Una troje,
así, en femenino, es en Toledo lo que en Ávila se llama desván. Aunque hay
diferencias. El desván es un trastero. La troje, además, era el sitio a donde sus
dueños subían, en tiempos, la cosecha de cereal. Era, por tanto, un lugar seco,
grande y ventilado.
La troje
de nuestra casa del pueblo no es solo un
trastero, es también un pequeño y alborotado museo etnográfico, un
recinto para tender cuando llueve y, sobre todo, el lugar a donde van todas las
estanterías y libros que no caben en el estudio ni en las otras habitaciones. Y
además, por si fuera poco, alberga los sillones y muebles de verano del patio.
Y juguetes de bebés y niños. Y cunas, carritos, edredones…
A veces
me subo a la troje y me siento a leer algún libro de viajes. Allí está una
estantería con guías y libros de muchos lugares del mundo.
¡Qué sería
de nuestra casa del pueblo sin la troje! La troje, en su alboroto aparente, es
el cuarto de la casa que propicia que en las demás estancias reine, más que el
orden, la tranquilidad y el espacio mesurado, solo lleno con lo que cada cuarto
admite. Como decía una prima de mi padre, a propósito de una receta de dulces:
-Petra,
¿cuánta harina se echa?
- La que
te admita- decía Petra.Pues eso, cada habitación, lo que admita. Y la troje para redimir a todas.
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