 


 Una carta mía publicada el 3 de octubre de 2921 en El País 


Honrar la memoria

3/10/2021      https://elpais.com/opinion/2021-10-03/insensibilidad-y-humillacion.html

El País editorializaba el pasado viernes sobre la posibilidad abierta por el Constitucional de investigar los crímenes ocurridos durante la dictadura franquista, sin que, por hacerlo, se deriven consecuencias penales para los responsables de aquellos delitos porque aquellas atrocidades ya han prescrito. Estaría bien que entre las decisiones que pudieran tomar las autoridades estuviera la de colocar en el edificio de la Puerta del Sol de Madrid una placa que dijera: “En los sótanos de esta casa, la antigua Dirección General de Seguridad, estuvieron detenidas miles de personas, que sufrieron torturas y humillaciones por luchar por la libertad. Incluso, algunos fueron asesinados impunemente. Ocurrió entre los años 1939 y 1977, durante la dictadura franquista”.

¡Ya está bien!

 

 

 

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