Artículo de Antonio Muñoz
Molina en El País del 7 de abril de 2018
Días de pasión
En el retiro voluntario de la Semana Santa me gusta
volver a las palabras y a las músicas del relato evangélico. Muchas personas se
han ido de Madrid. En la tarde del miércoles va notándose gradualmente que se
han ido y se siguen yendo en coche. La mañana del Jueves Santo tiene una
santidad laica de recogimiento y silencio. No hace falta afiliarse a ninguna
ortodoxia y a ningún credo para mantenerse alerta a la sensación de lo sagrado,
que puede intuirse en la quietud de una calle sin tráfico a primera hora de la
mañana, en la absolución de tantas obligaciones aplazadas por los días de
fiesta. Ha llovido generosamente en las últimas semanas y los días de sol
tienen una tersura de aire fresco. Ese es otro motivo de gratitud. En los
senderos del parque, tan ásperos hasta hace muy poco, ahora se nota una
elasticidad de tierra prieta y fértil bajo las pisadas. Los canales públicos de
televisión transmiten procesiones sin descanso y en directo. Los telediarios
informan de las procesiones de Semana Santa más extenuadoramente aún que de los
partidos de fútbol. Una parte de la vida española parece varada sin remedio en
la Contrarreforma, en las exhibiciones públicas de penitencias, de imágenes
ensangrentadas de martirios. Como este año la lluvia no ha frustrado ninguna
procesión, los informativos no muestran a penitentes llorando sin consuelo por
no poder sacar los tronos de su cofradía. Lo que sí hay son testimonios
espontáneos de asistentes a las procesiones que informan de la vehemencia de su
fervor: “Esto no se puede explicar. Esto hay que vivirlo. Hay que sentirlo”.
Con vítores taurinos y caras arrasadas de lágrimas,
chicas jóvenes que ya nacieron en un país descreído con las iglesias desiertas
se rompen las manos aplaudiendo a los legionarios que sostienen en alto una
imagen de Cristo en la cruz en una procesión de Málaga. Yo me acuerdo de cuando
era niño y veía en las procesiones de mi ciudad los tronos escoltados por
guardias civiles con mosquetones al hombro.
Pero todo vuelve. Todo vuelve porque nunca se ha ido.
Vuelve la religión ostentosa y milagrera de la Contrarreforma católica, la de
las exhibiciones públicas de ortodoxia que fueron obligatorias durante el
franquismo. Vuelve porque nunca se fue la mescolanza de lo político y de lo
eclesiástico, la ocupación irrespetuosa de los espacios públicos, la afirmación
jactanciosa de una sola tradición por encima de todas las otras: el espectáculo
católico como maciza identidad, unas veces española y otras veces andaluza, o
castellana, o de donde sea. El ministro de Justicia y el de Educación y Cultura
se persignan ante el Cristo legionario y alzan sus voces para cantar con
desmayado entusiasmo Soy el novio de la muerte. La ministra de Defensa,
que también participa en la celebración, ha ordenado que en los cuarteles
españoles ondee a media asta la bandera como signo de luto por la crucifixión
de Cristo.
Todo son recuerdos. Los peores recuerdos son los de
ciertas cosas que se obstinan en no quedarse en el pasado. Me acuerdo de cuando
era soldado y en las misas de campaña sonaba el himno nacional en la
consagración y teníamos que arrodillarnos quitándonos la gorra y sosteniendo el
fusil en un gesto de psicomotricidad tan complicada que se tardaba mucho en
aprender, y que se llamaba “rindan armas”. Un soldado español solo rendía su
arma ante la hostia consagrada. Hablo de 1979, 1980, otra época. Hablo de ahora
mismo. El ministro de Educación y Cultura que se declara novio de la muerte con
tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo de un
país al que las castas dirigentes bendecidas por eclesiásticos y defendidas a
mano armada por los militares mantuvieron durante siglos en una ignorancia tan
infame como la pobreza. Mientras el ministro canta su pasodoble festivo y
mortuorio, la investigación científica se hunde ante la indiferencia general y
el sistema público de enseñanza cada vez puede cumplir menos su tarea
ilustradora e igualitaria. Hay desolaciones españolas que no se curan nunca:
melancolías civiles que atraviesan intactas las generaciones. La pesadilla de
Juan Ramón Jiménez de hace un siglo conserva intacta su realidad, y su pavor:
una mesa de campaña en una plaza de toros.
Por fortuna, Madrid es grande y descreída, incluso en
la mañana del Viernes Santo. Un taxi para a mi lado en la acera y de él salen,
con dificultad y pericia, dos señoras con altas peinetas de carey y mantillas
de encaje negro. Allá cada cual. Yo voy escuchando en Spotify la Pasión según san Mateo. La escucho también en casa, con
la opulencia sonora del amplificador y los altavoces, leyendo el libreto, que
respeta en gran medida la simplicidad del relato evangélico. Es una costumbre
que he mantenido desde hace ya muchos años, desde que compré una grabación
histórica dirigida por Furtwrängler. Algún Jueves o Viernes Santo la he
escuchado en directo, en austeras iglesias luteranas de Nueva York. Ahora la
versión a la que vuelvo siempre es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus
Musicus de Viena. Dirigida por Furtwrängler, la Pasión
según san Mateo es imponente como una catedral gótica. La de
Harnoncourt no es menos sobrecogedora, pero sí más cercana a la llaneza y el
despojamiento del texto evangélico.
Vuelvo a esos capítulos finales a los que se atiene
Bach. Hay un sigilo de drama que sucede entre sombras, en descampados
nocturnos, un drama íntimo de miedo, de traición, de vergüenza, de huida, de
debilidad ante la cercanía terrible del dolor, de incierta esperanza. El
corazón de esa noche me ha parecido siempre la deslealtad del discípulo Pedro,
que su maestro ha presentido con extraña agudeza: el que se declara tan firme y
tan fiel cuando no hay peligro comete a la hora de la verdad una cobardía para
la que tal vez habrá perdón, pero no consuelo. No hay otro momento así en la
literatura. Tampoco lo hay en la música. En la pintura se ha representado
muchas veces. Pero solo Caravaggio llega a lo más hondo de la negrura del miedo
y el remordimiento, en una Negación de san Pedro que
está en el Metropolitan de Nueva York, y que fue uno de los últimos cuadros que
pintó en su vida. En el retiro breve de la Semana Santa, escuchando a Bach,
leyendo a san Mateo, acordándome de ese cuadro de Caravaggio que he visto
tantas veces, agradezco que el arte sea capaz al mismo tiempo de retratar el
sufrimiento y consolarnos de él, y además refugiarnos de la intemperie pública.
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