Sigo sin tiempo para escribir; pero leo al menos lo más interesante del periódico.
Patrimonios perdidos
Antonio Muñoz Molina
Viniendo a Úbeda desde el sur, desde la carretera vieja de Granada que
atravesaba la sierra de Mágina, la iglesia de San Lorenzo se distingue con
dificultad del lienzo de la muralla almohade del que forma parte. Por encima de
la ladera de huertas, la muralla es un mirador sobre el que se asientan las
casas blancas que miran al valle del Guadalquivir. La iglesia se construyó
aprovechando como contrafuertes uno de sus torreones, y está hecha con bloques
de la misma piedra, la arenisca rubia que brilla al sol y se repite tanto en las
otras iglesias y en los palacios de la ciudad, y también en los dinteles de
muchas casas campesinas. En las fachadas de los palacios la piedra está desnuda
y muy labrada, algunas veces con cariátides de una extraordinaria elegancia,
obra de un escultor francés que trabajó en la ciudad en el siglo XVI, y que
recuerdo haber leído que tuvo conflictos con la Inquisición, quizás porque sus
figuras se parecen más a divinidades clásicas que a santos católicos. En las
casas campesinas la cal cubre todo el espacio de las fachadas, dejando solo al
descubierto la piedra de los dinteles de las puertas y los marcos de las
ventanas. Me gusta la elegancia sobria de la cal y la piedra, que favorece la
impresión de una sola trama urbana, en la que los monumentos no son islas
separadas de los lugares de la vida común, sino espacios empapados y habitados
por ella. Cuando yo era niño muchas más casas que ahora se apoyaban en la
muralla, como nuevos organismos que aprovechan una ruina o un tronco caído para
medrar en ellos. Palacios con patios de columnas de mármol eran populosas casas
de vecinos. En una torre intacta de la muralla un agricultor conocido de mis
padres tenía su almacén de grano.
Caserones medio abandonados e iglesias cerradas desataban las imaginaciones
de los niños. Antes de que la restauraran y en parte la inventaran para
convertirla en escuela de Artes y Oficios, la Casa de las Torres era como un
castillo lóbrego de cuento, con ventanucos estrechos de los llegaba un frío de
cripta, con un portalón viejo con llamadores enormes y clavos oxidados, con
gárgolas ennegrecidas por la humedad y los líquenes, caras de bocas redondas y
abiertas asomadas a los aleros y mirando hacia abajo, como si quisieran
infundirnos miedo.
La singularidad de la iglesia de San Lorenzo era su alta espadaña sin
campanas, pero cubierta de hiedra. La hiedra disolvía las diferencias entre la
obra humana y los reinos de la naturaleza. Trepaba hasta lo más alto del
campanario con un verdor lujuriante de jardín vertical. El misterio de la
iglesia era que estaba cerrada. Había una señora mayor a la que llamaban la
Campanera, y que vivía en una casita blanca encaramada al filo de la muralla,
pero que yo recuerde en la iglesia no quedaban campanas. A veces encontrábamos
entornada la puerta y veíamos en su interior grandes bloques de sombra como de
un almacén, cristos y santos de madera tallada apoyados contra las paredes,
quizás también planchas de madera olorosas y polvo de serrín de una
carpintería.
La iglesia estaba cerrada desde los tiempos de la guerra, cuando fue asaltada
y expoliada. Desde entonces no había vuelto a salir la procesión del señor del
Consuelo. Debía de ser una procesión modesta, a la escala de la iglesia y de las
calles empedradas y las plazuelas por las que se pasearía la figura del santo,
una procesión gremial en la que participaban los hortelanos que vivían en ellas.
Junto al costado de la iglesia bajaba una calle estrecha hacia todos los caminos
de las huertas cercanas y de los olivares. Los cascos de los caballos, los mulos
y los burros, las pezuñas de las vacas, repicaban duramente sobre el empedrado.
Años después, cuando la mayor parte de los vecinos antiguos habían muerto o se
habían marchado, instaló su estudio delante de la iglesia de San Lorenzo el
pintor y escultor salvadoreño Mauricio Jiménez Larios. Viniendo desde tan lejos,
descubrió que su lugar en el mundo sería ese rincón del que tantos se habían
ido, nos habíamos ido.
La iglesia de San Lorenzo puede derrumbarse, el Obispado
de Jaén prefiere no hacer nada, y las autoridades parecen tener otras
prioridades
Mauricio tuvo el proyecto de establecer en la iglesia un centro cultural.
Sabía que estando abandonada corría el peligro de la ruina. Yo le propuse que
fuera un centro dedicado a recoger la memoria popular del barrio de San Lorenzo:
los oficios, los linajes de los hortelanos, las artesanías diversas de los
hombres y las mujeres, el patrimonio oral de los relatos y las canciones, el de
la memoria de la guerra y de la posguerra.
Nada es más desolador que ver desalentarse a un hombre entusiasta y
razonable. Tras años de buenas palabras y dilaciones políticas estuvo claro que
el centro no iba a salir, y la iglesia siguió cerrada, su decrepitud cada vez
más visible por comparación la pujanza de la hiedra en la espadaña (Ricardo
Martín anduvo por allí y le hizo fotos muy hermosas). Las autoridades en España
suelen ser temibles cuando no remedian nada, pero a veces más temibles todavía
cuando deciden remediar algo. A algún talento municipal o episcopal se le
ocurrió que la hiedra ponía en peligro la estabilidad de la espadaña. Secaron la
hiedra y entonces descubrieron que ahora es cuando la espadaña está de verdad en
peligro, porque eran justo sus tallos y sus raíces los que la sostenían.
Ahora la iglesia de San Lorenzo está tan deteriorada que puede derrumbarse, y
el Obispado de Jaén, al que pertenece, prefiere no hacer nada, y las numerosas
autoridades locales, provinciales y regionales parecen tener otras prioridades.
Al fin y al cabo es una iglesia sin mucha importancia en un barrio antiguo de
gente trabajadora en el que ya hay muchas casas vacías. El escritor Jerónimo
Maesso publicó un artículo denunciando ese abandono: algún paisano iracundo le
ha respondido que no hace ninguna falta proteger una iglesia cuando hay tanta
gente necesitada. Parece que a esas personas justicieras no se les ocurre que
para una ciudad como Úbeda, como tantas de España, preservar el patrimonio no es
un gasto superfluo, una blandura sentimental, sino una inversión que puede
rendir beneficios y crear prosperidad durante generaciones, y además hacer más
grata la vida de todos. Una de las fuentes más seguras de trabajo y riqueza,
inagotable a poco que se cuide, no contaminante, es un patrimonio histórico bien
gestionado, que incluye no sólo los monumentos que antes salían en las postales,
sino el entorno en el que cobran su pleno sentido: lugares en los que se puede
vivir y a los que llegarán esos viajeros que no arman bronca y que están
dispuestos a pagar un buen hotel, un buen restaurante, un café civilizado,
servicios de alta calidad que crean puestos de trabajo cualificados.
No es ese el camino elegido. Se hundirá San Lorenzo, como se han hundido o se
han destruido tantos edificios, tantas vistas singulares de esa ciudad, y es
posible que en el solar, convenientemente recalificado, construyan un bloque de
viviendas con reflejos de falso mármol, tejadillos típicos, barandas de
escayola, con vistas al valle del Guadalquivir. Me niego a creer que sea siempre
eso lo que nos merecemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario