martes, 21 de febrero de 2017

Boda con vísperas




Habían decidido casarse, y su juventud les aventuró hacia la originalidad. ¿Dónde mejor que en el pueblo de sus veranos de infancia y adolescencia? Se imaginaron una boda en Aravalle, en verano, descubriendo con los demás jóvenes las bodas de antes y las costumbres tradicionales, pero en el tiempo de ahora mismo. Y lo que comenzó siendo una idea singular, pero algo ensoñadora, fue poco a poco madurando en un proyecto consistente, que contaba además con el apoyo y la ayuda de las familias y los amigos.

Y llegó la víspera y decidieron adecentar un casillo, colocar mesas corridas y sillas, y agasajar a los invitados con una merienda por todo lo alto. Los convidados de más edad, sentados en la parte alta del casillo, rememoraban otras vísperas, en las que ellos eran los jóvenes; sus bodas, las de sus hermanos, las de sus primos y las de sus amigos venían a la memoria, y pasaban a las conversaciones, y todas se mezclaban en aquella merienda que suspendía momentáneamente su régimen de comidas. Otra parte de los invitados, a la vera de las mesas del zaguán, alcanzaban aún a recordar bodas de las de antes, cuando en el fondo de su infancia asistieron a alguna en la que aún había antevísperas, vísperas, boda y tornaboda. Pero casi la mitad de los asistentes a la merienda eran jóvenes y niños, acostumbrados a bodas parecidas unas a otras, marcadas todas ellas por el patrón que cortan los empresarios del ramo.

Sheila y Miguel Ángel, jóvenes y enamorados, pasaban junto a las mesas y hablaban con los invitados. Se les veía desenvueltos y relajados, no en vano las vísperas dan tranquilidad, rebajan las barreras, abren las conversaciones y facilitan la espontaneidad.

Poco a poco se fue pasando del rumor de las conversaciones a los chistes y a los chascarrillos, y de ahí a los cantes y los bailes, primero canciones antiguas y de boda, y luego bailes y congas. En un descanso, Sheila y Miguel Ángel fueron sorprendidos en un gesto de mirada complacida, y entonces sonaron aires que llevaban lejos en la memoria de los mayores, y sorprendían en su mudez a los más jóvenes.

Urí, urí, urí,
los de la boda, los de la boda,
Urí, urí, urí,
los de la boda estamos aquí.

A los padres de los novios se les veía contentos, y disfrutaban al comprobar que la decisión que habían tomado sus hijos había sido acertada. Y más acertada aún la idea de preparar una merienda de vísperas, sin el envaramiento de los trajes de boda ni los protocolos de los banquetes nupciales.

La reunión iba alargándose, y las canciones y bailes regresaban de vez en cuando, envueltas en conversaciones, recuerdos y confidencias. Y en alguna ocasión, surgía un cantar del fondo de los tiempos.

La madrina es una rosa
El padrino es un clavel
y la novia es un espejo
y el novio se mira en él.

Al día siguiente, radiante de luz de verano, se formó una comitiva que desde la casa del novio fue pausadamente desfilando hasta la de la novia. Después de los saludos de rigor, se retomó el camino, y aquel desfile de gentes trajeadas caminó lentamente hacia la iglesia, mientras eran observados detenidamente por los demás vecinos del pueblo, pues nadie se quería perder la novedad de una boda en Puerto Castilla después de muchos años.

Ya dentro de la iglesia, en la que no cabía un alma, se celebró la misa y se dijeron "sí" los novios, entre un mar de abanicos y un sin fín de rumores. Terminada la ceremonia, y mientras los esposos firmaban y se hacían fotos con los familiares más allegados, los convidados y el reto de los vecinos del pueblo se repartieron por la explanada cercana a la puerta. Al salir los novios, una lluvia de arroz y de pétalos de rosa les iba cayendo encima, mientras se oía gritar "vivan los novios" con fuerza y con alegría. Y cuando se acercaba la gente para felicitar a los nuevos esposos, sonó de nuevo la canción.

La madrina es una rosa
El padrino es un clavel
y la novia es un espejo
y el novio se mira en él.

Sheila y Miguel Ángel subieron a un carromato florido y fueron paseados por las calles cercanas, mientras solteros y casados se preparaban para correr la espalda, una costumbre antigua, con su ritual y sus ritmos, que permitían en otros tiempos, y esta vez también, que los no convidados a la boda pudieran comerse un buen cordero después de una competida carrera de solteros contra casados.

Poco a poco los invitados a la boda se fueron desplazando hasta El Barco, donde tendría lugar el almuerzo y el baile. Y ya avanzada la noche, y de nuevo en el casillo de la víspera, la madrina agasajaría a los asistentes con chocolate y bizcochos.

De ese día, a muchos les quedará en la memoria el momento solemne y ruidoso de la salida de los novios de la iglesia, entre nubes de arroz y pétalos de rosa. Pero algunos guardaremos más adentro aquellos instantes de mirada cómplice de Miguel Ángel y Sheila, y aquel beso espontáneo que se dieron cuando, en los preparativos de "la carrera de la espalda", todo el mundo miraba hacia los competidores mientras los novios se quedaron un ratito solos en el carromato florido.

A Sheila y Miguel Ángel

Jesús Bermejo
Verano de 2003




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