Javi sigue con sus maratones, una forma de ser y una forma de vivir. Esta vez ha sido en Badajoz, una ciudad al borde de la antigua frontera que despierta en Javi el interés y el ánimo. Aquí traigo, como es costumbre, su crónica, un ejercicio mental después del esfuerzo de la carrera. Un abrazo, hermano, y que siga la buena racha.
Hay
ciudades que no tienen río y parece que tuvieran. Hay otras que ni tienen ni lo
echan de menos. Luego está Madrid, que…bueno, eso. Y claro, sí, Oporto, Toledo,
bien; pero uno termina por pensar que son ciudades puestas ahí para hacerse una
foto con su río porque así pueden lucirse un poco más. Y luego tienes, qué sé
yo, Córdoba, Zamora, Düsseldorf o Badajoz, sitios que llevan con mucha
discreción el amor a su río, un amor sin alardes. Y por eso me gustan.
Badajoz
debería ser un sitio feo, como todos los que tienen cerca una frontera. A Badajoz
no va nadie si no es para hacerle una visita a la abuela o bien porque eres
representante de no sé qué salsa de tomate y tienes que hacer promoción en los
supermercados.
Pero
mira por dónde estás en un error. Badajoz vive encantada con sus bulevares y
con su río, y viceversa. Yo supongo que alguien tiene que haber cantado ese
idilio, pero vete a saber cuándo y cómo; a mí nadie me lo ha explicado, y en la
oficina de turismo, que está a punto de cerrar cuando llegamos, tampoco me
resuelven la duda.
Lo
que sí puedo decir es que el Guadiana tiene cuatro puentes a su paso por la ciudad,
y el maratón pasa dos veces por el más elegante de ellos, que es el puente de
Palmas, o de Las Palmas, no estoy seguro. La primera es el k.11, y a esa hora
de la mañana las baldosas están todavía tibias y tienen un tono mate que
resulta agradable a la vista y al tacto. Luego ya, la segunda vez, en el k.32,
con el sol pegando de pleno, el brillo de las losas inunda los ojos de luces,
de modo que no sabes si estás cruzando un puente de piedra o de plata, una duda
que, a estas alturas del maratón, se puede convertir en duda existencial, en
enigma irresoluble o en un claro síntoma de que la carrera te está empezando a
pasar factura.
Debajo
de los puentes pasan ríos caudalosos, riachuelos escuchimizados o arroyos bravos,
y cada uno de esos morfotipos de río requiere su peculiar tipo de puente con
más o menos ojos, un detalle que debieron de tener en cuenta, supongo yo, los
ingenieros romanos, árabes y etcétera antes de ponerse a construir el puente propiamente
dicho.
El
Guadiana, a su paso por Badajoz, no es que lleve un caudal tipo Danubio o Volga
(hablo de oídas, porque nunca he corrido por esas comarcas), pero oye, lo que
sí te puedo asegurar es que el puente de Palmas (con o sin artículo) mide casi
un kilómetro; y cruzar un kilómetro de puente, cautivo del crisol de destellos que
brotan de las losas incandescentes y te alegran la retina, cuando llevas ya
tres horas de carrera, puede convertirse en un viaje alucinatorio de magnitud
considerable.
Pero
lo peor no es eso; lo peor es que debajo del puente hay agua, y el agua es un
buen antídoto contra los diversos peligros que van minando el cerebro del corredor
en una prueba de fondo. Lo que pasa es que para tirarse al agua desde el pretil
de un puente de quince metros de altura hay que saber si el río tiene dos
metros de profundidad o dieciocho, porque de lo contrario lo menos que puede
ocurrir es que no acabes el maratón. Y como no lo sabes, al final te conformas
con echarte un chorrito de agua en el cogote y empezar a pensar que aún te
queda casi una horita de carrera.
Lo
que pasa es que me he quedado solo. Hasta el k.33 he ido con Fran (es su primer
maratón) y con Elías (compañero de mili en 1977 y, ¡atentos!, el único corredor
que ha terminado todas las ediciones de los maratones de Sevilla y Badajoz).
Rodar 33k con alguien que desconoce la distancia y con un corredor legendario
es una aventura tan excitante que te puede conducir al éxtasis; y si, por lo
que sea, el trío comienza a desintegrarse en el k34, que es el punto fatídico
de la carrera, entonces puede ocurrir que se te aparezcan todos los fantasmas
juntos dispuestos a jugar con casi todos los miedos que has ido sorteando hasta
ese momento.
En
esas estás cuando comienzas a rodear la alcazaba, sin más aliciente que imaginar
qué relación tendrían sus pobladores, desde allí arriba, con el río y cada uno
de sus puentes. Porque desde lo alto de la fortaleza, el río no dejaría de ser,
a un tiempo, una fuente de recursos pero también de peligros, dado que por el
río podrían ir llegando todo tipo de enemigos, así de reinos cristianos como de
taifas, por no hablar del pérfido inglés o el lusitano vecino.
Pero
ya no cuela el cuentecito. La larga cuesta que va del k.35 al 36 te pone en tu
sitio, y ahora ya nadie se escapa del castigo, así que toca apretar los dientes
y dejarse llevar por la banda de tambores que a duras penas nos va rescatando
del infierno. Ahora ya solo queda aprovechar la bajadita para acelerar el ritmo
y atusarse un poco el flequillo para salir medio apañado en la foto de meta
antes de echar una última ojeada al río, espléndido Guadiana.
(Para Gloria, que me aguanta con paciencia las neuras del maratón)
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