Un año más Javi se estuvo
preparando para el maratón de Madrid, que tuvo lugar el día 22 de abril de este
año. Llegó a la meta con un tiempo de 3 horas y 49 minutos, quedando el 2994 en
la clasificación general y el 2867 entre los hombres. Respecto a su grupo de
edad, quedó en el lugar 31.
Un maratón más, nos dijo
al enviarnos su crónica. Maribel, nuestra hermana comentó en un mensaje:
“Muy expresivo, sin pelos en la lengua. Un récord sabiendo que el
ganador lo hizo en una hora menos. De todas formas pone los pelos de punta.”
Yo añadí por mi parte:
“De acuerdo con Maribel: seco, deslenguado, certero…y un enigma sin
poder resolver.”
A lo que añadió Javi:
“Lo de deslenguado es
cierto, y es la primera vez que me lanzo…”
Aquí va la crónica,
escrita por Javi en caliente, como siempre, la tarde del maratón.
Teorías que nada prueban
Cualquiera que haya corrido un maratón tendrá una
teoría más o menos elaborada acerca de un fenómeno que, sin embargo, sigue
siendo un enigma. Yo también tuve en su momento una teoría propia, o dos, o
más, no me acuerdo muy bien. Ahora ya no. Ahora lo que tengo es un dolor persistente
en los cuádriceps.
Entre esos sabios expertos, habrá quienes definan
el maratón como un reto personal, un desafío a los límites del cuerpo y la
cabeza, un ejemplo de superación o una simple terapia. Puede ser, no digo que
no, abundan los manuales de autoayuda que tratan de estas cosas.
Seguramente habrá otros que lo describan con
términos más punzantes, y hablen de esta carrera como de una exhibición masoquista
de llagas y de vómitos para deleite de una masa de aficionados que gozan, en
secreto, de esas turbias pasiones. Y digo 'en secreto' porque todo este
repertorio de groserías fue erradicado de la plaza pública hace ya un par de
siglos, cuando abandonamos las costumbres ancestrales y decidimos refinar
nuestros gustos.
Entre aquellos hábitos hoy desechados, hubo todo un
conjunto de prácticas ligadas al comienzo de la primavera que no había más que
ver, una orgía colectiva que con el tiempo se fue transformando en lo es hoy, ese
triste simulacro turístico que ha eliminado de raíz las coronas de espinas, los
azotes que abren llagas, los costados heridos por la aguda lanza, las manos
traspasadas por un clavo roñoso o el suave lienzo de lino empapado en hiel y
vinagre para multiplicar los estragos de la sed; en suma, toda aquella panoplia
de dulces crueldades que tanto nos entretenían cuando entonces, y que luego
cayeron en el olvido más cruel. Así nos va.
A cambio de todo aquello, nos trajeron pamplinas
como Los Teleñecos, Máster Chef, el sexo virtual y cosas por el estilo. Pero que
nadie se engañe: las pasiones son la esencia de nuestra identidad como especie,
y no hay forma de enterrarlas. Por eso digo que hay quien piensa que el maratón
de Madrid nos trae cada primavera el vivo recuerdo del Gólgota, una
interminable procesión de disciplinantes (no sé si muy 'disciplinados') que
exhiben sin pudor sus miserias ante un público tan gozosamente obsceno como el
propio espectáculo.
Reconozco haber participado en esa mascarada unos
cuantos años, hasta que resultó evidente que aquello no era más que un lucrativo
negocio patrocinado por los buitres del gremio, y entonces decidí disimular el
dolor y buscarme una juerga algo más personal.
Me planteé mi vigésimo quinto maratón como un ejercicio
de precisión cuyo éxito dependiera del control de todas las variables posibles:
entrenamiento, recorrido y perfil de la carrera, temperatura y grado de
humedad, estado emocional y físico, achaques varios derivados de la edad
provecta..., todo eso que te permite afinar, vaya.
Dicen que El Retiro es un símbolo de la ciudad, y
que como tal símbolo conviene preservarlo. Me parece bien. Por eso han cambiado
este año el recorrido del maratón. Con el nuevo trazado, la clave de la carrera
estaba en la Casa de Campo, casi siete kilómetros (del 28 al 35) en los que se
iba a ventilar el éxito o lo otro.
La cosa estaba clara, entonces: había que machacar
ese tramo una y mil veces en los entrenamientos. Y así lo hicimos: los martes y
jueves con los Garrapatas, los domingos con Jesús y David, compañeros de
aventura esta vez.
Y funcionó, vaya que sí. Salí de la Casa de Campo
sin que el ritmo de carrera se hubiese resentido lo más mínimo. Iba bien
hidratado, a pesar del calor, muscularmente indemne (entiéndase, sin nada roto)
y convencido de que la carrera estaba hecha, entre otras cosas porque en ese
punto del recorrido estoy a dos pasos de casa, y lo que falta, con ser duro, lo
conozco de sobra.
Todo ocurrió en un instante. La bajada vertiginosa
por la Avenida de Portugal termina en una curva cerrada que conduce al puente
de Segovia por una vía muy estrecha. Fue precisamente en esa curva: había tanta
gente que tuve que tomarla por la parte más abierta, y esa minucia me desencuadernó
del todo. Fue una caída súbita en un agujero negro que me condujo al puente con
las piernas llenas de serrín, lo que se dice acabado.
Faltaban siete kilómetros y medio para llegar a
meta, un completo calvario, pero no estaba dispuesto a exhibir ningún indicio de
mi estado miserable (¡No con mis vísceras!) ni tampoco a ceder tiempo. Tocaba,
por tanto, media hora larga de secreta pasión, los quince últimos minutos
acompañado por Daniel.
No daré detalles, pero debe quedar claro que fallé
en lo esencial, lo que confirma algo que a estas alturas debería ser una
evidencia para cualquier corredor: no hay manera de desentrañar este enigma.
A cambio, una pequeña victoria que tiene que ver
con el festín masoquista del que hablaba antes. En el kilómetro treinta y siete
y medio, justo en la curva que conduce a la cuesta de la Calle Segovia, Ángela
me hizo la foto que aquí veis. Iba fundido del todo (muerto-matao, que dicen
los Paquetes), pero ella asegura que no se me notaba. Juzguen ustedes.
Siempre es estupendo leer estas crónicas :)
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