El día 13 de julio
de 2013 leí en El País un artículo de Oliver Sacks titulado "Al
cumplir los 80". Hoy lo he visto en mi archivo y me he dicho: al blog.
"No pienso en la vejez como en una
época cada vez más penosa que tenemos que soportar de la mejor manera posible,
sino en una época de ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas
de días pasados.
Anoche soñé con el mercurio: enormes y
relucientes glóbulos de azogue que subían y bajaban. El mercurio es el elemento
número 80, y mi sueño fue un recordatorio de que muy pronto los años que iba a
cumplir también serían 80. Desde que era un niño, cuando conocí los números
atómicos, para mí los elementos de la tabla periódica y los cumpleaños han
estado entrelazados. A los 11 años podía decir: “soy sodio” (elemento 11), y
cuando tuve 79 años, fui oro. Hace unos años, cuando le di a un amigo una
botella de mercurio por su 80º cumpleaños (una botella especial que no podía
tener fugas ni romperse) me miró de una forma peculiar, pero más adelante me
envió una carta encantadora en la que bromeaba: “tomo un poquito todas las
mañanas, por salud”.
¡80 años! Casi no me lo creo. Muchas veces
tengo la sensación de que la vida está a punto de empezar, para en seguida
darme cuenta de que casi ha terminado. Mi madre era la decimosexta de 18 niños;
yo fui el más joven de sus cuatro hijos, y casi el más joven del vasto número
de primos de su lado de su familia. Siempre fui el más joven de mi clase en el
instituto. He mantenido esta sensación de ser siempre el más joven, aunque
ahora mismo ya soy prácticamente la persona más vieja que conozco.
A los 41 años pensé que me moriría: tuve
una mala caída y me rompí una pierna haciendo a solas montañismo. Me entablillé
la pierna lo mejor que pude y empecé a descender la montaña torpemente,
ayudándome solo de los brazos. En las largas horas que siguieron me asaltaron
los recuerdos, tanto los buenos como los malos. La mayoría surgían de la
gratitud: gratitud por lo que me habían dado otros, y también gratitud por
haber sido capaz de devolver algo (el año anterior se había publicado Despertares).
A los 80 años, con un puñado de problemas
médicos y quirúrgicos, aunque ninguno de ellos vaya a incapacitarme. Me siento
contento de estar vivo: “¡Me alegro de no estar muerto!”. Es una frase que se
me escapa cuando hace un día perfecto. (Esto lo cuento como contraste a una
anécdota que me contó un amigo. Paseando por París con Samuel Beckett durante
una perfecta mañana de primavera, le dijo: “¿Un día como este no hace que le
alegre estar vivo?”. A lo que Beckett respondió: “Yo no diría tanto”). Me
siento agradecido por haber experimentado muchas cosas –algunas maravillosas,
otras horribles— y por haber sido capaz de escribir una docena de libros, por
haber recibido innumerables cartas de amigos, colegas, y lectores, y por
disfrutar de mantener lo que Nathaniel Hawthorne llamaba “relaciones con el
mundo”.
Siento haber perdido (y seguir perdiendo)
tanto tiempo; siento ser tan angustiosamente tímido a los 80 como lo era a los
20; siento no hablar más idiomas que mi lengua materna, y no haber viajado ni
haber experimentado otras culturas más ampliamente.
Siento que debería estar intentado
completar mi vida, signifique lo que signifique eso de “completar una vida”.
Algunos de mis pacientes, con 90 o 100 años, entonan el nunc dimittis —“He
tenido una vida plena, y ahora estoy listo para irme”—. Para algunos de ellos,
esto significa irse al cielo, y siempre es el cielo y no el infierno, aunque
tanto a Samuel Johnson como a Boswell les estremecía la idea de ir al infierno,
y se enfurecían con Hume, que no creía en tales cosas. Yo no tengo ninguna fe
en (ni deseo de) una existencia posmortem, más allá de la que
tendré en los recuerdos de mis amigos, y en la esperanza de que algunos de mis
libros sigan “hablando” con la gente después de mi muerte.
Las reacciones se han vuelto más lentas pero, con
todo, uno se encuentra lleno de vida. El poeta W. H. Auden decía a menudo que
pensaba vivir hasta los 80 y luego “marcharse con viento fresco” (vivió solo
hasta los 67). Aunque han pasado 49 años desde su muerte yo sueño a menudo con
él, de la misma manera que sueño con Luria, y con mis padres y con antiguos
pacientes. Todos se fueron hace ya mucho tiempo, pero los quise y fueron
importantes en mi vida.
A los 80 se cierne sobre uno el espectro
de la demencia o del infarto. Un tercio de mis contemporáneos están muertos, y
muchos más se ven atrapados en existencias trágicas y mínimas, con graves
dolencias físicas o mentales. A los 80 las marcas de la decadencia son más que
aparentes. Las reacciones se han vuelto más lentas, los nombres se te escapan
con más frecuencia y hay que administrar las energías pero, con todo, uno se
encuentra muchas veces pletórico y lleno de vida, y nada “viejo”. Tal vez, con
suerte, llegue, más o menos intacto, a cumplir algunos años más, y se me
conceda la libertad de amar y de trabajar, las dos cosas más importantes de la
vida, como insistía Freud.
Cuando me llegue la hora, espero poder
morir en plena acción, como Francis Crick. Cuando le dijeron, a los 85 años,
que tenía un cáncer mortal, hizo una breve pausa, miró al techo, y pronunció:
“Todo lo que tiene un principio tiene que tener un final”, y procedió a seguir
pensando en lo que le tenía ocupado antes. Cuando murió, a los 88, seguía
completamente entregado a su trabajo más creativo.
Mi padre, que vivió hasta los 94, dijo
muchas veces que sus 80 años habían sido una de las décadas en las que más
había disfrutado en su vida. Sentía, como estoy empezando a sentir yo ahora, no
un encogimiento, sino una ampliación de la vida y de la perspectiva mental. Uno
tiene una larga experiencia de la vida, y no solo de la propia, sino también de
la de los demás. Hemos visto triunfos y tragedias, ascensos y declives,
revoluciones y guerras, grandes logros y también profundas ambigüedades. Hemos
visto el surgimiento de grandes teorías, para luego ver cómo los hechos
obstinados las derribaban. Uno es más consciente de que todo es pasajero, y
también, posiblemente, más consciente de la belleza. A los 80 años uno puede
tener una mirada amplia, y una sensación vívida, vivida, de la historia que no
era posible tener con menos edad. Yo soy capaz de imaginar, de sentir en los
huesos, lo que supone un siglo, cosa que no podía hacer cuando tenía 40 años, o
60. No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa que tenemos que
soportar de la mejor manera posible, sino en una época de ocio y libertad,
liberados de las urgencias artificiosas de días pasados, libres para explorar
lo que deseemos, y para unir los pensamientos y las emociones de toda una vida.
Tengo ganas de tener 80 años.
Cuando me llegue la hora, espero poder morir en plena
acción, como Francis Crick".
Oliver Sacks es neurólogo y escritor. Entre sus
obras destacan Los ojos de la mente, Despertares y El
hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Su último libro, Alucinaciones,
lo publicará próximamente Anagrama.
© Oliver Sacks, 2013
Traducción de Eva Cruz.
© Oliver Sacks, 2013
Traducción de Eva Cruz.
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