El 21 de diciembre de 2024, publicó El País un artículo de Antonio Muñoz
Molina titulado "Lobotomía democrática", que comienza hablando de una placa dedicada al poeta Miguel Hernández. El
31 de diciembre de 2019, Nieves Concostrina escribió en el mismo periódico otro artículo sobre dicha placa, cuyo título era "La cárcel de Torrijos". Ahí van los dos.
Lobotomía
democrática
Antonio Muñoz
Molina
"En una
fachada de Madrid, en la esquina de Juan Bravo y Conde de Peñalver, hay una de
esas placas modestas en las que no se fija casi nadie a no ser que vaya a
propósito. Son placas más apropiadas para el olvido que para el recuerdo. Están
muy altas, de modo que uno puede pasar al lado sin verlas, y como la letra es
pequeña no todo el mundo tendrá la vista suficiente para descifrarla. La
que yo miro siempre que paso por ahí nunca deja de conmoverme y de indignarme.
No la puso el Ayuntamiento, como yo creía recordar, sino la Sociedad General de Autores, he
comprobado esta misma mañana. Y dice, literalmente: “Miguel Hernández (...)
compuso en este lugar las famosas ‘Nanas de la cebolla’ en septiembre de 1939″.
Como en el edificio hubo una clínica, y ahora una residencia de ancianos,
alguien poco informado podrá imaginar que Miguel Hernández estuvo internado
allí a causa de alguna dolencia, que no debía de ser muy grave si le dio tiempo
y sosiego para escribir un poema célebre. En 1985, la SGAE, no el Ayuntamiento,
entonces socialista, tuvo el arranque de conmemorar la escritura de uno de los poemas de verdad esenciales de la
literatura española del siglo, pero por algún motivo consideró
inoportuno, o innecesario, recordar que el poeta estaba condenado a muerte y
muriéndose de tuberculosis, de frío y de hambre, y que esa clínica de muros de
ladrillo y jardines amables había sido una de las prisiones que se multiplicaban por
Madrid y por toda España para encerrar a los centenares de
miles de vencidos de la guerra que no pudieron escapar o esconderse. En medio
de esa innumerable multitud, el poeta Miguel Hernández, espíritu libre y soldado del
ejército de la República, escribía unas nanas para su hijo hambriento y
escuchaba cada noche la lista de los que iban a ser ejecutados, temiendo a cada
momento que su nombre estuviera en ella.
La democracia
española quiso poner sensatamente todo su acento en la reconciliación, pero
desde el principio fue mezquina y olvidadiza con las víctimas de la posguerra y
de toda la dictadura, con los represaliados, los exiliados, los militantes
antifascistas, los luchadores del sindicalismo clandestino, hombres y mujeres
de un coraje y una integridad más firmes todavía porque en lugar de extraviarse
en los desvaríos teóricos universitarios se concentraban en la lucha por los
derechos de los trabajadores. Ahora la derecha asegura que por delante de la memoria pone la concordia, y
que si se niega a honrar a las víctimas del franquismo es para no abrir
heridas, para no fomentar el odio. Pero quienes desde muy pronto hablaron de
reconciliación no fueron los vencedores ni sus herederos, sino los derrotados y
los perseguidos. El presidente Manuel Azaña pidió “paz, piedad,
perdón”, en su discurso estremecedor en Barcelona en julio de
1938. Y fue el Partido Comunista, en 1956, con miles de militantes en las
cárceles, el que promovió una política de reconciliación nacional entre
los vencedores y los vencidos.
La triste
verdad es que, durante muchos años, de las víctimas y de los luchadores no
quería acordarse casi nadie, y no por culpa de ese cobarde “pacto de silencio” del que se ha hablado
y escrito tanto. No hubo ningún pacto de silencio por la triste
razón de que no hacía falta. Con unas cuantas excepciones, todo el mundo, y no
solo en la política, sino también en el ámbito confuso en el que se cruzan la
actualidad y la cultura, prefería no acordarse de los que más habían sufrido,
ni mostrar gratitud hacia los que más habían luchado, ni reconocimiento a los
que habían escrito en la clandestinidad o el destierro. Y fue una cuestión de
moda. Había que desprenderse cuanto antes de un pasado inmediato que de la
noche a la mañana se había quedado arcaico. Había que ser moderno sin
interrupción, como el dandi de Baudelaire, y todo lo que sonara a antiguo, a
rancio, a provinciano, a sombrío, era un estorbo en la afiebrada modernidad de
los años ochenta. Había que dejar cuanto antes atrás no solo el franquismo,
sino también el antifranquismo, y del mismo modo que se descartaron las
chaquetas de pana, las barbas espesas y el tabaco negro —todo lo cual era de
agradecer— se despreció el legado formidable de la cultura liberal,
republicana y emancipadora que se extinguió con la guerra, con
sus severas exigencias éticas y su insistencia en el laicismo y la instrucción
pública.
La
persistencia de la corrupción, el desdén hacia el conocimiento y el secuestro de una parte creciente de la educación
por intereses especulativos y clericales tienen que ver con la
pérdida de esos principios que la izquierda dejó de hacer suyos justo cuando
más oportunidad tuvo de recuperarlos, en los largos años de mayorías
socialistas. Se desdeñaron los principios, con la disculpa de la urgencia de
las tareas prácticas, pero también se desdeñó y se olvidó a quienes los habían
hecho suyos, los exiliados que volvieron para ser recibidos por la indiferencia, los
veteranos cuyas historias nadie quería ya escuchar, los dañados por la prisión
y la tortura que no recibieron compensación moral alguna, y todavía menos
recompensa material que no fuera tardía o miserable, o inexistente.
Ahora
llega el medio siglo de la muerte de Franco y
la buena voluntad, por fin oficial, de la memoria democrática choca con el
inconveniente de la brevedad de la vida humana, porque una gran parte de los
que sufrieron y merecían reparación han muerto. Y choca más todavía con la dureza de corazón de una derecha a
la que no le basta con un empeño activo de lobotomía histórica y política, con
una indiferencia inhumana hacia el sufrimiento y el heroísmo de quienes se
atrevieron a jugarse la vida para enfrentarse a un régimen que no dejó nunca de
celebrar vengativamente su victoria en la Guerra Civil, ni dejó de torturar y
matar hasta más allá de la muerte del tirano. Ahora, además, ha descubierto el
sarcasmo. Núñez Feijóo, el hombre de la blanda máscara de goma, fuerza un
conato de sonrisa para explicar que el pasado le da mucha pereza, porque
lo suyo es el mañana, y que la izquierda es tan retrógrada que se muere de
nostalgia por los años cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los setenta. Se ve
que la izquierda añora las cárceles, los juicios sumarísimos, las condenas sin
misericordia, la persecución, el despojo de los bienes y de los puestos de
trabajo, las torturas, las cabezas rapadas, la pérdida de todos los derechos,
incluyendo el derecho a la vida.
No hay en
Europa partidos conservadores que sean hostiles al recuerdo de los horrores de
las dictaduras y que se nieguen a honrar a sus víctimas. Sería inaudito que
alguien en la derecha portuguesa dejara de condenar la dictadura de Salazar, o
que en Francia o Alemania no participara en la conmemoración de las víctimas y
los luchadores de la resistencia. Ese negacionismo está reservado estrictamente
a la extrema derecha. En Alemania, la antigua sede de la Stasi es un museo, y
también lo es en Lisboa la sede de la PIDE, la policía política de
Salazar, donde están las fotos y los testimonios de quienes sufrieron
cautiverio y tortura en sus celdas. En Madrid, en lo que fue la Dirección
General de Seguridad, hay una placa que celebra el levantamiento del 2 de Mayo
de 1808, pero ni una sola huella, ni un recuerdo, a toda la gente que pasó por
esas celdas y esos siniestros despachos en los que se torturaba y en ocasiones
se asesinaba. El portavoz del Gobierno regional, que tiene su lujosa sede en el
edificio, acaba de anunciar que no permitirán que sea designado como “lugar de la
memoria democrática”, ni que sea usado el próximo año para
ningún acto conmemorativo. Pero cuanto más niegan, borran, ignoran, desprecian,
más revelan sin darse cuenta la fealdad de lo que son".
La cárcel de
Torrijos
Nieves
Concostrina
"La Sociedad
General de Autores y Editores, esa institución tan, tan, tan
prestigiosa, creyó rendir un merecido homenaje al poeta Miguel Hernández
cuando, a mediados de los ochenta, instaló una placa de mármol en una vieja
fachada de ladrillos de la calle del Conde de Peñalver, casi esquina con Juan
Bravo. La leyenda de la lápida dice: “Al poeta Miguel Hernández, que compuso,
en este lugar, las famosas “Nanas de la cebolla” en septiembre de 1939 (…) Se
inauguró está placa el 15 de octubre de 1985…). El motivo era el homenaje
nacional a Machado, Lorca y Hernández.
Aquel
pretendido homenaje nacional, seguramente con tan buenas intenciones como
mal calculado, con los reyes presidiendo, el vicepresidente Alfonso Guerra
clausurando, y con una rimbombante comisión formada por apellidos tan
rimbombantes como Alberti, Buero Vallejo, Laín Entralgo… fue puro fuego
artificial. Mejor dicho, fue un completo fracaso. Eso sí, a ojo,
aquel batiburrillo de ciento y pico actos con más jefes que indios debió de
costar una pasta gansa.
Como
testimonio de aquella ruinosa convocatoria cultural (quizás solo superada por
la del cuarto centenario de Cervantes en 2016) queda esa placa en la calle del
Conde de Peñalver que, más que servir como recuerdo, ofende la memoria
histórica en general y la de Miguel Hernández en particular.
Ese “lugar” al
que se refiere la placa… esa fría palabra que el diccionario define como
“porción de espacio”, era una cárcel. Parece mentira que esa cobarde redacción
en homenaje a un poeta que, ya es sabido, fue represaliado, encerrado en varios
“lugares” y finalmente abandonado a su suerte y a su tuberculosis hasta dejarlo
morir en otro “lugar”, saliera de esa institución privada que presuntamente
vela por los intereses de los autores.
Miguel
Hernández, efectivamente, compuso “Nanas de la cebolla” durante su encierro en
la cárcel de Torrijos. Así se la conocía en Madrid durante la guerra civil
porque estaba en la calle de Torrijos, de José María Torrijos, el liberal al
que fusiló el cretino borbón Fernando VII. A principios de los cuarenta
desahuciaron al constitucionalista de su calle y se la dedicaron al conde.
Obvio.
En esa cárcel,
en ese “lugar” al que se refiere eufemísticamente la SGAE, accedían las visitas
por la entrada que hay a unos metros de esa placa para llevar a los rojos allí
encerrados el paquete semanal con una muda, cuatro cigarrillos y cien gramos de
chicharrones. Eso es lo que mi madre, con ocho años, le llevaba a mi abuelo en
septiembre del 39, que estaba allí, en ese “lugar”, compartiendo patio, piojos
y rancho con Miguel Hernández. Sin saberlo, claro. Mi abuelo era analfabeto,
pintor de brocha gorda y no se trataba con poetas.
Todos los que
pasaron por aquella prisión de la dictadura merecen que a las cosas se las
llame por su nombre. Aquello no fue un “lugar”. Aquello fue la cárcel de
Torrijos".
Parque del Oeste. Monumento a Miguel Hernández
Este monumento se levantó en 1985 como homenaje
al popular poeta de Orihuela, que tan sólo vivió entre 1910 y 1942, y en tan
corto tiempo escribió algunas de las mejores páginas de la literatura española.
A iniciativa de la asociación de Ex-presos Represariados Políticos se erigió e
inauguró el 30 de Marzo de 1985 este homenaje, en un momento de reivindicación
de los poetas víctimas de la Guerra Civil y de la represión del bando vencedor.
Autores
DOMÍNGUEZ UCETA, Enrique (Arquitecto)
LÓPEZ CALLEJA, Miguel Ángel (Escultor)
Una carta mía publicada el 3 de octubre de 2921 en El País
Honrar la memoria
3/10/2021 https://elpais.com/opinion/2021-10-03/insensibilidad-y-humillacion.html
El País editorializaba el pasado viernes sobre la posibilidad abierta por el Constitucional de investigar los crímenes ocurridos durante la dictadura franquista, sin que, por hacerlo, se deriven consecuencias penales para los responsables de aquellos delitos porque aquellas atrocidades ya han prescrito. Estaría bien que entre las decisiones que pudieran tomar las autoridades estuviera la de colocar en el edificio de la Puerta del Sol de Madrid una placa que dijera: “En los sótanos de esta casa, la antigua Dirección General de Seguridad, estuvieron detenidas miles de personas, que sufrieron torturas y humillaciones por luchar por la libertad. Incluso, algunos fueron asesinados impunemente. Ocurrió entre los años 1939 y 1977, durante la dictadura franquista”.
¡Ya está bien!
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