Habían
decidido casarse, y su juventud les aventuró hacia la originalidad. ¿Dónde
mejor que en el pueblo de sus veranos de infancia y adolescencia? Se imaginaron
una boda en Aravalle, en verano, descubriendo con los demás jóvenes las bodas
de antes y las costumbres tradicionales, pero en el tiempo de ahora mismo. Y lo
que comenzó siendo una idea singular, pero algo ensoñadora, fue poco a poco
madurando en un proyecto consistente, que contaba además con el apoyo y la
ayuda de las familias y los amigos.
Y llegó
la víspera y decidieron adecentar un casillo, colocar mesas corridas y sillas,
y agasajar a los invitados con una merienda por todo lo alto. Los convidados de
más edad, sentados en la parte alta del casillo, rememoraban otras vísperas, en
las que ellos eran los jóvenes; sus bodas, las de sus hermanos, las de sus
primos y las de sus amigos venían a la memoria, y pasaban a las conversaciones,
y todas se mezclaban en aquella merienda que suspendía momentáneamente su
régimen de comidas. Otra parte de los invitados, a la vera de las mesas del
zaguán, alcanzaban aún a recordar bodas de las de antes, cuando en el fondo de
su infancia asistieron a alguna en la que aún había antevísperas, vísperas,
boda y tornaboda. Pero casi la mitad de los asistentes a la merienda eran
jóvenes y niños, acostumbrados a bodas parecidas unas a otras, marcadas todas
ellas por el patrón que cortan los empresarios del ramo.
Sheila y
Miguel Ángel, jóvenes y enamorados, pasaban junto a las mesas y hablaban con
los invitados. Se les veía desenvueltos y relajados, no en vano las vísperas
dan tranquilidad, rebajan las barreras, abren las conversaciones y facilitan la
espontaneidad.
Poco a
poco se fue pasando del rumor de las conversaciones a los chistes y a los chascarrillos,
y de ahí a los cantes y los bailes, primero canciones antiguas y de boda, y
luego bailes y congas. En un descanso, Sheila y Miguel Ángel fueron
sorprendidos en un gesto de mirada complacida, y entonces sonaron aires que
llevaban lejos en la memoria de los mayores, y sorprendían en su mudez a los
más jóvenes.
Urí,
urí, urí,
los
de la boda, los de la boda,
Urí,
urí, urí,
los
de la boda estamos aquí.
A los
padres de los novios se les veía contentos, y disfrutaban al comprobar que la
decisión que habían tomado sus hijos había sido acertada. Y más acertada aún la
idea de preparar una merienda de vísperas, sin el envaramiento de los trajes de
boda ni los protocolos de los banquetes nupciales.
La
reunión iba alargándose, y las canciones y bailes regresaban de vez en cuando,
envueltas en conversaciones, recuerdos y confidencias. Y en alguna ocasión,
surgía un cantar del fondo de los tiempos.
La
madrina es una rosa
El
padrino es un clavel
y
la novia es un espejo
y
el novio se mira en él.
Al día
siguiente, radiante de luz de verano, se formó una comitiva que desde la casa
del novio fue pausadamente desfilando hasta la de la novia. Después de los
saludos de rigor, se retomó el camino, y aquel desfile de gentes trajeadas
caminó lentamente hacia la iglesia, mientras eran observados detenidamente por
los demás vecinos del pueblo, pues nadie se quería perder la novedad de una
boda en Puerto Castilla después de muchos años.
Ya dentro
de la iglesia, en la que no cabía un alma, se celebró la misa y se dijeron
"sí" los novios, entre un mar de abanicos y un sin fín de rumores.
Terminada la ceremonia, y mientras los esposos firmaban y se hacían fotos con
los familiares más allegados, los convidados y el reto de los vecinos del
pueblo se repartieron por la explanada cercana a la puerta. Al salir los
novios, una lluvia de arroz y de pétalos de rosa les iba cayendo encima,
mientras se oía gritar "vivan los novios" con fuerza y con alegría. Y
cuando se acercaba la gente para felicitar a los nuevos esposos, sonó de nuevo
la canción.
La
madrina es una rosa
El
padrino es un clavel
y
la novia es un espejo
y
el novio se mira en él.
Sheila y
Miguel Ángel subieron a un carromato florido y fueron paseados por las calles
cercanas, mientras solteros y casados se preparaban para correr la espalda, una
costumbre antigua, con su ritual y sus ritmos, que permitían en otros tiempos,
y esta vez también, que los no convidados a la boda pudieran comerse un buen
cordero después de una competida carrera de solteros contra casados.
Poco a
poco los invitados a la boda se fueron desplazando
hasta El Barco, donde tendría lugar el almuerzo y el baile. Y ya avanzada la
noche, y de nuevo en el casillo de la víspera, la madrina agasajaría a los
asistentes con chocolate y bizcochos.
De ese
día, a muchos les quedará en la memoria el momento solemne y ruidoso de la
salida de los novios de la iglesia, entre nubes de arroz y pétalos de rosa.
Pero algunos guardaremos más adentro aquellos instantes de mirada cómplice de
Miguel Ángel y Sheila, y aquel beso espontáneo que se dieron cuando, en los
preparativos de "la carrera de la espalda", todo el mundo miraba
hacia los competidores mientras los novios se quedaron un ratito solos en el
carromato florido.
A Sheila
y Miguel Ángel
Jesús
Bermejo
Verano de
2003
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